Capítulo IV: Boca de verdades, cien enemistades (V parte)
Cuando llegaron al lago, había una pancarta con un mensaje de despedida colgado en uno de los árboles. Los gorros de fiesta, las serpentinas y las bolsas de dulces estaban colocados junto a los cubiertos de plástico. Uno de los chicos iba colocando los platos desechables, mientras otro iba detrás de él ponía los vasos rojos, en las mesas de picnic que habían unido para la ocasión como si fuese un festín de Acción de Gracias. Había puesto unos arreglos florales como centros de mesa con unas tarjetas que parecían haber sido confeccionadas por ellos mismos y los refrescos.
Don Ramiro había llegado a darse una vuelta a la fiesta para asegurarse de que todo el tema de la comida les estuviera yendo bien. Ya se había acordado de que el refrigerio se les llevaría ahí para que no tuvieran, que ir de regreso a la cafetería con los demás; eso les serviría como postre. El señor terminó de poner los pedazos de carne en el asador, luego le cedió el pincho a alguien más y se apartó para que lo cocinara. Se retiró diciendo que todavía le quedaba mucho por hacer en la cafetería, pero prometió volver a unirse junto al staff apenas cerrara.
Todos detuvieron sus actividades al ser avisados por el staff de que Ollie se encontraba cerca. Al verlo llegar, sus compañeros le gritaron «¡Sorpresa!» al unísono, como si estuvieran celebrando una anotación en un partido de fútbol americano.
Cuando se encontraron en el punto más álgido de la noche, con la panza a reventar de comida y sin poderse parar de la mesa, Henry aprovechó la ocasión para iniciar una partida de póker. Las cabezas se giraron al escucharlo mencionar la parte de las apuestas.
—Para no hacer el juego tan crudo, por esta vez vamos a cambiar cómo apostaremos, para que sea una partida justa para los nuevos. Luego lo repondremos como se debe, en otra ocasión —anunció Henry—. Pueden ir poniendo sobre la mesa todo lo que consideren de valor, en especial los tiquetes de bronce para arriba. Recuerden que el monto establecido en efectivo no debe sobrepasar los diez dólares por turno; de ser así, ya me dijeron que se nos cancela el juego. Los jugadores que salgan victoriosos empezarán a competir desde cero con los de la siguiente, y así seguirán hasta llegar a jugar una última partida contra Ollie ¿Empezamos?
Ninguno apartó la mirada de las cartas hasta que dieron las nueve. Tuvieron que darse un breve descanso cuando llegó el postre, pero, no se permitieron más que eso, porque el juego estaba entretenido. Los ganadores celebraron su victoria con otro pudín de chocolate; ninguno de los dos pudo llevarse los premios más grandes, pero por lo menos se sentían conformes con lo que tenían.
Comenzaron a abuchear a los policías cuando les dijeron que era la hora de irse a dormir y les suplicaron que les alargaran la fiesta hasta las once, pero ya se sabía que convencer a las autoridades de cambiarles el horario sería imposible. Nadie se podía ir hasta que terminaran de limpiar todo, así que unos acomodaron las mesas de picnic en su lugar mientras otros vigilaban que no hubiese quedado basura tirada en las zonas aledañas.
Formaron una fila, como de costumbre, mientras les hacían un conteo. Todos, a excepción de Dash, tuvieron que irse caminando a la cabaña, con las manos hacia atrás. Las lámparas de las torres de vigilancia le encandilaba la vista a más de alguno, y los perros les pisaban los talones, revisando que todo estuviese en orden.
Al volver del baño con el pijama puesto, Dash se sentó a terminar de contar las ganancias, apenas habían logrado acumular lo justo para terminar de pagar la deuda a primera hora de la mañana. Su compañero le había donado el resto para alcanzar la meta; se lo había mezclado todo al volcarlo en la cama. Dash guardó la bolsa con el dinero en la gaveta, con una cinta adhesiva que llevaba su nombre. El encargado de la cabaña los presionó a cada uno para que terminaran lo que estaban haciendo para ir a apagar la luz. Ya vería cómo se las arreglaría al día siguiente para continuar en pie.
—Descuida, las primeras noches son las más duras —le dijo Henry—. Luego te acostumbras.
