Capítulo X: No hay lugar más triste que ese donde te recuerdas feliz (IV parte)

El sábado le tocó levantarse temprano. Ese día comenzaría a colaborar con el nuevo equipo de atletismo en lo que sea que el entrenador le pusiese a hacer. Sin embargo, el entrenador Owen le había enviado un mensaje de texto, para decirle que de momento le dedicaría más tiempo a nivelar el equipo junto a los cuatro atletas. Si lo llegaba a necesitar en algún momento, lo reintegraría al programa.

Se quitó el uniforme. Le tocaría entrenar el doble durante esos días, si quería superar la calificación de la primera visita que le hizo a principios de ese mes. Aprovecharía el resto del día para adelantar lo que había planeado: se pondría a realizar con material reciclado la mayor parte de los proyectos de las clases electivas que irían a evaluarlo durante esa semana y la tercera de abril.

Su papá, se había quedado durmiendo en el cuarto de huéspedes desde hacía un tiempo. Las visitas regulares a la casa de los abuelos Hastings no se habían suspendido, pero se había establecido el acuerdo de que él hiciese el esfuerzo de quedarse a pasar la noche en la casa si a Phoenix o a él se les presentaba algún compromiso que les hiciera permanecer más cómodos en su hogar, por motivos de fuerza mayor.

Al anochecer, después de haberse quedado un par de horas ejercitándose en el gimnasio que se había acondicionado en el garaje, Dash se sentó en la cama con las piernas entrelazadas como un indio, a contar las ganancias, recién bañado. Desde que había iniciado las ventas, en un rincón del clóset guardaba un tarro de plástico, con una cinta adhesiva que decía en un trazo irregular: «Mis ahorros». Ya se encontraba por más de la mitad. 

Sus papás se habían puesto de acuerdo unas semanas atrás para abrirle una cuenta en el banco, y cuando lograse llenar el tarro por completo llevarían el dinero con él. Sentía que las ganancias se le esfumaban cada vez que le tocaba desprenderse de otra parte para saldar la deuda que le debían a los Reed, pero al menos aquello formaba parte de hacerse responsable de sus acciones.

Durante la semana de exámenes, a los profesores que les correspondiere dar sus clases al momento en que se aplicaba la prueba, les tocaba quedarse allí hasta que todos terminaran. En uno de esos días, a la profesora de Lengua y Composición les tocó cuidarlos. Conforme iban llegando, ella los esperaba en el escritorio para recibirles el trabajo. Delante, había puesto una mesa con un estimado de treinta libros, uno para cada uno, y los estudiantes le entregaban el dinero del libro que les llamara la atención y se lo llevaban a casa.

Encima de cada pupitre se les había dejado una carpeta con el exámen. A aquellas personas que no estuviesen acostumbradas a leerse una novela por mes, se les hacía difícil saber si su inversión había sido buena; Dash era uno de ellos. Al instante en que estuvo frente a la mesa, la mayoría de los libros se habían agotado. Nunca se ordenaba el libro dos veces, ese era un trato que se había establecido a principios de año para no hacer trampa. Movió el dedo, señalando cada historia por su portada, como si estuviera jugando a un juego al azar.

Dash alzó la vista y esbozó una sonrisa burlesca al leer el título del libro «El monstruo que no asusta ni a una mosca» aquella broma le había hecho el día. Él volvió a ponerlo en su lugar. En su defensa, le dijo, mientras todavía se limpiaba las lágrimas por la risa, que, aunque no le gustara leer, tampoco tenía por qué subestimarlo. Se rehusaba a gastar el dinero en ello.

—Este libro no tiene dueño, pero me gusta pensar que te estaba esperando a ti. ¿Tienes hermanos pequeños con quienes puedas compartirlo?

Él le respondió que sí y le contó un poco sobre Phoenix mientras tiraba la mochila en el pupitre del frente.

—Bueno, no es exactamente una historia apta para infantes, pese a tener cada una de sus páginas ilustradas, pero estoy segura de que les gustará a ambos si se le sabe explicar los temas. Yo te invito esta vez. —Le dobló la mano para rechazar el dinero, pese a su insistencia.

La profesora creía que el libro escogía a la persona en el momento indicado, o eso le gustaba pensar. Varios terminaban confirmándolo al realizar la devolución de sus lecturas. A aquellos que no pudiesen comprar un libro cada mes, ella se los donaba, siempre y cuando se asegurase de que eran buenos estudiantes, o tuviesen algún problema económico.

Al inicio del semestre, el otoño pasado, no supo ni cómo había llegado a estar en esa clase, ni siquiera le gustaba leer, pero ahí estaba por razones del destino, con el único objetivo de acumular créditos en su currículum académico.

