Capítulo XI: Mala hierba, nunca muere (IV parte)
Por miedo de que su mamá lo regañara, tomó una ruta alterna para acortar el camino. Levantó las nalgas del asiento, centrando la fuerza en las piernas, mientras subía la cuesta. Jadeaba con frecuencia por el esfuerzo; la cima era tan empinada que consideró por un momento irse caminando. Se atemorizó al sentir que su cuerpo estaba haciendo un sobreesfuerzo al que no estaba acostumbrado. Suspiró, bajándose de ella, y se resignó a aceptar la realidad de que el trayecto no se ajustaba a su condición física.
La luna se cernía sobre él, bajo un cielo despejado, y unas cuantas estrellas parpadeaban a lo lejos.
Ese tramo se extendía desde el condado de Monterey hasta los alrededores del pueblo. Conforme subía, la inmensidad del valle que le rodeaba se iba extendiendo. Un grupo de ciclistas uniformados, pedaleaban delante de él con una coordinación impresionante. Lo más probable era que estuviesen entrenando para algún campeonato. Eso era lo que le gustaba: a pesar de las circunstancias, no sentía miedo porque ya iba con la idea de que alguien coincidiría en el mismo trayecto.
Al llegar a la cima, la carretera serpenteaba entre las colinas hasta pasar en medio de una hilera de árboles. El valle comenzaba a coexistir con el oleaje del mar y chocaba contra las piedras del acantilado que estaba al lado derecho. Alrededor, en el borde, se encontraba el barandal de seguridad que seguía la forma curva del camino.
Cerca del precipicio, observó al pasar, la silueta de unas personas montadas en el techo de sus carros, que estaban riéndose a carcajadas mientras chocaban sus copas y derramaron un poco de licor en el aire. Las luces de las casas más lujosas del pueblo estaban esparcidas por las colinas. Seguro una de esas mansiones era la casa de Damon Reed.
Después de pasar entre la hilera de árboles, se desvió de la carretera al ver el letrero donde iniciaba el sendero. El camino asfaltado fue reemplazado por uno de lastre. Las llantas de la bicicleta levantaban el polvo, y este lo manchaba el ruedo del pantalón del uniforme. Tosió al sentir las partículas entrándole en la boca.
La estrecha vía estaba llena de baches con otras tantas subidas y bajadas. El campo era una extensa llanura verde y estaba rodeado de colinas, abetos, pinos y secuoyas. El pasto tenía una explosión de coloridas flores silvestres, que se extendían hasta donde ya no le daba la vista. No había muchos árboles al inicio, tampoco alumbrado público, o zonas de descanso. Notó que el sendero se había deteriorado desde la última vez que había estado allí.
Los ciclistas que merodeaban por el lugar parecían que estaban patinando en rampas, como si estuvieran en un skatepark. A él, en cambio, por la bicicleta que tenía, se le hacía un mundo cruzar a la velocidad que deseaba sin sentir que salía volando; toda la carrocería se sacudía al sufrir el impacto. Se aferraba a la manivela con firmeza, intentando mantener el control. Sentía cosquillas en el estómago al bajar las zonas empinadas, pues temía salir disparado si se tropezaba.
Conforme se fue adentrando en el bosque, los animales comenzaron a hacerse presentes. Los sonidos de los cuervos parecían los gritos de un hombre atormentado, y su sombra se reflejaba en el suelo al sobrevolar hasta la copa de los árboles. La lechuza se unía a su canto con un tono sorprendido, como si alguien hubiese desmantelado su refugio, y el eco de la manada de lobos se escuchaba como un retumbo desde las montañas; sus aullidos se asemejaban a los lamentos de un alma en pena que estaba vagando sin rumbo.
Tuvo que ir más despacio, al verse envuelto entre las sombras de los árboles. El foco que traía adherido al tubo de la bicicleta estaba comenzando a centellear, sensible al mínimo movimiento que hiciese. Su luz ya no estaba teniendo el mismo rendimiento, ni siquiera llegaba a ver lo que estaba a cien metros. Se arrepintió de haber aplazado darle una revisión general a la bicicleta en el instante en que su papá se lo dijo.
Las luces del interior de las casas que estaban al otro lado comenzaban a proyectarse en los palos de los árboles más cercanos. Pedaleó con la vista hacia el frente, alegre de saber que dentro poco llegaría a su casa.
