Capítulo IV: Antes que acabes, no te alabes (III parte)
—Te los pueden quitar en cualquier momento, por un mal comportamiento. Si intentas escapar de aquí, puedes correr el riesgo de que te transfieran al confinamiento solitario en la prisión de máxima seguridad. Se te quitaría tu libertad condicional de inmediato; e inclusive pueden pedirle al juez que extiendan tu condena, en caso de que seas un fugitivo recurrente. Es todo lo que necesitas saber para familiarizarte con las reglas más básicas.
Henry concluyó con una explicación sobre los clubes, y agregó que, de momento no tenían una iglesia para aquellos que profesaban diferentes credos, pero se presumía que estaba en planes de construcción. Le comentó también sobre qué trataba cada club; no eran tan diferentes a los de la secundaria. Cada fin de semana, los chicos acostumbraban a reunirse por la tarde en las mesas de picnic para realizar sus actividades, bajo la constante vigilancia de los guardias.
—¡Bueno, muchachos, es hora de irse a trabajar! —anunció Corey unos segundos después, siendo opacado por el sonido de la sirena.
Avanzó por el camino empedrado que le llevaba hacia la zona de trabajo; podía escuchar la maquinaria, a los reclusos picando el suelo con las palas y a los militares gritarle a la gente rebelde que no verían la luz hasta quién sabe cuándo si seguían con ese comportamiento.
El campo de trabajo se dividía en diferentes secciones; la primera se dedicaba a la agricultura y ganadería. Al pasar el corral, lo primero que se encontraron fue un granero y un establo de madera color rojo, donde había una pila de paja tirada en un rincón y algunas monturas de cuero colgadas en la pared. Escuchó el lejano sonido de la voz de Corey explicándoles que se les asignaría un tutor que les enseñara todas las técnicas del oficio y conforme pasaran los meses se les dejaría solos. Si lograban salir de ahí sin ninguna falta que prolongase su estadía, se les otorgaba un certificado que les permitía encontrar un trabajo.
Los músculos de los brazos de Dash ya estaban resentidos por haberse visto forzados a continuar haciendo el mismo movimiento al desplazarse con las muletas por el sendero de tierra durante el recorrido. Aunque fuese casi intolerable el dolor que sentía al sentir su tobillo rozar con algún pie de los reclusos que iban al lado, al menos se estaba familiarizando con el uso de las muletas y no se quedaba tan atrás del resto.
Cada cultivo tenía un letrero con el dibujo del fruto o vegetal que se plantaba. Los muchachos cargaban por el sendero canastas repletas de semillas de café y algodón, con las botas llenas de barro y el uniforme empapado de sudor.
El campo de trabajo se componía de varias hectáreas fuera de la prisión. Un par de camiones entraron levantando una nube de polvo; parecían venir de franquicias cercanas al lugar. Unos empleados ajenos al campo pidieron permiso para pasar en medio del grupo, cargando unos barriles de madera. Tenían un sello que decía algo sobre un viñedo de Napa; Dash no podía leer bien la letra pequeña, y mucho menos bajo el sol. Nada de eso estaba bien. Con el sueño que se manejaba a esas horas del día, no se percató de la distancia del viaje que hizo durante la madrugada.
No había dormido nada, había pasado en vela desde que llegó a la comisaría, justo cuando comenzaba a dormirse. Los oficiales habían entrado con sus canes apuntando el interior de las celdas con sus linternas, realizando un conteo de cada prisionero y diciéndoles que recogieran sus pertenencias cuanto antes porque el bus los estaba esperando afuera. Así había comenzado su primer día en prisión.
Se encontraba como a dos o tres horas de casa; ese era el tiempo promedio, si no se atascaban otro par de minutos en el tráfico. Con el usual embotellamiento en la autopista, a su familia podría dificultársele el estarlo visitando; y sin los tiquetes en mano, el deseo de poder verlos se le hacía cada vez más distante.
El sendero de tierra se reemplazó por un camino adoquinado. La siguiente área de trabajo parecía llevar a un ambiente más tolerable. Se encontró una pequeña ciudad, donde los edificios color crema estaban categorizados de acuerdo con su respectivo propósito: ya fuera de arte, cocina, mecánica o entretenimiento.
Las calles tenían sus respectivas marcas en la acera, los letreros de las señales de tránsito en las esquinas y un par de semáforos. Corey les aclaró que no se dejaran llevar por la fachada de la zona de trabajo; eso no quería decir que los prisioneros pudieran manejar dentro del campo, a todo debían hacerlo a pie o en bicicleta. Les recordó que incluso al encontrarse en la zona de trabajo seguirían siendo custodiados desde los estratégicos puntos de vigilancia.
Todos los edificios trabajaban bajo vigilancia y con las puertas abiertas. Dash le dio un vistazo al interior de algunos edificios cada vez que el grupo detenía su recorrido, atento a las ubicaciones más relevantes de la zona.
