Capítulo VIII: Más se aprende en un día de soledad, que cien con gente (I parte)

Dash encendió la computadora temprano. Hundió las yemas de los dedos en las teclas al digitar la página de la secundaria; la pantalla intermitente le iluminaba el rostro. Pestañeó varias veces y entrecerró los ojos. Tuvo que alejar la mirada del ordenador por un rato; el brillo de la pantalla le estaba irritando la vista. Se limpió las lágrimas que le resbalaban por las mejillas y tanteó una de las esquinas del escritorio, para encontrar el botón de la lámpara que estaba a un lado; eso lo hizo sentirse mejor.

Se exigió revisar la bandeja de entrada, con los ojos llorosos, lo más rápido que pudiera. La visión tan turbia le hacía tener que esforzarse el doble para leer las letras pequeñas. Se preocupó de tener que usar anteojos; no se imaginaba usándolos tan joven, pero tal vez esa era la causa principal del ardor que le molestaba desde hacía semanas. Utilizó el botón del mouse para ir leyendo la retroalimentación de las tareas de la semana anterior, y se felicitó por los buenos resultados. También había un mensaje de la psicóloga que decía:

Hola, Dashiell. Disculpa que hasta ahora me ponga en contacto contigo. Sé que la directora te mencionó que yo te llamaría, pero, como verás, he estado ocupada atendiendo a otros pacientes. 

Aquí te adjunto los horarios en los que puedes visitarme durante el curso lectivo. Te impulso a hacerlo si es tu primera vez recibiendo terapia; si no es así, igual te insto a que lo intentes. Ya tengo preparado el tema que quiero trabajar la otra semana ¡Estoy emocionada por conocerte! ¡Te vas a divertir un montón! Te dejé un documento adicional para que te hagas una idea de cómo me gusta trabajar. 

Mercy Alridge.

Ese lunes se cumplían quince días desde que estaba recibiendo clases desde la casa, a pura motivación. Por lo general siempre le correspondía repasar cada asignatura con el material que le enviaban.

Después de finalizar con la retroalimentación de cada profesor, se fue a la pestaña del perfil para consultar el horario de la semana. Comenzó a apuntar en un bloc de notas que cargaba consigo, todo lo que debía de hacer y por cuánto tiempo debía de dejar el temporizador activado, como si fuese el timbre.

En la primera clase tenía que realizar una rutina de ejercicio por dos horas. Owen, el nuevo entrenador que reemplazaba a Dave, le recordó al final de las instrucciones que lo iría a visitar al menos dos veces al mes, a partir de marzo, junto a Sarah, la nutricionista, con la intención de llevar un registro de su peso y darle un nuevo menú que se adaptara a su condición física, en caso de necesitarlo y, de paso, asegurarse si de verdad tenía una buena condición. Aunque no formara parte de un equipo deportivo, Educación Física seguía siendo parte del programa académico.

Apagó la computadora y vio el calendario. Ocho días después de ese lunes sería 19 de febrero, y el tercer lunes del mes, se celebraba el feriado del Día de los Presidentes. Dash ya estaba deseando que llegara el viernes para desentenderse de las tareas hasta el próximo martes.

Una vez que se encontró de vuelta en la habitación, configuró el reloj de mano para evitar quedarse holgazaneando; sentía que eso lo ayudaba a moverse más rápido. Dejó abiertas las puertas del clóset como un escudo que cubría sus partes íntimas, y las cerró tiritando de frío apenas se terminó de poner el pantalón. Cruzó hacia la habitación de su hermana para despertarla, y vio de reojo la que habían compartido sus papás. Seguía cerrada, pero Dash conservaba la esperanza de que su mamá algún día abriera la puerta para ayudarlo.