No había sido capaz de dormirse por completo; durante la madrugada se la pasó luchando para mantenerse caliente. En comparación con sus otros compañeros que llevaban más tiempo viviendo en la prisión, una cobija y un par de medias no le serían de mucha ayuda para combatir el frío el resto de la noche. Se les había encendido la chimenea antes de que todos se fueran a dormir, pero para ese entonces el calor de la habitación ya se había esfumado. Lo único que le había ayudado a contrarrestar la crueldad del invierno fue la ropa de Henry; tuvo que extenderla encima de la sábana para abrigarse los pies.
Le dio unas palmadas a la almohada y se volvió a arropar hasta la nariz. Luego estrujó la foto de su familia contra el pecho, como si fuese un oso de peluche que se adhería a la tela del pijama. Se sorbió los mocos como si estuviese engripado; la sustancia viscosa le chorreaba por los orificios nasales, era incapaz de poder controlarla, y su cuerpo producía ligeros espasmos involuntarios, como si fuese un taladro perforando el suelo de alguna carretera. Estaba cansado de lo mismo.
Los pies ya se le habían adormecido de permanecer en una misma posición; mantenía los brazos entrelazados debajo de la cobija y tenía los pies recogidos. Las suturas que le había hecho la enfermera esa mañana se tensaron al pegar la mejilla contra la almohada, y los raspones que se le habían hecho en los nudillos y en las palmas de las manos al caer sobre el asfalto también le ardían al estar girando con frecuencia en sus intentos por, encontrar la posición ideal. Se fue moviendo con lentitud, como si estuviera acostado encima de vidrios; el tobillo le dolía con el mínimo roce. Al suspiró al lograr quedarse boca arriba.
De vez en cuando, se cubría la boca como si estuviera revisando su aliento, solo para sentir una cálida ráfaga que le bajara el frío que sentía y el castañeo de los dientes.
Dash no volvió a despertarse hasta que sonó la sirena. No sabía por cuánto tiempo había permanecido dormido, pero sentía como si apenas hubiese tomado una siesta de media hora. Se restregó los ojos al sentir la claridad de la luz encandilarle al encenderse sin previo aviso. El líder de la cabaña transitaba con sus pantuflas y su pijama grisácea solicitándole a los más perezosos que despertaran antes de que alguno de los sargentos viniese a inspeccionarlos.
Las prendas de Henry habían quedado esparcidas por el colchón con tanto movimiento que había hecho durante la noche. Dash estiró los brazos para alcanzarlas, las dejó apiladas a un costado para atender esa tarea después. Cuando terminó de despejar el espacio, metió las manos en la colcha para volver a colocar la foto donde pudiese verla; era el único recuerdo que tenía de su familia, y se entristecería mucho si llegaba a perderlo. Enroscó los brazos en las rodillas y elevó los pies en el aire para girar sobre la cama, como si tuviese el caparazón de una tortuga en la espalda, hasta colocar los pies de regreso en el suelo.
Jaló la gaveta. Dentro solo se encontraba el estuche que su mamá le había dado anteayer, un par de sandalias plásticas, un paño del mismo color que su uniforme y la bolsa con el dinero. Le sorprendió que a lo más valioso, no se lo hubiesen robado durante la noche, a pesar de todas las salidas que tuvo que verse forzado a hacer. Metió el retrato en la bolsa y fue dejando el resto de sus pertenencias en la cama. No quiso sacar la bolsa hasta que volviera a ver al chico serpiente; se negaba a tentar a algún otro loco que buscase lo mismo. Con solo pensarlo sintió un profundo asco que empezó en lo más profundo del estómago y acabó en el paladar, como si hubiese probado algo con un sabor repulsivo. Seguro no tardaba en llegar.
Le entregó la ropa a Henry doblada, y se lamentó no poder hacer lo mismo con la cama; sería imposible alcanzar las esquinas para alisar las arrugas así de lesionado. Él sacudió las manos empujándole las prendas hacia el pecho, como si ya no las quisiera.
—Son tuyas. Ya no necesito esas prendas, tengo más en la gaveta.
—¿Seguro?
Henry le confirmó que no había problema, que no regalaría algo que fuese tan nuevo.
Dash volvió a meterlas en la gaveta y se esforzó en hacer lo mejor que pudiese al tender la cama. Sin embargo, al no poder ponerse de pie sin ayuda de las muletas, tuvo que recurrir a otras formas más ortodoxas. Henry bufó, mientras terminaba de doblar la sábana para ponerla encima de su almohada y expresó lo pésimo que le había quedado el trabajo. Como era de esperarse, él era el único que todavía no había terminado y estaba atrasando al resto.
