Capítulo VII: El que teme sufrir, ya sufre el temor (II parte)

—¡Hola! ¡Ya llegué! —Trey bajó la voz tan pronto abrió la puerta de la cocina, al darse cuenta de que no había nadie.

Comenzó a desajustarse la corbata, mientras los llamaba uno por uno, pero nadie le contestó. Arrugó la cara al sentir un leve dolor de cabeza. Dobló hacia el recibidor con el ceño fruncido por la molestia, colgó el abrigo y las llaves de la casa en su lugar, satisfecho de dar por concluida otra estresante semana laboral.

Tocó un par de teclas en el celular, en busca de algún mensaje o llamada que tal vez se hubiese perdido de camino. El nombre de su hermana menor, Kelly, apareció en pantalla con un mensaje emergente que decía: «Llámame si necesitas algo». Solo se limitó a escribir unos cuantos caracteres para explicarle que no era necesario y le dio a enviar. Sentía que entre menos se involucrara su familia en ello, muchísimo mejor.

Dejó el sobre de manila en el desayunador; lo había retirado del juzgado familiar después de salir del trabajo. El encabezado solo tenía la dirección de la casa y el tribunal donde se habían redactado los papeles de divorcio. Infló las mejillas, dejando escapar una bocanada de aire. Se secó sus sudorosas manos en el pantalón, colocó el celular en la isla y empezó a destapar las ollas en busca de comida. Sacó del refrigerador una bandeja de vidrio envuelta con aluminio, y exclamó para sí mismo la delicia que tenía enfrente: sus tacos favoritos bañados en esa salsa picante que tanto le gustaba. Sin poder contener el antojo, se sirvió dos tajadas en el plato, apretó unos botones en el microondas y los dejó calentarse por un minuto. Mientras tanto, se movió para poner lo demás en la mesa.

Considerar a esas alturas que se iba a reconstruir lo que permaneció por más de diez años, era ser bastante masoquista e iluso. Trey se pasó la mano por el cabello mientras veía girar el plato en el microondas. No quería violar sus principios; había estado trabajando en el proceso del divorcio desde hacía meses. Aunque no se encontraba cien por ciento seguro de ello, sentía que irse tal vez era lo mejor que podía hacer por el bienestar de su familia.

Lo único que deseaba en esos instantes era llegar a la casa de sus padres lo antes posible.

Quedaba solo una semana y media para que fuera San Valentín, el día que sería su onceavo aniversario de bodas. No había palabras para expresar el dolor que sentía en el pecho. Dash siempre le decía cuántas veces lo había admirado por no rebajarse al mal genio de su madre. Le enorgullecía saber que la acción había dejado una imagen positiva en su hijo mayor, pero por eso mismo partir se le hacía tan difícil.

Dejó el uniforme dentro del cesto de ropa sucia y asomó la cabeza en el pasillo mientras se desabrochaba los botones de la camisa. Quería pasarse al cuarto de huéspedes para bajar las maletas al carro, pero Dash en ese instante se lo puso difícil. Lo escuchó abrir la habitación de Phoenix, advirtiéndole que debía dormirse o, de lo contrario, terminaría acusándola con alguno de sus padres.

—¿Dónde está tu mamá? —le preguntó. Comenzó a desvestirse un poco más lento, hasta asegurarse de que hubiese cerrado su habitación.

—Salió hace como media hora a retirar unos encargos. —Dash giró el pomo de su puerta. Se volteó y suspiró, bufando como un toro; no quería ser molestado—. Puede que tarde un buen rato en regresar.

—¿Y ya comiste?

Trey se pasó al cuarto de huéspedes y acercó su oído a la puerta de Phoenix. Asintió, complacido de no escuchar ningún ruido que le indicara que todavía seguía despierta. Acto seguido, giró el pomo del cuarto de huéspedes con suma delicadeza, y abrió las gavetas superiores del armario donde las había escondido. Las valijas quedaron apiladas debajo de algunos objetos, como: flotadores de piscina, sacos de dormir, elementos para deportes extremos en invierno y otros artilugios que utilizaban en sus viajes. Estornudó varias veces al soplar la capa de polvo y permaneció durante un rato en silencio analizando cuál podría ser la mejor estrategia que le ahorrara el hacer dos viajes mientras oía cómo Dash cantaba desde su cuarto.

