Capítulo VIII: Juego y bebida, casa perdida (IV parte)

Dash se había ido de viaje con su papá al Lago Tahoe. Trey lo había llamado la noche del viernes preguntándole si tenía planes para ese fin de semana, para aprovechar el feriado del lunes. Se fueron al día siguiente, temprano, con un invitado extra, Daiki. Phoenix no fue por la cita que tendría con el pediatra el lunes, aunque también se estaba muriendo por ir. Se había quedado llorando al verlos irse, pero al rato se le pasó.

El lago era un destino turístico al norte de California. Habían tenido que ir al aeropuerto del condado de Monterey para tomar el avión. Era un viaje auspiciado por la empresa de Trey. La institución variaba el destino dos veces por año: uno en invierno y otro en verano. Esa era unas de las pocas ocasiones en que se les permitía llevar a sus familiares y a un invitado extra.

Kacey movió la mano, despidiéndose de ellos con Phoenix en brazos, empujó la puerta con la parte lateral de sus sandalias. Intentó ser cuidadosa al dejar a su hija en el suelo. La pequeña movió la cabeza y le mostró sus dientes de leche, pero no le dijo nada de regreso. 

Las manos le estaban temblando. Quedarse sola, sin vigilancia, era el momento que había estado anhelando. Se volteó, presa de la culpa de dejar a su hija sola en la cocina, le susurró que dentro de poco regresaría. Permaneció de pie, apoyada contra la puerta de la cocina, debatiendo qué hacer.

Calculó todo lo que podría ocurrir si sucumbía a la tentación, tanto lo bueno como lo malo. Tenía que recuperar las botellas; su intención era hacer algo para saciar la adicción. El cuerpo la tenía atada a un frenesí que solo se acabaría al probar otra gota de alcohol. Apretó los labios y sacudió la cabeza, queriendo huir de sus pensamientos. Se giró para ver a su hija.

Al final se apartó, sin poder resistirse.

Subió las escaleras mientras repasaba, en su cabeza cuál había sido el último lugar en el que las había escondido. Deambuló con una expresión de recelo por el segundo piso. Jadeaba con frecuencia, desgastada por el cansancio. Las gotas de sudor le chorreaban por la frente, como si hubiese caminado treinta kilómetros bajo el sol del Sahara.

Asomó la cabeza en el pasillo y se quedó escuchando si Phoenix la necesitaba. Hizo una mueca con la boca y agitó la mano, como si estuviese dándole una palmada en el hombro a alguien. Al no oír nada, se desentendió de ella por otro par de minutos. Meció la puerta de los gemelos  adelante y hacia atrás, todavía sin poder cerrarla por completo. Tenía una de las manos aferrada al pomo mientras pestañeaba con el ceño fruncido al tiempo que examinaba cada rincón de la habitación. De pronto esquivó la mirada como si hubiese encontrado a alguien vistiéndose dentro; luego repitió el movimiento de la puerta. El sonido de las suelas de las sandalias de cuero repiqueteó contra el piso mientras se golpeaba el muslo con una mano. Volvió a meter la cabeza dentro de la habitación, dejando escapar un suspiro. Soltó la puerta y la perilla pegó contra la pared.

Avanzó unos cuantos pasos. Nada había cambiado, pese a los años. Sin embargo, se sentía como un ladrón que invade la casa de alguien. Los dibujos que hicieron en preescolar todavía estaban colgados en el mural de la izquierda, y una mochila había quedado semiabierta en el tapete, con los cuadernos de alguno de ellos. Las cortinas de color celeste se levantaron con el viento. Kacey se bajó la blusa de lana color amarillo, queriendo cubrirse el ombligo, y se estremeció al sentir la brisa acariciándole la espalda como si fuese la presencia fantasmal de los chicos. Se pasó un brazo para darse calor. No creía en lo sobrenatural, sabía que solo era la conciencia haciéndola sentir culpable por haber caído tan bajo.

