06: A que no te atreves (I)
Narra Amanda.
"Cuando el río suena es porque piedras trae."
Entendí el mensaje de aquél refrán cuando las cosas en casa comenzaron a cambiar.
El trabajo de papá y mamá seguía siendo el mismo, por lo tanto, cuando entraba en vacaciones solía quedarme sola en casa, pero eso no pasaba todo el tiempo. Anteriormente cuando tenía alrededor de diez hasta los doce años, mis padres me llevaban a pasar al menos dos semanas en la casa de mis abuelos en Colón en donde la pasaba un poco sola. Mis primas comenzaron a dividirse entre las familia de su padre, pero a mí no importaba mucho, pues al menos veía el puerto, personas nuevas, podía acostarme a la hora que yo quisiera y tejía con la abuela.
No pasó mucho tiempo, desde mi última visita a Colón, cuando le presté atención a lo que estaba sucediendo. Si algo tenía ya a mis catorce años, era que papá jamás llamaba a mi madre por su nombre, y ella mucho menos, ya que solían apodarse cariñosamente. Aquél día de la segunda semana de mis vacaciones en casa, cuando escuché la discusión supe que nada estaba bien. Supe que mi familia no era tan perfecta.
—Te dejé muy claro, Amador, no quería verte hablando más con ella ¡Y lo hiciste! —Mamá parecía muy molesta, lo sé porque cada que se molestaba solía recoger su abundante cabello rizo en forma de cebolla.
—Creo que somos lo suficiente maduros como para tener en cuenta que trabajamos en el mismo lugar, y que es imposible que no entablemos conversación con algún empleado —decía papá. Se veía calmado, hasta parecía que disfrutaba su cena.
Yo no estaba en el comedor con ellos, había cenado temprano y me encontraba viendo alguna serie. Había bajado después de varios minutos tras oír la puerta principal abrirse. No quería agobiarlos, sabía que estaban cansados aunque nunca me lo admitieran, sin embargo, creo que fue un gran error por parte de ambos: hacerme creer que todo estaba bien siempre entre ellos.
—Es una obrera, Amador, no tenía nada qué hacer contigo en el estacionamiento.
—Me estaba consultando que cuánto se tardaba la empresa en aceptar un préstamo.
Papá estaba muy calmado, como si no tuviera nada que ocultar. Yo le creía, pero no entendía la insistencia y tampoco el disgusto de mamá, hasta que después de unos largos minutos ella volvió a hablar.
—Francisco me enseñó las grabaciones del estacionamiento hace un mes.
El rostro de mamá estaba lleno de lágrimas, y eso me partió el corazón. Pocas veces se veía a la gran Patricia Alcalá llorando por algo, mostrándose débil por algo que no fuera yo. Me dolió, mis lágrimas salieron al ver el rostro de mamá. Recuerdo que papá se paró de la mesa y pensé que iría hasta ella y que la abrazaría mientras le pedía disculpas, pero no fue así, pues se dirigió a las escaleras que guiaban al segundo piso, encontrándose conmigo.
—Lo siento —susurró mientras pasaba por mi lado, y en lugar de ignorarlo, lo tomé de la pierna izquierda y lo abracé por largos segundos—. Lo voy a arreglar.
Y yo esperaba que lo hiciera.
En la tercera semana de mis vacaciones escolares, habían pasado solo unos días desde aquél acontecimiento, mamá entró a mi habitación sin tocar e interrumpió mi lectura en aquella plataforma digital. Subí la mirada, estaba apenada, pues no había ido a abrazarla, apoyarla. Sabía que éramos tan parecidas que en algún momento podíamos querer tener el cariño de todos, pero al otro momento no.
—Irás de campamento de nuevo —me informó, acariciando mi cabeza.
—¿No lo habían suspendido? —le pregunté, sentándome frente a ella sobre la cama.
—Sí, pero los directivos concluyeron que es beneficioso que los hijos de nuestros empleados tengan algo qué hacer y aprender durante las vacaciones escolares.
—La verdad no quiero recordar el intento de campamento hace tres años.
Mamá rió, y yo también.