Antes de que el mes finalizara, apartaban un espacio para escoger los libros que quisiesen. Aquellos que no tuvieran una recomendación eran reemplazados por las sugerencias de otros que sí practicaban el hábito de la lectura.

A principios del mes, iban varios empleados de diferentes librerías a dejar el cargamento de libros a la profesora. Todos estaban emplasticados, olían a nuevo y tenían un sello circular con el rostro del tigre en la portada.

Al terminar el exámen, Dash se quedó esperando a que todos los demás lo finalizaran. Daiki estaba sentado detrás de él, borrando a lo loco y transcribiendo los últimos detalles a lapicero.

Dash le echó un vistazo al libro que tenía en el pupitre con más calma. En la portada aparecía un monstruo escondido entre los abrigos del armario con la puerta entreabierta, donde apenas se le veía un ojo. La caricatura del protagonista era bastante sencilla: tenía el pelaje negro; sus ojos eran cafés; la nariz era un botón de color fucsia, cuya apariencia se asemejaba a las que dibujaban a los gatos en las fábulas; tenía los pies grandes e iba descalzo, y sus piernas eran un palito de color negro. Sin duda parecía haber salido de la imaginación de un niño.

Les susurró a los compañeros que se encontraban desocupados, si alguno había leído a la autora. El libro había sido publicado ese año y parecía ser uno de los primeros de la escritora. Movieron su cabeza al mismo tiempo mientras le decían que nunca habían oído sobre ella, pero estuvieron de acuerdo en que había tenido suerte: el concepto de la historia les gustaba. Se detuvieron a ver el libro, igual de intrigados que él por la apariencia tan infantil de la portada, pese a ser una novela cuya audiencia sobrepasaba los doce años.

Él continuó admirando la obra y deseó llegar a casa a leerla. Todavía sin quitarle la vista de encima, le preguntó a Daiki si ya estaba por terminar. Su amigo se levantó para entregarle a la profesora el exámen.

Encima del nombre de la autora venía incluida una frase en letras doradas que decía: «Muchas veces la realidad es más escalofriante que los cuentos». Intrigado por saber más sobre la historia, le dio la vuelta. Al inicio de la sinopsis decía: «Vivimos escuchando sus terroríficas historias desde pequeños, pero ¿qué pasa cuando el cuento sucede al revés?»

Al final de la clase, la profesora les recordó que debían entregarle el ensayo en la Feria del Libro, el propio 23 de abril. Dash contaba con un aproximado de dos semanas y media, para leérselo.

Así fue como terminó siendo el propietario de esa peculiar historia de trescientas páginas llamada: «El monstruo que no asusta a ni una mosca».

Puede que la profesora fuera un dolor de cabeza al calificar la calidad de sus ensayos, pero había que reconocer que, de un tiempo para acá, ya hasta le estaba agarrando el gusto a la lectura.

La noche anterior, le había prometido a su hermana que continuarían con leyendo el libro cuando se acercase la hora de dormir. La escritora le contaba al lector las aventuras de un monstruo que vivía dentro del armario de una familia neoyorquina. El propósito de la historia se iba viendo conforme devoraba las páginas junto a su hermana, aunque puede que ella no captara por su edad casi ningún detalle. La autora les hacía reflexionar, a través de simbolismos y otros recursos literarios, sobre que no había por qué temerle a la oscuridad; también trataba otros aspectos relacionados con las emociones de la infancia que solían llevarse consigo a la adultez como la tristeza, el enojo, la culpa y la dependencia emocional.

La verdadera acción de la trama de la peluda criatura tenía lugar cuando se colaba al mundo de los humanos o cuando exploraba las calles de su vecindario en la madrugada. Con un vocabulario apto para un amplio rango de edades, sus enseñanzas nunca tenían un intermedio: o eran muy crudas para ser considerada una antología para adolescentes menores de dieciocho o eran demasiado emotivas; pero Dash creía que la autora cumplía con su objetivo, pues así era la vida.

Daiki le había dado un aventón después del trabajo, la noche anterior. Al momento de despedirse, sin dejar de ver la pantalla del teléfono, le dio las gracias por haberse tomado la molestia de haberlo llevado. Cuando iba a retirar del asiento del copiloto las bolsas de comida, que había cargado en el regazo, su amigo le tocó el hombro para que alzara la vista; un taxi se estacionó delante de ellos. El señor tenía la luz encendida. La vista a Dash no le daba para tanto, pero, a pesar de la distancia, pudo reconocer que se trataba de su mamá, al distinguir su pelirroja cabellera cayendo en el asiento de atrás. Su amigo se bajó para ayudarle con la bicicleta. Dash prensó la comida con los labios al recibirla y le hizo un gesto, dándole a entender que podría llegar sin problemas a la casa. Daiki realizó un movimiento con la cabeza y se retiró de allí.