Se sentó sobre los talones, frente al baúl. Abrió bien los ojos y estiró las manos para revolcar los juguetes. Desde el incidente de las botellas, el elegir dónde esconderlas se le había hecho más difícil. Cuando Dash fue suspendido, incrementó la vigilancia, así que las únicas oportunidades que tuvo se terminaron reduciendo tras la partida de su ex, pero ahora que se encontraba sola podía aprovechar para tomarse un trago. Sacó la lata del baúl, e hizo fuerza para destapar la lengüeta. Luego asintió, satisfecha de haber dado con una después de la ardua búsqueda.

Le dio un sorbo y arrugó la cara al sentir que la fermentación de la bebida le quemaba la garganta. Movió la lata, buscándole la fecha de vencimiento. No se la pudo ver bien. Se la acercó a la nariz para olerla; todavía parecía estar en buen estado. Se encogió de hombros, le limpió el pico y le dio otro par de tragos, como si fuese agua. 

Al cabo de unos minutos, se cubrió el rostro y se jaló los mechones sueltos que le caían en la frente. Ya no se veía capaz de enfrentar el autoengaño con cada trago que hacía. La crisis de abstinencia la había arrastrado tan bajo esa vez que había terminado bebiendo a escondidas en la habitación de los gemelos, aunque no se había atrevido a entrar en ella por años. Fijó la vista en uno de los retratos que estaban colgados en la pared. Les susurró que lo sentía y sacudió la cabeza, ahogándose con el llanto.

Se limpió los restos de la bebida que le habían quedado en la boca. La urgencia había sido tan irresistible para su cuerpo que ni siquiera se había molestado en ponerle una pizca de hielo a la bebida.

Empezaba a sentirse incómoda dentro de la habitación. Pensó en la cara de decepción de su mamá o de alguna de sus hermanas si la descubrían en ese estado, y las palabras que le había dicho a su ex con tal de que no la abandonara, la hicieron sentir llena de mugre. Se dio cuenta de que no había cambiado ni un poco. Siempre se repetía que lo estaba intentando, pero lo cierto es que ni siquiera ella sabía si lograría salir alguna vez de ese hueco.

Se quiso poner de pie, pero, las piernas se le aflojaron. Una de sus manos aterrizó en el suelo, previniendo que se fuera de boca, y alzó la cola para coger impulso. Al estar arriba, los muebles parecieron multiplicarse como la visión de un caleidoscopio. A veces el camino se le volvía turbio y luego la visión le volvía a su estado normal. Se quedó con los ojos entrecerrados y una de las manos alzada como si estuviese señalando algo a un punto medio, y tenía la boca entreabierta de una manera que a cualquiera le daría pena. No sabía dónde debía dirigirse ¡La puerta se veía tan lejos!

Sintió que una sustancia grumosa se le atoraba en la garganta. Se lo tragó, se agarró el estómago y agachó la cabeza mientras hacía un sonido gutural al sentir otra arcada, pero esa vez no salió nada. Comenzaba a sentirse muy mal.

Se forzó a arrastrar los pies, con la lata casi zafándosele de los dedos; tenía que deshacerse de la evidencia. Se fue hasta el baño a vomitar. Se enjugó la boca y observó su reflejo en el espejo, con la mirada penetrante de un luchador que amenaza con golpear a su oponente en el ring. Pese a su malestar, su cuerpo le pedía más, pero las manos le temblaban por haber abusado de la sustancia.

Quiso abrir las gavetas del botiquín del baño. Las jaló, pero nunca se abrieron.

Vio un par de pastillas con una nota que decía: «Úsalas sabiamente si tienes dolor de cabeza, porque esas son todas las pastillas que tendrás. Trey». Eran apenas cuatro sobres, los suficientes para aliviarle el dolor mientras estuvieran lejos de casa; dos para cada día, de ser demasiado. Maldijo mientras dejaba los sobres sin abrir dentro del lavatorio. La lengua le quedó irritada a causa de la menta que traía la pasta dental, y se había restregado con tanta fuerza queriendo liberarse del horrible aliento que le terminaron doliendo los dientes.

