Capítulo IV: Tira la piedra y esconde la mano (VI parte)
Los chicos fueron colocándose en sus puestos de trabajo. El señor los había agrupado en equipos de cinco personas, con la advertencia de qué serían vigilados por la policía y las cámaras de seguridad, como de costumbre. Algunos se encargarían del desayuno; otros, de adelantar parte del almuerzo y los demás de ir lavando y guardando todo lo que se utilizara.
—Así que, tú serás el encargado de hacerle el cheesecake a mi hija —la chica se acercó donde él estaba, subestimando con anticipación sus habilidades de cocina—. Los recursos aquí son limitados, vamos a ver qué tal te sale.
Don Ramiro se giró para presentarlo al resto, en el momento en que ella le reafirmaba lo importante que era ese postre para su hija y que más le valía que le quedase delicioso. El señor continuó hablando con los reclusos sin percatarse de las amenazas de la chica. Dash le aseguró que no había problema, solía ser muy observador y aprendía rápido. Eso pareció tranquilizarla un poco, le señaló el lugar dónde podría encontrar las candelas y los platos desechables.
Entre más rápido lo ayudaran a conseguir los ingredientes para comenzar a hacer el pastel, les prometió que encontraría una forma de devolverles el favor si los resultados llegaban a ser los esperados. Como Dash lo vio tan presionado por desocuparse, se ofreció a ser él quien se hiciera su propio resumen. El señor le deslizó la libreta, complacido. Don Ramiro apoyó ambos codos sobre la mesa y comenzó a recitarle los procedimientos del pastel de oreo de memoria.
Los dedos terminaron doliéndole, alejó la hoja para ver si podía entender los garabatos que había hecho. Tuvo que pedirle varias veces que le repitiera los pasos para asegurarse de que contaba con lo necesario. Hizo una mueca cuando don Ramiro le preguntó por última vez si había entendido todo, asintió pretendiendo saber lo que hacía.
Volvió a cerciorarse que estuviese haciendo todo de la manera correcta. Uno de los chicos se ofreció a llevarle el postre al ver que casi se le cayó al suelo; se lo había puesto en medio de las piernas para empujar la silla de ruedas hasta el refrigerador por su cuenta. Le agradeció la iniciativa; eso le ayudaría a avanzar con la preparación del relleno. Puso el temporizador para acordarse de sacarlo; se suponía que debía dejar la mezcla enfriar por unos veinte minutos.
El personal estaba acomodando las sillas de la cafetería. Algunos colocaron, una guirnalda con unas letras que le daban la bienvenida a los padres de familia. Al entrar en confianza, se atrevió a preguntarle a uno de los que se encontraba más cerca si él también podría tener la oportunidad de ver a su familia. Sin entrar en muchos detalles, le contó su historia , teniendo la precaución de no revelar por qué se encontraba ahí, por consejo de Henry.
El muchacho hizo una mueca y le dijo a Dash que las oportunidades de poder ver a sus padres parecían estar lejos, pues esos eventos no se hacían cada mes. Las únicas alternativas que le ofreció como consuelo fueron mandarle cartas o esforzarse en conseguir algunos tiquetes dorados en apuestas o el trabajo.
Con la compañía de los oficiales y el respaldo de las cámaras de seguridad, no se le hizo tan difícil convivir con el miedo de estar en el mismo lugar que los reclusos que manejaban los cuchillos.
Se apresuró a terminar de limpiar su espacio y le pidió a uno de los oficiales que le dijera al señor Contreras que había dejado el pastel en la refrigeradora. Debía salir de allí con tiempo para regresar a la cabaña para quitarse el uniforme y sacar el kit de cuidado personal antes de que las personas comenzaran a aglomerarse.
