Capítulo II: Para el perro flaco, todo son pulgas (Dash)
Dash tiritaba de frío en ropa interior frente a la mesa de planchar que tenían en el garaje, estaba quitándole las arrugas a su uniforme a último minuto; su papá estaba en la cocina sirviéndole el desayuno. Alejó la mano al sentir que se quemaba de nuevo con la plancha. Su mano era aún bastante torpe como para manejar el peso de la plancha con facilidad, pero la necesidad lo ameritaba, aunque no tuviera ni idea de por dónde empezar ni de qué hacer.
El uniforme consistía en un traje formal color azul marino que portaba el escudo con el nombre de la institución y su lema en latín debajo; por dentro llevaba una camisa color blanco. Los zapatos de vestir eran del mismo color del saco, y la corbata del color del pañuelo, azul cielo.
Ni siquiera llevaba la mitad del uniforme planchado y su papá ya lo estaba apurando. Se vistió dentro del garaje, brincando para hacer que el pantalón le entrara. La tela del saco se sentía tibia, y la mayoría de los pliegues todavía estaban arrugados.
Volvió a poner la mesa de planchar en el armario y se fue corriendo de puntillas hasta la sala en medias, con los zapatos en las manos; tenía miedo de que su papá lo regañara. Aprovechó que se encontraba lavando los trastes, distraído con lo que relataba la periodista en el televisor, para subir rápido a buscar a Phoenix hasta su habitación, para que bajara a desayunar con ellos.
Se acercó en silencio hasta su cama. No quiso prender la luz; con la claridad del amanecer que se colaba por las ventanas le bastaba para orientarla. Los dígitos del reloj cilíndrico color blanco que estaba en la mesa de noche indicaba que apenas eran las seis menos veinte de la mañana. Su hermana aún estaba envuelta en las cobijas como el capullo de una oruga, los mechones de su cabellera pelirroja ondulada sobrepasaban los límites del borde de la cama, casi llegaban hasta el suelo; a ella le gustaba tener su cabello por debajo de la cintura. Phoenix tenía por costumbre dormirse muy tarde, así que Dash siempre se debía tomar un par de minutos para despertarla.
Abrió el clóset para alistar el atuendo. Casi siempre ella escogía el mismo: un vestido verde con mariposas y abejas cocidas en el borde de la tela, con unos zapatos de muñeca de color blanco. Fue hasta el otro lado de la habitación para preparar el bolso. Jaló las perillas de la cómoda para agarrar los pañales, su biberón y algunos de sus juguetes favoritos.
La noche anterior los había mantenido despiertos hasta las dos de la mañana a él y su papá, que habían intentado que se durmiera, cuando en realidad, debía de haberse dormido alrededor de las siete de la noche. Bañarla y hacer que se cepillara los dientes era otra odisea. A ella le costaba adaptarse a la transición de las rutinas, Phoenix no comprendía porque los fines de semana se acostaban hasta tarde y entre semana solían cambiarle el horario de manera radical.
Al rato, su hermana se levantó y se quedó sentada en la cama. Observó su habitación y su mirada cayó de nuevo en él. Bostezó y se restregó los ojos, se rascó la panza e intentó alcanzar sus pantuflas. Él le susurró de nuevo, a través de señas, que era hora de alistarse para ir a desayunar, pero ella no tenía hambre todavía. Phoenix se cruzó de brazos, le arrugó la cara y se negó a ir al baño; no parecía estar de ánimos para obedecer a nadie.
La jaló del brazo y la llevó hasta el baño para que se lavara los dientes se arrodilló para que abriera la boca y apretó el botón del cepillo eléctrico de La Sirenita, que tanto le gustaba. Ella intentó zafarse de su agarre; movía la cabeza de un lado a otro y chillaba como si la estuvieran matando, las lágrimas corrían por sus mejillas y lo veía como si él fuese un monstruo. Empezó a sentirse igual de confundido e irritado que ella. El cepillo de dientes se cayó en medio del forcejeo, dejando el rastro de la pasta mentolada en la cerámica. Dash limpió la pasta del suelo y se levantó a recoger el cepillo. Ella salió corriendo de allí; se movía desorientada, asomándose por el pasillo como si no recordase dónde quedaba su habitación.