Unos prisioneros trabajaban de cuclillas dentro de un taller cortando madera en algunas mesas, como si estuviesen en clase de carpintería; otros, con el uniforme manchado de aceite,dándole mantenimiento al transporte de trabajo que se usaba en el campo mientras eran supervisados por un mentor que les señalaba dónde iba tal cosa y qué debían poner en tal lado. Realizar ese tipo de actividades con la motivación de obtener un certificado que respaldase su rendimiento, les ayudaría a valorar la importancia del trabajo honrado y a la vez les mantendría ocupados en situaciones que valieran la pena, reafirmando el hecho de que sí se podía mantenerse alejado de todo aquello que les perjudicara.
Otro tutor les explicaba a lo lejos a un grupo cómo pintar una mascarilla de madera; parecía ser un nativo americano. Los reclusos asentían y volvían a pintar. Estaban sentados en unos banquillos formando un círculo. Detrás de ellos se veían las máscaras de madera colgadas en un mural.
Cuando terminaron el recorrido, llegó la hora de decidir. Dash avanzaba en la fila, escuchando a Corey dividirlos por secciones. La gran mayoría se fue derecho a la zona de los albañiles sin verse dispuesto a poder elegir otra especialidad. Ahí era donde estaban necesitando reclutar a más personas.
—Por motivos de salud, te salvarás de realizar algunas cosas como los ejercicios en la madrugada o tareas pesadas ¿Sabes pescar? ¿O cuidar a un grupo de niños? Ahorita nos urge buscar un cuentacuentos que entretenga a los más pequeños por al menos el transcurso de la mañana. Ya sabes, muchos de ellos vienen a ver a sus padres los fines de semana, y queremos involucrarlos en un ambiente que sea más agradable. Así que considérate afortunado de que te estoy dejando escoger qué quieres hacer hoy.
—Lo de cuentacuentos suena bien, pero para serle sincero no me gusta leer, y no creo que mi personalidad sea tan extrovertida como para cumplir con todo eso que busca, pero tal vez le pueda servir a otra persona. Y tampoco sé pescar.
—Bueno, ¿sabes reparar autos? ¿Algún objeto en la casa? ¿Cocinar, tal vez? —El muchacho comenzaba a desesperarse por su inutilidad, porque siempre le salía con un «pero»—. Mira, no sé para qué me molesto en darte a escoger. Irás a pescar, y punto. Tendrás que ver cómo harás para traerme al menos entre cinco a ocho pescados antes de que anochezca.
El sargento le silbó a uno de los choferes para que le hiciera el favor de darle un aventón hasta el lago. Dash se montó en el asiento del pasajero, se puso el chaleco salvavidas y un sombrero de pescador. Corey le abrió la puerta para entregarle la hielera donde metería los mariscos, mientras se terminaba de untar el bloqueador en el rostro.
Dash se bajó del carro con las muletas. El chofer dejó la hielera en el césped y siguió su camino. Dash la fue pateando con la punta del pie que tenía bueno, mientras se desplazaba hacia el muelle. Cuando llegó allí, otro obstáculo se le cruzó en el camino; pescar así de lesionado nunca había se le había hecho tan complicado.
Estaba averiguando cómo podía encontrar la forma de subirse al bote; las ondulaciones del agua desestabilizaban el equilibrio de la lancha, provocando que fuera casi imposible el afirmar las muletas para bajar hasta allí sin problemas. Se quejó al sentir el calor del sol quemarle los muslos cuando se sentó en el muelle. Se echó un poco de agua en las piernas para aliviar el dolor y dejó las muletas a la par de la hielera y se la puso en el regazo, analizando cómo podría bajarla hasta allí.
Se puso dándole la espalda al bote; entraría de ese modo. Al meter la mitad del cuerpo en el bote, casi se volcó. Se quedó viendo el cielo con una sonrisa, aliviado de haberlo podido lograr sin ayuda. Hizo un pequeño giro para meter las piernas; apenas logró sentarse. Estiró los brazos para alcanzar las muletas, zafó el amarre que mantenía el bote anclado y comenzó a remar sin un rumbo fijo. No tenía ni idea de qué estaba haciendo, ni qué tanto debía adentrarse al agua. Siguió acercándose a las profundas aguas del extenso lago. Se sentía aliviado de estar rodeado de árboles.
A menudo se reía de sí mismo para aliviar la frustración de su inexperiencia. No tenía cómo saber la hora; el reloj se le había dañado al caer del autobús. Sin embargo, tendría la suerte de ser uno de los primeros en llegar a la cafetería por la ubicación donde se encontraba. Como le había dicho Henry, no habría pérdida con los horarios siempre y cuando escuchara la sirena.
Apoyó una de las manos en su mejilla; los ojos se le estaban entrecerrando de estar tanto tiempo inactivo. Aún no lograba comprender por qué a John, su abuelo paterno, cada vez que encontraba la oportunidad se iba a pescar al océano; si era algo super aburrido. A veces compadecía a su papá por acompañarlo; no estaba seguro si lo hacía para que no estuviese solo o si de verdad le gustaba la actividad, pero él ya tenía más que suficiente con estarlo intentando esa mañana.