La música infantil que retumbaba en el estéreo era como si estuviesen en el parque temático de Disneyland. Corey les pidió a los niños que se fueran acomodando en el centro para poder empezar con las actividades. Los adolescentes detuvieron su conversación y se giraron para prestar atención a lo que iba a decir Dash, como si por fin hubiese llegado la parte interesante del evento. Las pupilas de Dash vagaron de un extremo al otro, como si quisiera salir corriendo de allí al ver que el ruido de la música había cesado; no le gustaba ser el centro de atención. Se chupó los labios y tragó saliva con dificultad. En cuestión de segundos optó por dar un breve saludo al público mientras decía un par de datos sobre sí mismo. Luego se inclinó con el micrófono a preguntarle el nombre a la niña del tutú y cuántos años cumplía.
Las mujeres estaban ayudando a los demás a ponerse un distintivo en el pecho; les pintaban el nombre con marcador en una pegatina para identificarlos más rápido. Los niños parpadearon, asombrados, al escuchar su edad. Aquel número les parecía algo distante. Muchos incluso comentaron que estaba viejo, trayendo a cuentas que sus padres andaban en edades similares a la suya.
—¿Tú también tienes hijos? —le preguntó una de las pequeñas.
—No, todavía estoy a millones de años luz para pensar en eso —respondió Dash.
Los niños en su inocencia comenzaron a preguntarle si entonces era un alienígena y de qué planeta venía. Los papás se rieron al escuchar eso.
—No, no soy un extraterrestre, ni tampoco tengo hijos. Sin embargo, tengo una hermanita más pequeña que ustedes. A veces cuido de ella, así que se puede decir que no es tan diferente a tener hijos.
Uno de los oficiales les dijo a los niños que colaboraron en seguir el protocolo de las actividades o, si no, se les iría el tiempo super rápido.
Durante los primeros minutos, Dash tuvo que improvisar para captar el interés de la mayoría: comenzó a variar la tonalidad de la voz al irles narrando las historias y a agregar efectos especiales con su boca, al describir los ambientes; pero, después de un tiempo, los niños fueron perdiendo el interés en la lectura. En vez de esforzarse en continuar en la misma rutina estructurada, le dio un vistazo a ver qué podía sacar de la biblioteca para improvisar unos juegos que los mantuvieran lo suficientemente cansados por el resto de la mañana. Como no podía pararse, los chicos fueron poniendo en el comedor todos los materiales que utilizarían para fabricar su escenario de títeres y un burro. Dejó la pila de libros a un lado y agarró las muletas para evaluar el progreso más de cerca.
Los recursos eran limitados; no todo tipo de juegos se permitían dentro de la prisión, mucho menos al comprar los materiales. Sin embargo, los más pequeños parecían estar conformes con lo que se les iba pidiendo; se sentían útiles y creativos. Formaban todo tipo de criaturas estrambóticas con las bolsas de papel, les daban un nombre y les asignaban una historia. Mojaban el papel con la saliva y sus papás les hacían el favor de cortárselo disimulando el asco que sentían al sentir la baba de sus hijos deslizarse por la yema de sus dedos.
Una vez que terminaron, Dash les dio unos minutos para que organizaran su propio espectáculo. Los policías tuvieron que ayudarles a los niños a ser sus titiriteros en varias ocasiones, pero la primera actividad parecía haber tenido un resultado favorable.
La mamá de la niña sacó de las bolsas unos premios para motivarlos a seguir participando hasta que llegase la merienda de las diez, con el famoso pastel. Dash se moría por ver la reacción de la chiquita al devorar la torta.
Lo siguiente fue un concurso de baile; cada uno bailaba como podía. En un momento Dash tuvo que limpiarse las lágrimas porque le dolía el estómago de tanto reírse. El público solo se limitaba a aplaudir y vitorear a sus seres queridos, pidiéndoles que hicieran tal coreografía que les habían enseñado, entre muchos otros comentarios. Los pasos de los niños no llevaban un intermedio: podían combinar pasos mal hechos de break dance o parecer una gelatina sacudiendo todo el cuerpo al ritmo de la música.