Se fue corriendo al cuarto a verificar si le habían quitado la billetera. Jaló las gavetas de la mesa de noche. Revisó la cómoda hasta quedar sin opciones. ¿Cómo se suponía que iba a pagarle a la secretaria el lunes por la mañana si no tenía dinero? Frunció los labios y se llevó ambas manos a la cabeza, agarrándose los mechones que le cubrían el rostro. Luego dio un par de respiraciones que no funcionaron. Las manos le temblaron. Jadeó con exasperación. Apartó la mirada del maquillaje y la perfumería que tenía en la cómoda, tensó la mandíbula y mostró la dentadura como si quisiera reírse de la situación. A pesar de estar luchando por tranquilizarse, estaba histérica porque la estaban tratando como si estuviera recluida en el centro de rehabilitación.

Bajó las escaleras para agarrar el teléfono; tenía el rostro enrojecido. Su hija se encontraba sentada en el suelo haciendo piruetas muy raras. Ni siquiera quiso hacer contacto visual con ella; sin embargo se tomó la molestia de advertirle, con cierta preocupación en su voz, que podía desnucarse si hacía un mal movimiento con su cabeza.

Al ver que Trey no le contestaba, volvió a marcar por segunda vez. Después de esperar tres timbradas, él le atendió.

—¡¿Has perdido la cabeza?! —Él le preguntó de qué hablaba—. ¿Cómo no vas a saberlo? —Inclinó la cabeza. Su mirada recayó en Phoenix, como si el comentario fuese dirigido hacia ella. Su hija solo la volvió a ver en silencio—. ¿Ponerle llave al botiquín? ¿Robarme mi billetera? ¡¿Te suena?!

Kacey giró la cabeza y se distrajo en el oleaje que se observaba a pocos metros del patio trasero.

—Ah sí, eso... —Su ex se rio como si le hubiese contado un chiste.

Ella lo imitó con mímicas exageradas.

—¿Cómo se supone que voy a pagar? Por si no te diste cuenta, Phoenix tiene una cita con el pediatra pasado mañana.

—Kacey, ahora estoy ocupado. No es un buen momento. —Suspiró, algo cansado. Se escuchaba el sonido de las voces de la gente a su alrededor. Parecía estar en un restaurante.

—¡A mí no me importa si Dash y su amigo están por ahí! —Ella exigió que le contestara qué haría.

—Relájate; haré la transacción del depósito desde el aeropuerto. Llámame apenas salgas del consultorio para cancelar, ¿de acuerdo?

—¡No vuelvas a hacerme esto! ¡Es una falta de respeto! ¡Es violencia!

—En otras circunstancias sí lo sería, pero para una persona como tú, considero que más bien es otra forma de ayudarte a evitar una tragedia —replicó Trey con la misma energía. 

Kacey escuchó que Dash le preguntaba a Trey si ella se encontraba bien. Él le respondió que sí, y continuó diciéndole a Kacey:

—Las personas a las que de verdad no les interesas, sí te dejarían hacer lo qué quieras, mientras estás al cuidado de una niña. A mí si me importa el bienestar de ambas.

Su familia la conocía tan bien que ya sabía lo primero que haría al cerrarles la puerta: buscaría el dinero y se iría a gastarlo en otras botellas que dejaría para después. Si la situación no se hubiese puesto en su contra, eso habría sido lo que habría hecho, y su hija habría sido la perjudicada.

—Vamos a comer algo para seguir paseando.

Kacey escuchó, del otro lado de la línea, que ponían los platos sobre la mesa y después la voz de un salonero. Luego su exesposo le preguntó a Dash si quería hablar con ella. Él le dijo que prefería contactarla en la noche.

