Capítulo VI: Virtud da la vida y el vicio la quita (I parte)
Skate se sobresaltó al escuchar los ladridos de una manada de perros. El eco que provocaban en el bosque era la peor pesadilla que le podía estar sucediendo en ese momento.
Volteó a ver a los otros dos pandilleros por un par de segundos. Fueron lo suficientemente afortunados como para utilizar como escudo el tronco de los árboles.
Se pusieron en cuclillas y cargaron sus armas al escuchar las voces de un grupo de hombres manejando a los canes que olisqueaban con la nariz enterrada casi en el suelo en busca de pistas, pero Skate ya no se podía esconder. Si no hacía algo pronto, la mochila que cargaba los uniformes que se suponía que quemarían, los delataría. Escuchaba a los hombres gritarse unos a otros mientras señalaban, con sus linternas donde podrían haberse metido los chicos. Skate continuó aferrándose a la maya. Apoyaba la punta de sus zapatos en las hendijas, intentando agarrar impulso. Gruñó al escuchar que la maya provocaba una especie de sonido al ser sacudida, llamando aún más la atención de los policías.
Era un hombre muerto. Le estaba costando subir; el soporte queajustaba el casco que tenía la linterna se le estaba zafando de tanto moverse.Inclinó la cabeza intentando equilibrar su agarre. Apretó la mochila con sus labios y subió con más facilidad; sin embargo, el casco se le soltó. Quiso susurrarle a uno de los muchachos que se lo lanzara de vuelta, pero apenas iba escalando la mitad, tenía las dos manos ocupadas. No habría forma de recuperarlo; tendría que regresar después por él, si tenía suerte de permanecer allí.
El estruendo causó que uno de los policías le dijera al resto, que avanzaran en esa dirección. El corazón de Skate empezó a latir con fuerza. Comenzó a escalar lo más rápido que pudo al escuchar los pasos de los policías aproximarse hacia su dirección. Ya no había tiempo para pensar demasiado sobre la situación.
El viento le estaba provocando cosquillas en la nariz; por fin había llegado a la cima. Los perros le estaban pisando los talones. Hizo una mueca al ver hacia abajo. Pronto apartó la mirada del suelo de tierra; se veía más alto de lo que él hubiese pensado. Se dio cuenta de que bajar hasta allí tirándose era peligroso; tenía vértigo y se sentía mareado.
Cayó contra su voluntad contra unos sacos llenos de basura, al escuchar el primer disparo de uno de los pandilleros hacia la policía, quedó tendido como una estrella de mar en el pico de una montaña de basura. Se obligó a recuperar el aliento como su cuerpo se lo fue permitiendo y empezó a buscar en medio de la tierra mojada por la mugre de los charcos la mochila que se le había desprendido de la boca. No podía irse sin prenderle fuego; temía que los buzos que trabajaban en el lugar la encontraran al día siguiente y se la dieran a las autoridades. Sacudió la cabeza, intentando alejar esos pensamientos e intentó mantenerse sereno. En lo que menos quería pensar en ese instante, sin luz y sin la parte más esencial de la operación, era en el jefe de la pandilla.
Le dio un puñetazo a una de las bolsas. No había rastro de la mochila: se había perdido, y en la oscuridad sería casi imposible poder encontrarla, sobre todo si la tela era de color negro. Quedó tendido en el suelo, resignándose a lo que le reparara el destino. Lo que había terminado bien solo parecía ser el comienzo de sus males.
Tanteó sus bolsillos para ver qué le podía servir. Se frotó la sien y reparó en que a su celular lo había dejado en el pantalón que había desechado en la mochila. Lo único que tenía a mano era el encendedor, un par de balas, pero no un arma. De haberla tenido, de la cólera lo más probable es que se hubiera pegado el tiro ahí mismo; era una deshonra para el grupo.
Asomó la cabeza, inspeccionando los rincones donde creía que los policías podrían estar ocultos, como un topo cuando sale del hoyo, y caminó con cautela de regreso al lugar donde se había dado el enfrentamiento. El casco todavía seguía allí. Suspiró y se armó de paciencia. Aunque lo rescatase, no podía tener la certeza de que la linterna siguiera sirviendo después del impacto. Repitió el riesgo de escalar la maya.
El enfrentamiento cesó después de unos minutos, ya no sabía si sus compañeros estaban heridos o si podrían haber muerto. Asomó la cabeza a ambos lados y apoyó el pie para subir una última vez al basurero de Hardersfield, el vecindario donde vivía. No iba a arriesgarse a poner en peligro su vida delante de su jefe.
Le costó bastante volver a encender su linterna; tuvo que aferrar una de las manos a su botón para mantener la luz fija, y con la otra iba revolcando la basura en busca de la mochila. Le tomó tal vez más de dos horas buscarla, cansado y con la columna desecha. Se propuso pegar dos tiros en uno: quemando el lugar y, de paso, la mochila que se encontraría por allí. Se quedó de pie moviendo la cintura mientras intentaba estirarse. La lluvia a veces se detenía y luego agarraba más fuerza, empeorando las condiciones de su búsqueda. Alzó la mirada al cielo; las condiciones no estabansiendo las más adecuadas para provocar el incendio, el suelo estaba hecho unbarrial. El torrencial terminaría opacando las llamas.
