Capítulo I: Nunca llueve al gusto de todos (III parte)
Kacey se encontraba en una cama de hospital, conectada a una vía intravenosa; llevaba puesto una bata de color lavanda.
Después de ser revisada por el médico general para tomarle los signos vitales, la presión, su peso y el motivo de su visita a la sala de emergencias, tuvo que esperar otra media hora para ser atendida por el ginecólogo.
Se la habían llevado en camilla hasta el consultorio del doctor. A las enfermeras se las veía por los ventanales caminando junto a los doctores hacia la cafetería; ya era la hora del café. Su estómago gruñó por un poco de comida; el olor a pastel recién horneado le golpeó en la cara. Tenía la esperanza de que no tardarían en llevarle su ración de comida.
Una de las enfermeras abrió la puerta para comunicarle que el doctor ya se encontraba de camino para atenderla. Asintió y se quedó en silencio. Su esposo había tenido que ir por Dash, así que de nuevo se encontraba sola.
—Señora Hastings, ¡qué pena!, disculpe la tardanza. Mi nombre es Sean Allen, y me han asignado evaluar su caso.
El doctor se sentó en el escritorio que estaba frente a ella a acomodar su expediente. Arrastró la silla hacia su camilla y le dijo que se levantara la bata para aplicar el gel antes de hacerle el ultrasonido. Kacey se estremeció al sentir cómo la sustancia fría y viscosa se adhería a su piel.
—He notado que su última revisión médica con el ginecólogo fue hace tres meses. En su expediente dice que, a mediados de agosto del año pasado, usted se internó en una clínica de rehabilitación privada —él continuó como si nada, enfocado en la pantalla—. ¿A qué se debe su consulta el día de hoy?
—Desde la mañana he estado sintiendo dolor de espalda. Me había tomado una pastilla antes de salir de la clínica, que me quitó la molestia por un rato. Ya cuando estuve en mi casa, tuve que decirle a mi hijo mayor que me llevara hasta el baño; caminé con mucha dificultad hasta ahí. Al estar sentada en el servicio, noté un sangrado que me alarmó bastante. Me tomé otra pastilla, a ver si se me aliviaba, y hace como una hora y media ya no pude aguantar más el dolor. —Kacey continuó relatando todo tipo de especificaciones sobre sus síntomas.
—Entonces presenta sangrado abundante, náuseas, dolor de vientre, presión en la pelvis y dolor intenso en la espalda...
Ella asintió a las afirmaciones del doctor.
—Todo parece indicar que usted está en riesgo de tener un parto pretérmino. Sin embargo, no tiene de qué preocuparse; vamos a realizarle una prueba exhaustiva para ir descartando cualquier peligro. Quiero que sea honesta con sus respuestas ¿Cuántas semanas tiene ya de embarazo?
—No sé con exactitud, creo que veintiocho; me enteré de que tenía tres meses de embarazo después de haber llegado a la clínica. Pensé que los síntomas eran por el síndrome de abstinencia, así que no le puse mucha atención... Hasta que pasó ese período. —Tras escuchar eso, el doctor le preguntó cuánto acostumbraba a ingerir de alcohol—. No sé, tal vez más de cuatro vasos. En realidad, mi adicción comenzó siendo bastante sutil: al principio, solo tomaba en eventos sociales; y así fue avanzando hasta que comencé a depender de ello casi que todos los días.
—¿Actualmente a qué se dedica?
—A ser ama de casa. En realidad dejé suspendida la universidad por motivos de salud, pero pienso retomarla apenas pueda.
Las expresiones que el doctor hacía estaban siendo realmente desalentadoras. El equipo donde se encontraba el monitor del ultrasonido grababa los latidos del feto en tiempo real. Se registraba de una manera menos prolongada de lo que se oiría en un bebé normal, pero, aun así, no dejaba de ser bastante inquietante escuchar cómo un simple latido creaba un eco dentro de la solitaria habitación; el sonido se asemejaba a escuchar el galope irregular de un caballo. El feto parecía estar en una posición más estática que activa; a veces se le podía observar levantado las manos o moviendo sus pequeños pies.
El doctor le preguntó sobre sus antecedentes familiares y psicológicos, si alguien en su familia había sido alcohólico o había desarrollado algún otro vicio.
Tiempo después, el doctor quiso averiguar cómo funcionaba el sistema de la clínica donde había sido internada y qué tipo de tratamientos le habían dado. Ella se mostró visiblemente incómoda conforme avanzaba el tiempo, pero no le quedó otra opción que responder a todo.
