Capítulo I: Toda escoba nueva, barre bien (II parte)

Kacey se sorprendió al escuchar la voz de su esposo cuando entró por la puerta de la cocina. Giró la cabeza hacia allí; había tres arcos en distintos puntos de la habitación, que le permitían ver de manera parcial lo que sucedía. Trey dejó las bolsas de comida en el desayunador ovalado y se fue afuera a recoger las bolsas del supermercado. Escuchó cómo los dos conversaban sobre cómo le había ido con la reunión de la mañana, si Dash había hecho lo que él le había dicho y por qué Trey se había atrasado.

Podía ver el perfil de Dash concentrado en mover la espátula en la sartén para tostar el pan; se imaginó las burbujas de aceite reventarse con las elevadas temperaturas. Escuchó cómo le hizo una aclaración rápida a su papá al extrañarse de verlo cocinando. Trey jadeó al dejar caer otra bolsa en la mesa. Dash apagó la sartén y se fue a ayudar a su papá, dejando que el emparedado se enfriara un rato. Kacey caminó con dificultad hacia la cocina, volcó el emparedado en un plato y se sentó en uno de los taburetes, con las manos entrelazadas. El apetito se le quitó al tenerlo en frente. Se inclinó con los codos apoyados en la encimera, examinó el interior con delicadeza y le dio una mordida.

La puerta se abría y se cerraba conforme Dash iba colocando las bolsas de las compras en el desayunador u otros lugares de la casa. El desayunador tenía un juego de té de porcelana color dorado que casi nunca usaban, pero siempre lo dejaban allí como adorno. Un recipiente donde estaba el chile, acompañado de otras especias, junto al servilletero, y un mostrador donde había unas donas llenas de glaseado navideño, galletas caseras y un pastel.

Trey entró en la cocina una vez que se desocupó. Ella se limpió las boronas de su boca y le dio un beso. Él encendió el televisor mientras su hijo le ayudaba a desempacar, hambriento, la comida que le había traído. Parecía emocionado de verle y más que orgulloso de notar el cambio en su imagen. El señor Hastings era un hombre caucásico de unos veintiséis años, de ojos color celeste. Siempre se aseguraba de que su estilo de cabello fuera versátil, sin dejar de ser casual: a su cabellera dorada siempre la manejaba en un copete desordenado y con abundante volumen. Era como observar una imitación del peinado de Johnny Bravo en un tamaño promedio.

Después de contarle sobre su ascenso como director creativo de la empresa en la que trabajaba como diseñador gráfico, le dijo:

—Pero cuéntame de ti, ¿cómo te has sentido?

—Estoy bien; ya me tomé mis medicamentos. Estoy algo cansada del viaje. Tuve un dolor de espalda intenso esta mañana, pero no te preocupes; Dash me estuvo ayudando. Les agradezco el apoyo que recibí todo este tiempo. Estoy feliz de estar en casa. —Kacey sorbió su refresco, tragándose sus mentiras.

Sintió que se le formaba un nudo en la garganta, no sabía si era por las hormonas.

Dash solo se limitaba a meterse bocado tras bocado a la boca. Los dos hombres guardaron silencio y volvieron a concentrarse en la comida.

Ver a su hijo Dashiell era como ver a su esposo, pero mucho más joven. Dash había heredado la hilera de pecas en las mejillas por parte de ella, pero su cabellera lacia y dorada la había adquirido por parte de Trey, además de su estatura y el color de sus ojos. Comenzaba a adentrarse en esa revoltosa etapa donde el cuerpo empieza a sufrir los cambios drásticos de la preadolescencia; había cumplido los doce años un par de semanas atrás, el 10 de diciembre.

Después de lavar los platos, Dash subió las escaleras para abrir la habitación en la que habían estado trabajando. Al ver que sus papás no subían, volvió a asomar la cabeza hacia las escaleras, con el ceño fruncido, preguntándose qué sucedía en la primera planta.

Las siluetas de sus padres por fin cruzaron la sala. Su papá agarró la mano de su mamá para ayudarle a subir las escaleras. Su papá le ordenó a su mamá que cerrara los ojos. Ella no se opuso, aunque Dash podía notar que no se le veía tan emocionada.

Dash intentó disipar sus emociones negativas para disfrutar el momento. Ninguno de los dos sabía cómo se lo tomaría su mamá, pero esperaban que la hiciera sentir mejor.

Corrió hacia la habitación y arregló los últimos detalles antes de que entraran. Sería el cuarto de su futura hermana.