Después de simular que anunciaba a los finalistas de la reñida competencia, Dash opacó con el micrófono las voces de los niños que se estaban peleando por haber perdido otro juego, y llamó a una de las policías para que le sirviera de modelo. Les explicó que jugarían al enano-gigante; les dijo que era algo parecido al Simón dice. La muchacha iba realizando todo lo que significase las palabras que él iba diciendo, animándolos a repetir sus mímicas sin equivocarse. Después de un par de prácticas, cuando la música se detenía, iban saliendo todos aquellos que no se hubiesen espabilado lo suficiente.
Los niños se tomaron un descanso de las actividades; los papás de la niña y algunos familiares estaban sirviéndoles helado. A Dash el cono le supo a gloria; se había saltado el desayuno, el estómago estaba comenzando a dolerle y a hacer ruidos bastante penosos desde hacía un tiempo.
Lo último que hizo Dash fue pedirles que cada uno cargara su propia silla hasta el centro y la colocara en un círculo al igual que el resto. Cada invitado se ubicó a un lado de su asiento, y se les explicó que lo único que tendrían que hacer sería encontrar un campo cuando la música se detuviera. Las autoridades enfatizaron que nadie podía golpear, empujar o jalar el pelo si alguien se quedaba sin asiento.
Después de la merienda, en menos tiempo del esperado, los niños salieron de la mano de sus padres con los premios que se habían ganado.
Los invitados se agruparon en un círculo desordenado para ver quién sería el primero en reventar la piñata que colgaba del árbol. La mamá de la niña fue acomodando a los invitados detrás de la cumpleañera, le puso una venda a su hija y le dio un par de vueltas antes de entregarle el palo. La muchacha se encontraba en cuclillas explicándole a su hija lo que debía hacer. Le dio un par de golpes para indicarle que la piñata se encontraba al frente, y apenas vio que se orientó, salió corriendo a refugiarse en el círculo de los espectadores. La piñata comenzó a subir y bajar. Al cabo de un tiempo, la muchacha volvió a acercarse para cederle el turno a alguien más, hasta que, al rato, el papá de la niña dejó caer al suelo todos los dulces. Los niños se tiraron al césped, extendiendo sus brazos lo mejor que pudieron para llevarse a casa todas las golosinas posibles.
El señor Ramiro se acercó hasta donde Dash se encontraba, apenado de que se le hubiese olvidado entregarle los tiquetes dorados que le había prometido. Le entregó un par en una bolsa, pidiéndole que los usara con sabiduría. No pudo expresar la felicidad que parecía sentir el viejito de saber que su nieta se lo había pasado bien en todo momento y que el pastel había quedado delicioso.
—No, gracias a usted, señor Contreras por haberme tomado en cuenta. Tener estos tiquetes significa mucho para mí. Nos veremos luego.
—¡Muchacho! —Llegó Corey y le estrechó la mano—. Tienes el resto de la tarde libre. Ya puedes retirarte a almorzar.
—¿Puedo llevarme el almuerzo a la cabaña? No tengo ánimos de quedarme en la cafetería.
—Sí, claro. —Corey se acarició la barbilla como si estuviera considerándolo. Abrió la boca como si fuera a decirle algo más, pero solo le dijo—: No hay problema.
—¿Puedo llamar a mi familia después de comer?
—Sí, tienes mi permiso. Solo asegúrate de que te alcance con esos tiquetes, no ha de ser que alguien te los robe si los andas mostrando.
Apenas llegó a susurrar la respuesta, solo se dio media vuelta y se fue caminando por el sendero deseando llegar lo más rápido posible a la cabaña. La mayoría de los reclusos recién comenzaban a descender del bosque, con el uniforme sucio y lleno de sudor u oliendo a ganado. Sus familiares se levantaban a reencontrarse con ellos con un cálido abrazo que duró un par de minutos entre lágrimas y, con sonrisas cargadas de melancolía, intercambiaron una mirada como si los años les hubiese pasado por encima a varios.
El personal había colocado una mesa con unos recipientes de color grisáceos donde iban sirviéndoles sus raciones de tacos, una carne asada y un refresco con el nombre de horchata. Todo se veía rico, pero Dash se sentía tan cansado que haberse llenado con el helado y la merienda que le habían dado en la fiesta era más que suficiente. Lo único que quería era recuperar las horas que había pasado despierto.