Dash fue hasta la habitación de ella y sacó del bolso que había dejado preparado, un peine y unas dos ligas, para hacerle un peinado de dos colas de caballo. Ella corrió lejos de él, rehusándose a quitarse el pijama, y se rio pensando que solo estaba jugando. Él le suplicó que colaborara; le alzó la voz y le habló con firmeza, ya estaba sobrepasando los límites de su paciencia.
—Phoenix, no puedes irte en pijamas donde la señora Fraser —se llevó una mano al rostro y maldijo—. Mira, no nos queda mucho tiempo, intenta ser más rápida ¡Más te vale que ahora en la noche estés dormida a las ocho!
Su hermana hizo caso omiso a su sermón, brincó hacia donde él estaba, riéndose, y le recordó con su escaso vocabulario de infante que había dicho una mala palabra. Luego alzó los brazos y se dejó quitar por fin el pijama. Dash se sintió aliviado de que solo le quedaran dos cosas por hacer con ella: peinarla y hacer que desayunara. Estiró su cuerpo una vez que terminó de vestirla; ya se sentía cansado de estar de rodillas. Agarró el bolso y se lo puso en el hombro.
La alzó para bajar las escaleras en contra de su voluntad. Phoenix le pateó varias veces el estómago, intentando zafarse de su agarre. Él le pasó una mano por el cabello, tratando de calmarla. Le dijo que su mamá estaba dormida y que no había necesidad de hacer escándalo para pedir las cosas. Quería bajarla y hacer que caminara por su cuenta, pero duraría una eternidad para convencerla de por qué tenía que bajar a desayunar. La volvió a dejar en el suelo cuando llegó al primer piso.
Ella se fue corriendo hacia la cocina, descalza y sin lavarse los dientes, saludó a su papá con todo el aliento de la mañana. En el momento en que Trey se volteó a saludar a su hermana, Dash ya se encontraba de pie en la cocina. El desayunador se encontraba en medio de ambos. Su papá tenía la vista enfocada en el televisor mientras bebía una taza de café recién hecho. Le hizo un ademán para que se sirviera la comida mientras colocaba a Phoenix en la silla para infantes y buscaba los utensilios de plástico que acostumbraba utilizar.
Al llegar del trabajo en la noche, su papá tenía que dejar preparado el desayuno para el día siguiente, y cuando tenía las energías suficientes también empacaba la merienda de ambos antes de sentarse a adelantar su trabajo de oficina, para ahorrar tiempo en solo tener que recalentarlo al otro día.
Dash volcó la sartén donde estaban las tostadas francesas hasta su plato; apretó unos botones en el microondas para calentarlo de nuevo y se sirvió el jugo de naranja. Phoenix le daba manotazos a la mesa de plástico que se le ponía como seguro; no era la primera vez que expresaba su molestia al estar metida en la silla. Se movía hacia ambos lados queriendo volar el seguro con todas sus fuerzas; los nudillos de sus manos se volvían blancos de la fuerza que ejercía.
Sin perderla de vista, calculó los segundos que le quedaban al plato que giraba en el microondas para poner en marcha su estrategia. Aprovechando que su hermana estaba atrapada, se colocó detrás de ella y se sacó del bolsillo el cepillo rosa, para dejarla peinada con sus coletas. Phoenix estaba concentrada en jugar con su comida; tenía las manos pringadas de leche y estaba haciendo un horrible desastre, al moverlas simulando ser un monstruo que atacaba una ciudad, por lo que le pringó varias veces el uniforme. Los pies le colgaban de la silla, y balbuceaba y hacía muecas, ajena al gran sacrificio que estaban haciendo por ella. Dash comenzó a desenredar su pelirroja cabellera con asco; no le gustaba que su pelo ondulado se terminara enredando en los dedos.
La cabeza de Phoenix se movía como una muñeca hawaiana en un auto, adelante y hacia atrás; a veces se quejaba y le apretaba la muñeca para que bajara el ritmo. Dash se inclinó y le susurró al oído que lo estaba haciendo con el mayor cuidado, pero lo único que recibió a cambio fue otro manotazo en la cara. Él le estrujó la mano y le recordó quién era la figura de autoridad que debía de respetar. Costaba que se pusiera agresiva, pero cuando lo hacía era porque se encontraba bajo un gran estrés, porque se había desvelado o algo le molestaba en su entorno, o, en el peor de los casos, sus arrebatos se daban porque no lograba comprender las indicaciones.