—Te llamo apenas regrese al hotel.

—Está bien. Perdona por haberme alterado tanto; es solo que nunca me lo dijiste.

—Aunque te lo hubiésemos dicho, te habrías opuesto de todas formas.

Ella le respondió que esperaría su llamada y él pareció aceptar su disculpa lo más discreto que pudo. La llamada se cortó.

Kacey se quedó revisando las llamadas perdidas. Unas eran de su mamá; otras, de Isabella; y otras, de sus dos hermanas. Habían intentado contactarla en el transcurso de la mañana, pero Kacey había estado tan pendiente de las estúpidas botellas que hasta había abandonado a su hija. Aun así, no se rendiría; sentía que había dejado escondida otra botella por algún lado. Se volteó a ver si su hija necesitaba ayuda en algo; Phoenix casi nunca verbalizaba nada si no era con un berrinche. En ese momento estaba tranquila, así que Kacey avanzó con lo suyo.

La mayor parte del sábado se la había pasado de esa manera: revolcando toda la casa por una botella de alcohol. Por fortuna los mareos ya se le estaban pasando, pero necesitaba beber más, así que se fue al garaje a sacar las polvosas cajas de decoraciones festivas; cada una tenía una cinta adhesiva de acuerdo con la estación. Estuvo de rodillas como por media hora. Estrelló uno de los puños en la caja, al ver que no encontró nada. Intentó dejarlas en su lugar, pero quedaron apiladas como el cubo Rubik, hechas un desastre.

—¡Mamita! —Escuchó a Phoenix chillar en la sala.

El pánico en el llanto de su hija era palpable; parecía casi como si estuviese perdiendo la voz. No era la primera vez que lloraba por el mismo motivo, preguntándole al silencio dónde se encontraba.

A Kacey también se le había olvidado limpiar la casa, y la pequeña ni siquiera había almorzado. Se había acostumbrado tanto a no querer comer que al final ni se había puesto a pensar en sus propias necesidades hasta que la oyó.

—Ya voy ¿Ya tienes hambre? —Tragó saliva e hizo una mueca mientras ordenaba las cajas.

Se acercó a auxiliarla, temiendo que se hubiese caído o algo. Su hija enroscó sus brazos alrededor de su cuello, aliviada de verla de nuevo. Kacey la llevó a la cocina para sentarla en la silla. Habían sobrevivido a su primera rutina juntas; solo le quedaba resistir un día y medio. Abrió el refrigerador y se agachó para alcanzar un paquete de comida congelada.

Ya iban a ser casi las cinco de la tarde. Dejó calentando la cena en el microondas por unos minutos, le aseguró al ver a su hija llorar, que ya casi regresaba. El teléfono de la sala estaba sonando de nuevo. Se limpió las manos al llegar hasta ahí para atender.

—¿Aló?

—¡Ay, qué dicha! ¡Al fin contestas! —le dijo su hermana Kennedy—. Nos estábamos preocupando; ya íbamos a ir para allá. —Hillary, su hermana mayor, le avisó a Isabella que por fin había respondido—. Hill y yo estamos tomándonos un café en El Jardín. ¡La decoración es bellísima! —Elogió el café de playa de su hermana.

Kacey podía escuchar la música caribeña en vivo.

—¿Cómo la están pasando? —Agarró la caja del teléfono para llevársela a la cocina. Phoenix cesó su llanto y estiró sus brazos al verla llegar, sofocada de estar tanto rato metida en la silla.

Kacey sacó el plato del microondas, lavó el biberón y le echó un jugo de frutas en polvo, sin soltar el teléfono.

—Se siente bien volver a Fairview, lejos de la prensa. —Se rio Kennedy. Se aclaró la garganta y le dio un sorbo a su bebida—. Isabella, me dijo que ya casi termina con los pedidos a domicilio. ¿Qué estás haciendo ahora? Queríamos sacar a pasear a Phoenix.