Se le hacía algo incómodo que el cuarto de los gemelos estuviera frente a la habitación de la futura recién nacida. La habitación de ella se encontraba a la par del baño del segundo piso; a la izquierda estaba la habitación de huéspedes, que también contaba con un baño privado. En ese mismo pasillo, a la derecha, estaba la habitación de sus papás y, al frente, la de él, justo a un lado del cuarto que había sido ocupado por los gemelos; esa era la primera habitación antes de encontrarse con las escaleras. Siempre permanecía bajo llave, y las veces que se abría era solo para limpiarla entre él y su papá. Su mamá nunca entraba allí.

Trey sintió que el corazón le palpitaba y no podía evitar sonreír al subir cada peldaño junto a ella; mientras almorzaban, le había compartido que había estado trabajando en un interesante proyecto. Él subía un escalón, le extendía la mano en la que ella se apoyaba con firmeza mientras subía otro, y así iban, bien despacio.

En el momento en el que le dijo a su esposa que podía abrir los ojos, ya se encontraban los tres dentro de la habitación. Tanto él como Dash se quedaron detrás de ella, en el marco de la puerta, atentos a su reacción. Kacey se sentó en la cama de la futura bebé y se llevó una mano a la boca, queriendo frenar el llanto que pronto se dieron cuenta de que no era de felicidad, sino de tristeza.

Ninguno de los dos quiso intervenir, temían que eso empeorara la situación. En vez de eso, permanecieron inmóviles, dejando que ella sacara todo el dolor que hubiese reprimido; después habría tiempo para preguntarle la razón de su desánimo.

Kacey se limpió las lágrimas después de un tiempo, con una sonrisa forzada, y los observó con admiración. Luego, sus ojos llorosos inspeccionaron la habitación de la bebé, que estaba llena de hermosos detalles. Las paredes eran de color verde manzana, al igual que las sábanas de la cama. Arriba de la cuna, se habían pegado calcomanías de unas nubes con globos aerostáticos de colores chillones y muy alegres. Debajo de las nubes, habían tres cuadros con pinturas de diferentes animales: una mariquita, un conejo color café y un dinosaurio color gris. También había colgado un calendario de un gato color beige, posando en un fondo de color verde.

La mesa de noche que estaba colocada a ambos lados de la cama tenía dos compartimientos; sus agarraderas tenían la forma de la huella de un perro y eran de color verde neón. La encimera era celeste claro, e iba a juego con el tapete de figuras geométricas de colores que le otorgaban más vida al espacio. En ambas habían puesto un florero con un envase de plástico color rosa con unas flores blancas artificiales que parecían ser un ramo de calas.

Trey le susurró a Dash que corriera por un vaso de agua fría, unas pastillas para el dolor de cabeza y un servilletero.

—¿Por qué siempre tengo que ser el que hace todo en esta casa?

—Que vayas, por favor. —Lo reprendió con la mirada.

Dash comenzó a bajar las escaleras, refunfuñando.

Cuando se aseguró de que su hijo se había ido de la habitación, se acercó hasta donde estaba sentada su esposa, le agarró una de las manos y empezó a acariciarla, deteniéndose él también a admirar la obra terminada. Quiso intentar animarle explicándole el proceso de diseño que habían hecho, las tiendas que habían visitado y, de vez en cuando, mencionaba algo que no estuviera relacionado con la bebé, alguna anécdota graciosa que hubiese vivido con su hijo durante su ausencia que la hiciera sentirse valorada por ellos.

Dash regresó, tocó la puerta y su papá le hizo un gesto para que entrara. Su mamá parecía sentirse mucho mejor, aunque no parecía querer expresar todavía el motivo de su tristeza. Se sentó a escucharlos en silencio; hablaban, de vez en cuando, sobre temas irrelevantes de la adultez.

En la mesa de la derecha había un reloj; aún no le habían puesto baterías, pero conservaba ese diseño infantil. En la mesa de noche de la izquierda había una pequeña vitrina de vidrio vacía.

Su papá señaló la vitrina, diciéndole los planes a su mamá, y preguntándole si estaría de acuerdo en hacer lo mismo con la bebé una vez estuviera en casa. Dash suspiró al escuchar a su papá hablarle a su mamá sobre esa tradición familiar y cuánto significaba para él, como si no le contara la misma historia todo el tiempo.

Kacey asintió con el rostro inexpresivo. Sus papás habían estado haciendo esa tradición de agarrar unos zapatos de distintos colores, durante los primeros tres años de vida, y meterlos en esa vidriera. Él también tenía uno en la habitación, con la fecha y el año escrito debajo de ellos, como si fueran reliquias.

Dash permanecía escuchando la conversación que, en su mayoría, se trataba sobre el futuro. Estaba sentado sobre el sillón en forma de panda; junto a él había un sillón del mismo estilo, con forma de un conejo de color rosa, de orejas irregulares y ojos saltones.

