56 • ¿Sabes cosas vergonzosas de ella?
—No te hará daño —me asegura—. Es un hombre tranquilo.
—No lo sé, bonita, el día de la ceremonia de tu mamá... bueno, digamos que las miradas que me echaba no eran de paz precisamente —aparco frente a su casa, sintiendo nervios.
Presentía el desastre venir, y ahora sé que no debo de ignorar mis presentimientos desde lo de hace unas horas.
—Dave, tranquilo —me asegura Mónica por enésima vez—. Mi papá no te hará nada, solo estarán solos unos minutos en los que me arreglo.
—¿Y no puedo subir contigo? —sugiero con una sonrisa.
Mónica arquea una ceja.
—Si subes conmigo ahí sí dirá algo y te arrastrará a la sala.
Resoplo observando la casa de Mónica, empezaba a asustarme lo que podría pasar allá adentro.
—¿Y si me quedo aquí con Argonauta?
—Venga ya, no seas cobarde —anima de la peor forma—. Andando, que se hará tarde después.
Soltando un suspiro lastimero, quité el cinturón de seguridad y salí del auto, siguiendo a Mónica al interior de su casa.
—Solo relájate —me dice ella antes de abrir.
Pasé saliva y la seguí.
Me sorprendió que cuando entré había una decoración diferente en la sala. El juego de sofás estaba repartido de otra forma al igual que los otros muebles y gabinetes. El ambiente en esa casa se sentía muy diferente que hace un tiempo, se sentía más relajado, más fresco.
Me alegró saber que poco a poco la familia Reynolds iba avanzando, cada uno a su paso, pero avanzando después de todo.
—¿Papá? —llama Mónica, espiando en la sala de estar.
Oímos unos pasos bajar de la escalera.
—¡Nica! —saluda Miguel, el hermano de Mónica—. ¡Y Dave! Amigo, que agradable verte —viene hacia mí y choca los cinco conmigo.
Mi relación con Miguel Reynolds no es que era la gran cosa, igual que su hermana lo conozco desde que somos niños, cuando la Mónica más niña solía quedarse dormida de agotamiento, Miguel y yo jugábamos a las atrapadas o con algún balón de fútbol que nos proporcionaban nuestros padres. Eran tardes divertidas y más cuando llovía y el patio se llenaba de lodo, teníamos una excusa para ensuciarnos como dos críos de ocho y nueve años.
Estoy seguro que mi infancia no hubiera sido lo mismo si los hermanos Reynolds no hubieran estado en ella.
—¿Y papá? —pregunta Mónica a su hermano, quién se encontraba dándole mimos al cachorro a mis pies.
Vale, Mónica no me mintió, a su hermano le encanta ese perro.
—Salió hace como una hora —informa Miguel y yo dejo ir aliviado el aire que retenía—. Y no adivinarás con quién.
—¿Sara?
Su hermano asiente con una sonrisa, cargando a Argonauta.
—Así es, y se le veía bastante elegante, eh.
—¿Sara no es la enfermera de la universidad? —me atrevo a indagar.
—Así es —me responde Miguel—. Al parecer ella y nuestro querido padre andan arrojándose los tejos.
Vaya.
—Quisiera quedarme para cuando llegue, pero ansío ir más a Nueva York, así que si me disculpan, me iré a arreglar.
Y así, mi querida novia nos deja a su hermano y a mí solos en la sala de estar con la sola compañía de un cachorro mestizo que parece bastante agusto en los brazos de Miguel.
—Adoro a este chico, es increíble —admite Miguel, yéndose a sentar en uno de los sofás, yo lo seguí—. No sabía que necesitaba tanto un perro hasta que Nica lo trajo a casa. Es una bonita compañía.
Como si lo hubiera entendido, Argonauta ladra y mueve la cola emocionado.
—Se quedará contigo este fin de semana, ¿No? —me pregunta, acariciándolo detrás de la orejas.
—Sí, fin de semana de chicos.
Miguel se ríe.
—Bueno, te iba a preguntar si puedes dejarlo aquí esta noche, claro que mi hermana no tiene que saber eso —mira hacia las escaleras—. Es un poco egoísta cuando de Argonauta se trata, y los dulces, y su comida, y... en fin, muchas cosas.
Eso no se lo iba a negar, Mónica sí es un poco mezquina y egoísta.
—Vale, no tengo rollo —él festeja con un «¡Sí!»—. Te agrada bastante tenerlo aquí.
—Te lo dije, no sabía que necesitaba tanto un perro hasta que Nica lo trajo, es bastante relajante además de una buena compañía. ¿Verdad que sí, amigo?