Faltando unos trescientos metros para salir de esa pesadilla, derrapó en una bajada por el exceso de velocidad que llevaba; el aire comenzó a escaparse de las llantas. Gritó por ayuda mientras luchaba por ponerse de pie, con la esperanza de que alguien anduviese por ahí, pero lo único que recibió como respuesta fue el sonido de los animales nocturnos. Las hormigas estaban comenzando a acoplarse en el suelo, recogiendo las sobras de lo que hubiera sido su cena. Se apresuró a sacar de la mochila que llevaba en la parte de atrás, una linterna al notar que el foco de la bicicleta se estaba apagando.
Empezó a apartar con el pie, las hojas secas y el barrial donde había ocurrido el accidente. La luz iba y venía, recorriendo el entorno a su antojo.
Entre las raíces que sobresalían del suelo, dio con una de las piezas de metal. Frunció el ceño al examinar con la linterna, y se quedó perplejo al ver que no se trataba de simples chinches. Las piezas traían púas que parecían haber sido soldadas, a conveniencia, con la forma del signo que solían hacer los rockeros; era la primera vez que se encontraba con algo así. Se giró con las piernas temblorosas mientras apuntaba la linterna hacia los árboles. Contuvo la respiración al escuchar el crujido de las ramas, y retrocedió unos cuantos pasos al oír que el sonido iba en aumento.
Pensó que se avecinaba lo peor. Segundos después, se llevó una mano al pecho al ver que el ciervo era iluminado por el foco de la bici que seguía en el suelo. El animal se quedó inmóvil al oír sus pasos y se volteó a olfatear el arbusto que tenía a la par, hasta que le dio una mordida.
Dash se agachó por distintas partes a terminar de recoger sus pertenencias. Su celular había quedado cubierto de polvo y se le había zafado la tapa al salir volando. Ya casi se le descargaba la batería, pero al menos lo reconfortaba que siguiera funcionando. No tuvo tiempo de revisar ningún mensaje; debía empujar la bicicleta durante el resto del camino.
Cuando iba a meter su teléfono dentro del canasto, se mordió la lengua de manera accidental al ser embestido por un tipo. Las gotas de su saliva le cayeron en el oído mientras demandaba que le entregara todo lo que traía. Dash respondió que no traía nada significativo consigo, salvo unos cuadernos de la escuela. El ladrón lo jaló del pelo y le sacudió la cabeza con brusquedad.
—¡No te pases de listo conmigo!
Cayó de rodillas al sentirla hoja del cuchillo rozándole la piel de la espalda. Las lágrimas de Dash empaparon la manga del chico mientras le suplicaba que se llevara todo y lo dejara en paz.
Las luces de un carro 4x4 de color negro, bloquearon el camino.
Las pulseras de metal del ladrón le estaban dejando marcas en el cuello. Se atemorizó de sentir el olor a sangre en el aire.
Como tenía la cabeza hacia atrás, le tocó lidiar con la impotencia de escuchar cómo el resto de los ladrones saqueaba sus pertenencias sin remordimiento alguno. El hombre continuaba vigilando de cerca cada uno de sus movimientos y le recordaba que no le importaba rebanarle el cuello en cuestión de segundos, si se ponía a jugar de valiente.
—Ya me ha tocado estar en prisión muchas veces —se esforzó por susurrarle entre dientes, aunque era mentira—. He visto cosas peores.
—¡No hables! —vociferó, enroscando su brazo como si el cuello de Dash fuese el cascarón de un maní que deseaba romper.
Sintió un profundo asco al saber que lo estaba requisando para ver qué más podía robarle. Harto de sentirse tocado, se quitó los zapatos con la punta de los pies.
Vio a uno de ellos tirar como un frisbee la tarjeta SIM de un celular por la ventana del carro.
El tipo lo soltó cuando se cercioró de que ya lo habían despojado de lo que creían ocupar.
—¡Súbete! —le dijo al que lo tenía como rehén, estacionando la motocicleta enfrente.
Dash tuvo que caminar el resto del tramo a pie mientras empujaba si bicicleta, hasta que llegó a la calle.
El señor Mccormick, el papá de su amigo Chase. Estaba regando las plantas de su casa, lo detuvo al reconocerlo y le dijo que sus papás habían estado buscándolo como loco desde hacía horas. Se giró con la manguera humedeciendo el pasto. Su golden retriever corría dentro, jugueteando con los niños.