El chofer se había girado para recibir el dinero. Kacey estaba sentada de medio lado, con una pierna afuera y con la otra mano sosteniendo la puerta.

Dash dejó la bicicleta en el patio trasero, se quitó de la boca las bolsas y corrió hasta alcanzarla. Kacey estaba sacando las llaves para abrir la puerta de la cocina cuando él la sorprendió. Adentro todo estaba oscuro, las únicas luces eran las del exterior.

—¿Y Phoenix?

—La dejé con la abuela Jane. Ahora viene a dejarla.

Permaneció detrás de ella, viéndola girar la llave como si alguien la estuviese persiguiendo. La escuchó soltar un suspiro de alivio, al abrir la puerta.

—¿A dónde fuiste?

Kacey se volteó para reclamarle con voz quebrantada, si no había visto los mensajes que le habían mandado ella y su papá. Él negó con la cabeza y le preguntó qué había pasado, lo que causó que llorase aún más. Dash la siguió hasta el recibidor para colgar el abrigo en el perchero, más en busca de una respuesta que otra cosa. Ella le señaló que viese el teléfono de nuevo al escucharlo vibrar dentro del bolsillo del pantalón. Asintió, apretando los labios. Todo ese tiempo había tenido el teléfono apagado porque no quería confundirlo con el otro celular que llevaba consigo en el trabajo.

—Fui a firmar los papeles de divorcio. Se terminó todo. Por favor... —La oración quedó incompleta por un tiempo; Kacey estaba reprimiendo el nudo que tenía en la garganta y le temblaban los labios—. Ya no me hagas hablar más del tema. Tu papá se encuentra bien, no te preocupes más por ello.

Tragaba saliva al pronunciar cada palabra, como si estuviese luchando por impedir que la tristeza le arrebatara todo el esfuerzo que había estado haciendo semanas atrás, y la voz se le escuchaba como un robot al tener la nariz tan congestionada. Casi le suplicó que le hiciera el favor de servirle a su hermana la comida apenas su mamá la trajera de regreso, y comenzó a subir los peldaños mientras se quitaba los pendientes que llevaba puestos.

Por desgracia, en comparación con el monstruo del libro, esa criatura no tenía una forma específica que pusiese en evidencia que no pertenecía a esa dimensión. Nadie podía verlo. La única persona que podía notar su presencia flotando allá donde fuera, era la víctima que él eligiese. Le gustaba instalarse en el alma de los mortales más vulnerables, y aparecía cuando menos se lo esperase la gente. Podía llegar a utilizar cualquier tipo de máscara para pasar desapercibido ante los demás, y las bacterias que desprendía solían propagarse en entornos donde abundara la miseria, la soledad, el dolor y la desesperanza. Se adentraba en el organismo de la víctima, como si fuese un tumor que se expandía hasta arrebatarles la vida.

En su caso, la última vez que el monstruo lo visitó fue durante los primeros meses tras la desaparición de sus hermanos. Tuvo muchas pesadillas al dormir en la antigua habitación que solía compartir con ellos. Su papá solía acomodarse en la orilla de su cama para hacerle compañía, esperando que se durmiera; le acariciaba el pelo y le susurraba que todo estaría bien. En reiteradas ocasiones, Trey hasta se había tomado el tiempo de encender la luz para demostrarle que el monstruo no estaba escondido dentro del armario, que no había nada. Pero él podía imaginarse los ojos amarillentos espiándolo por las rendijas del clóset cuando las luces se apagaban, y eso lo afligía. Fueron varias las reuniones a las que tuvieron que asistir sus papás en la primaria, para hablar del tema, porque se iba a dormir a clases.

Su tía, cuando lo veía decaído, solía decirle que no debía tenerles miedo a los gemelos; que ellos lo amaban igual que él lo había hecho. La desaparición no había sido culpa de nadie, a excepción del detractor que se esperaba que algún día la justicia hiciera lo suyo.

A Dash le tomó un par de años comprender que el espectro solo lograba hacerse más fuerte si él le daba el poder de hacerlo. Hasta que un día había dejado de molestarlo: dejó de sentir esa aflicción que le apretaba el pecho. Así de simple. Conforme transcurría el tiempo había comenzado a sentirse mejor, las tragedias ya no lo afectaban tanto.

Pero ahí estaba de nuevo, alojado en su casa, después de varios años. Listo para hacerle la vida imposible a él y su familia... o lo que había quedado de ella tras el divorcio de sus padres. No recordaba que la energía del espectro fuese tan poderosa; esa vez se había aparecido con un arsenal difícil de esquivar. A veces se limpiaba las lágrimas a escondidas, cuando su hermana se distraía señalándole algo mientras la vestía; no quería que lo viera a los ojos y le preguntara por qué se veía tan triste.

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