Llegarán lluvias suaves...


- Vamos, niños -dijo Lynn, tomándolos por los hombros-. Rita y su padre necesitan hablar a solas.

Los niños dirigieron una mirada rápida hacia el abuelo, y el buen señor les guiñó un ojo. Esperó unos segundos después de que salieron y se arrellanó en su asiento. Después adoptó una actitud solemne, mirando directo a los ojos de su hija.

- Mira hija. Técnicamente, no puedes evitar que yo me lleve a Linka. La niña no existe en este universo. Legalmente, no es una persona; nadie puede demostrar su existencia. Y esos papeles falsos que le sacaron no soportarían el escrutinio de la ley. En cambio, los análisis y pruebas físicas que te mostré son concluyentes. Nadie me puede declarar incapaz para cuidar una criatura. Y por si eso fuera poco, tengo un par de amigos en los Altos Mandos de la Amada que me deben favores. Ellos estarán encantados de ayudarme, o de ser mis testigos en lo que necesite.

Rita suspiró, pero decidió no interrumpir a su padre.

- Además, ¿por qué hacer esto más traumático y doloroso? La niña merece una oportunidad, hija. No hay motivo para que hagamos una pelea y rompamos los lazos que tenemos. Sé que no fui el mejor de los padres para ti. Sé que estuve lejos mucho tiempo, pero... Esta vez, será diferente. Tengo todo mi tiempo, mi salud, y mis energías para sacar adelante a esa niña. Ahora que ya estoy viejo, creo que puedo ser un mejor padre. Entiendo muchas cosas que antes no podía.

La mujer miró a su padre, y volvió a tener aquellos sentimientos encontrados que la habían acosado durante toda su vida. Lo amaba mucho. Pero también estaba resentida con él

- Papá -dijo lentamente-. Sé que te puedes hacer cargo de Linka. Sé que estás saludable y lúcido, y que lo seguirás estando durante muchos años, pero... No es eso lo que me preocupa. También sé que no puedo impedir que te la lleves y que cualquier batalla legal sobre esto no tiene ningún sentido. Son otras cosas, papá. Me dan miedo otras cosas, que son mucho más difíciles y crueles de decir.

Mientras hablaba, los ojos de Rita se fueron llenando de lágrimas. Aquello comenzaba a lastimarla demasiado. Los fantasmas y las culpas de su pasado regresaban otra vez; con mayor fuerza nunca. Su corazón se desgarraba una vez más

- Yo... La verdad es que no quiero a esa niña cerca de mi hijo. ¡No la quiero! Ella puede perjudicar a mi niño. ¡Podría hacerle mucho daño!

Albert abrió los ojos por la sorpresa. No podía creer que su hija estuviera hablando en serio.

- Rita -dijo entre dientes-. ¿Te das cuenta de la aberración que estás diciendo? ¡Es una pequeñita de once años, muy tierna y cariñosa; y tú hablas de ella como si fuera una mujer fatal! ¡Lincoln la rescató de ser abusada y maltratada! ¿Cómo te atreves a decir que ella puede ser peligrosa para tu hijo?

- ¡Pues precisamente por eso, papá! -estalló la mujer- ¡Porque es tierna, cariñosa, y Lincoln está embobado por ella! ¿Ya sabes lo que hicieron? ¿Quieres que te lo muestre?

Albert suspiró. ¡Así que era eso! Tuvo que haberlo imaginado.

- No hace falta, Rita. Lo supe ayer, cuando hablé con ellos. No me lo dijeron claramente, pero no había manera de que lo ocultaran.

- ¡Oh! ¡Y debo suponer que tú lo apruebas! -dijo Rita, exasperada.

- ¡Claro que no, Rita; pero tenemos que ser realistas! Supongo que ya estás al tanto de todo lo que han vivido juntos y de todo lo que le hicieron a Linka. Esos dos han creado un lazo muy fuerte, y bueno... Aunque no estén en edad de hacerlo, tiene cierta lógica que hayan acabado... intimando, digamos.

Rita se mesó los cabellos de pura frustración. No podía entender que su padre los apoyara. ¡Aquello no estaba bien! ¡No estaba bien, por dios!