Hasta que llegó a la parte difícil: hablar sobre los gemelos.
El doctor le había hecho un segundo ultrasonido que había durado otros quince minutos, con la diferencia de que esta vez el aparato se lubricaba y se le introducía a nivel interno, para verificar si había causas de un posible aborto espontáneo e identificar las causas del sangrado vaginal en su embarazo. Las imágenes capturaban todo lo que sucedía en su vientre.
A pesar de que ninguna prueba le había causado dolor alguno, estaba empezando a sentirse ansiosa por terminar y dejar de sentir los espasmos que causaban las fuertes contracciones. Sentía una presión en su abdomen tan fuerte que parecía que alguien estuviera estirando sus órganos hacia abajo solo para hacerla sentir mal; se sentía como soportar el dolor de vientre, pero veinte veces más intenso. Ni estando acostada o sentada se aliviaba ese insoportable dolor de espalda. Tenía ganas de llorar e irse a casa.
—Ya veo... ¿Ha tenido algún otro parto prematuro? Hace un rato le oí mencionar haber dado a luz a gemelos... ¿A qué edad fue eso?
—A los diecisiete, dos años después de haber tenido a mi hijo mayor. Pero eso fue hace doce años. Sin embargo, con ellos tuve un parto normal.
El médico asintió, descartando esa última opción. Aun así, se tomó el tiempo de explicarle que el tener embarazos múltiples podía contribuir a tener un embarazo pretérmino.
El doctor siguió moviendo de un extremo al otro el transductor para ver más de cerca los detalles del bebé, y prosiguió con su análisis.
—De acuerdo, dígame, ¿se ha llegado a sentir estresada o deprimida en estos últimos meses por alguna razón en específico?
Kacey se llevó una mano a la boca, al sentir que sus labios estaban empezando a temblar de nuevo al sucumbir a la tristeza, esa que llevaba atormentándole desde hace un tiempo.
—Sí, por mis hijos. No han aparecido. Se perdieron hace casi seis años, el 8 de mayo de 1992. La investigación no ha avanzado demasiado desde entonces.
El doctor le preguntó cómo fue que sucedió y si ella y su familia estaban yendo a terapia.
Ella se limpió las lágrimas mientras le contaba la tragedia.
—Los niños nos habían estado suplicando que los lleváramos a un parque circense que se encontraba de paso por el pueblo. En su fiesta de inauguración, hicieron una búsqueda del tesoro por todo el parque; se apagaron las luces y, entre tanta gente, los perdimos de vista. Alertamos a la policía que estaba en la feria, pero solo pudieron encontrar a mi hijo mayor drogado en una tienda de fotografía.
Ella observó cómo el médico comenzó a anotar las recetas de los medicamentos que necesitaría antes de decirle el final. Él solo se limitó a asentir con la cabeza al escuchar su historia. Kacey, avergonzada, recibió la toalla que le entregó para sonarse la nariz, y se limpió rápidamente el moco que le había quedado colgando. Se sonrojó un poco y mencionó lo último, dándole tiempo al doctor de que terminara.
—Todavía no han dado con su paradero. No sé si están muertos o vivos, y eso me hace sentir que ya no puedo continuar; no tengo fuerzas para nada, y esa es la razón principal de por qué me aterra estar sobria. Mi familia y yo hemos estado yendo a terapia, pero siento que no me sirve de nada si la situación se sale fuera de mi control, ¿entiende? Siento que no puedo estar bien hasta que obtenga una respuesta de las autoridades, al menos para saber si debo resignarme a enterrarlos o seguir esperanzada de que los encontrarán vivos.
—Lo siento mucho, es una pérdida terrible. Ya con eso tengo suficiente. —El médico se acomodó los lentes. Ella le preguntó, preocupada, cuáles eran las conclusiones del diagnóstico—. Creo que he recopilado bastante información como para comunicarle algunos aspectos generales. Lo primero que debe saber es que está en lo correcto: tiene veintiocho semanas de embarazo. Las pruebas señalan que su cuerpo está en el proceso de labor de parto. Sin embargo, la bebé está muy delicada de salud, y, aun si naciera, no tiene muchas posibilidades de sobrevivir ¿Estaría usted de acuerdo con la posibilidad de hacerle un aborto terapéutico?
El sudor le corría por la frente y su cara estaba roja por el esfuerzo que había hecho para quedarse semisentada.