Kacey se llevó una mano a la boca, examinando su aliento. Ya no había por qué alarmarse. Sin embargo, titubeó, pensando qué contestarle. Kennedy le dijo que la pondría en altavoz.

—¡No seas tan aburrida! Puedes venir con nosotras —le dijo Hillary—. Siempre pones excusas. Casi ni nos vemos durante el año; y ahora que nos tienes a todas juntas, incluyendo a mamá, eres la única que ni se molesta en tener la iniciativa de llamarnos. Eso cansa.

Sus hermanas se resentían con frecuencia, pues era verdad: Kacey siempre solía declinar el esfuerzo que hacían por querer compartir con ella. Se sinceró diciéndole que no se encontraba de ánimos.

La voz de Isabella pasó cerca del teléfono.

—Tal vez Phoenix quiera pasar un tiempo con Jade —sugirió. Su sobrina gritó desde el otro lado de la habitación al escuchar la voz de su madre mencionar a su prima—. Aquí les hacemos espacio.

—Ah, ¿también debo ir yo?

La voz de la niña fue cobrando intensidad hasta que la tuvo pegada al teléfono. Su sobrina le suplicó con una vocecita cargada de emoción que llevara a Phoenix para hacer una pijamada. Kacey suspiró; no tenía muchas opciones más que quedarse sola en casa. Al final accedió, y no pudo contener la risa al escuchar la celebración al otro lado de la línea. Kennedy y Hillary, volvieron a retomar la conversación, sellando el acuerdo.

—Pasaremos por ti dentro de quince minutos y luego iremos a recoger a mamá —le dijo Hillary.

—Está bien. Voy a alistarle la maleta a Phoenix. Tal vez yo ya me vaya con el pijama puesto.

Ellas exclamaron que no lo hiciera y rieron. Sus hermanas insistieron en que iban a salir a algún lado.

Kacey le cortó la lasaña a Phoenix en trocitos; casi volcaba el plato de plástico al hacer fuerza con el cuchillo. Phoenix abrió la boca para recibir otro bocado, y agitó las manitas, feliz de probar la comida. Se sintió horrible por haberla dejado tanto tiempo sola; se disculpó con ella, aunque su hija tal vez no fuera capaz de entender el motivo. Le limpió con el babero la salsa roja que le manchó la boca, y otro chorro de saliva terminó cayendo en la mesa. Era asqueroso, pero no le quitaba la ternura. Lo caótico de esa etapa.

Verla a los ojos era percibir la versión más pura e inocente del ser humano. Era verla de pequeña, a los gemelos y a su madre, a tres generaciones juntas.

—Vamos a ir de paseo a ver a Jade y a la abuela. —Siguió mencionándole los nombres de las personas con las cuales interactuaba.

Phoenix masticaba con las mejillas llenas de comida, haciendo unas muecas graciosas.

—¡Nos vamos a divertir un montón! Pero debes apurarte porque ya casi vienen. —Kacey le acercó el biberón al ver que no le bajaba la comida. Le dio un par de palmadas en la espalda y continuó dándole de comer hasta que el plato quedó limpio.

Al día siguiente, ellas ya se encontraban de regreso en la casa. Trey siguió poniéndose en contacto con Phoenix durante su estadía; por lo general, en las noches. Kacey prefería pasarle el teléfono apenas escuchaba su voz; todavía se rehusaba a saber sobre él. La niña lo atendía encantada y se quedaba escuchando la voz de su papá, como si escucharlo fuera lo mejor de la vida. Si su hermano se encontraba por ahí también la saludaba. Por lo general eran ellos los que llevaban el ritmo de la conversación; ella todavía no manejaba un vocabulario extenso y, a veces, su atención se enfocaba en muchas actividades a la vez los dejaba colgados.