Argonauta ladra en respuesta.
—¿Puedo... hacerte una pregunta, Miguel?
—Claro —por un momento, deja de hacerle mimos al cachorro para mirarme. Miguel tiene el mismo color de ojos que Mónica y muchos rasgos parecidos a los de ella. Pero, la verdad, yo sigo prefiriendo a mi novia.
—¿Por qué todos ustedes la llaman «Nica»? —él deja ir una risa—. Se los he escuchado mucho.
—Es un apodo que tenemos desde hace años, todos en mi familia la llaman así, pero es algo más entre mis padres y yo, y claro, mi primo Antonio.
»Todos le tenemos algún apodo a Mónica, Amapola le dice «Moni», Luke le dice «Mona»
—Mi hermana la llama «Monik»
—¿Ves? Todos le tenemos algún apodo, por tonto o bonito que suene. El «Nica» es el más viejo de todos, cuando era pequeña, Mónica no sabía escribir ni decir su nombre —aguanto las ganas de reír—. Sí, era algo muy gracioso. Hubo una vez en un examen de jardín de niños donde en vez de poner «Mónica Reynolds» solo había puesto «Nica Reynol» de ahí viene el que todos la llamemos así.
»Claro, ella no recuerda que la historia va así y solo piensa que la llamamos «Nica» porque Amapola ya la llama «Moni»
—La verdad, yo también creí que era por eso.
Miguel ríe.
—Ya ves que no. Es una gran historia, incluso mis padres aún tienen ese examen guardado por ahí.
—Me encantaría ver eso —digo, riendo.
—En cuánto lo encuentre, créeme que te lo enseñaré. Necesito más gente para ayudarme a molestar a mi hermana.
Constantemente yo le estoy jugando bromas de doble sentido, así que ya soy parte de esa «gente» desde hace un tiempo.
—Es increíble que seas novio de mi hermana.
—Sí, a mí también me resulta increíble —admito, haciendo una pequeña mueca.
Otra vez, Miguel espía hacia las escaleras.
—Oye, sé que conoces a mi hermana, pero ¿Lo haces realmente? —fruncí el ceño—. Ya sabes, amigo, ¿Sabes cosas vergonzosas de ella?
—Bueno... sé que ronca un poco, y babea. También cuando se despierta tiene el pelo como la melena de Simba.
—Es cierto, pero es una de las tantas cosas vergonzosas de mi hermana.
—¿Acaso la estás exponiendo? —pregunté, riendo.
Miguel encoge los hombros.
—Oye, es mi venganza. Ella hizo lo mismo hace un tiempo.
Le doy mi mirada de «Eres una mierda, amigo» que solo lo hace reír. Aunque igual no me niego a la información porque sé que Mónica sabe algunas cosas de mí y se me apetece saber algo más vergonzoso de ella.
No creo que sea posible saber algo más vergonzoso que haberla visto babear dormida.
Uno nunca sabe.
—Nunca le regales flores a mi hermana —advierte pero parece pensarlo bien—. Bueno, no le regales tulipanes. Es extremadamente alérgica a los tulipanes.
—¿En serio?
Asintió.
—Le crea una fea reacción alérgica en la piel, además de congestión nasal. Es horrible, le da pinta de una manzana mutilada.
—Vale, nada de tulipanes.
Miguel piensa mientras acaricia detrás de las orejas de Argonauta, el cachorro jadeaba relajado sobre su regazo.
—Odia los gatos, en serio. Los odia con toda su alma seca.
—Pero si los gatos son guais.
—Lo sé, pero mi hermana los odia profundamente.
Muy bien, nada de gatos ni tulipanes para Mónica. Esto más que proporcionarme datos vergonzosos, me daba unos muy necesarios para no cagarla con ella.
Hay un corto silencio en dónde Miguel solo piensa algo más para decirme de su hermana, en serio esperé algo vergonzoso, pero creo que esos ya los he visto yo mismo.
—¡Oh! ¡Ya sé! —exclama—. Hubo una vez en dónde Nica casi...
—¡¡Cállate, cállate, cállate, idiota!! —los gritos de Mónica me hacen dar un respingo en mi asiento y hacer ladrar a Argonauta—. ¡Llegas a decir algo y te mato, Miguel Ignacio Reynolds!
Ignacio.
Nuestro segundo nombre es «Robert», ese está muchísimo mejor.
Mónica llega con nosotros en la sala y apunta amenazante a su hermano con un cepillo de cabello.
—Habla y ya sabes qué te va a pasar.