Recordó las sabias palabras de un miembro de la pandilla, así podría dar con lo que necesitaba: la única solución para lograrlo era aferrarse a la posibilidad de que los gases que venían de las mismas bolsas de basura, adicional a la combinación de los diferentes desechos que se vertían en ese lugar —como madera, gasolina, baterías del celular y las cerillas de los cigarrillos— podría hacer que funcionara. Asintió, convencido que sabía lo que hacía, y sacó del bolsillo el encendedor. Había enterrado la mochila debajo de otros sacos de basura. Desconocía si la mezcla entre todos esos materiales terminaría haciendo una explosión que le quitaría la vida al instante, pero era eso o nada. Alejaba la mano y la acercaba casi al mismo tiempo, envuelto en un conflicto interno.
Tragó saliva.
Al instante en que sus pies lograron estar del otro lado del basurero, gran parte del lugar ya estaba siendo acaparado por las llamas. La nube de humo se estaba desplazando hacia su dirección, como si fuera la mano gigante de Satanás manifestándose en medio de las llamas, queriendo dar con su paradero para arrastrarlo al infierno.
Corrió en busca de la carretera, siguiendo una dirección similar a la ubicación del basurero. La calle era de lastre; un par de postes reflejaban una luz amarilla. A veces pasaban un par de carros y él les hacía una señal pidiéndoles un aventón. A pesar de verlo húmedo, temblando y golpeado, nadie parecía reparar en su presencia, así que no le quedó otra opción que aventurarse otro par de horas de camino a casa. Ya era de madrugada.
Subió las escaleras del motel completamente deshecho; ni siquiera tenía la llave a mano para entrar. Golpeó la puerta, con los hombros caídos, el ceño fruncido y los ojos llorosos, esta se abrió sola.
Calculó que serían alrededor de las cinco de la mañana. Como las clases en Trinity Hill se habían cancelado durante esa y la siguiente semana, a Skate le tocaba continuar trabajando en la construcción para sobrevivir. Caminó cabizbajo hacia el baño; tenía que alistarse para ir al trabajo sin derecho a quejarse. Estaba casi cayéndose del sueño y se desvestía como si fuera un sonámbulo.
No se dio cuenta de quiénes lo estaban esperando con los brazos cruzados, sentados en las dos únicas sillas que tenían en el comedor.
Salió desnudo, pensando que estaba solo. Se llevó una mano a sus partes íntimas, al ver que Tavo y Otto, estaban esperándolo sentados en las sillas de plástico mientras fumaban un porro, y empalideció aún más cuando los dos hombres de piel morena intercambiaron una mirada cargada de perversión. Con solo verlos sonreír ya se imaginó el motivo de su visita.
—¡Skate! ¡Ha pasado un tiempo desde la última vez que te vimos! —Otto extendió los brazos, apoyándose en el respaldo de la silla, como si le quisiera dar un abrazo a la distancia.
Tavo arrastró la silla hacia atrás con brusquedad y le dio una calada a su puro, adueñándose de su espacio personal. Skate retrocedió y cerró los ojos al sentir el humo irritándole la vista. Los abrió de inmediato, siguiendo los movimientos del hombre.
—¿Qué pasa, chico? ¿Un Fire Rider nos tiene miedo? —Skate movió la cabeza, apretó los labios e infló el pecho. Su lenguaje corporal los hizo reír—. ¿Acaso buscabas esto? —Tavo jaló una de las gavetas del ropero y le pasó un paño, diciéndole entre risas que se cubriera.
Nathan agarró el paño en el aire y se tapó de inmediato. Otto lo volvió a ver, se acarició la barba y asintió con una sonrisa al verlo tan indefenso, como si eso fuera suficiente para comunicarle que no tenía idea de los líos en los que se había metido. Gustavo se volvió a sentar en el comedor, le hizo un gesto con la mano y le dijo que se acercara. La cocina estaba hecha un desastre.
—Te trajimos el desayuno —le dijo Otto. Puso sus manos en los hombros de Nathan y lo hizo sentado en la silla. Desde la noche no probaba ni un bocado; sin embargo, no quiso atreverse a tocar la caja de comida rápida, porque podría ser una trampa.
Tavo continuaba de brazos cruzados, con una mueca de desdén. Se inclinó hacia adelante, poniendo las manos entrelazadas en la mesa. Nathan le sostuvo la mirada y tragó saliva; los gruesos anillos de oro de Tavo parecían una especie de manojo hecho de metal. Varios de los Fire Riders acostumbraban a utilizar esa arma para aumentar la intensidad de los golpes que les daban a sus víctimas, lo se conocía como «el puño de acero».
