Capítulo 49
Alberto toma asiento al lado de su esposa que le sonreía muy alegre. Él mantenía una mirada incrédula, sospechando de todo lo que estaba ahí sucediendo.
— ¿Quiere que a su té le agregue una rodaja de limón, Señor Burgos? — pregunta Luciana, sirviendo una taza.
— No, así está bien.
Ella le entrega la taza y le acerca los terrones de azúcar, dando un suspiro para hablar de manera sonriente.
— Ya creo que debes saber Ana María, porque tu esposo pidió vernos aquí.
— Solo sospecho — reía ella, mirando con ternura al hombre a su lado.
— Él solicitó un vestido especial y exclusivo de la tienda — Luciana se levanta y toma una gran caja que estaba en una mesa — Es un regalo para ti.
La joven estaba sorprendida y se levanta rápidamente para aproximarse a la mesa, abriendo la caja y conteniendo el aliento al ver los fabulosos encajes que tenía la tela. Al sacarlo del empaque y verlo al completo, lanza una exclamación de alegría, dando pequeñas risitas.
— Es maravilloso, es el vestido más lindo que he tenido — vuelve a dejar el vestido en la caja y se aproxima a su esposo, para tomar de su mano y dejar un beso en ella — Gracias... es un hermoso regalo, no debiste de molestarte.
— No es una molestia — sonríe Alberto, tratando de actuar de manera calmada.
— Es un vestido casual, ideal para dar un paseo en algún parque durante la tarde. ¿Le gustaría probárselo?
— Me encantaría.
— Creo que no deberíamos de molestar a los Condes, es mejor que nos retiremos.
— Pero su mujer se ve muy feliz y mi esposa está deseosa por ver cómo le queda. Para nosotros no es ninguna molestia. — interviene el Conde, para impedir que Alberto se levante.
— Solo me demoraré unos minutos — comenta Ana María.
Ambas mujeres salen del salón sonrientes, dejando a los varones en el sitio.
— Las damas se ven muy alegres ¿No le parece? — pregunta Maximiliano, quien mantenía su habitual sonrisa de amabilidad.
— Si, ellas están muy felices.
— En cambio, usted, es todo lo contrario, probablemente asustado o molesto. Me pregunto ¿Por qué?
— No comprendo por qué piensa algo como eso, tal vez ¿debería estarlo?
— Probablemente sí, ya que es insistente en ver a mi esposa a sola.
Alberto se acomoda en la silla y mira fríamente al Conde.
— ¿Usted realmente cree que soy yo quien busca a su esposa?
— Me dirá entonces que ¿es ella quien lo hace? — Reacciona Maximiliano con un falso asombro.
— Ella es mi más íntima amiga, lo ha sido desde hace muchos años y nos reunimos solo a charlar, porque busca con quien compartir sus preocupaciones. Usted mejor que nadie, sabe que su matrimonio es únicamente por conveniencia, pero el mantenerlo es muy desagradable para ella, ya que le obliga a estar con alguien mayor, en un matrimonio que no le complace — Alberto le da una sonrisa burlona a aquel hombre.
Maximiliano no esperaba tal descaro de aquel sujeto que le hablaba de forma insolente. Aprieta los dientes y trata de mantener la calma.
— Por supuesto, comprendo que ella se sienta asqueada de compartir con un hombre tan viejo como yo, tal vez por eso busca una excusa para recibir su consuelo.
— Yo no persigo a su esposa, y créame que no tengo esas intenciones con ella. Pero le seguiré apoyando, si ella necesita de un amigo a quien acudir.
— Tiene razón. Soy yo, el único beneficiado de tener una joven esposa... pues estoy seguro de que, si son tan buenos amigos, le debe de contar lo obligada que se debe sentir al complacer a su esposo viejo.
Alberto estaba molesto de escuchar la burla en cómo le hablaba el Conde, y sabía que lo decía, solo para demostrar superioridad.
— No sé para qué habla de estos temas conmigo. Comprendo que, para usted, nuestra amistad pueda crearle preocupaciones, pero no es necesario formar prejuicios sobre nosotros.
— Ya me queda claro que ustedes son solo amigos.
— Así es.
Maximiliano se levanta y camina hasta donde se encontraba Alberto, que le miraba molesto.
— Entonces solo puedo darle un consejo. Tenga mucho cuidado, podría sufrir alguna grave lesión, como caer por las escaleras, ser asaltado por delincuentes o atacado por un marido celoso...
Ante aquello, Alberto se levanta abruptamente y se dirige de manera rabiosa a aquel hombre que le estaba amenazando.
— No le permitiré que me hable de aquella manera. Ya ha sido bastante desagradable escuchar como desconfía de Luciana, para ahora tener que tolerar sus amenazas.
Maximiliano baja la cabeza y actúa como si estuviera avergonzado, pero denotando burla en aquella acción.
— No fue mi intención ofenderle de tal manera, solo me preocupa que mi esposa pueda ser acosada por alguien sin escrúpulos
— Ya no puedo tolerar sus insinuaciones y como se burla de mí. Iré a buscar a mi esposa para marcharnos.
Cuando Alberto camina al lado del Conde, rodeado la mesita del salón para marcharse, Maximiliano le hace una zancadilla con el pie, pero logra evitar caer al hacer equilibrio. Rápidamente, siente un fuerte golpe en la espalda, lo que le arroja de bruces contra el suelo, apoyando sus brazos para evitar golpear su rostro.