Miguel alza ambas manos en señal de paz.
—Vale, vale, me callo —me da una mirada acompañada de un encogimiento de hombros—. Perdón, Wyle, ya no podrás saber el día más vergonzoso de la vida de Mónica Ann Reynolds.
En cuanto termina de decirlo, me golpean detrás de la cabeza.
—¡Auch! —miro confundido a mi novia—. ¿Y eso por qué?
—Por idiota —es toda su respuesta—. Iré a buscar mi mochila —señala otra vez a Miguel—. Hablas y te mato, Miguel.
Mónica no se tarda ni cinco minutos, quizá temerosa de que su hermano me cuente esa vieja anécdota. Cuando volvió con nosotros a la sala, llevaba la mochila al hombro, el pelo amarrado en una coleta alta y una chaqueta negra amarrada a la cintura.
—¿Nos vamos? —me pregunta a mí.
Asentí levantándome de mi lugar.
—Vamos.
Mónica se despide de su hermano con un rápido abrazo que termina con ella dándole un golpe detrás de la cabeza, al menos no fui el único lastimado. También insiste en llevarse a Argonauta, pero Miguel y yo la disuadimos alegando que yo volvería por él en un rato, costó que nos creyera, pero luego de darnos un mirada de ojos entrecerrados, dijo:
—Vale, vámonos.
Creí que al irnos Argonauta ladraría lastimero, pero no, el cachorro solo se echó junto a Miguel en el sofá mientras él veía la televisión.
—Me siento traicionado —admito encendiendo el auto y saliendo de acorn street.
—Sí lo vendrás a buscar después de dejarme en la estación de autobuses, ¿No?
—Eh...
Oigo a Mónica suspirar.
—No lo harás, ¿Verdad?
—Bueno...
—No, no lo harás.
En este tipo de situaciones odio lo mal mentiroso que puedo ser.
No eres mal mentiroso, es a ella que no le sabes mentir.
Cosa que es verdad y algo que me tiene bastante jodido en lo que a ella respecta.
De camino a la estación de autobuses, Mónica enciende la radio y su increíble don aparece cuando encuentra Cheap Trills de Sia entre un montón de canciones basura que ponían en otras estaciones. Si Mónica trabajara en una radio, sería una de las más escuchadas por su gran gusto musical.
Fueron diez minutos en los que tardamos en llegar a la estación de autobuses en la 700 de la avenida Atlantic, dónde estaban varios compañeros de Mónica esperando la salida del autobús que iba a Manhattan, Nueva York. Estaciono mi coche y ayudo a mi novia a bajar su mochila con ropa para este fin de semana, aunque solo se va dos días, sí está un poco pesada.
—¿Pero qué llevas aquí? —la acomodo sobre mi hombro.
—Unas cosas que tengo que dejar en Manhattan.
Arqueé una ceja hacia ella.
—¿Okey?
Mónica ríe desatando las mangas de la chaqueta que lleva amarrada a la cintura de forma distraída para apoyarla sobre sus hombros. En su casa no lo había notado, pero esa chaqueta es una de la que hace un tiempo no veo.
—Creí que te habías desecho de ella.
—Nah', ¿Cómo crees? Es bastante calentita.
—Mi chaqueta conocerá Nueva York, guay.
—Ex-chaqueta, Wyle —corrige ella—. Ahora me pertenece.
—Y no dudo que te queda mejor a ti que a mí.
Mónica solo rueda los ojos sonriendo. La conozco tan bien que sé que ese gesto no lo hace por la maldad que un inicio lo hacía, supongo que es una forma bastante peculiar de Mónica de hacer o decir algo lindo.
O solo eres tú diciendo chorradas.
—¿Qué harás tú este fin de semana? —apoya su peso en su otra pierna, volviendo a amarrar la chaqueta de su cintura.
—Eh, no lo sé. No creo que gran cosa —encogí los hombros—. Quizá ir a la casa de mis padres, cumplir mi turno en el hospital. Nada complejo, no todos nos vamos un fin de semana a Nueva York a visitar un gran museo.
—Eres idiota, Dave —menea la cabeza, observandome divertida.
Le doy un toque en la nariz que la hace arrugarla como conejo, la misma acción que cuando miente.
—Nunca en mi vida he salido con una chica que me llame tanto «idiota».
—Ya sabes, me gusta ser la primera en muchas cosas de tu vida.
—Y espero que lo seas en un montón más, bonita.
El leve sonrojo de sus mejillas me hace sonreír. En serio que esta chica me encanta muchísimo, y joder, en serio quiero que ella sea la principal y única en muchos ámbitos de mi vida.