Apartó la mirada, jorobó la columna y arrastró los pies hasta alcanzar el pomo de la puerta, como si estuviese a punto de desinflarse a causa del desgaste. La rutina entre semana parecía ir en declive. No culpaba a sus profesores por exigirle tanto, en eso consistía su trabajo. Al final del semestre debían entregarle el reporte de las calificaciones a cada padre de familia. Pero estar suspendido, no significaba una oportunidad para estarse rascando la panza si eso era lo que creía. En realidad, era todo lo contrario; siempre debía buscar alguna estrategia que le permitiera dividir el tiempo para poder cumplir con todo: desde alistar a su hermana para llevarla a la casa de la vecina, hasta ver cómo preparar el desayuno de ambos, sin quejarse.

Dash le abrió la puerta de golpe, recordándole que era hora de despertarse para ir con la señora Fraser. Phoenix seguía envuelta dentro de las sábanas; dormía de lado aferrada a su oso, con los mechones ondulados esparcidos por la cama. Él contempló la escena por un par de segundos. Lo enterneció verla tan tranquila; no se parecía en nada a lo inquieta que se ponía a la hora de irse a dormir.

Los pitidos del reloj lo devolvieron a la realidad, recordándole que el tiempo ya no estaba a su favor. Apagó la alarma para no hacerle más pesada la transición a su hermana. Sacudió su espalda con suavidad y le repitió por qué estaba allí. Gruñó al ver que no reaccionaba. Sus susurros pasaron de forma gradual a demandas. 

Ella se levantó, restregándose los ojos; ni siquiera le dijo buenos días. Él la jaló de la mano, diciéndole que debía apurarse. Su hermana le apartó la mano, se lo quedó viendo y comenzó a hipar al escuchar el tono tan pesado con el que le hablaba; su llanto le opacó la voz. Dedujo que, en medio de su violento despertar, lo único que intentaba era comprender qué hacía él allí, como si no recordara que eso era parte de su rutina cada semana. Eso lo sacaba de quicio. Jaló las gavetas para sacar el primer vestido que viera; ya no le importaba si aparecía en la casa de la señora vestida como un payaso, debía dejarla lista.

Se acercó de nuevo a la cama, se arrodilló y le señaló que pusiera la mano en el hombro del vestido. Sus labios formaron una línea delgada; Phoenix no estaba colaborando. Su hermana se puso de pie como si la indicación le hubiese llegado al cerebro después de un rato y apoyó una de sus manos en el hombro de Dash, mientras la ayudaba a quitarse el pijama. Le jaló el elástico del pañal, sin atreverse a ver su interior. No olía mal. Parecía estar limpio, o eso esperaba, porque se negaba a cambiárselo; ya tenía suficiente con suplir las demás necesidades de Phoenix.

Ya iban por la última parte. Dash le habló como si fuera el animador de una fiesta: le pidió que alzara los brazos como si fuese a iniciar un juego infantil. Seducida por la curiosidad, Phoenix repitió el movimiento como si fuese su reflejo proyectándose en un espejo. Él le pasó el vestido por el cuello, como si fuera un hula-hula, y el llanto de Phoenix fue disminuyendo de manera gradual. Pensó que tal vez la causa de su irritación se debía a no poder entender lo que le decía; desconocía que la compresión de una niña de tres años fuese tan limitada. Los huesos de la espalda le crujieron al levantarse. Tendría que tomarse una aspirina antes de desayunar a ver si se le quitaba el dolor de cabeza. Al menos ya había terminado de vestirla; eso ya era un logro.

Su hermana le señaló la crema corporal con olor a galleta de Bath & Body Works que usualmente le untaban como si fuese un perfume. Él no quiso acceder a su petición; le dijo que esa vez no podría ponerse la crema, pues ya no tenían tiempo.

Escuchó la puerta de la otra habitación abrirse, y por un momento sintió que la compasión había tocado el corazón de su mamá, pero nada pasó. Su mamá ya le había advertido la misma noche en que su papá se fue que no le ayudaría, pero no había creído que hubiese estado hablando en serio. Hacía una semana que estaba diciéndole que no podía hacer todo el trabajo solo, pero ella nunca se molestaba en atenderlo. 