Henry le recordó que no podía realizar lo que fuera más conveniente. No se encontraba en su casa; todo se regía por reglas que no debían de alterarse en ninguna circunstancia, sobre todo durante las inspecciones. Le hizo un gesto para que se apartase. Le ayudaría a tender la cama para que no se metiera en problemas, al menos hasta que se recuperara.
Ollie se encontraba de cuclillas a la par de su antiguo camarote, mordiendo los trozos de cinta adhesiva que se iba pegando en los dedos para sellar lo que quedaba por empacar. Dash se sobresaltó al escuchar a Henry, amenazándole con no volver a explicarle nada por estar distraído. Se giró pegando un brinco con las muletas, asintió. Tragó saliva con dificultad, pegó el mentón con el cuello y captó los últimos detalles que le estaba arreglando su compañero. Henry había hecho tanto por él en tan poco tiempo que no encontraba una forma de agradecérselo, se sentía en deuda.
Podía escuchar a los demás despidiéndose de Ollie. Muchos de ellos le decían entre risas que esperaban que no volviese o le romperían la cara, y luego le daban un par de palmadas en la espalda al abrazarlo. Otros solo murmuraban, opinando que no le veían sentido a despedirse si al final la mayoría terminaba sucumbiendo a lo mismo; creían que no tardarían en volver.
—¿Por qué no todos aprenden de sus errores? ¿No les aburre estar aquí sin poder decidir qué hacer o a dónde ir? —Se inclinó a preguntarle a Henry.
Su compañero se levantó satisfecho de no haberle dejado ninguna arruga en la cama.
—Sí, sí nos aburrimos; pero como alguien dijo por ahí, es más fácil ser malo. Requiere de menos esfuerzo que hacer un cambio consciente; muchas veces hacemos las cosas sin pensarlo demasiado. Tampoco nos levantamos cada día con el pensamiento de ser la mejor versión de nosotros mismos. Es lo que se debería hacer, pero, ya sabes, aquí es muy raro encontrar una persona que no regrese la primera vez que se va. —Se encogió de hombros—. A veces se llega a aprender hasta la tercera o la cuarta vez, cuando se hartan de vivir encerrados; o lo aprenden a la primera, como en mi caso, que no tengo otra opción más que envejecer tras las rejas por ser sentenciado a la cadena perpetua.
El frío que se colaba por el cedazo de la puerta ponía a temblar a más de alguno. Cuando se encontraba a la mitad de una sentadilla, Henry lo detuvo. Le advirtió que nadie podía sentarse en la cama; el sargento podría venir en cualquier momento y eso les restaría puntos porque las arrugas se volverían a formar. Muchos se encontraban arreglándose frente al espejo mientras comentaban, que habían visto algunas decoraciones de fiesta. Los escuchó compartir diferentes hipótesis, unas más positivas que otras. No parecía haber un rango intermedio cuando se trataba de eventos tan importantes.
—¿Creen qué hoy sea el día de correspondencia? Hace tiempo que no sé nada de mi familia.
—Sí. Ayer en el trabajo, escuché a varios comentar sobre un supuesto evento. ¿Será el día de los padres?
—¡No seas tonto! El día de los padres es hasta junio, y apenas estamos en enero.
—¡Que sí existe el día de las familias, es una celebración aparte! El personal siempre organiza algo.
—Dejen de emocionarse por cualquier detalle. Oí que el señor Contreras le estaba organizando una fiesta a su nieta, eso es todo. ¡Ustedes son peores que las mujeres! ¡No pueden ver algo malpuesto porque empiezan a hacer drama!
Hubo un silencio sepulcral en la habitación, con alguna que otra tos ocasional. Henry dejó de responder las preguntas de Dash al ver al sargento Corey entrar en la cabaña; llevaba consigo una caja envuelta con un papel festivo. Se escuchó un eco en la habitación cuando los reclusos le dieron los buenos días. Les hizo una broma y asintió satisfecho de que se escucharan con energía, no adormecidos como solía suceder en otras ocasiones. Luego se apartó de la puerta para dejar pasar al chico serpiente; venía en compañía de dos oficiales de un rango inferior. Era el único preso que estaba esposado. El muchacho se fue directo a su cama sin decir una palabra; parecía haber sido torturado, porque traía el labio morado.
Sin poder contener su disgusto por lo que había pasado la noche anterior, frunció el ceño y resopló. Apartó la mirada con los labios presionados; quería confesarles a las autoridades que le había hecho un corte en el cuello que casi lo mató, pero optó por no seguir sus impulsos. No sabía quién era cómplice de quién; y, si lo decía, lo más probable es que alguien cobrase venganza en su nombre.