Inclinó el torso hacia adelante para acercarse un poco más a la pantalla; tenía el rostro petrificado. Miró la imagen del feto moviéndose y le prestó atención a cada detalle de lo poco que podía distinguir de la ecografía; se veía que presentaba un peso muy bajo. Movía la cabeza en negación. Sentía un dolor en el pecho, como si alguien le hubiese clavado una daga. La culpa la embargaba hasta lo más profundo de su ser, y el dolor se hacía cada vez más grande.
No podía volver a sufrir la pérdida de un hijo.
Mientras el médico continuaba haciendo apuntes en el expediente, le tendió una servilleta, algo incómodo.
Ella se llevó una mano a su vientre al sentir otra punzada; el feto se movía bastante. Arrugó la cara al sentir de nuevo las contracciones. Infló las mejillas, intentando ser lo más tolerante posible al dolor; tenía miedo de que se tratara de un aborto espontáneo. Se giró, poniendo el peso sobre su cadera. A veces el dolor cesaba o agarraba más intensidad, no había un intermedio.
Estuvo en silencio por varios minutos. Alzó la vista hacia el doctor, con la mirada melancólica. Apretó los labios hasta que su boca palideció, dio un suspiro, relajó los hombros y asintió, dándole a entender que ya había tomado una decisión.
—No, la verdad no me siento cómoda con la idea de pensar en un aborto si ya tiene seis meses; prefiero hacer lo posible por mi hija ¿Hay algún tipo de riesgo que pueda sufrir en el parto? Es decir..., ¿estará bien? ¿Se puede salvar?
—Siempre habrá varios factores de riesgo, incluso en los partos normales. El personal le suministrará los nutrientes y los fármacos adecuados para asistirla. Y, dependiendo de cómo su cuerpo vaya reaccionando, podremos evaluar si practicarle una cesárea o un parto natural. Hoy mismo pienso comenzar con el tratamiento.
Kacey ni siquiera pudo sostenerle la mirada; estaba tan ensimismada en sus pensamientos que la voz del doctor se hacía cada vez más lejana. Su boca se estaba poniendo bastante seca. El calor que sentía dentro de su cuerpo la estaba sofocando. El aire no le estaba llegando a sus pulmones a causa de la angustia que sentía en el pecho. La vista se le estaba apagando, y todo su ser había entrado en un estado de crisis nerviosa que le estaba provocando un bajón de azúcar. Sudaba frío y las manos le habían empezado a temblar. Era consciente de que el ser viviente que tenía adentro estaba recibiendo sus crisis emocionales a flor de piel.
Cada gota de alcohol que había bebido meses atrás antes de internarse, las interminables resacas... No había duda de que, sin saberlo, le había arruinado la vida a alguien más, mucho antes de que pudiera siquiera llegar al mundo. Le sorprendía ver que aún estaba con vida a pesar del infierno al que la había arrastrado. Era una madre inestable, y era consciente de que no podía ser capaz de cuidar a alguien más.
La inesperada noticia era demasiado para asimilarlo en tan poco tiempo.
—¿Algo más que deba saber?
Las últimas palabras que pronunció el doctor le helaron la sangre.
—Por su estado de salud actual y el peso, me temo que no podrá irse a casa por un par de semanas. Se le comunicarán a su familia los resultados de la ultrasonografía y se repetirá el mismo proceso una vez que dé a luz.
Ocho horas después, el doctor entró en el quirófano con otros expertos en Neonatología y especialistas de diversas áreas, listos para comenzar el procedimiento quirúrgico; Kacey había roto la fuente mucho antes de lo esperado. Se estaba empezando a sentir muy incómoda e invadida por el grupo de personas desconocidas que tenían su cara en medio de sus piernas, las cuales descansaban en las almohadillas que estaban a los extremos de la camilla.
El anestesiólogo le ayudó a levantarse de la cama para ponerle anestesia epidural en la espalda.
Era el momento de dar a luz y enfrentar el pronóstico que le dieran una vez hubiese terminado la cesárea.
Cuando se le terminó de suministrar los medicamentos y nutrientes que necesitaba, solo sintió el picor de la anestesia correr por sus venas y, en cuestión de segundos, se le durmió la mitad del cuerpo y se inició la operación.
Dash se encontraba leyendo en la sala de espera. Las manecillas del reloj casi daban la media noche. Había pasado gran parte de la tarde en el hospital sentado con cientos de revistas viejas sobre cómics de superhéroes.
Otro par de horas lo había pasado eligiendo los CD de música que ponía en el Walkman o hablando con su primo Jace. Dash ni siquiera se inmutó al ver que la enfermera se aproximaba, casi trotando hasta donde estaba su familia. Observó cómo su papá se acercó a ella, desesperado por saber qué noticias tenía sobre su mamá.