Recogió las maletas que se habían dañado y las volvió a poner en su lugar. Las manos le temblaban al doblar la ropa, presionaba el salveque con una de las manos para ir haciendo espacio. Ni siquiera había tenido tiempo de lavarse los dientes y de darle las buenas noches a Phoenix; debía de estarse preguntando por qué no había llegado.

Volteó la mirada hacia la habitación de Dash; daba la impresión de estar muy concentrado en su sesión de música, o se estaba haciendo el tonto, porque estaba cansado de tener que estar a la merced de ella todo el tiempo. La pobre a esas alturas iba a quedar afónica si alguien no la auxiliaba.

—¡Papá, a Phoenix se le quemó la lámpara! ¿A dónde tienes guardados los bombillos? —Dash se lo repitió como una grabadora.

Trey se volteó, sobresaltado, y le contestó que estaban en el garaje.

—¿Qué haces doblando ropa a esta hora? ¿A dónde vas? —Dash le señaló la mochila.

Trey le dio la espalda y continuó doblándola con aparente tranquilidad. Entre más sereno se viera, más perspicaces podrían ser sus respuestas. De todas maneras, Dash terminaría dándose cuenta de que se iría de la casa. No había forma de evitarle el dolor, pero sí podía escoger cómo hacérselo saber. Decírselo esa noche no estaba en sus planes.

—Mañana iré a dar una vuelta por el Club de Campo; la empresa ha organizado un evento recreativo. Voy a jugar un partido de tenis. Luego sigue el almuerzo y otro poco de actividades hasta la noche.

Dash le preguntó si necesitaría una pareja para su partido; también le gustaba jugar al tenis. Trey se quedó pensándolo por un momento. Al final le dio a entender que ya se había puesto de acuerdo con alguien del trabajo, de todas formas, esa vez no podría llevarlo por ser un evento exclusivo de la empresa. Fue la única respuesta que le pareció que podía darle sin necesidad de explicarse demasiado, porque era verdad, aunque aún había quedado de confirmar si iría al día siguiente. Con toda la situación del divorcio, más el sueño acumulado, no sentía el entusiasmo suficiente para aparecer por el club por la mañana. Dash pareció comprenderlo.

Su hijo le ordenó a Phoenix que se calmara, que pronto iría por el bombillo, pero ella demandó desde su cuarto que fuera al instante, porque su oso de peluche tenía miedo, aunque en realidad estaba hablando más de sí misma que del oso; le aterraba la oscuridad. Dash le dijo que, a pesar de que la quería mucho, no podía estar a su disposición todo el tiempo; o aprendía a esperar o se perjudicaría ella sola. Phoenix hipó por un momento y luego se quedó en silencio. Trey le llamó la atención por haber sido tan duro con ella.

—Si no te pones las pilas y mejoras cómo le contestas a la gente, mañana mismo te devolveré a la correccional; hablo en serio. Ve por el bombillo, por favor.

Después de varios intentos de tira y afloje, logró convencer a Dash de ir a buscarlo. Quiso aprovechar su ausencia para meter la mochila en el carro, pero cuando iba de camino hacia las escaleras, se le olvidó que Phoenix seguía con la puerta de su cuarto abierta. La pequeña corrió hacia él diciéndole: «¡Papito, llegaste! ¡Te extrañé!», y lo abrazó, restregando su rostro contra las rodillas como si se tratase de un gato. Trey la agarró de las manos, dando pequeños pasos, como si estuviese enseñándole a caminar de nuevo; Phoenix se mecía al caminar y se reía, ajena a lo que sucedía. Él estaba intentando guiarla hasta el cuarto de huéspedes para terminar de empacar los elementos básicos de higiene. Ella se aferró en sus piernas como si fuese un perezoso colgado en una liana, atrasándole la salida.

