AÑO 1862
Año 1862
Había algo inusual en ella, raro, fuera de lo común y el montón de adjetivos que se usan cuando algo es extraño. Desde la desesperada forma en la que pasaba las hojas de los libros con el ceño fruncido hasta la manera en la que palpaba los costados de la falda de su vestido en busca de algo para, al no encontrarlo, cerrar los ojos suspirando. Y William Wolf se había dado cuenta de eso y de su impresionante belleza.
Llevaba días siguiéndola sin que ella se diera cuenta —o eso creía él—. Supo de ella en el mejor momento, su primo Guillermo, parte de la alta alcurnia, le había enviado un telegrama que parecía su sentencia de muerte y empezaba como si se burlara de él con un Invitación al Vals Negro y rezaba así:
"Querido primo Wolf, nos place invitarte a ti y a tu mujer a la celebración del lanzamiento de una nueva máquina de vapor, o más bien, la remodelación de la locomotora, te explico con más detalles tan pronto nos veamos en el baile. Te quiere, Guillermo."
Leyó el recado llevándose las manos a la cabeza, en el último vals negro, al que había asistido, contaba con unos 18 años y estaba soltero, pero ya habían pasado dos años de eso y la sociedad exigía que al menos estuviese comprometido y listo para formar una familia. El punto no era que no le interesara eso, pues claro que era todo un romántico que esperaba tener su maravillosa historia de amor, cabalgar con su amada entre los montes, escribirle poesía y contemplarla al dormir; el problema radicaba en que casi nunca salía de su guarida.
Ese día había salido única y exclusivamente para hacer la compra en el mercado. Levantó la cabeza exasperado y dirigió su mirada al frente, ahí la vio, sentada cerca de él, en el tranvía, admirando el paisaje como si fuera lo más fascinante que jamás hubiese visto y la misma cara puso William al verla. En su corazón se encendió el deseo de querer bailar con ella toda una vida aunque tuviese dos pies izquierdos y muy pocas ganas de ir al baile.
Así empezó esta historia, con un William, cuyo apellido no es Darcy, mirando fijamente a una dama que fingía estar distraída en la biblioteca.
La mujer alzó la cabeza y lo encontró mirándola sin ningún reparo, él intentó apartar la mirada pero ya era muy tarde para eso, había sido descubierto. Ella se levantó de su asiento y avanzó hasta su mesa para apoyar ambas manos sobre ella y mirarlo ceñuda.
—Perdona, ¿se te ha perdido algo o necesitas ayuda? —preguntó intentando parecer molesta y ocultando una sonrisa, no podía creer que hombres del siglo XIX se fijaran en ella. Debido a esto se le olvidaron todas sus clases de etiqueta y protocolo para esa sociedad.
—¿Disculpe? —William no terminaba de decidir cuál era la verdadera causa de su sorpresa, el hecho de que se le había acercado o de que estaba tuteándolo—. Creo, milady, que su belleza es directamente proporcional a su osadía, pero no he de tomarlo en cuenta pues el atrevimiento ha sido mío desde un principio —confesó— y puedo concluir que tiene motivos suficientes para molestarse.
—Sir... —dejó la frase en el aire a la espera de que él se presentara, y no se hizo de rogar.
—Wolf, William Wolf —le tendió la mano y al ver que ella aceptaba el saludo depositó un beso sobre el dorso de la suya— ¿Y usted es?
Ella lo meditó un poco provocando que William pensara que estaba dudando de decírselo, cuando en realidad ella estaba tratando de recordar cuál nombre le habían asignado, pues no había tenido que usarlo desde su llegada.
—Victoria, Victoria Smith —dijo tratando de sonar convincente y plantando una sonrisa.
—Todo un placer, señorita Smith.
El pequeño inconveniente de miradas pasó a segundo plano y decidieron salir a dar un paseo para conocerse mejor. En los días que estuvieron juntos, William la cortejó como todo un caballero, no dijo nada al enterarse de que no sabía montar a caballo, le sorprendió que nunca hubiera visto una locomotora y que cuando se hablaba de carbón creyera que era una de las joyas más preciadas del planeta. Todo en ella le resultaba asombrosamente fuera de lugar, tenía el presentimiento de que no pertenecía a Londres ni siquiera a esa sociedad, pero guardó sus pensamientos muy en el fondo de su cabeza para no importunar y matar el fuego que estaban avivando.
Cuando le pareció prudente y se presentó la oportunidad la invitó al baile, tuvo que explicarle un par de veces en qué consistía hasta que pudo entender y malinterpretó todo, respiró hondo y con paciencia trató de simplificar las cosas para no ser rechazado.