—Fue patético, hija, desde el primer momento se instaló la bruja, pero por esa misma razón se ha decidido que los padres no vayan con sus hijos.
—No nos dejaron hacer nada —recordé.
—Solo quería protegerte.
—¿De qué? —Quise saber, mirándola a los ojos, suplicándole que habláramos de ambas.
Ella se levantó de la cama, y antes de salir de mi habitación se detuvo en la puerta y me sonrió.
—Crees que no sé nada, y aunque tú tampoco lo sabes, sé que podrás hacer todo por tu cuenta.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque yo era como tú.
No quise cuestionar. Sabía que no hablaría más. A veces sentía que no se preocupaba por mí, pero luego recordaba que el de las palabras era mi padre y lo olvidaba.
Deseaba algún día hablar con ella sobre el cómo me sentía, el cómo me había sentido, pero mi temor al no ser escuchada o no encontrar las palabras que quería escuchar me impedían empezar alguna conversación.
Tampoco quería demostrarles, tampoco querían que supieran... que la hija que habían criado con tanto amor al final era tan débil.
Las emociones las sentía a flor de piel cuando el día llegó. Aunque sabía que tal vez sería incapaz de entablar conversación con algún otro campista, me conformaba con ¡Salir por fin de casa!, y seguir a nuestro guía que, estaba asignado por edades.
Mi grupo pertenecía al número tres, los mayores del campamento, entre catorce y quince años; éramos un grupo pequeño de siete adolescentes, de los cuales cinco eran chicas y dos eran chicos, uno de mi misma edad y otro un año más.
Habíamos llegado a la Laguna de San Carlos, nos encontrábamos armando las carpas a las afueras de una cabaña con ayuda de nuestros guías cuando mi paz mental se esfumó.
—¡Oiga! ¡Usted! Mi guía está muy ocupado ¿Podría ayudarme?
Te juro, lector, que a pesar de que sabía que las cosas siempre me salían mal, solo por una vez en mi corta vida no se me había pasado por la cabeza que algo podría arruinar mi viaje aparte de mí misma.
La señorita Dalia Martínez, se encontraba justo detrás mí, pidiéndole ayuda a mi guía.
Respiré profundo y no me atreví a voltear, conocía su voz, ¡inconfundible! Sabía que era un año menor que yo, pero no creía que el mundo fuera tan pequeño como para aparte de tener que verla en la secundaria, tuviera que verla en lo que se suponía iba a ser mi momento de paz.
—Amanda, ¿terminaste la tuya? —Ese que habló era mi guía—. ¿Puedes ayudar a la compañera del equipo dos, por favor?
Me di vuelta con lentitud, no sé por qué, ya daba igual. Mis ánimos cayeron al piso, toda la paz que había tenido durante dos horas de viaje, se había esfumado con su presencia.
—¡Porfa! —Ella me miraba, y no se mostraba sorprendida al verme.
Asentí con mi cabeza, sintiéndome insegura de hasta mi forma de caminar. No sé si te ha pasado antes a ti, lector, pero algunas veces hay personas que pueden hacernos sentir igual, más, y en este caso, menos.
Sin hacer nada, la sola presencia de Dalia, me recordaba que yo no era ella, que jamás podría tener lo que ella, y que simplemente era menos que ella. Sí, señoras y señores, así de baja estaba mi autoestima.
Todo parecía estar mal cuando la acompañé a su área y le ayudé en silencio a armar su carpa, pero por si fuera poco, empeoró cuando con una sonrisa se animó a hablarme.
—Me gusta tu mochila. —Asentí ante su comentario y me alejé, pero no antes de que ella lograra volver a hablar—. Espero podamos hablar alguna vez.
Me detuve, di media vuelta, y cansada, con el corazón latiendo fuertemente, contesté:
—Yo también; hay muchas cosas que me encantaría decirte —hablé, y fui directamente con mi grupo.