—¿Por qué no respondiste las llamadas anoche? —le preguntó Tavo.
Ambos parecían disfrutar torturarlo con su silencio. Nathan ya había esperado que esa fuera su sentencia de muerte. Como sucedía cada quincena, les seguía debiendo dinero de la orden que había hecho el mes anterior.
—Se me perdió el celular ayer. —No quiso entrar en detalles, y se esforzó por no titubear al hablar.
—Creo que ya te hemos dado muchas oportunidades. —Suspiró Tavo—. Esta vez, no lo vamos a dejar pasar. Tavo estiró los brazos y le jaló la camisa a Skate hasta quedar a menos de cuatro centímetros de su cara—. Escúchame, tienes hasta hoy en la noche para pagarme la cantidad que me debes. ¿Me has entendido? —Cargó el arma cerca del oído de Nathan.
Él asintió varias veces mientras le pedía a Gustavo que se tranquilizara. No demoró en golpear la mesa con el puño al tiempo que le decía que se le estaba yendo el aire. El hombre lo tiró con fuerza hacia el respaldo de la silla.
—Buen día. —Otto cerró la habitación, despidiéndose con una sonrisa en la cara y una voz cantarina, y dejó pasar a Tavo primero.
Por dejar el tubo de la regadera abierta, el agua había llegado hasta el pasillo de la habitación, y el piso de la entrada había quedado resbaloso y embarrado. Fue a cerrarla con desgana. Se dejó caer en la cama y se durmió mientras veía girar las aspas del ventilador que colgaba en el techo; ni siquiera se molestó en meterse en el baño a bañarse.
Estaba incomunicado con el resto del mundo sin su celular y había perdido su arma.
Ese día no era el pago de la quincena, aunque sabía que les debía más de cien dólares.
Ya no tenía sentido seguir buscando una razón para escapar y sobrevivir.
Se volteó, acomodándose en posición fetal en las sábanas.
Las cartas que estaban encima de la mesa eran facturas acumuladas. Días antes de que se produjera la masacre, el dueño del motel les había advertido a él y sus otros compañeros que debían pagarle la renta en esos días o tendría que echarlos del lugar. Sin protección y estando incomunicado, no podía desplazarse con libertad a diferentes lugares de Northbury como él quisiera, pues varios terrenos los manejaban pandillas rivales.
Abrió la puerta del refrigerador, desesperado por atragantarse de comida, pero todavía no habían hecho las compras del mes. Nadie acostumbraba a invertir en comprar en el supermercado una despensa entera, si acaso apenas lo que ocupaba cada uno.
Revisó los cajones en busca de dinero. Había un poco.
Se bañó y se fue a comprar comida chatarra en el local que estaba frente al motel. Se acercó a una cabina de teléfonos públicos que estaba frente a la parada, insertó unas monedas dentro de la máquina, apoyó el teléfono en el hombro y esperó a que alguien le contestara al otro lado de la línea. Le pidió a la señora, que le dejara hablar con el jefe de construcción, para avisarle que no iría al trabajo. Se volteó hacia la izquierda, sin despegarse del teléfono; el bus que solía recogerlo pasó como de costumbre por ahí. Él se puso el micrófono del teléfono en el pecho, haciéndole un gesto al chofer para avisarle que no iría a trabajar. El señor le abrió la puerta al ver que le estaba hablando, y él repitió lo que le había dicho.
El chofer asintió. Su asiento a veces temblaba por el motor del bus.
—Sí, oí que varios fallecieron ayer en un enfrentamiento con la policía. La sociedad parece ir de mal a peor —el chofer se lamentó. Apoyó una mano en el respaldo del asiento de cuero, comunicándole sobre la vela que habría esa noche en el vecindario—. En verdad lo siento, Nathan. —Cerró la puerta y el señor continuó su camino, sin saber que, lo más seguro es que esa sería la última vez que se verían.
—Yo también lo siento —susurró, y temió por su vida.
Su jefe le contestó después de varios intentos. Tuvo que meter otras monedas para localizarlo. Después de todo, esa sería la única oportunidad que tendría para hablar con él.
—Eh, sí... Lo llamaba para decirle que hoy no iré a trabajar.
El jefe le dijo que no había problema porque ya sabía el motivo. Le preguntó por qué no había respondido las llamadas de anoche, y él le explicó con apremio.
—Oiga, ¿no sabe si me puede adelantar el pago? —Se distrajo jugando con el cable del teléfono. Luego suspiró mientras se limpiaba las lágrimas con la mano que tenía desocupada—. Claro. Está bien, don Mario, gracias. Que tenga un buen día. —Colgó.
Nathan encendió el televisor después del mediodía. El nombre de las hermanas Kennedy y Hillary Hedley apareció en pantalla dando a conocer el total de fallecidos. Después mostraron el reportaje de la secundaria entero. Nadie parecía sospechar de ellos, le alivió saber que el helicóptero del canal no había logrado grabar sus identidades cuando escapaban por el lote baldío durante la noche anterior al ataque.
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