Con todo aclarado y la invitación aceptada se pusieron la tarea de conseguir vestimentas apropiadas porque Victoria confesó no haber ido nunca a un baile ni tener ropa para ello. William no permitió que ella pagara pero aceptó —no de muy buena gana— que le invitara a desayunar el día siguiente, debido a que ella alegó que tanto mujeres como hombres tienen los mismos derechos y las mismas posibilidades de invitar al otro a salir y pagar, situación no propia de aquella sociedad.
El día del baile llegó. William pasó a buscarla en una carroza para llevarla hasta el lugar del evento donde todos lucían sus máscaras venecianas —ellos incluidos—, muchos ocultando la mayor parte del rostro y otros solo los ojos como era el caso de la que él llevaba, Victoria portaba una que le cubría los ojos y todo el lado izquierdo de la cara con una forma de ala. El salón era grande pero aun así estaba atestado de personas que conversaban animadamente a la espera de que empezara el evento. Muchos se acercaron a la pareja para saludar y a la vez curiosear quien era la chica que acompañaba al primo de uno de los más grandes nobles de toda Inglaterra.
Todos, como era la costumbre, portaban sus ropajes en distintos tonos de negro haciendo contraste a las blancas paredes que estaban adornadas con pinturas de locomotoras de vapor a las que se le podía ver el humo salir.
Unas palabras por parte del anfitrión, honorarios para el modificador, comentarios favorables por parte de los invitados, risas y un poco de vino, fue como empezó la noches y ya les contaré como terminó.
La música se abrió paso por todo el salón apagando las chácharas de las personas e inaugurando formalmente el baile.
Un vals, el primero y último vals negro que William y Victoria bailarían juntos.
Se unieron al gentío en la pista.
Mano sobre espalda alta, mano sobre hombros y las dos sobrantes entrelazadas como una cadena que buscaba hacer que se perdieran el uno en el otro. Los cuerpos cerca, tanto que la respiración de William le hacía cosquillas en el cuello a Victoria.
Un, dos, tres. Un, dos, tres. Giro.
Parecían uno. Se habían olvidado de quienes los rodeaban, en ese universo existían ellos como las únicas estrellas, y los demás se habían dado cuenta de eso, así que poco a poco fueron retirándose de la pista para que ellos fueran los únicos que brillaran esa noche.
Estaban casi al final del segundo baile cuando un pensamiento fugaz —igual que ellos— pasó por la cabeza de William y no se cuestionó mucho para cumplirlo.
No hables de adrenalina si no sabes lo que es depositar un beso sobre una mejilla en el último momento, con el corazón a mil y con dos pies izquierdos.
Los invitados rompieron en aplausos y no faltaron quienes fotografiaron el momento para luego hacerlo espectáculo público.
Hasta que toda la emoción del momento se rompió.
—No me siento bien —susurró Victoria, aferrándose al brazo de William. Este último temió que fuera alérgica a los besos, eso sí sería grave.
De repente, su piel se sentía fría al tacto, sus manos habían perdido el calor y William lo había notado, ni siquiera el maquillaje podía disimular sus labios morados. Empezaba a pensar que estaba bailando con un cadáver, pero a pesar de eso a sus ojos seguía viéndose igual de hermosa que el día en que la conoció.
No quería montar un escándalo mayor al que ya tenían así que cuando el tercer baile comenzó se escurrieron entre las parejas para salir del lugar en busca de la carroza.
—Necesitamos un doctor —murmuró para sí mismo.
Victoria estuvo a punto de caerse bajando las escaleras así que William tuvo que llevarla a volandas hasta el asiento del transporte que los esperaba abajo, una vez dentro hizo que el conductor fuese lo más rápido posible y todo el tiempo se mantuvo mirándola, a ella y a su sonrisa rota, mientras descansaba sobre su regazo.
—Supongo que est... —empezó a decir Victoria haciendo acoplo de todas sus fuerzas.
—Shh... no hables. Ahorra energías —la calló—, todo estará bien, veremos al doctor más cercano y te vas a recuperar, ¿sufres de alguna enfermedad o alergia? —preguntó pensando en el beso, pero ella negó débilmente.
—Pla... conocerte.
—¿Qué has dicho de conocerme? —preguntó al no entender la primera parte de lo que había dicho. Pero nunca supo cómo empezaba aquella frase, solo se enteró de su conclusión.
Victoria se desvaneció frente a sus ojos, sobre él. Dejando como única prueba de su existencia el vestido, los zapatos y el corsé.
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