Antes que Mónica pudiera darme una respuesta, el estruendoso claxon del autobús entrando a la estación nos sobresaltó a los dos. En cuanto estuvo estacionado, la clase de Mónica empezó a agruparse para subirse al transporte.
—Bueno, nos veremos el domingo por la tarde —ella se acerca a mí para ponerse de puntillas y, en vez de dejar su clásico beso en mi mejilla, deja uno corto y cariñoso sobre mis labios.
—Adiós, bonita.
Le pasé su mochila y ella se alejó con su grupo. El autobús en aproximadamente quince minutos se llenó de pasajeros que iban hacia Manhattan. Antes de volver a salir de la estación, por una de las últimas ventanas veo a Mónica agitar su mano en despedida, gesto que le devuelvo.
Luego, el autobús salió directo hacia Nueva York.
-
—Eso no parece una habitación de hotel de segunda mano neoyorquino.
Mónica ríe volviendo a la cámara frontal.
—Es que no lo es —responde—. Es la vieja habitación de mi papá en el apartamento de mi abuela. Aproveché que mi abuela vive en el Upper East Side para quedarme aquí este fin de semana.
—¿Y tú profesor lo permitió?
—Le conviene —hay movimiento de su lado—. Muchos de mis compañeros tienen familia aquí, así que aprovecharon para quedarse con sus familiares. Son solo unos pocos que se quedaron en el hotel.
—Vaya... —murmuro. Empujo mis lentes para que se mantengan sobre el puente de mi nariz—. Aún me sorprende eso que tu papá sea de Nueva York, no lo imaginé.
Mónica encoge los hombros.
—Tuvo esa clásica historia con mi mamá de una relación a distancia cuando debía de volver, y como ves, sí lo lograron.
—Claro, y ahora tú estás pisando la tierra y yo soy el afortunado que a podido conseguir ser el primero en conocer ese hermoso cuerpo.
—¡Dave! —regaña Monica desde el otro lado, furiosamente sonrojada.
Ni estando en otro ciudad le impide regañarme.
—Pero si no me has dejado terminar —ella no deja de mirarme mal—. También soy un afortunado por tenerte y poder decirte «mi novia».
Verla rascarse la nariz, aún con el rostro sonrojado y luego dejar tímida su mechón blanco detrás de la oreja me hace soltar una risa corta a la que ella se suma unos segundos después. Ver qué con mis palabras puedo causar eso en Mónica y que ella con solo sonreír me haga sentir un montón de cosas más, descubro que Mónica tiene más poder sobre mí de lo que yo lo tengo en ella.
Joder, me tiene estúpidamente enamorado, ¿Cómo apenas me doy cuenta?
—Es raro que estés usando tus lentes —me dice, no tan sonrojada pero con una nota clara de nerviosismo en su voz—. Te ves lindo cuando los tienes puestos.
—Vaya, me has dicho «lindo», ¿Tengo que llevar mis lentes para poder recibir un cumplido tuyo?
—Supongo que sí —agrega un encogimiento de hombros al final.
—Mi bonita siguiéndome el juego, ¿Qué te está haciendo Nueva York?
Mónica ríe meneando la cabeza, quizá pensando algo como «Que idiota eres». Venga ya, ella me tiene así, que se atenga a las consecuencias.
—¿Por qué los llevas puestos? Que yo sepa, solo los llevas cuando conduces de muy noche o lees.
Tomé el libro que reposaba en mi regazo para enseñárselo.
—¿Es un recetario? —pregunta frunciendo el entrecejo.
Vuelvo a dejar el viejo libro sobre mi regazo y acomodo mis lentes. Una cosa que odio de los lentes de pasta es que siempre hay que estar acomodándolos.
—Es el viejo recetario de mi abuela materna —respondo—. Mi mamá me pidió que lo revisara a ver qué encuentra para hacer en el almuerzo, pero como me has llamado, he dejado de revisar.
—Oh —hace una mueca—. Mejor dejo que sigas, hablamos luego, ¿Vale?
—Vale, adiós, bonita.
Mónica antes de colgar se despide agitando la mano y con una sonrisa.
Cuando la llamada estuvo cortada, suspiro dejando mi móvil de lado y volviendo a tomar el viejo recetario de mi abuela. Las páginas amarillentas hacen que sea un poco complicado para mi dañada vista leer las letras de las viejas recetas de la familia Donson, incluso con mis lentes estoy forzando un poco la vista, algo que me está causando dolor de cabeza.
