Capítulo XI: En casa abierta, hasta el justo peca (X parte)
La bicicleta de Dash derrapó, pegó contra un auto, mientras iba de camino a dejarle a otros clientes su comida. Los tarros de las órdenes, terminaron en el asfalto de la carretera, y él con una parte del uniforme manchado. Tensó la mandíbula al sentir el golpe en la cadera. Se quitó los audífonos y puso los pies en el asfalto, retirando el mango de la parte delantera. Podía sentir que el calor que estaba saliendo del motor le pegaba en el ruedo del pantalón. Casi quedó sentado en el capo. Estaba sudando, las gotas le resbalaban por la frente, y su respiración apenas se estaba regulando.
Los transeúntes se acercaron a la zona, con precaución, y examinaron que ambos estuviesen bien. Había estado tan distraído repasando los cassettes, que no había visto la velocidad a la que iba el auto ni que el conductor había estado usando el celular y por eso había acelerado en el peor momento. Dash había tenido que pisar los frenos, lo que había dejado el olor del caucho marcado en la calle y rozándole el cuerpo.
El señor bajó la ventanilla, para decirle que se fijara antes de pasar así, porque podría haber sido peor.
Retiró la bicicleta, aliviado de ver que no tuvieron que llamar a sus papás, al tráfico o al trabajo.
Cuando terminó la ruta, se le había olvidado la mitad de la materia que había intentado retener, porque siempre estaba ocupado entre llamadas, o los quehaceres que le esperaban en el local. Sin embargo, se fue feliz a casa contando el dinero extra, desde el asiento del acompañante. Estaba considerando tomarse unos días libres, a fin de mes, pero le rebajarían el salario.
Creía poder retomar el trabajo en los próximos días.
Los días que siguieron, ocupó parte de su tiempo entrenando en casa, o frente a la plaza. Necesitaba mejorar su condición física porque tenía un promedio bajo con el entrenador Owen. Hacía su rutina de ejercicios, dejando correr sus cassettes, desde el walkman o la grabadora. Luego, repetía la materia o se llamaban entre Kieran, Chase, y Daiki para repasar.
Para sus exposiciones, les pedía a sus papás que le sirvieran de jueces. A veces llegaba a tener pesadillas mezclando los crudos sucesos históricos que le tocaba estudiar, o sobre los temas de las exposiciones, a raíz de ese motivo, en varias ocasiones se levantaba agotado y desorientado.
Realizar actividades en grupo, sobre todo si no había química, se estaba volviendo un martirio. Algunos no llegaban ni a pagar las impresiones, rara vez aportaban ideas y no trabajaban por igual. Muchos esperaban puntos a cambio sin esforzarse y llegaban a la reunión a jugar o procrastinar. Eso le estaba colmando la paciencia. Sufría un montón cuando no podía trabajar con sus amigos. Pero, según sus profesores, todos defendían el punto de vista de mantener el profesionalismo. Siempre los exponían a escenarios realistas, preparándolos para el futuro. Por eso, señoras como la de Historia, solían quejarse al ver unas presentaciones mal hechas. Debían aprender a exponerse a otros puntos de vista, costumbres, y atributos, para evolucionar.
La psicóloga continuaba siguiendo de cerca su progreso cada semana. Ella lo atendía en su consultorio como habían acordado y procuraba ir añadiendo nuevos datos de su progreso. Concluía sus sesiones, valiéndose de la información que él le iba compartiendo, sin forzarlo.
Conforme avanzó el tiempo, el cansancio le dificultó concentrarse. Mercy evaluó si estaba cumpliendo con aplicar estrategias que le ayudaran contra el estrés al estudiar. No estaba muy convencida de sus respuestas, pero él enfatizaba; que no estaba solo. Lo mandó a descansar y le sugirió que hablara con sus papás sobre el trabajo en Little Tokyo, los deberes y el ejercicio, porque eran la causa de que su salud fuese en declive.
Cuando los profesores se sentían atrapados, los llevaban a las zonas verdes. Sus compañeros le daban un codazo, o agitaban la mano frente a él, riéndose de verlo doblarse. A veces los académicos lo sorprendían, lanzándole una pregunta al azar que él no podía responder. Sacudía la cabeza, cuando notaba que volvía a quedarse atascado en el trance de somnolencia. Si llegaba a compartir cursos en común con sus amigos, le daban con mímicas la respuesta. Quedaba deshecho si le tocaba trabajar en un día donde le tocase Educación Física en la mañana. Owen perdía la paciencia al ver que no estaba rindiendo, lo hacía perder el equipo o le iba pésimo.