—Solo venía a informales dos noticias. La primera es que la señora Hastings ya se encuentra recuperándose en su habitación; presenta un panorama bastante estable en su salud. Se le brindó los medicamentos y se quedará en recuperación hasta que veamos cambios en su estado. La mala noticia es que, la niña nació con menos de un kilo y está presentando una condición bastante delicada.
—¿Dónde se encuentra mi hija? —expresó Trey, agitado.
Una vez que sus dudas fueron resueltas, el grupo se turnó para evitar, por recomendaciones médicas, las aglomeraciones y el estrés de los pacientes. Se les indicó que la bebé estaba en el ala este del hospital, en la Unidad de Cuidados Intensivos, al otro extremo de dónde se encontraba su mamá.
Al ver que sus familiares se desviaron hacia la sala de Kacey, Dash se excusó diciendo que pasaría por el baño. Como nadie se había ofrecido a ir visitar primero a su nueva hermana, prefirió optar por ver cómo se encontraba ella antes que a su mamá. Tenía curiosidad por saber cómo se vería, a quién de sus papás era más parecida y, de paso, ver qué otras noticias tenían las enfermeras sobre su estado de salud.
Dash pasó la mano por la placa que tenía el nombre de su hermanita. La pintura del marcador aún estaba fresca. Él había sido testigo de cómo se grababa cada letra de su nombre en la incubadora donde ella se encontraba.
La bebé tenía un color rojizo. Su piel y su estado de salud eran delicados. Sus pies eran mucho más pequeños que el dedo pulgar de la mano de Dash. Aunque era consciente de que no podía ni siquiera tocarla, se acercó a echarle un vistazo más de cerca al interior de la incubadora. Permanecía con los ojos cerrados, cubierta por sábanas de tela de todo tamaño, que la protegían de las extremas temperaturas del aire acondicionado de afuera. Le habían puesto una mascarilla de oxígeno y unos cables parecían tenerla atada de brazos y manos; aun así, le quedaban casi que flotando.
Phoenix se seguía viendo como si todavía estuviera formándose en el vientre. Sus rasgos faciales estaban bien desarrollados, pero los dedos de sus manos, sus pies y su nariz parecían un botón de lo pequeños que eran.
¿Sacaría los ojos celestes de su papá? ¿Se parecería a él cuando se hiciera grande? ¿Se recuperaría o terminaría perdiéndola, como a los gemelos? ¿Se lograrían llevar bien? Miles de preguntas pasaban por su cabeza en ese momento.
Dash observaba en silencio cómo el pequeño pecho de su hermana subía y bajaba con una respiración bastante lenta. Los cables la rodeaban de pies a cabeza monitoreando cada segundo de su existencia.
No había escuchado sobre un caso de un bebé prematuro, pero sentía cierta curiosidad por ver qué les depararía el futuro a ambos y a su familia, por ver qué sería de ella cuando se hiciera grande. Lo conmovía presenciar la tranquilidad y la ternura de una bebé indefensa que estaba luchando entre la vida y la muerte.
Con unos zapatos de plástico puestos, una doble bata gigante de color turquesa, una gorra de plástico para el pelo y sus guantes de látex, se quedó observando por otro rato más el entorno. Algunas madres lloraban en un rincón al ver que sus hijos habían perdido la batalla; otras se veían ansiosas por ser la mamá canguro de sus hijos y darles calor por primera vez en sus pechos, pero a la vez no se sentían cómodas al escuchar que alguien más sufría deseando la oportunidad que ellas tenían. El ambiente era complicado, estresante y comprometedor, tanto para el personal como para cualquiera que estuviese sentado en la sala, por el hecho de que no se podía aliviar el dolor de aquellas familias que sufrían.
Su hermana había nacido casi a medianoche del famoso día del Desfile del Torneo de las Rosas, el 1 de enero de 1998. Todo el hospital había adornado los pasillos desde temprano con diversas figuras hechas de rosas de colores, y esa sala no era la excepción. Los recién nacidos se entregaban en una bota de Navidad con su nombre bordado en ella.
La retransmisión de los ostentosos diseños de las carrozas que paseaban por Pasadena, en California, se apreciaba en la pantalla del pequeño televisor que se encontraba en el recinto.
Después de unos quince minutos, Dash se retiró del lugar con sentimientos encontrados. Fue el último en dignarse a ver cómo estaba su mamá. Le preguntó cómo se sentía y le dijo que lamentaba haber subestimado su estado de salud y desear haber estado más pendiente del televisor.
Su mamá aceptó sus disculpas.
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