Los tímpanos de sus oídos ya estaban sensibles de tener que escuchar tanto el llanto de su hermana; todo parecía molestarle y era casi imposible hacer que estuviera quieta. Dash suspiró y se rectificó ante su arrebato, preguntándole qué era lo que la molestaba y cómo podía ayudarla.
Trey lo sobresaltó al cerrar la puerta; había salido para dejar la merienda en el carro. Le dio un vistazo rápido a su arrugado uniforme: todavía tenía la corbata sin amarrar, colgada en sus hombros como si fuera una bufanda; las mangas del saco azul marino le cubrían las manos y su pelo seguía despeinado.
Phoenix solo se limitó a observarlo en silencio, con sus manos hundidas moviéndose en espiral dentro del tazón. A su papá la reprendió al ver que ella le había pegado, y a Dash lo regañó por haberle agarrado la muñeca de esa forma. Ella hizo caso omiso y él se defendió ante su papá, que parecía igual de molesto por su acción. Phoenix lo señaló a él y balbuceó como si ellos pudieran entender su dialecto. Su hermana todavía no hablaba con mucha frecuencia; entendía la mayoría de las palabras que se le decían, pero se comunicaba a través de señas, y sus emociones siempre eran bastante impredecibles.
Dash apartó la mirada de su papá, se fue a buscar sus tostadas francesas que ya se habían enfriado y miró la televisión. Su papá se sentó al lado de su hermana en una de las sillas del desayunador para limpiar el desastre que había hecho y ver si le podía dar de comer. Ya se había manchado el vestido de leche; las gotas se escurrían por sus manos, su barbilla y en su boca estaban se le veían las boronas mojadas de las hojuelas de cereal. Su papá se levantó hacia el fregadero para alcanzar un trapo húmedo para limpiar el desastre.
—¿Qué les dijeron ayer sobre el caso de los gemelos? —Dash le dio una mordida a sus tostadas.
—Ya han pasado más de diez años y aún no han podido encontrarlos —le confesó Trey con tristeza—. Todavía no tienen idea de donde están. Algunas personas han hecho reportes en varias partes del mundo diciendo que han visto a los gemelos, pero todos han sido erróneos.
Dash se aclaró la garganta y tamborileó los dedos en el desayunador, deseando no haber preguntado el desenlace de aquello. Le dio otro mordisco a su tostada y se quedó en silencio. Estaba enojado con su mamá por no haberse levantado a ayudarles con Phoenix en el desayuno. No era la primera vez que se quedaba en cama hasta tarde; sabía que ya no tenía fuerzas para nada, y su estado de salud les preocupaba bastante. Había dejado de asistir a terapia meses después del nacimiento de su hermana; tampoco quiso volver a retomar su carrera universitaria, que había tenido que postergar tras su rehabilitación. Estaba muerta en vida.
—A veces siento que también mamá es exagerada. —Trey le dijo que era mejor que guardara silencio si iba a decir algo hiriente, pero él siguió hablando. Su papá suspiró y le dio un sorbo a su café—. Es decir, se entiende que se sienta triste, pero todos en esta casa hemos pasado por el mismo luto y desesperación que ella. Se le ha dado ayuda, se le insiste en que siga yendo a terapia, nos dividimos los quehaceres todos los días para ver si logramos levantar esta casa entre ambos, y ni así se esfuerza. Es superinjusto, nosotros también nos cansamos y no podemos cargar con todo —le reclamó con un tono de voz más alto de lo que hubiera deseado.
—Dash, me duele la cabeza. En otro momento podemos hablar de esto. —Se frotó la sien, puso sus anteojos en la mesa y lo vio a los ojos—. Todos superamos las pérdidas de una manera diferente. Nadie está diciendo que encerrarse como lo hace ella es lo correcto, pero eventualmente se le pasará. Son etapas. Saldremos adelante; démosle tiempo —intentó tranquilizarlo.