- Papá, ¡Escúchate, por favor! ¡Esos dos se van a fastidiar la vida! ¿Sabes lo que puede pasar si ella se embaraza? ¡No quiero eso para mi hijo! ¡No quiero que él cometa los mismos errores que yo!

Tan pronto como dijo eso, Rita se quedó callada y sintió que su rostro enrojecía. La furia y la desesperación a hicieron revelar un secreto que había mantenido casi oculto durante 31 años. Miró brevemente a su padre, y se dio cuenta de que Albert la veía sorprendido, pero no asombrado.

Por unos momentos, ninguno de los dos dijo nada. A Rita le estaba costando mucho trabajo asimilar su desliz, pero Albert no se aprovechó inmediatamente de la ventaja que le daba la situación.

- Rita... ¿Entonces... Tú...

El hombre dejó la frase deliberadamente inconclusa. El rostro de Rita se descompuso, y las lágrimas comenzaron a brotar sin que pudiera controlarlas. Se llevó las manos al rostro, y por unos momentos no pudo confrontar a su padre. Volvió a ser una adolescente llena de temor y vergüenza.

- Sí, papá... Yo -dijo a media voz, y se tomó unos instantes para reponerse lo suficiente-. A mí me pasó.

Albert apretó los labios y no dijo nada. Rita había perdido cualquier ventaja que pudiera tener en la discusión, y ambos lo sabían. Por eso, prefirió dejar que ella mostrara sus últimas armas de una vez.

- Entenderás que no quiero que le pase lo mismo a mi Lincoln. ¡Es un niño, papá! ¡Él no debe sufrir esas cosas! No quiero que cometa los mismos errores que... Que yo.

El anciano guerrero asintió sin decir nada. Esperó unos segundos, y dijo lo más calmado que pudo.

- Bueno. Y supongo que piensas que lo mejor será apartarlo para siempre de ella. Crees que es una buena idea separarlos por la fuerza, dejar que lloren por su amor perdido, y que Lincoln te culpe por eso todo el tiempo que te quede de vida.

- ¡Son niños, papá! ¿Qué pueden saber ellos del amor?

Albert sonrió. De algún modo, supo lo que tenía que hacer. Era como si la idea le hubiera llegado de fuera. Como si alguien la hubiera plantado en su mente.

- Hija. Sé que no he sido el mejor de los padres -dijo con calma-. Sé que no estuve allí cuando me necesitaste, y que preferí dedicarme a servir a mi país, antes que a mi familia. Pero a pesar de eso, creo que te conozco un poco, mi amor. Te vi del brazo de tu marido cuando te casaste. Te vi recibir a tus niños, arrullarlos... atenderlos. Sé que sabes amar, y sé que siempre lo has sabido. Así que dime, ¿acaso no amabas al muchacho?

Rita se quedó sin habla. Un tropel de imágenes y recuerdos comenzaron a pasar por su cabeza. Eran recuerdos y nostalgias que creyó superadas mucho tiempo atrás. Incluso recordó las duras palabras de su madre, y las utilizó para responder a su padre de la misma forma.

- ¡Fue un error! ¡Fue algo que nunca debí hacer!

- No te pregunté eso, hija -continuó Albert, con el mismo tono calmado-. Lo que te pregunté es: ¿Tú amabas a ese muchacho?

Rita abrió y cerró la boca varias veces. Sentía que se ahogaba. El dolor, la añoranza y la desesperación la acometieron a la vez. Por un instante volvió a tener trece años, y a experimentar lo que sintió cuando su madre la llevó con aquel médico asesino...

- Papá... yo... no... -comenzó, pero no pudo continuar.

Albert sintió pena y malestar por su hija. No le gustaba nada remover esos recuerdos tan dolorosos en ella. Pero por más que le doliera, sintió que era el momento y no podía claudicar. Tenía que romper por completo con su última resistencia. Rita y también él, tenían que entender.

- Lo amabas, ¿verdad? Tanto como has llegado a amar a tu marido y a tus hijos...

Eso fue todo lo que Rita pudo resistir. Todo su rostro se contrajo en un rictus de dolor, y comenzó a llorar. Un llanto intenso y cruel, causado por el dolor que había reprimido durante tantos años.

***

Albert acudió presto al lado de su hija, y ella se refugió de inmediato en sus brazos. La mujer lloró como una niña en brazos de su padre; mientras el viejo guerreo acariciaba su cabello y la consolaba. Por momentos, el hombre sintió cómo su propio llanto afloraba.