Los reclusos se iban poniendo de espalda con las manos a la altura de la cabeza, obedeciendo las órdenes de los oficiales. Les daban palmadas alrededor del cuerpo para asegurarse de que no escondieran nada, pero eso no parecía ser suficiente para convencer al sargento que todo se encontraba en orden; había amanecido quisquilloso. Sus compañeros rehuían de la luz de la linterna cuando les revisaban las pupilas; les giraban las cabezas con brusquedad como si fuesen muñecos con un resorte en el cuello al oponer resistencia. Los oficiales inclinaban la cabeza al revisar con las linternas, el interior de la boca de cada uno. Los reclusos les sacaban la lengua y luego se estiraban la piel para mostrar las encías.
Después de revisar las camas y las gavetas, les mostraban las plantillas de los zapatos y les pedían que sacudieran la tela del pijama y los bolsillos del pantalón para evitar que tuvieran objetos punzocortantes. Nadie podía moverse o salir de la cabaña hasta que terminara la inspección.
Los demás reclusos se fueron afuera para iniciar la rutina de ejercicio y el conteo habitual antes de irse a duchar. Muchos se molestaron con los policías porque les habían decomisado sus pertenencias; todos los que tenían cuchillos escondidos se habían quedado sin nada. Hubo muchas protestas en vano, la lucha colectiva no les sirvió para reclamar lo que era de ellos. El sargento les contestó que si querían matarse entre ellos era su problema, para eso existían los puños, pero no se les permitiría el manejo de objetos punzocortantes al menos que contaran con un permiso especial para usarlos como el grupo de la cocina. Dash ni siquiera quería imaginar cómo sería sobrevivir a largo plazo sin una Gillette.
Dash fue uno de los últimos reclusos en ser requisado; se le repitió el mismo proceso que los demás, con unas ligeras modificaciones por la fractura. Les dio la espalda, luego le tocó aguantarse la linterna que le irritó aún más la vista, se quitó los zapatos y esperó a que terminaran de revisar su cama.
—No hay día en que no me encuentre un conflicto en está cabaña —dijo Corey apesadumbrado, se veía decepcionado de ver que ninguno de los jóvenes parecía querer cambiar.
Corey les dio un sermón al resto del grupo, tomando como ejemplo al chico serpiente. Se quedó llamándoles la atención por otro rato, recalcándoles que ya no podía seguir perdiendo el tiempo entrometido en lidiar con esos asuntos, para eso estaba el personal de psicología.
—Hoy me ha llegado correspondencia de sus familiares —al escuchar esto, fue suficiente para que a Dash se le acelerara el corazón, mantenía la vista fija, esperando oír su nombre.
Los chicos se codeaban, alegres de haber acertado al ver sacar al sargento la primera carta. Otros solo pusieron los ojos en blanco y se cruzaron de brazos; sostenían una de sus mejillas con la mano apoyada en la rodilla girando la cabeza sin mucho entusiasmo, viendo cómo los demás iban recogiendo sus cartas. Corey había decidido entregárselas antes del desayuno con la condición de leerlas después del trabajo. La ventaja de los fines de semana, según Henry, era que se liberaban de sus deberes hasta al mediodía.
—Espere, ¿Eso es todo? —le preguntó uno, pasmado de que si acaso un poco más de la mitad recibió correspondencia.
—Sí, ya no me queda nada —Corey le mostró la caja vacía. Por desgracia, Dash tampoco estuvo entre los afortunados— ¡Ahora a trabajar! Pueden leer sus cartas al volver.
Se les pidió que hiciesen una fila para salir a la plaza. Corey lo andaba buscando para que lo ayudara a contar. Cuando por fin notó su presencia, se acercó hasta donde estaba Dash, como si hubiese percibido un detalle importante que le ayudaba a resolver el caso que había sucedido anoche con el chico problemático. Sus manos se posaron sobre su mentón. Le giró la cabeza y le dijo a uno de los oficiales que se acercara a examinar la herida que tenía en el cuello. Tenía las mejillas estrujadas por las manos del sargento, como si fuera un niño pequeño; casi no podía hablar. Los brazos ya le dolían de estar apoyados en las muletas.
—826, ¿cómo te has hecho ese corte?
—Me he caído en un rosal, señor.
—Ya... Buen intento. Las espinas no pueden hacerte un corte tan profundo como ese. Dime la verdad, o nos quedaremos aquí hasta que declares que te ha pasado.