Cuando ya se encontraba en la cocina, su teléfono vibró en uno de los bolsillos del pantalón, se lo puso en la oreja. Su papá lo estaba llamando para saber si ya se había despertado. Dash inclinó la cabeza para sostener el teléfono mientras daba vuelta los plátanos.

—Hola ¿Cómo va todo por ahí? —Lo escuchó cerrar la puerta del carro, y luego el crujir de unas bolsas. 

Dash frunció el ceño, sintiéndose desorientado. Quiso saber dónde se encontraba tan temprano.

—Estoy bien, y aquí está Phoenix conmigo. Estoy cocinando unos plátanos; quiero comerlos con un par de salchichas ¿Y adónde te encuentras? Apenas van a ser las siete, papá.

Lo escuchó prender la intermitente, y no le contestó por varios minutos.

Dash puso el teléfono en altavoz mientras cocinaba.

—Andaba en el supermercado. Voy a pasar por la casa para dejar lo que me correspondía ir a comprar este mes —anunció—. La semana pasada tuve que contarle a mi jefe esta situación entre tu mamá y yo, por eso no pude visitarlos hasta el fin de semana. El punto es que logré hacer un arreglo temporal en mi horario: ahora entro a las nueve y salgo a las cinco. Tu mamá te está ayudando en la casa, ¿verdad?

Lo escuchó suspirar, como si estuviera presintiendo que él se encontraba solo en la cocina. Dash se volteó por instinto y vio hacia afuera, como si quisiera asegurarse de que su papá no lo estuviera espiando al otro lado de la calle.

—Si, sí. Ella me ha estado ayudando. No te preocupes.

Se aclaró las flemas de la garganta y le dijo a Phoenix que ya casi estaba lista la comida. Le comentó que su papá iría pronto a visitarlos, y hermana le sonrió.

—Escucha, te veré dentro de poco. La tía Isabella ya casi viene por Phoenix. Tengo todo bajo control. Nos vemos. Debo seguir cocinando, que pronto me toca entrar a clases.

Su papá le dijo que estaba bien, y Dash le cortó.

Se limpió el sudor de las manos en el pantalón. No había tenido tener el valor suficiente para decirle la verdad. Temía empeorar la relación de sus papás, como había sucedido desde el hallazgo de las botellas, y tampoco quería verlos odiarse a muerte por su culpa.

Vio la luz de la casa de los Fraser encendida, y quiso averiguar qué sucedía en la casa de al lado. A pesar del sonido que provenía del televisor, las voces de sus vecinos interrumpían la quietud del resto del vecindario; se imaginó que así verían los demás a sus papás cuando peleaban. Sintió una profunda vergüenza al caer en la cuenta de que estaba husmeando en conversaciones ajenas como una señora chismosa. Parecía que alguien se había metido a robarles a sus vecinos. Se los escuchaba preguntarse uno al otro si ya habían encontrado varios de esos objetos, pero de momento no parecía irles muy bien con la búsqueda. Las siluetas de la pareja se reflejaban en la ventana mientras revolcaban las pertenencias de alguna parte de la casa con angustia.

Dash se movió para avanzar con lo que le faltaba. Ya casi no tenía tiempo para nada; vivía en piloto automático hasta que llegaba el fin de semana. Desvió su camino para limpiarle la barbilla a Phoenix; al parecer se le había olvidado cerrarla. Ella volvió a dirigir su mirada hacia la televisión, atraída por los colores vibrantes de sus dibujos animados favoritos; el resplandor de la pantalla le iluminaba las pupilas. Estaba viendo el segmento de madrugada en Cartoon Network, siguiendo las aventuras de Ed, Edd, y Eddy, que siempre la hacían reír hasta que le dolía el estómago. Casi ni se le veía el cuello de la gordura; parecía una muñeca con esas pestañas largas y las mejillas regordetas. 