Escuchó a Dash gritarle desde el garaje que cuál era la caja de los bombillos. Trey le gritó la respuesta, y escuchó que revolvía las cajas por un rato, hasta que cerró la puerta.

—¿Sabes algo de tu mamá? —le preguntó desde arriba, preocupado porque estuviese tardando tanto con los mandados. Temía que le hubiese pasado algo.

—No sé, no me ha enviado ningún mensaje. Se fue a la casa de la tía Isabella. Seguro se quedó hablando con ella; ya sabes como son las mujeres.

Suspiró al ver que Phoenix no parecía querer desplazarse hasta el cuarto de huéspedes. No le quedó otra opción que el agacharse para alzarla y llevarla hasta el cuarto. Ella cerró los ojos cuando le acarició la frente reiteradas veces. Él le dio un beso en la mejilla y, a los minutos, la volvió a dejar en el suelo, pero ella extendió sus manitas, dándole a entender que quería estar otro rato en sus brazos. Se la entregó a Dash tan pronto como subió las escaleras.

—¿Todavía sigues empacando? Dijiste que el evento es solo para ir a pasar el día, ¿no? —le dijo su hijo, desconcertado.

Phoenix se acurrucó en los brazos de Dash y refunfuñó, diciéndole que se quería ir a dormir.

—Bueno, vayamos a ponerte el bombillo para que te duermas. Pero, esta vez va en serio, Phoenix, porque siempre es lo mismo.

Ella asintió, seguido de un largo bostezo, y agitó la mano, diciéndole adiós a Trey. Él le tiró un beso en el aire.

Después de haber colocado el bombillo, Dash regresó con su padre y le insistió para saber a dónde se estaba por ir. El silencio solo le agregó más leña al fuego.

—Aunque lo de mañana sea verdad, no solo estoy empacando por eso. Tengo mis razones por las cuales no puedo decírtelo ahora. Solo necesito un tiempo a solas, es todo lo que pido. Estarás bien, te lo prometo. —Le pasó una mano por el pelo. Dash removió la mano de su cabello y se lo acomodó—. Todos lo estaremos.

—¿Es tan grave la situación para no poder decírmelo ahora? Puedo entenderlo; hace mucho tiempo dejé de tener la edad de Phoenix ¡¿Qué es?! 

Dash inclinó el rostro, entrecerró los ojos, movió la cabeza e hizo una especie de mueca burlesca. La forma irregular de sus cejas parecían dos cascabeles con la cabeza erguida al mostrar su evidente decepción por haberlo atrapado en las redes de su propia mentira. Trey tragó saliva al sentir su garganta tan seca. A pesar de la altivez y su desafiante temperamento, sabía que en realidad lo único que Dash buscaba era comprender quién era el hombre que tenía al frente, porque no lo reconocía. Era la segunda vez que lo descubría mintiéndole.

Trey salió del cuarto de huéspedes para irse al baño; Dash estaba apoyado con un brazo en el marco de la puerta. Apartó la mirada, agarró el cepillo y se comenzó a lavar los dientes para evitar que lo hiciera hablar. Vio la expresión de desprecio de Dash reflejada en el espejo: arrugó la cara como si le hubiese llegado un mal olor. Le dolió verlo así, era consciente que entre más prolongados fueran los silencios, menos probabilidades tendría de salir airoso de la bochornosa situación. Pero lo cierto era que, ya no sabía qué hacer; se le estaban agotando las alternativas, y sabía lo terco que podía llegar a ser Dash si se enteraba de que le estaban viendo la cara de tonto. A veces, le costaba creer que ya no iba a seguir siendo el mismo niño pequeño toda la vida. Ya no se estaba comprando su argumento.

Los dos intercambiaron una mirada al escuchar a Kacey entrando por la cocina mientras le decía a Dash que ya había regresado con los regalos. Él le gritó, sin apartar la vista de su papá, que pasaría a verlos dentro de unos minutos.

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