- Hubo algo más, ¿verdad amor? -dijo Albert, cuando ella se hubo calmado un poco-. Algo que solo tú y tu madre supieron...

- Papá... -musitó ella.

- Está bien, mi amor. No me digas más. Yo ya lo he adivinado.

Rita se apartó de su padre, se secó las lágrimas, y procuró sobreponerse un poco antes de hablar.

- No papá. Creo que... Hice muy mal al no decirte, pero... Pero mamá... Ella me dijo que si tú sabías... Me correrías de la casa. Me dijo que... ¡Qué me ibas a dejar de querer!

Las últimas palabras de Rita salieron arrastradas, ahogadas las lágrimas y el dolor. Albert frunció el ceño, y sintió aflorar un llanto de pura rabia y frustración. Nunca había amado realmente a su mujer, pero esto era...

Su mirada volvió a caer en su hija, así que aspiró hondo y procuró serenarse. Lo que hubiera pasado, ya no importaba. Su exmujer estaba muerta: era su hija la que sufría. La tomó de nuevo entre sus brazos y besó sus cabellos dorados.

- Mi amor... Tengo que decirte algo: yo jamás hubiera hecho eso. ¡Yo te adoro, y te adoraba también en aquellos años! Si tú me hubieras dicho lo que pasó, francamente no sé cómo hubiera reaccionado. Pero puedes estar segura de una cosa...

Tomó el rostro de su hija por las mejillas y limpió le limpió las lágrimas con sus dedos.

- Nunca, nunca te hubiera sacado de nuestra casa. ¡Y nunca te hubiera dejado de amar! ¿Tienes idea de cuantas misiones peligrosas afronté en esos años, mi amor? Muchísimas. ¿Y sabes qué era lo que me daba la fuerza y la presencia de ánimo para regresar vivo? ¡Eras tú mi, Solecito! Siempre pensaba en que me tenía que cuidar, porque ansiaba regresar a tu lado. Porque quería estar contigo, y seguir enseñándote cosas. ¿Recuerdas cuando piloteamos el avión fumigador? ¿Y el tanque de guerra?

Rita se olvidó por un momento de su tristeza, y pudo sonreír un poco. Comenzó a sentirse menos triste, menos dolida. Hacía muchos años que su padre no la llamaba Solecito.

- Claro que sí -respondió.

- ¿Y recuerdas cuando leíamos poesía juntos? ¿Te acuerdas de nuestra poesía favorita?

- Sí, papí -dijo ella, y colocó la cabeza sobre el hombro de su padre.

El viejo guerrero comenzó a recitar con voz suave y calmada. Después del primer verso, la voz de su hija se unió a la de él:

Llegarán lluvias suaves y el olor a tierra mojada,
y golondrinas revoloteando con su brillante sonido.
Y ranas en los estanques, cantando en la noche,
y ciruelos silvestres de trémula blancura.

Los petirrojos vestirán su plumoso fuego,
silbando caprichosos sobre el cercado.
Y nadie sabrá de la guerra, nadie
se preocupará cuando llegue a su fin.

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
si toda la humanidad pereciera.
Y la propia primavera, cuando despertara al alba;
apenas sabría de nuestra partida.

Terminaron de recitar. Rita sonreía, y musitó débilmente:

- Sara Teasdale.

- Sí, mi amor. ¿Te confieso una cosa? Me tomó toda mi vida entender el significado de este poema. Yo pensaba que hablaba del fin del mundo, pero conforme me hago más viejo y veo más cerca mi final, me doy cuenta en verdad habla del fin de la vida. ¿Qué somos, Rita? Una estrella fugaz. Un suspiro. Polvo en la inmensidad de un universo frío e insensible. He visto tantas cosas terribles en mi vida que, ahora que soy un viejo, dudo mucho de que realmente exista un dios.

Rita suspiró. Normalmente, se hubiera opuesto a esa idea con todo vigor. Pero no en ese momento. No después de recordar tanto dolor e injusticias. Aún le dolía no haber podido abrazar jamás a ese pequeño, que permaneció unos pocos meses en su vientre adolescente.