En una de las ocasiones que vio hacia la calle, a la espera de que Skip dejara el periódico con su hermana Nancy, atisbó que su tía Isabella tocaba la puerta; llevaba una canasta hecha de mimbre, cubierta con un pañuelo de cuadros rojos. Aceleró el paso para dejarla entrar cuanto antes; echaba de menos una figura autoritaria que fuese capaz de lidiar con su hermana. Casi se atragantó al sentir que con su abrazo le crujían los huesos de la espalda. Cuando se separaron, los dos rieron y bromearon con que la edad le estaba cobrando la factura del cansancio.

Ella le entregó un pastel de manzana y le sugirió que le pusiera helado de vainilla. Él destapó el pañuelo para deleitarse viéndolo. El gesto le hizo sentirse apreciado.

Isabella se inclinó para darle un beso en la mejilla por detrás a su hermana. Ella apartó su cara al ver que Phoenix intentó darle un golpe por haberla asustado y le agarró las manitas como si fuese una maestra de preescolar. 

—¿Qué pasa? ¿Por qué me pegas? ¿Ya no recuerdas quién soy? —Su tía se puso a la altura de su hermana, jugueteando con sus manos—. Soy tu tía Isabella, la hermana de tú mamá. Siempre vengo a visitarte entre semana.

Phoenix la vio como si estuviese esforzándose por identificar su rostro. Después de un largo silencio incómodo entre ambas, pareció recordar de quién se trataba.

Dash dejó el pastel sobre la cocina y le agradeció por ello, le confesó que no se imaginaba cuánto lo necesitaba.

—¿Cómo lo están llevando? —Su tía giró la cabeza hacia él y se puso de pie, quejándose por haber estado en cuclillas

—Supongo que lo estamos llevando bien. Adaptándonos, como siempre. —Se encogió de hombros—. ¿Y qué hay sobre usted?

—Me siento mucho mejor. A veces sigo llorando la muerte de tu abuelo, pero ya se sabe que es parte del proceso. La semana pasada tuve que cerrar el restaurante; se me acumularon algunos pedidos de artesanía. Pero, gracias a Dios, sigo trabajando en mi negocio propio, con mi familia y en algo que me gusta. No le puedo pedir más a la vida. —Sonrió, y Dash le dijo cuánto se alegraba por ello.

—La abuela llega en estos días, ¿verdad?

Isabella asintió, mientras le limpiaba la boca a su hermana.

—¿Y tu papá ha venido a visitarte? ¿Tu mamá te ha estado ayudando?

—Sí, papá me llamó hace un rato para ver cómo estaba. Nos vino a visitar el fin de semana, pero no sé si seguirá cumpliendo la promesa de estar presente en nuestras vidas, una vez que termine de llevarse sus pertenencias.

Dash le comentó que su papá le dejaría las compras del supermercado, porque la comida ya estaba escaseando. Isabella le aseguró que Trey no lo defraudaría, pero él ya no estaba tan seguro de que pensar sobre ellos.

—Y mamá, bueno está hecha un desastre, pero al menos se baña y hace los quehaceres.

Ella asintió y le dijo que estaría pendiente de Kacey lo más que pudiese, pero él reafirmó que no debía hacerlo, porque no era su responsabilidad velar por ella, ni nadie más que de sí misma. Señaló a Phoenix con el ceño fruncido como si fuera una protesta; estaba cansado de la actitud de su mamá.

Aprovechó los segundos de quietud que se podía otorgar asimismo para desayunar. No sabía qué sería de su vida si su tía no hubiese vivido allí.

Se distrajo viendo la caricatura. Los niños del vecindario perseguían a los Eds para vengarse de otra estafa. Los tres amigos corrían con sus largas lenguas de colores por fuera y con los cuerpos casi llegándoles al piso, como si en ese universo no conocieran lo que era la gravedad. En la música de fondo predominaban las trompetas y los platillos de la batería, dándole ese efecto gracioso a la comedia que se contaba a través de los personajes. Se rio al ver correr a los Eds y negó con la cabeza; ellos siempre querían gastar el dinero de los otros, en caramelos y deseaban encajar en cada episodio con los demás. Vivían en el pueblo ficticio de Peach Creek, donde no parecía existir la presencia de los adultos, solo se mencionaban. El colmo era que los dichosos caramelos, del tamaño de una bola de nieve gigante, tan solo valían unos centavos.