Cuando iba a dar la misión por finalizada, se espabiló al sentir que el peso de la caña estaba tirando hacia abajo. Un pez había picado el anzuelo. Dash jaló el carrete lo más rápido que pudo. Le dio lástima que el pescado estuviese todavía vivo y ensangrentado. No se le ocurría cómo zafarlo del gancho sin que se le cayese al suelo o se embarrase las manos, así que lo metió con asco en la hielera. Al menos ya llevaba uno.
Casi le dio náuseas al sentir el putrefacto olor a marisco crudo. Una cosa era ver al chef lanzando los pedazos para preparar el sushi y otra era tener al animal resbalándosele entre las manos.
Apartó la caña del lago para darse un descanso, y curioseó qué más había dentro del bote. Levantó una lona; debajo de ella había una linterna, una maleta de primeros auxilios, varias carnadas artificiales y un manual básico sobre la pesca. Agarró el librito y le dio una ojeada. Al tiempo, volvió a lanzar el anzuelo con una carnada artificial, con mucha más confianza que al principio. Agradeció que le hubiesen dado algo de comer antes de llegar a los dormitorios; le tocaría esperar hasta las cinco para subir al cuarto a descansar antes de la cena.
Los últimos rayos del sol se ocultaban detrás de las montañas, cuando terminaba de meter el quinto pescado en la hielera. Su abuelo y su padre estarían orgullosos de él.
Remó hasta la orilla al escuchar los intercomunicadores anunciando que faltaba una hora para la cena. El sargento Corey ya estaba se encontraba esperándolo con las manos entrelazadas y la mirada impenetrable, listo para calificar o destrozar qué tan productiva se le había hecho la tarde.
Lo primero que el sargento bajó fue la hielera. Se quedó mirándolo perplejo, como si no pudiese creer que en verdad en ese lapso había pescado la cantidad exacta que él le había dicho y en esas condiciones.
—¡Me has mentido! —Se rio mientras le extendía la mano para ayudarle a bajar del bote.
Dash replicó que no había forma de haber hecho trampa durante ese tiempo, pues no hubo nadie junto a él.
—¿Mañana me tocará hacer lo mismo? —Afirmó las muletas en el césped, aliviado de haber terminado el día.
—Lo sé, era una broma; no seas tan pesado. —A Corey se le desapareció la sonrisa—. Mira, como me has impresionado, me parece que te has ganado el derecho a tres tiquetes. Ve a ver qué canjeas con ello por allí. —Le guiñó el ojo, mientras encendía un cigarrillo.
—Entonces, ¿con estos tiquetes puedo darme tres semanas libres o al menos llamar a mis papás? —le preguntó emocionado, como si se los hubiese ganado en un salón de juegos.
El soldado se rio ante su ingenuidad.
—No, ni en tus sueños. Para alcanzar esos privilegios deberás ir demostrando con el tiempo que eres una persona de fiar. ¿De verdad creías que por ir a pescar te iba a dar los más valiosos?
—¿Y qué me tocará hacer mañana? ¿Entre más tareas haga, más posibilidades tengo de ganar?
—Como tu caso es diferente, yo me encargaré de asignarte los trabajos que se me ocurran; ya veré qué te pondré a hacer. Siempre puedes intentar ser un cuentacuentos.
—¿Qué? ¿Esos chicos vienen aquí todos los fines de semana?
Corey asintió y tiró la bocanada de humo hacia otro lado.
—Sí, así es; la gran mayoría vive con sus familiares por aquí. A los padres se les ha ubicado en unas cabañas más grandes y seguras. Están recluidos de los otros prisioneros para evitarles un mal rato a los niños. Cuando sus papás se van a trabajar, nosotros nos encargamos de llevarlos a que se diviertan.
—¿Y por qué en vez de ponerlos a trabajar en otras cosas no les pides que sean los propios cuentacuentos de sus hijos? Así se hacen responsables de ellos, nadie se mete en problemas y todos felices.
—¿De qué les serviría terminar siendo eso para ganarse la vida? Los puestos son escasos. Todos los reclusos tendrán que salir de aquí con algún título que les permita salir adelante por sí mismos, o en muchos casos ser el sustento de sus familias, no lo contrario. Te estoy haciendo la oferta a ti porque ahora no tienes muchas opciones con ese yeso, así que estarás a prueba a ver qué tal se te da.
Después de unos minutos en silencio, Dash no pudo contenerse y le dijo:
—Sargento Corey, ¿me podría dar la hora? —Se tocó los bolsillos—. Necesito tomarme las pastillas.
—Faltan treinta minutos para la cena. Ve a descansar. Mañana pasaré a buscarte para irnos a la biblioteca.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top