—¿Lograste encontrar algo, hijo? —me pregunta mi madre, entrando a la sala de su casa amarrandose el delantal.
—No —respondo intentando leer—. No creo poder seguir leyendo, mamá. Ya me empieza a doler la cabeza.
Mamá se sienta a mi lado en el sofá de la sala y toma el viejo recetario, antes de ponerse a leer me da una mirada preocupada.
—Deberías ir al oftalmólogo, Dave. Ya a pasado casi un año de que te recetaron esa fórmula para los cristales, quizá ya deberían hacerte una nueva revisión, a ver qué tal todo.
Suspiro echándome hacia atrás, apoyándome en el respaldo del sofá. Eso de ir al oftalmólogo no me daba buen rollo, ¿A quién, en realidad? Que alguien te diga que tú vista se va jodiendo un poco más cada día, sí, que lindo eso.
—Haré cita después —mi mamá me mira mal—. Oye, puede ser solo porque esas páginas están tan viejas que la letra casi ni se entiende. No todo tiene que ver con qué tenga astigmatismo.
Es el turno de mamá de suspirar.
—No te diré nada más —se levanta del sofá dando unas palmadas a mi rodilla—. Eres un adulto, sabrás qué hacer.
Con esas palabras, volvió a la cocina a seguir preparando el almuerzo.
Estuve un rato sentado solo en la sala, viendo qué había de nuevo en el mundo de las redes sociales. Lo más interesante que llegué a encontrar fueron solo noticias de nuevos estrenos de películas de Disney.
De resto, nada interesante.
De las escaleras escucho pasos y risas de mis hermanos menores. Asia este fin de semana estaba libre de clases extra ya que mamá se las canceló todas para que se relajase y Henry decidió en su acto más amable de la semana quedarse todo el día con su familia.
Igual mis padres desde el accidente de su última salida con sus amigos no lo dejarían salir por al menos un mes.
—¿Qué hay, Agente D? —mi hermana toma asiento a mi lado, pasando su brazo sobre mis hombros.
—Nada interesante —apago la pantalla de mi celular y miro a Asia, de inmediato frunzo el ceño al ver que mi hermana tiene tanto los ojos como la nariz roja—. Asia, ¿Estás bien?
—Eh, sí, ¿Por qué?
Puse mi mano sobre su frente, no tenía una temperatura corporal normal.
—Te ves mal, ¿Segura que te sientes bien?
Mi hermana estaba bastante confundida. Ella estaba actuando normal pero su cuerpo no refleja lo mismo.
—Sí, estoy bien, solo tengo un poco de hambre.
Eso igual no me convencía mucho.
—Mejor vamos a qué tomes algo, ¿Vale? Para que esta pre-fiebre no suba.
Ella mira a Henry sentando en el posa brazo del otro sofá, él encoge los hombros.
—Vale, si tú lo dices.
Los tres nos levantamos para ir hacia la cocina con mamá y en ningún momento pasé por alto que Asia al levantarse se mantuvo quieta un segundo y se puso incluso pálida, la misma reacción que tuvo una vez en mi casa.
—Asia, dime la verdad, ¿Realmente estás bien? —echo hacia atrás su cabello para que no la estorbe.
Asiente sonriendome de labios cerrados.
—Estoy bien, Dave.
En ese momento, no sabía la gran mentira que me estaba echando mi hermana.
—Vamos a qué te tomes algo.
Entramos a la cocina donde Henry hablaba ya con mamá, Asia tomó asiento en una de las sillas de la mesa y yo me dispuse a buscar alguna pastilla para que la fiebre que tenía no empeorara. Estaba sirviendo un vaso con agua para Asia cuando mi móvil suena en la sala, anunciando la llegada de un mensaje.
—Oye, Hen, ¿Puedes hacerme un favor?
—Claro.
—Tráeme mi teléfono, por favor —mi hermano sale de la cocina en busca de mi celular—. Ten, Asietta —murmura un «gracias» y se toma la pastilla con el agua.
—Ten, Dave —Henry me tiende mi móvil.
—Gracias, hermano.
Enciendo la pantalla y veo que el mensaje recién llegado es de Sal. No es que sea algo extraño, pero... ¿Sal escribiéndome un sábado a medio día cuando me dijo que tenía ciertos planes con cierto chico? Eso es lo raro.
Doy toque para ver de qué se trata.
Saly
Dave, he hablado con Emily. La veremos mañana en el Thinking Cup de Beacon Hill, sin falta. Mañana se aclara todo.
Mi buen humor del día se fue al caño en menos de cinco segundos.
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