Los reclusos que habían llegado más temprano ya se habían quitado el uniforme, y a ninguno se le veía caminando con los grilletes. Algunos estaban jugando en la cancha de básquetbol, mostrándoles a sus figuras paternas los trucos que habían aprendido durante su ausencia; otros se encontraban acostados en el césped, preparados para iniciar las respectivas reuniones de cada club. El resto estaba esparcido por diferentes zonas verdes charlando de pie, mientras les clavaban los dientes a otro pedazo de carne, le lanzaban el frisbee a sus mascotas con la mano que tenían desocupada y volvían a centrarse en la conversación grupal.
Uno de sus compañeros se acercó con un bebé en brazos al grupo que se encontraba reunido bajo la sombra del árbol. Movió su nariz contra la mejilla de la bebé y le dio un beso en la mejilla, presentándosela al resto como su nueva hermana; Dash calculó que tenía alrededor de un año y medio. Los otros adolescentes le hicieron muecas a la bebé mientras ella se les quedaba viendo y, de vez en cuando, soltaba alguna risa.
Continuó esquivando a las personas que pasaban por allí; se sentía exhausto y le dolían los brazos, pero ya casi se encontraba cerca de la cabaña.
Aquello se asemejaba más a una gran reunión familiar en el patio de alguien que una visita dentro de una correccional con tantas restricciones.
Distinguió a lo lejos a uno de sus compañeros; se había sentado por su cuenta en una de las pocas mesas desocupadas. Con el ceño fruncido por los rayos del sol, sostenía entre sus manos el sobre de una carta que había rasgado por la mitad; parecía estar esperando a alguien. Uno de los chicos que pasaba por allí se acercó a decirle algo que en ese momento Dash no pudo escuchar, pero parecía comentarle que ya no vendrían más visitas.
—¡¿Aun vas a sentarte a esperarla? —alzó la voz como si se hubiese enterado de un chisme.
—No, yo sé que vendrá. Ella me lo prometió —le contestó el otro sin verlo a los ojos.
—Como quieras. Cuando te canses, ya sabes dónde encontrarnos. —El muchacho hizo una mueca de fastidio y se fue en la dirección opuesta.
Cuando estaba por subir las gradas, Dash vio a tres chicos reunidos en la cabaña. Infló las mejillas y dejó escapar el aire por la boca, como si los pulmones se le hubiesen desinflado. Se dio media vuelta para empezar a regresar por el sendero, para evitar cualquier malentendido por haber llegado en el momento equivocado. Lo único que quería era encontrar un lugar para descansar. ¿Era tan difícil poder tener un momento de quietud en ese lugar? Corey no se había equivocado cuando había mencionado que esa era una de las unidades más conflictivas de los dormitorios: siempre sucedía algo entre los reclusos que involucraba los golpes.
—¡Pensé que teníamos un acuerdo! ¡¿De qué lado estás, Henry?!
Dash no había logrado avanzar demasiado con esas muletas, tal vez solo unos cien metros. Se sobresaltó al escuchar al muchacho mencionar el nombre de Henry. Tuvo el valor de girarse por un instante para ver lo que estaba sucediendo allí dentro; parecían estar discutiendo sobre el manejo del dinero que obtenían cada mes.
Se decidió a continuar su camino como si no hubiera visto a nadie. Quiso aprovechar la oportunidad de ir a retirar su almuerzo; el personal todavía seguía sirviéndole al último grupo de reclusos. Se sintió mal por tener que dejar a Henry solo, cuando tal vez necesitaba de alguien. De todas formas, creía que su presencia en la cabaña terminaría empeorando la situación más de lo que ya estaba, los demás le darían una paliza en cuestión de segundos. Enfocó su atención en varios puntos del campo, a ver si podía ver a alguno de sus compañeros para contarles lo que estaba pasando, pero tuvo que desechar la posibilidad de enviarle ayuda, porque todavía desconocía a qué bando pertenecía cada quién.
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