Cuando sus papás se iban a dormir, se escabullía a la cocina, a atiborrarse de dulce. Caminaba por el pasillo, con el fin de despejarse un poco, y se susurraba a sí mismo que podía estudiar. De vez en cuando intentaba aplicar a consciencia métodos para evitar el estrés, como meditar, pero había rachas donde la motivación se le iba con solo ver la pila de libros en el escritorio. Esas ocasiones eran las peores, porque cuando sentía más ganas de mandar todo al traste.
Si alguno de sus papás estaba desocupado, les pedía que le fueran haciendo preguntas. Ellos tomaban asiento, mientras él estaba en la cama, tapando la claridad de la luz con un cojín. Esa era la única alternativa que se le ocurría, para evitar atrasos, aunque siempre se dormía.
En la caja de emergencia, en uno de esos momentos de desesperación, encontró una solución. Al parecer, la capacidad de atención de una persona promedio ronda entre los treinta y cuarenta minutos. El cerebro pasa por muchos intervalos y es importante descansar para optimizarlos. Los expertos afirman que la técnica Pomodoro aumenta la productividad de la gente; y, de hecho, eso fue lo que hizo que sus materias se sintieran menos demandantes al rotar entre las materias.
En los mejores días, cuando se iba a la cama antes de las 4:00 a.m, se ponía a contar sus ahorros. Iba tachando la meta que necesitaba alcanzar para pagar la mensualidad; no le faltaba demasiado.
Los fines de semana se quedaba acostado por más tiempo; las ocho horas ya no le eran suficientes. Su hermana a veces se acercaba, al verlo con la cabeza en los libros y le preguntaba, si podía jugar. Dash seguía tecleando y le repetía que lo haría, en otro momento. Se asombró de escucharla preguntándole a su mamá, desde su habitación, si él ya no la quería. Kacey tuvo que explicarle que su ausencia era temporal, pero no tenía por qué deberse a ella.
Pronto, la discordia se estableció como una peste, entre los alumnos que se dopaban y aquellos que no. Cada uno tendría que lidiar con sus consecuencias, delatarlos no le pondría un fin al consumo. Dash apretaba la mandíbula, cerraba los ojos y daba un respingo cuando alguno le tocaba el hombro, celebrando el supuesto esfuerzo, pero la verdad era que se habían sacado otra buena calificación, cargándose en otros. Participaban, se llevaban bien con todo el mundo, pero al trabajar con ellos, se veía la diferencia.
Los profesores tomaban acción inmediata si se les demostraba con pruebas que no trabajaban. Pero, cuando intentaba ponerse de acuerdo con los otros miembros, varios se lavaban las manos opinando que sería un dolor de cabeza echarse ese conflicto encima, pues eso seguiría pasando. Los únicos desfavorecidos, serían ellos por la vergüenza de saber que ganaron por oportunistas. Kieran, en un recreo, dijo que la conciencia se encargaría de atormentarlos, cuando se graduaran.
Todo el esfuerzo se estaba yendo por la borda. Para ganarse la beca de honor, debía sacar noventa por ciento en todas las asignaturas como nota final y no sabía si podría cumplir con tal expectativa. Cuando llegaba a casa, su mamá aplastaba los folletos informativos, de otras secundarias, preguntándole sobre su día. No lo hacían a propósito, junio ya estaba a la vuelta de la esquina, las oficinas cerrarían pronto. Agendaban las visitas, le mostraban algún panfleto, y durante la cena le hacían alguna mención como si se estuviesen esforzando, por resaltar el potencial de los beneficios que podría obtener. Creció asistiendo a los centros educativos cercanos, los recursos y el sistema, no eran similares. Ya sabía de antemano que se lo comentaban, para irse preparando para darle apertura al cambio.
Llegó muchas veces a casa, cuestionándose si era posible poder llegar a la meta a consciencia. Sus papás se sentaban a conversar con él y le contaban, que ellos también lo vivieron, al estudiar. Muchos de sus conocidos ya eran profesionales, de puestos importantes, pero su rendimiento dependía de las pastillas. Era una tristeza hasta dónde llegaban porque se habían acostumbrado tanto al consumo que no lo habían superado. Habían empezado como cualquiera, utilizándolas en momentos de estrés, durante exámenes.
Al ver que se estaba quedando dormido, enfatizaron que no sucumbiera ante la presión social.
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