Phoenix lloraba después de colgar la llamada. Kacey solo la veía sin decirle una palabra, sentada en el sillón con las manos entrelazadas. Seguro su hija pensaba que a lo mejor ellos nunca regresarían. Cuando ya tenía suficiente con su llanto, se sentaba en la alfombra de la sala a jugar un rato y le recordaba que el lunes estarían de regreso en la casa. La pequeña hipaba hasta que se tranquilizaba de nuevo.

Pero, la historia se repetía: Phoenix se entristecía al llegar corriendo a la habitación de Dash y veía que no estaba. Después lo buscaba en los demás cuartos, porque pensaba que estaba jugando a las escondidas. Su risa se detenía y se quedaba en el pasillo, sollozando con su peluche colgando de una mano, en medio de una crisis de pánico por averiguar que se habían hecho. Al irse a dormir sucedía lo mismo: le preguntaba a Kacey por qué no había ido a darle el beso de las buenas noches. Le cuestionó con genuina curiosidad, porque ella tenía que ser la que le contara el cuento en vez de Dash, sí nunca lo hacía.

Tuvo que llamar a Isabella el domingo por la noche, para preguntarle si su hija también fue tan despistada a esa edad, si de verdad se esforzaba por recordar los acontecimientos del día anterior o una situación similar a esa. Muy en el fondo quería encontrar una afirmación de que todo estaba bien con Phoenix. 

—Entiendo que a veces Phoenix puede ser un poco olvidadiza ¿Por qué? ¿Le pasa algo? —El tono de su voz reflejaba una preocupación fidedigna por la repentina llamada.

—No, no es nada. Ya sabes, la última vez que cuidé a alguien por mi cuenta fue hace como diez años. Ya no estoy tan pendiente de ese tipo de detalles —susurró, y se rio un poco.

Kacey permaneció en línea, pese al silencio. Isabella seguro no estaba muy convencida al escuchar el comentario, ni ella era buena mintiendo.

—La verdad sí siento que tiene problemas con la memoria —admitió—. Seguro ya habrás notado algo fuera de lugar al cuidarla. —Isabella se lo confirmó—. Dash me viene insistiendo desde hace tiempo para que le reserve una cita y, bueno, quise aprovechar para ir mañana. —Carraspeó, apretó el teléfono entre sus manos y tragó saliva. Quería escuchar su voz.

—¿A qué hora es? ¿Alguien te va a acompañar?

Kacey le dijo que la cita sería a las ocho de la mañana y le aseguró que podía hacerlo sola.

—Pero lo del café sigue en pie para mañana, ¿no? —le preguntó Kacey, esperando que le dijera que se había cancelado.

—Sí, mañana cerraré temprano. ¡Te espero! ¡No faltes! Mamá también vendrá. —Isabella le contagió su entusiasmo—. ¿No te parece bonito que por fin estemos todas juntas? Ayer te vi disfrutando con las demás. Ya es un avance.

Ella coincidió, aunque se hubiese distraído.

Kacey se giró para ver qué estaba haciendo Phoenix en la sala: estaba charlando con sus juguetes. Examinó sus movimientos con la mirada. A veces pensaba que tal vez se estaba creando ideas que no existían; no notaba que hubiese nada malo en ella a simple vista. Escuchó a su hermana preguntándole si seguía allí. Ella le respondió que sí, sin quitarle la vista a su hija.

Temía que entre más dejara pasar el tiempo, Dash terminase teniendo la razón.

Conversaron otro par de minutos sobre los detalles del house shower que se daría al día siguiente. Ese martes se volvería a reunir con ellas. Tenían programada una cita con el abogado para repartirse los bienes que su padre le había dejado a cada una en el testamento. Kennedy y Hillary regresarían el miércoles a Los Ángeles. Se habían dado una semana de vacaciones en el programa de Suelta la Sopa por la pérdida de su papá.

Kacey esperaba recibir el dinero suficiente para pagar las sesiones con el mediador lo antes posible.


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