Los créditos se quitaron a la mitad, y el canal anunció que seguía La vaca y el pollito, dos hermanos de diferentes especies con padres de carne y hueso. Sin duda era el programa más bizarro de todo Cartoon Network en su época, y le encantaba. Era una lástima que casi nunca tuviera tiempo para ver sus programas favoritos, porque Phoenix se adueñaba del control. Cuando el televisor estaba libre, él ya tenía que luchar por acostarla, reponer las rutinas de ejercicio que no había hecho en la mañana, o su mamá lo llamaba paraque le hiciera un favor, justo en el momento que se encontraba más cómodo en el sillón. Así se le iba la noche, hasta que llegaba la hora de dormir y se repetía la misma historia. Estaba cansado de que todo girara en torno a los demás y que casi nadie le preguntara qué deseaba.

Isabella se había hecho a la par de Phoenix para darle de comer; ya solo le quedaba peinarla para llevársela. Le dio las últimas cucharadas de desayuno y le limpió la boca mientras le decía, que era una campeona por haber dejado el plato vacío. Phoenix tosió de nuevo al agarrar el biberón. Su tía le dio unas palmadas en la espalda con suavidad y se retiró a lavar los platos; ya era tiempo de irse a correr. Se tocó uno de los bolsillos del buzo para dejarle el dinero que le correspondía pagarle a la señora Fraser.

Frunció el ceño al dirigir su mirada a la ventana que daba hacia el jardín; la pareja de viejitos tampoco parecía estar teniendo un buen día. Isabella expresó en voz alta lo que él se había dicho a sí mismo. Era inusual verlos discutir.

—Sí, parece que alguien se metió a robarles. —Isabella se llevó una mano a la boca y les preguntó si ellos estaban bien.

Dash le dijo que no recordaba haber escuchado a su mamá alarmarse la noche anterior por algún escándalo.

—¡Qué raro! Este barrio es super tranquilo. Pero bueno, en tiempos tan feos como estos... Era de esperarse que en algún momento se diera.

Dash asintió, de acuerdo. 

—Sí, sea lo que sea que haya pasado, espero que los Fraser estén bien.

Dash se encogió de hombros, le acarició el pelo a su hermana y le agitó una mano a su tía antes de cerrar la puerta, como un gesto de despedida. Al instante en que se detuvo a ponerse los auriculares para empezar a calentar, le tocó la puerta para que se fijara quién llegaba. Era la señora Fraser. Permaneció inmóvil, viendo cómo se movía con dificultad por la acera; quería acelerar el paso sin éxito, como si se lamentase de no poder ser más rápida a causa de la vejez. Se apartó al escuchar a su tía abrir la puerta; cargaba a Phoenix en brazos, y los mechones de pelo se les levantaban a ambas por la brisa del viento, como si fueran los tentáculos de una medusa al ataque. Isabella se acomodó como pudo el cabello mientras se apartaba, de la ráfaga de viento. La expresión de la señora Fraser no era nada agradable, y venía directo hacia ellos.

—No quiero que me malinterpreten, pero lo he estado discutiendo con mi esposo y no me quedó otra opción que venir hasta aquí por respuestas. Alguien se ha estado metiendo a robar a la casa.

—Buenos días. ¿Cómo está? Yo bien, ¿y usted? —La señora Fraser se llevó una mano a la frente al haberse saltado los modales de cortesía básica—. Ya, en serio, ¿de qué habla? —Dash estaba tan confundido como su tía—. ¿Qué tiene que ver mi familia con el robo?

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