—Señor, usted tiene toda la razón —Henry intervino tras él, con una voz monótona y firme, como si de repente su opinión sobre lo que pudiera terminar diciendo al sargento ya no existiese.
—No te he hablado a ti, 128. No seas maleducado, deja que hable el chico.
Corey insistió que fuera él quien le dijera que sucedía. Dash permaneció apoyado en las muletas sin poder hacer contacto visual con el sargento. Podía sentir el aire caliente descender de la nariz del hombre hasta pegarle en la nuca, pues se había agachado hasta encontrarse a su nivel. Se rio y asintió, dándose cuenta de que no tendría el valor de decírselo, y se giró hacia Henry.
—Señor, el prisionero 537 ha sido el culpable de hacerle ese corte ayer en la noche. —El sargento le pidió que se extendiera con la información—. La bolsa que le encontraron a Dash en la gaveta forma parte de la extorsión que le obligó a hacer para pagar sus drogas. Ya es con esta sería la tercera vez que atenta contra la vida de otro, por eso espero no verlo de nuevo.
—Ya oyeron, llévenselo lejos de aquí —les ordenó a los oficiales—. ¿Alguien más tiene algún otro asunto importante qué decirme? —El grupo respondió al unísono lo que él quería escuchar—. De acuerdo, ya saben qué hacer: diríjanse a la plaza para el conteo. El ejercicio les hará entrar en calor.
—¿Qué hora es? —preguntó Dash. Corey le dijo que ya eran las cinco y media—. Debo tomar mis medicamentos.
—Bien, ve a recogerlos.
Salió de la cabaña caminando detrás de él, pensando qué clase de tarea le asignaría.
Dash se extrañó de que el señor Contreras no lo hubiese ido a buscar todavía; lo más probable era que le hubiesen permitido ordenar el pastel afuera.
Corey le hizo el favor de trasladar una silla de ruedas para que se sentara sin que se lo dijera, y la puso frente a todos los reclusos. Ellos se encontraban de pie, ubicados uno detrás del otro en distintas hileras, con un instructor de ejercicio de frente. Los reclusos iban respondiendo según el número que él pronunciara en el micrófono; a veces le temblaba la voz y se le resbalaba la lista porque le sudaban las manos. El grupo salió trotando por diferentes direcciones del campo, siguiendo los silbatos de cada instructor; no volverían hasta el desayuno.
Cuando Dash se giró para preguntarle la hora a Corey, vio al señor Contreras caminando hacia ellos con su delantal de cocina y un gorro en el pelo. Ese era su boleto de escape para poder obtener más tiquetes. Extendió las manos con una sonrisa, como si Corey le fuese a dar dulces. El hombre prensó con sus labios el cigarrillo, frunció los labios y murmuró algo incomprensible. Después de unos segundos de confusión, reaccionó: se sacudió los bolsillos y le dio los respectivos tiquetes por el favor. Dash los fue contando en la palma de su mano con apremio, como si fuese a salir corriendo a la próxima atracción de algún parque temático. Alzó la cabeza para preguntarle a Corey qué le alcanzaba con la cantidad que llevaba acumulada desde ayer.
—Con esa cantidad ya puedes ir al mercado, a comprarte una cobija y un kit de higiene, que incluye un cepillo de dientes, hilo dental y pasta. ¿Acaso eso no te parece suficiente con lo poco que llevas aquí?
—Pero ¿cuándo podré empezar a ganar los tiquetes dorados?
—Dentro de un mes. Primero necesitas ganarte nuestra confianza, no al revés ¿Cómo vamos a premiarlos así de rápido sin conocerlos?
—Buenos días. Lamento interrumpir la conversación. —Don Ramiro se entrometió, y le puso una mano en el hombro al sargento. Corey se giró para estrecharle la mano al señor.
—No hay problema; de todas formas, la conversación no era tan importante ¿Qué te trae por aquí tan temprano?
—He venido a pedirle permiso para llevarme al prisionero 826 a la cocina. Hoy mi nieta está de cumpleaños; quiero hacerle algo especial para compartir con los otros niños y el resto de mi familia. —Corey asintió; tenía la mirada enfocada en sus lustrosas botas de cuero que se humedecían con el rocío del césped—. Él se ofreció a ayudarme con el pastel, nos pusimos de acuerdo en que vendría a buscarlo.
—Sí, puedes llevártelo. Pasaré a buscarlo antes de las 8 para irnos a la biblioteca, que también le toca ser el cuentacuentos.
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