Su mamá parecía mostrarse más cómoda con hacerle frente al futuro a medida que la conversación avanzaba. Sus papás iban analizando cada detalle de todo aquello que no habían podido discutir con libertad en los meses anteriores, bajo el cuidado de las autoridades de la clínica en cada visita.

Era el momento de decidir el nombre.

Dash se quedó a escucharlos con atención, intentando controlar cada partícula de su ser para no opinar donde no le estaban llamando.

Después de habérsele preguntado por qué sentía que ese sería el nombre que se utilizaría, ella respondió:

—Siento que ese nombre es bastante simbólico: en realidad, es un juego de palabras. Creo que Phoenix se le atribuyen aspectos positivos como el renacer de las cenizas o levantarse de nuevo cuantas veces sea necesario. Y el nombre de Harmony significa armonía, unidad y el orden.

Él y su papá se quedaron en silencio, reflexionando sobre sus palabras, sin saber que opinar.

—No la puedo ver con ningún otro nombre —su mamá siguió insistiendo. Observó a Dash por un momento, y se volvió a centrar en Trey, buscando una respuesta—. Disculpen que al principio no pude agradecerles por esta sorpresa, quiero que sepan que la aprecio bastante. Todo está muy bien, ya me siento mucho mejor. —Se limpió otras lágrimas que cayeron por sus mejillas.

Tan pronto como terminó de decirlo, no dejó de llorar y de quejarse mientras decía que le dolía mucho el vientre. Dash observó con terror cómo sucedía todo en cámara lenta: vio a su papá moviéndose por la habitación, ordenándole que le trajera más toallas, pero él no estaba reaccionando a sus órdenes; la cama estaba mojada. 

Su mamá le describía a su papá, con mucho esfuerzo, todo lo que sentía, añadiéndole información extra que no había querido compartir con él, como su sangrado, el tipo de flujo que tenía, que creía estar en la semana veintiocho, todo lo más resumido que podía. Su papá estaba al teléfono, contestando las preguntas básicas que le estaba haciendo la operadora de emergencias para enviarle la ambulancia hasta la casa. Kacey le pedía que se apurara, casi a modo de súplica, como si estuviera preparándose para el trabajo de parto.

El mundo parecía salirse de control ante sus ojos.

Dash no podía moverse del lugar al ver que la cara de su mamá estaba roja y se levantaba con más dificultad. Su papá tuvo que actuar en su lugar.

Los paramédicos subieron la camilla hasta la segunda planta. Le ayudaron a colocarse en ella y se la llevaron entre los cuatro hacia abajo, como pudieron. Dash siguió a los hombres hasta las escaleras y observó cómo debatían la manera en que pasarían el cuerpo de su madre sin que saliera herida al bajar las escaleras. Permaneció allí en silencio, con el rostro inexpresivo, hasta que la lograron bajar y no volvió a verla. Siguió la travesía de su madre desde la ventana del segundo piso que daba hacia el porche, y que estaba frente a las escaleras; los paramédicos ya la estaban metiendo en la ambulancia.

Soltó la cortina al cerciorarse de que su mamá había entrado en la ambulancia, y cruzó el pasillo hasta encontrarse de frente con la habitación de sus papás. Trey le explicó, apurado, que se iría en carro; estaba empacando las cosas que ella necesitaría al ser internada. Las manos de su papá temblaban al guardar la ropa en la maleta, pero, como ya tenía experiencia en qué empacar, no tardó demasiado en dirigirse hacia el garaje para sacar el carro.

Dash lo siguió, preguntándole si lo llevaría a él también, cuánto durarían allí, quién la cuidaría y, sobre todo, qué sucedería con su hermana. Una vez que Trey se metió en el carro, bajó la ventanilla y le explicó que vendría por él dentro de un rato, cuando todo se calmara.

Su papá buscó entre los contactos del teléfono el número de su tía Isabella para comunicarle la emergencia; mientras hablaba, movía la cabeza con frecuencia. Apretó su teléfono contra el hombro e hizo una pausa, dejando a Isabella en línea para dirigirse de nuevo hacia él. Dash asintió a las demandas de su papá, llevándose una mano a los ojos para protegerse del sol. Le dijo que le hiciera el favor de adelantar todos los quehaceres que se suponía que debería de haber hecho desde un comienzo. Dash observó el reloj que tenía en la mano, queriendo que su papá acabara de darle órdenes; ya iban a ser casi las tres de la tarde. 

Volvió a meter su mano en el bolsillo y se alejó unos cuantos pasos, despidiéndose de él, bajo la sombra del gran árbol que estaba en el porche de la entrada.

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