- Entonces, si pensamos que no hay un dios, ¿qué nos queda en esta vida, mi amor? Nada. Solo el amor que hemos dado, y lo que han producido nuestras obras. ¿Cómo recuerdas a tu madre después de aquello, Solecito? ¿Te parece justo lo que te hizo?

La mujer cerró los ojos y aspiró con fuerza. Se quedó callada. Aún ahora, le era muy difícil decir exactamente lo que pensaba de su madre.

- Yo sé de eso, mi amor. ¡Vaya que sé de eso! ¿Me permites que te cuente una historia? ¿Quieres saber por qué puedo entender todo lo que tú sientes? ¿Quieres saber por qué te hubiera comprendido en ese entonces?

Rita afirmó con la cabeza, y Albert le contó brevemente la historia de él y Mei Ling. La mujer escuchó todo, enmudecida por la sorpresa. Cuando su padre acabó, todavía pasaron unos segundos antes de que pudiera hablar.

- ¡Papá! Pero... ¡Esto es... Tan cruel, tan injusto! Pobre de Mei Ling... ¡Y pobre de ti, papá! ¡Te hicieron exactamente lo mismo que a mí!

- Así es, mi amor. Mucho antes de conocer a tu madre, hubo una mujer a la que le entregué mi ser entero. Y hasta antes de que tú nacieras, fue la única mujer a la que amé de verdad. Tienes razón, mi amor: nos hicieron lo mismo a los dos. Yo llevo en mi alma el mismo peso que tú. Así que ahora te pregunto. ¿Hemos de hacerle lo mismo a Lincoln y a Linka? ¿Ellos deben sufrir lo mismo que nosotros?

Rita miró el rostro atribulado de su padre, y tuvo que bajar la mirada. No dijo nada, pero Albert insistió.

- ¿Te parece justo que ellos sufran lo mismo que nosotros, Solecito? ¿Debemos darles el mismo dolor que nos ha desgarrado durante toda nuestra vida, y confiar en que lo van a superar? ¿Te parece justo?

La mujer suspiró. La respuesta era obvia.

- No. No es justo, papá. Tanto dolor puede hacer que... Tengo que confesarte algo: yo intenté... terminar con mi vida -dijo Rita, avergonzada.

Albert asintió.

- Yo también, corazón. No lo hice por mi propia mano pero, ¡tomé tantos riesgos estúpidos en los años siguientes! Solo dejé de hacerlo cuando supe que tu madre estaba embarazada.

Rita afirmó en silencio, y durante un par de minutos, no se escuchó nada más en aquella habitación.

- Está bien, papá. Pero entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Dejarlos vivir juntos? ¿Ayudar a Lincoln a que invierta bien su dinero, y que puedan vivir de ello? ¿Qué haremos entonces?

- No, mi amor. Siguen siendo niños, y necesitan educación. ¿Por qué no dejarlos tener un noviazgo normal? Sabemos que son muy precoces, pero es nuestro deber educarlos para que se cuiden y controlen sus ansias hasta una edad más apropiada. Lincoln es tu hijo0 y de Lynn. No rehúyan educarlo para que ejerza responsablemente su sexualidad. Yo puedo ayudarlos con eso. Y en cuanto a Linka... Bueno, estoy seguro de que puedo hacerlo también con ella. Después de todo, ya estoy viejo y no soy su padre. Es posible que a mí me haga más caso.

- Sí... -dijo Rita, pensativa-. Cada uno viviendo en su casa con sus padres o su tutor. Pueden salir juntos los fines de semana, y verse en la escuela como todos los niños normales...

- Podría funcionar, hija. ¿No crees? Pero tenemos que ponernos en nuestro papel, y fajarnos los pantalones cuando sea necesario. Lynn y tú ya no pueden rehuir su responsabilidad.

Albert dijo eso último con toda seriedad, y Rita enrojeció como un tomate. Ni hablar. Ella y su marido tenían que hacer lo que tenían que hacer. Era hora de que se comportaran como verdaderos adultos

- Sí. Supongo que podemos hacerlo -concluyó Rita.

- Así me gusta. De todos modos, recuerda que yo siempre podré echarles una mano con eso. ¿De acuerdo?

Rita afirmó con la cabeza. Albert rodeó los hombros de su hija, y ella lo abrazó con fuerza.

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