Él solo arrugó la cara y se levantó del desayunador para lavar los platos. Le enojaba que su papá fuera tan débil de carácter.
—Si fuera tú, con una esposa así hace tiempo que la habría echado de la casa con gusto. Se trata de que se dé el otro cincuenta cuando la otra persona se siente desanimada, pero ella no debería esperar a que alguien se le acerque y le dé todo sin nunca dar algo a cambio. Debe de esforzarse en buscar cualquier recurso que la ayude a sentirse mejor, como la terapia; eso es lo correcto. ¿Tengo razón o no? Claro que sí.
Su papá no contestó, estaba ocupado revisando unos papeles que tenía que dejar listos para su trabajo. Nadie le puso atención al televisor después de esa conversación, la voz de la periodista estaba de adorno.
Dash levantó la mano, algo desanimado, devolviéndole el saludo a Skip, sentado desde el desayunador. Era un chico pequeño de tez morena, mejillas rellenas y ojos de color café. Estaba recogiendo su bicicleta del suelo para seguir repartiendo el periódico y el tarro de leche a las demás personas del vecindario. Ya era conocido en el barrio. El niño tenía que madrugar todas las mañanas para cumplir con su trabajo antes de irse a la escuela.
Su tía Isabella apareció unos minutos después que Skip. Dash se encontraba de pie en el espejo del recibidor; aún seguía sin saber cómo hacerse el nudo de la corbata. Disgustado por lo tonto que se sentía, se quitó el nudo que le estaba asfixiando y se acercó hasta donde estaba su tía para pedirle que lo ayudara. Alzó la cabeza y enfocó su mirada en un punto muerto mientras ella se ponía de puntillas para nivelar su estatura.
Su tía Kennedy e Isabella compartían facciones muy similares a las de su abuelo Fowler. Ella tenía un rostro redondo como el trazo perfecto del sol en una pintura, era de piel morena y ojos color avellana. Su cuerpo era de contextura gruesa y de estatura pequeña, y conservaba la misma hilera de pecas en sus mejillas, que había heredado de su abuela Jane.
Isabella le sonrió como una mamá orgullosa, diciéndole que se diera una vuelta para verlo mejor. Él se volteó como un robot, con el rostro inexpresivo y el cuerpo tieso, pero al escuchar el silbido de ella se le escapó una risita que lo hizo sentir mejor. Ella los había estado visitando por las mañanas desde hacía un tiempo, para terminar de ayudarles con Phoenix.
—¿Ya estamos listos? —le preguntó su papá. El carro ya estaba estacionado frente al porche.
Dash le dio un beso en la mejilla a su hermana, y le dijo que volvería pronto.
—¿Cuándo es pronto? —inquirió, señalando el reloj imaginario de su muñeca.
—Aquí vamos de nuevo... —Se rio cuando su hermana se aferró a él como un koala. Dash intentó zafarse de su agarre, hasta le pidió a su papá que lo ayudara—. Ya, ya tengo que irme. —Suspiró exasperado. Ella pareció comprender que esa era su forma de decirle que estaba enojado.
—Te quiero, Dach —le dijo ella, dejándole un húmedo beso en su mejilla que le hizo arrugar la cara; aún así, no se quejó.
—Y yo a ti más —le dijo más calmado, dándole unas cuantas palmaditas en el hombro, y le suplicó que lo soltara.
Su papá llegó al rescate y lo soltó; él se limpió la saliva del beso con la manga del uniforme y se quejó por los arañazos de su hermana. Ella se puso a llorar mientras le decía a su tía que le ayudara a salir de la silla. Los señalaba a él y su papá, apurada, porque sabía que ellos se estaban yendo a algún lado y a ella le gustaba salir.
Dash se detuvo al ver que su hermana volcaba el plato de cereal en el piso cuando sacudió sus manos; se había mezclado el charco de leche con los pelos que habían caído al peinarla. Ella se cubrió la boca con sus pequeñas manos, angustiada. Asomó la cabeza para ver el reguero como la terrible escena de un crimen ajeno.