De manera rápida, el Conde le toma por el cuello de la camisa, para levantarlo con tanta facilidad, como si fuera un muñeco de trapo.
— Señor Burgos, le advertí que tuviera cuidado — dice Maximiliano con amabilidad.
Aquello sorprende a Alberto, puesto que su mente aún no comprendía muy bien que estaba ocurriendo. El Conde lo mantenía agarrado del cuello de su camisa y antes de que pueda decir algo, este le acierta un puñetazo en el abdomen, el que fue tan violento, que le hizo despegar los pies del suelo y cortarle el aliento. Cuando puede dar una bocanada de aire, siente como el Conde le vuelve a dar otro fuerte golpe en el abdomen, luego otro y otro.
Los golpes recibidos fueron completamente dolorosos, que empañaron la visión de Alberto, y sentía como si le hubieran aplastado los intestinos, cayendo de rodillas en el suelo del salón, haciendo arcadas al no poder contener la náusea. Nuevamente el Conde de manera rabiosa, cubre la boca de Alberto y la presiona, clavando sus dedos en las mejillas y girándole el rostro para que le vea.
— Si vomitas en mi alfombra, haré que te lo tragues nuevamente.
La mirada de Maximiliano era sombría, lo que provoca temor en Alberto, que deseaba desesperadamente escapar de ahí y salvar su integridad física, pensando que ese hombre le mataría.
— Escúchame con atención, puesto que no lo repetiré. Si mi mujer vuelve a decirme que le está atosigando con tus propuestas pecaminosas, le aconsejo que escape de la ciudad, puesto que, de no hacerlo, lo encontraré y no creo que pueda controlarme como ahora, ya que le detesto. Como ya le dije, los accidentes pueden pasar en cualquier momento. Advertido ha quedado. — Maximiliano le suelta, dejándolo caer.
Alberto tenía los ojos con lágrimas, por el fuerte dolor de estómago, que se le irradiaba hasta la espalda y bajaba hasta sus piernas. Deseaba poder sentarse en el sofá, pero no tenía fuerzas y temblaba, creyendo que en cualquier momento expulsaría las tripas.
— Aún estoy esperando a que me diga si le ha quedado claro. — Insiste Maximiliano.
Alberto asiente con la cabeza.
— No le he escuchado.
— Si, me ha quedado claro, Señor.
— No me convence de que haya entendido, tal vez deberé repetírselo.
Nuevamente, el Conde lo toma por el cuello para que le vea a la cara, lo que hace chillar a Alberto de miedo.
— No por favor, ya no más... lo entiendo, ya no estaré cerca de su mujer, se lo juro...
— Me alegra saberlo. — le da unas palmaditas en la mejilla, haciendo que Alberto cierre los ojos al creer que le golpearía más fuerte — Ahora, levántese. No me dirá qué le ha dolido los golpecitos que le dio este viejo ¿Verdad?
Con dificultada, Alberto se toma del sofá y con las fuerzas que le quedaban, sube en él para sentarse, acomodando su chaqueta y camisa.
Pasado unos minutos, las mujeres regresan al salón riendo.
— ¿Cómo me queda el vestido? Supongo que me lo llevaré puesto, es muy cómodo.
— Se ve realmente maravillosa señora Burgos. — responde Maximiliano, regalando su habitual sonrisa.
La sonrisa de Ana María desaparece, cuando ve a su esposo pálido y sudoroso, afirmando con un brazo su abdomen y con la otra presionaba la manga del sofá.
— Alberto, ¿Qué tienes?
— Dolor de estómago.
— Llamaré a un médico para que le revise — anuncia Maximiliano, levantándose para llamar al servicio.
— No por favor... deseo regresar a casa.
— No puedo permitir que unos de nuestros invitados se marchen en esas condiciones.
— Se lo agradecería Señor Conde. — responde Ana María preocupada.
— Únicamente quiero regresar a casa. Estaré bien.
— Solicitaré que los lleven a vuestro hogar — Luciana llama a un criado, para que los Señores Burgos sean acompañados hasta el carruaje que les estaba esperando en la entrada.
Luego de despedirse y lamentar que la visita terminara de aquella manera, los Condes de Valcáliz miraban desde el Salón del segundo piso, como los Burgos caminaban lentamente por la salida principal de la mansión, para subir con dificultad al carruaje, debido a que Alberto estaba haciendo un gran esfuerzo por mantenerse de pie.
— Le golpeaste ¿Verdad? — pregunta Luciana de manera seria.
— Solo le pedí con buenas palabras que dejé de visitarte. Creo que ha entendido. — Responde, conteniendo la risa.
— Pero Maximiliano, dijiste que no lo harías. Espero que ahora no siga insistiendo.
— No lo hará, esta será la última vez que ese hombre te dirige la palabra.
— Si es así, entonces estoy feliz que hicieras lo que hayas hecho... mi querido toro salvaje.
Maximiliano le mira sonriente, tomándola por la cintura para que se aparte de la ventana.
— Me estás diciendo esas cosas con mucha frecuencia. Aunque lo niegues, sé que te gusta saber que no soy ningún enclenque.
— De hace mucho sabía que no lo eras. Pero no negaré que me gusta fantasear, imaginando que eres un guerrero primitivo en taparrabos.
— Eres una traviesa ¿Lo sabías? — carcajea Maximiliano.
— Exacto y estoy segura de que por eso te has casado conmigo.
Ambos seguían riendo de manera divertida, para luego besarse y respirar aliviados de que ahora, todo sería tranquilidad para ambos.
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