Nuestro guía había estado proponiendo diferentes actividades para divertirnos, pero la mayoría parecía no querer si quiera estar allí. Todo eso, tristemente, se me contagiaba, por lo que solo nos entreteníamos en las orillas del lago. Los segundos pasaban y nuestro guía, quien lucía sin ganas de obligarnos a participar en algo, se retiró algunos segundos y regresó con aquél grupo; los que solo tenían un año o dos menos que nosotros. Y sí, para mi mala suerte, por supuesto que Dalia se encontraba allí.
—Los chicos del equipo dos están jugando la papá se quema pero con unas reglas un poco diferentes, ¿quién se anima?
Los integrantes de mi grupo alzaron la mano lentamente, mientras que yo aún dudaba de ello al ver la sonrisa con intención no identificada de la que sabía, era novia de mi mejor amigo. Nuestro guía contó: cinco contra dos, así que volteé a ver al chico que con su cara se negaba a participar y sonreí.
El chico, era mestizo, con ojos grandes color miel, de contextura delgada pero fuerte, cabello castaño claro, podía jurar que un poco más bajo que yo. Era lindo.
—Alberto... —lo llamaba nuestro guía, después de que yo me uniera al grupo más grande—. Si coges los mangos bajitos tendrás que ser el que se quede vigilando nuestro grupo en la madrugada; te picaran los mosquitos y escucharas a los leones.
—Aquí no hay leones. Y por favor, no me trates como si perteneciera al primer grupo.
Oh wow, era la voz más imponente que había escuchado en toda mi vida. Era gruesa, podía ser ronca, pero segura.
—Al menos al primer grupo si le gusta divertirse —contraatacó nuestro guía, haciendo que hasta yo soltara un “Ohh”.
—Le diré a mi padre —balbució al levantarse, pero debido a que todos se fueron rápido, y yo quedé atrás, solo yo lo pude escucharlo.
—¿Todo bien? —le pregunté con timidez, cuando vi que no tenía intención de dejar de caminar a mi lado.
—Me estoy perdiendo un campamento con mi equipo de beisbol, pero sí, estoy bien.
Sonreí al volver a escuchar su voz y en silencio nos dirigimos al grupo que solo estaba esperando por nosotros para empezar el juego. Suspiré mientras me sentaba en la grama, comenzaba a hacer calor. El hecho de que tanto mis piernas como mis brazos estuvieran tan pesados no ayudaba mucho. De nuevo, antes de que el guía del grupo dos comenzara a cantar, yo me había hecho pequeña ante todos.
—La papa se quema, se quema la papa, se quema la papa, la papa se quema...
Cada que el guía cantaba yo me concentraba en pasar lo más rápido que podía la supuesta papa y me reía de lo nervioso que lucía Alberto cada que la tenía en sus manos. En la primera, segunda, tercera, cuarta y quinta ronda me rendí. Agradecí a todos los cielos porque sabía que solo tendría siete rondas, y de tantas personas que faltaban por quemarse era imposible que una de ellas fuera yo ¿no?
—¡Se quemó! —gritaron todos para después reír.
—Estuve cerca —dije a mí misma, aliviada, al ver que era a mi compañero del lado izquierdo a quien le había tocado. Alberto.
—¡Vamos, Albert! ¡Párate y baila la coooonga! —le decía nuestro guía con una sonrisa divertida.
—Yo no bailo. —Se alzó de hombros con cara de pocos amigos.
—¡Reto! ¡Reto! ¡Que le pongan reto! ¡Reto! —corearon todos.
—Está bien. Que no sea una estupidez —pidió seriamente.
—¿Quién no se ha quemado? —preguntó el otro guía, y tuve que levantar la mano—. ¡Tú! —dijo señalando a una chica que estaba al lado de Dalia—. Ponle un reto a nuestro amigo.
La tensión aumentaba, nuestro guía con sus manos nos pedía que no hiciéramos nada loco, y la chica parecía tener una idea, pero se retractó de hablar porque Dalia le susurró algo en el oído.
Y entonces allí lo supe, cuando ella me miró, y sonrió “inocentemente”, sabía que no se venía nada bueno. Supe que las cosas podrían ser peores.
—A que no te atreves a darle un beso a la chica gordita de tu lado.
—¡¿A que no te atreves qué?! —casi grité.
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