El hombre le preguntó de manera casual, casi inocente, a dónde se había metido todo ese tiempo.
—Es una historia muy larga... —Suspiró, con exasperación, frotándose la sien—. Si no le molesta, prefiero reservarme las palabras para cuando esté frente al sheriff.
Sacó el celular para reportar el caso a la policía.
—Hola. Tengo un menor de edad en mi casa. Lo acabo de encontrar hace unos minutos vagando en la calle en medias, mientras empujaba su bicicleta. Presenta un par de heridas, pero tampoco se ve como algo grave. —Dio la dirección de su casa—. Es el hijo de unos vecinos; viven unas cuantas calles más abajo. Lo estaban buscando desde hace más de una hora.
Le hizo un par de preguntas, mientras su esposa le inspeccionaba las heridas.
—Me dijo que todos los asaltantes visten de negro. Una parte del grupo anda en motocicleta, con sus cascos polarizados, y la otra va montada en un carro 4x4 de color negro. La última vez que se les vio fue en el sendero que queda cerca de aquí.
La señora le pidió a uno de sus hijos que fuera por el botiquín de primeros auxilios.
El hombre cortó la llamada y le avisó a Dash que no tardarían en llegar, luego le preguntó si quería aprovechar a llamar a sus papás, o a cualquier otro familiar desde ahí. Él miró hacia abajo, cruzó los pies y negó con la cabeza.
La señora volvió a levantarle el mentón, mientras le pasaba un algodón, para limpiarle las heridas.
Uno de los asaltantes de la banda, era Ollie, el prisionero al que le habían hecho la fiesta sorpresa en Thunder Bay hacía unos meses para celebrar que se iba a casa. Su rostro aparecía en la base de datos de los criminales que estaban buscando. Lo había descrito guiándose por las prendas que le había visto en el cajero; entre ellas, la pulsera con púas de metal. Sin embargo, aunque lograran dar con ellos, sus expectativas de recuperar el dinero en tan poco tiempo seguían siendo muy bajas.
Nuevamente, le dieron la posibilidad de contactar a alguien. El policía fue muy amable en prestarle el celular para hacer la llamada. Dash se quedó viendo la pantalla, pensando a quién podría marcarle. Decidió llamar a su tía Isabella.
Se sorprendió al escuchar a la abuela Jane contestando el teléfono por ella. Quisieron hablar al mismo tiempo; guardaron silencio al ver que no se encontraban en la misma sintonía de los hechos. Su abuela le dijo que iba de camino a su casa, junto a su tía; parecía estarle explicando el porqué, pero el escándalo del tráfico y la gente que pasaba por ahí le impedían escucharla, bien.
Lo inundó de preguntas, angustiada de que él se hubiese hecho cargo de su hermana al llegar del trabajo, sin su supervisión. Él se llevó una mano a la cabeza y asintió con una voz vacilante, fingiendo que le había entendido el contexto de la conversación. Su tía parecía ir al volante; la oía intentando hablar con la abuela para aclarar sus propias inquietudes. Reflexionó si debía mentirles. Por un momento pensó en decirles que apenas iba de camino y repetir que se había retrasado al recoger el material de unos exámenes, porque al menos eso era cierto, y sabría que eso les haría sentirse más tranquilas. Sin embargo, optó por decir que alguien le había prestado el teléfono porque el suyo se había descargado y que dentro de poco debía cortar la llamada. Omitió cualquier detalle sobre el asalto y el lugar donde estaba.
No se encontraba con ánimos de repetir la misma historia una y otra vez, y seguro el caso no tardaría en salir en las noticias dentro de poco.
—Las esperaré con Phoenix, en casa de la señora Fraser.
—De acuerdo, nos vemos allí. Voy a llamar a tus papás para contarles que estás bien.
Lo último que escuchó fue a su tía preguntándole a su abuela qué era lo que le había dicho.
Le devolvió el teléfono al oficial mientras lo ponía al corriente sobre el punto de reunión donde lo recogerían. El hombre asintió; las llaves del carro tintinearon al sacarlas de la faja. Cruzaron el estacionamiento de regreso a la patrulla.
El oficial encendió la sirena, y durante el resto del camino Dash escuchó los reportes que el policía intercambiaba con sus compañeros, respecto a la búsqueda de los asaltantes.
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