Su tía suspiró y se encogió de hombros. Dash vaciló por un momento; le preguntó si necesitaba ayuda para limpiarlo, pero ella dijo que no había problema. Él se puso la mochila en el hombro, giró la puerta y no volvió a ver atrás.
Cuando su papá encendió el carro, su tía Isabella se despidió desde las gradas de su casa, cargando a Phoenix en brazos. Su hermana aún seguía llorando mientras su tía la mecía. La pequeña hizo un puchero, despidiéndose con un llanto histérico, como si nunca más los fuese a ver. Él sacó la mano para despedirse de ella, luego lo imitó su papá. Trey prendió la radio y acomodó las bolsas de merienda, y chocó los cinco con Dash por haber salido con el tiempo calculado para llegar bien al colegio. Dash las vio meterse a la casa desde el retrovisor cuando el carro se alejaba.
Cuando Isabella terminó de limpiar el reguero de su sobrina, la llevó al segundo piso para cambiarle la ropa. A la pequeña se le hacían unos cuantos rollos de grasa en los muslos de las piernas y en el estómago; Isabella la hizo reír al hacerle cosquillas. Phoenix alzó las manos sin poner resistencia, como si hubiera memorizado lo que tenía que hacer. Ella le quitó el vestido y la sentó en la cama para limpiarle el pecho con una toalla húmeda.
Una vez que estuvo lista, se detuvo un momento en las escaleras. Phoenix brincaba en una de las tablas de madera jalando su mano, inquieta, y preguntándole por qué no avanzaban. Isabella le hizo un gesto para que hiciera silencio por unos segundos. La puerta de la habitación donde dormía su hermana Kacey estaba entreabierta. Su sobrina avanzó a su lado con resignación. Isabella se acercó con cautela. Solo pudo verla envuelta en las cobijas con un par de pañuelos usados en la mesa de noche. Quería intentar animarla para que se alistara y saliera un rato de la casa, pero le dio miedo cómo terminaría saliendo la situación, así que decidió no tomar el riesgo y la dejó sola.
Caminó con Phoenix hasta donde la señora Fraser, cargando el bolso que Dash le había dejado listo. Georgia le abrió la puerta como si estuviera de pie esperando a que le llevara a su sobrina. Llevaba puesto un delantal y tenía un olor a dulce, y la sala olía a pan recién horneado. Ella le entregó su pago correspondiente. La señora se negó por modestia, pero Isabella le insistió porque sabía que lo necesitaba.
Le dio un abrazo a su sobrina. A Phoenix no le agradaba estar lejos de su familia, pero a Isabella no le quedaba otra opción más que dejarla allí; se fue algo incómoda. Georgia intentó animar a la niña mientras la guiaba hasta la cocina diciéndole que había estado preparando unos cupcakes deliciosos para tomar el té a la hora de la merienda. La señora Fraser había acordado regresarla a su casa alrededor de las nueve de la mañana; esa era la hora en la que Kacey solía despertarse a realizar los quehaceres de la casa, hasta que Trey y Dash regresaran de nuevo.
Randy Fraser, el esposo de Georgia, le devolvió el saludo a Isabella; estaba arreglando el jardín de su casa. Había apoyado la radio en el muro de la entrada y puesto estación de Blues, su favorita. Él nunca se tomaba un día libre cuando se trataba de su jardín.
—¿Usted no siente esa paz? —le preguntó el señor de repente, en el momento en que cerraba el portón. Ella le preguntó a qué se refería—. ¿No lo ve? Los niños dinamita no están jugando en la plaza, los vecinos de aquí no tienen rancheras a todo volumen... —El hombre señaló la casa de unos universitarios hispanos al lado izquierdo—. ¡Todo vuelve a la normalidad cuando están en clases!
Randy hizo un gesto con las manos como si estuviera dirigiendo una orquesta. Isabella se lo tomó con gracia, pues ya lo conocía, él se desvivía por ese jardín, y continuó su camino a casa. Dentro de poco ella y su esposo, Vance, tendrían que ponerse a adelantar los pedidos de los clientes; trabajaban repartiendo comida a domicilio y creando regalos. Tenían la esperanza de abrir un restaurante en su propia casa. Ya se encontraban haciendo los trámites necesarios; su sueño se haría realidad dentro de poco.
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