Capítulo 2
Eleonora no se despegaba del lado de Agustín, llorando cada tanto y besando su frente constantemente, a lo que el anciano sonreía y comentaba en bromas a sus familiares que le estaban acompañando, que era un sueño de su vejez, ser amado por tan preciosa dama. Esto lo decía, ya que Eleonora era su nieta, a quien más quería.
La condición del mayor de los Fortunato había decaído esos días y ahora se podía explicar la preocupación de Eleonora con respecto a la salud del bisabuelo.
Se había enviado una carta urgente a Colombia, para informar de esto a Sebastián, pero en que llegara aquella carta en manos de su destinatario y que este viaje hasta España, ya sería muy tarde y así lo fue.
Al cabo de dos semanas, don Agustín Fortunato había fallecido a solo unos cuantos días de haber cumplido 80 años de edad, producto de una enfermedad gástrica que lo había aquejado hace años.
Los amigos de la familia, además de la burguesía y los trabajadores que prestaban servicios a los Fortunato, asintieron al funeral para presentar los respetos a la familia y agradecer a don Agustín por mejorar las condiciones laborales desde el inicio de su gestión y que perpetuaron sus descendientes.
Los Fortunato estaban devastados ante la triste pérdida de la cabeza de la familia, es así que, las últimas palabras de despedida de parte de los suyos, la daría su nieto Sergio, puesto que su hijo Víctor, no lograba contener su pena. Pero a pesar de que Sergio se veía estoico al dar el discurso, explota en llanto cuando le dice lo mucho que significa en la vida de todos y cuanto le extrañarían. Esto provoca que más de uno sienta la tristeza que experimentaban sus seres queridos y acompañen de manera real en el pesar de esta familia.
Luciana estaba inconsolable al igual que sus hermanos y prima, pero esta última era abrazada para no caer por su hermano Danilo. A ella le habría gustado que alguien también la abrace en el momento que el ataúd fue colocado en el mausoleo familiar, en donde se reunía con otros integrantes Fortunato, como la primera esposa de su bisabuelo, y los pequeños, Jeremías y Magdalena, sus hermanos, el primero que falleció al tener 2 años por una fiebre maligna y la segunda que pereció a las pocas horas de nacida.
Como si le leyeran el pensamiento, Alberto se aproxima para ofrecerle su brazo, para que pueda apoyarse en él, a lo que Luciana estaba agradecida.
Ya en el Palacio Fortunato, la familia fue acompañada por los amigos más íntimos. Todos estaban preocupados por Mamá Celenia, ahora que su esposo ya no estaba, pero ella estaba tranquila, diciendo que es el curso de la vida y qué prontos se volverían a ver.
Luciana estaba comenzando con una fuerte jaqueca, ya que había llorado tanto ese día, y ya no se sentía en condiciones de seguir acompañando en su pesar a las mujeres de la familia que se encontraban en un salón distinto al de los varones. Es así que se despide para poder ir a su habitación y descansar recostada en su cama.
Aquella jaqueca se volvió más intensa al caminar y decide apresurar el paso para poder llegar a su recámara, ya que hasta la luz de las lámparas le molestaban. Al girar en una esquina, se golpea con algo duro como si fuera un muro, lo que la hace caer de espalda contra el suelo. Le tomo unos segundos comprender que había chocado con un hombre de cuerpo tan firme que lo confundió con un muro.
— Señorita Luciana, disculpe mi descuido, ¿se encuentra bien? — pregunta una voz masculina, aproximándose para ayudarla a levantarse.
Estaba adolorida, además de la cabeza, ahora le dolía la nariz por el golpe y la espalda. Aquel hombre la ayuda a levantarse rápidamente y Luciana trata de enfocar su visión para ver quién era el que le hablaba, hasta que lo logra ver.
— Conde de Valcáliz, perdóneme a mí, no estaba mirando por donde caminaba.
— Se ve pálida y notoriamente adolorida, permítame acompañarla hasta la sala.
— Agradezco su ofrecimiento, pero deseo ir hasta mi alcoba.
Al tratar de caminar, pierde el equilibro debido a que seguía mareada por el golpe.
Sin decir nada, el hombre la toma por la cintura para evitar que caiga y la guía para que pueda caminar por el pasillo, siendo encontrados por su padre, que salía del salón donde estaban reunidos los varones.
— Mi ternura, ¿qué te ha pasado? — pregunta Sergio al ver a su hija apoyada en compañía del Conde de Valcáliz.
— Papá, no me siento bien, tengo jaqueca.
— La encontré por el pasillo y la hice tropezar, ha sido mi culpa — responde el Conde — lo mejor es que le vea un médico.
— Usted no ha tenido la culpa, yo he sido descuidada, perdóneme — volvía a decir Luciana.
— Eso ya no importa pequeña, te llevaré a tu habitación para que puedas descansar — Sergio toma a su hija para que se apoye en él y poder dejar libre de aquella preocupación a aquel hombre que le acompañaba.
— Llamaré al médico para que atienda a la señorita Luciana — informa el Conde.
— Gracias Maximiliano, le iré a dejar a su alcoba y luego regreso — informa Sergio, alejándose con su hija por el pasillo.
El Conde de Valcáliz, era el mejor amigo de Sergio Fortunato y director del banco Claramonte, perteneciente a su esposa, la Condesa de Valcáliz. Él era un hombre reservado por su timidez, pero en extremo amable, de cabello y ojos negro, con piel pálida que le daba un aspecto sombrío, de prácticamente la misma edad que don Sergio.
La amabilidad del Conde, hacían sentir culpable a Luciana por todas las veces que se ha burlado de él en secreto con su prima Eleonora, pero ¿Cómo no hacerlo? Si estaba casado con una mujer que le doblaba en edad, además de ser bajita y un poco gorda, en cambio, él era muy alto y delgado, lo que le hacía verse una pareja totalmente incompatible. Pero lo que producía el mayor número de risas, es que cada tanto el Conde aparecía con señales de golpes en el rostro o un ojo morado, especulando con que su esposa lo debía de haber golpeado por no ser un buen chico.
En la soledad de su alcoba, Luciana se mantenía recostada en su cama, con un paño frío sobre su frente y miraba el destello que daba la luz de la luna por su ventana. Al abrirse la puerta de su habitación, ingresa Eleonora, que rápidamente se desprende de su vestido para ingresar a la cama y abrazarla. Ambas no dijeron nada, solo necesitaban la compañía de la otra para poder dormir, esperando que aquella pena de haber perdido a su bisabuelo, pueda pasar pronto.
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