Últimas Risas
Papá me miró. Su mano mustia y temblorosa aferrada a la mía. El aséptico blanco de los fluorescentes nos enceguecía, tal vez por eso los ojos cansados en él. Parecía que hubiera estado luchando contra gigantes; y perdido por paliza.
—¿Cómo te sentís? —pregunté, casi susurrante.
Él, desvió la mirada, hizo una mueca que se parecía mucho a la compasión ¿O tal vez sería orgullo? No lo sé.
—Cansado, hijo, muy cansado —contestó, balbuceante.
Creo que fue la primera vez que divisé en ese hombre, aquel que de niño creí indestructible, algo parecido al miedo. Me aferró más fuerte la mano y sentí sus huesos, frágiles ya por la edad, queriendo incrustarse en los míos.
—No es el fin —le aclaré, para darle ánimos. No era momento para que se derrumbe, pero lo entendía.
Él me miró con ojos glaucos y sonrió, la dentadura postiza se le desacomodó un poco por la angustia contenida.
—No vamos a discutir por eso ¿no? —dijo, aferrando su Biblia con la otra mano temblorosa.
—No quiero, pero... ya me conocés. Nunca huyo de una buena pelea.
Con un esfuerzo sobrehumano hizo un gesto exasperado y lanzó un largo suspiro.
—¿A quién saliste tan tarado?
Solo lo miré y le devolví la sonrisa. Fue suficiente para una suave carcajada, que en mi padre pronto se convirtió en una tos de perro. Después le hice señas de hacer silencio, las otras dos personas en terapia intermedia estaban descansando, y ambos guardamos silencio.
—Quiero que reces conmigo —aventuró.
—Solo si después rezás conmigo —repliqué—. Ley pareja, no es rigurosa. ¿No era ese uno de tus dichos de cabecera?
Se acomodó la dentadura, noté que quería tocarse nerviosamente el ralo cabello blanco, pero lo evitó. Pensó unos segundos.
—Pero..., son estupideces las tuyas —dijo fastidiado, pero no tanto como todas las veces que discutiéramos el asunto.
Hacía cinco años yo había abandonado mi supuesto ateísmo para abrazar una corriente neopagana, fue la primera vez que me sentí espiritualmente completo, no me sentí solo ni a la deriva. Como muchos que no encajan en las vetustas costumbres, primero renegué del cristianismo desde la lógica y la decencia, refugiándome en una figura de agnosticismo que en realidad no comprendía. Después la depresión, con sus picos de euforia sabiendo que el fin era inevitable y vacío. Hasta que un día, como todas las cosas que necesitamos y no sabemos, me encontró lo espiritual. El alma rota sanó, la mente también, o tal vez fue al revés. La locura cesó, o al menos, me dio tregua.
Claro que anunciar a los cuatro vientos que creía en la dualidad de la divinidad, en la conexión con el todo, en la magia —el arte lo llamo—, y en un panteón de deidades celtas adoradas por sectarios que gustan de bailar desnudos alrededor del fuego, no cayó muy bien en mi circunspecto círculo familiar.
De ser un niño bautizado, comulgado y confirmado en el catolicismo más conservador, de repente salía un vil hereje que se ocupó, sistemáticamente, de defenestrar cuanto ritual y liturgia cristiana se cruzara en mi camino. Y así por años. Pero después comprendí que no era necesario, el neopaganismo me hizo ver que todos tienen un fragmento de la Verdad, esa con mayúsculas, e hice las paces con esos mis demonios.
Curiosamente, esa declaración de cese de hostilidades, a causa de la paz obtenida en la fe, trajo consigo más guerra que antes. Hay que suponer que, en sus visiones, mi familia pensaría que vería la luz en algún momento, pero esperaban que fuera la suya, no otra. Es así que nunca iban a mis numerosos Sabbat, excepto cuando coincidía con Navidad, y eso era todavía peor. Les expliqué una y mil veces, pero fue inútil.
—Entonces no hay trato —concluí, aunque me pesaba la situación.
Realmente quería darle paz al anciano, y aunque parezca soberbio, creía que mi camino era el más piadoso de los dos. La verdad que eso de un Paraíso sin placeres no era algo que me pareciera atractivo. Al menos comparado con mi versión del mismo, las Tierras del Eterno Verano, donde todos iríamos a parar, a disfrutar de una especie de vacaciones cazando, comiendo, bebiendo, y bailando con aquellos que amamos en vida, hasta que nos tocara regresar por un round más de dolor en esta existencia.
—No quiero —sollozó mi padre—. Es demasiado bueno para ser cierto.
—¿Y tocar el arpa colgado de una nube te parece mejor?
Ahogamos otra risa, esta vez los dos tosimos. Notaba su dolor descomunal, y no podía hacer nada para aliviarlo, me rompía el alma. Él era el Supermán de mi Batman, el Tarzán de mi Fantasma Que Camina, el Zorro de mi Sombra. Aunque durante muchos años casi no pudiéramos vernos a la cara, el niño que él crio seguía viéndolo como el superhéroe que era, eso no podía borrarlo ninguna desavenencia; y que las hubo, muchas.
Temí que no quedara tiempo para decir todo lo que estaba en el tintero. Sabía que no hacía falta, él ya lo sabía, pero igual era bueno. Las palabras miserables, la inevitable lucha por la primacía. Sí, porque así es, el macho joven siempre llega un punto donde se cree más fuerte que el macho viejo y lo desafía. En eso no somos distintos a los animales, al menos los tristes y comunes hombres como yo, no lo somos.
Solo supe de su amor cuando yo mismo me convertí en padre, ahí entendí. Fue como sacarme un velo de los ojos, un horrible y espantoso velo de estupidez. Entendí por qué lo veía como un superhéroe, al mirarme en los ojos de mi propio hijo, y lo amé con locura.
Animales de lento aprendizaje somos. Los más brutos solo entendemos cuando la vida nos tira al piso y nos patea hasta hacernos escupir las entrañas.
Supongo que en gran parte por eso me sedujo la idea de las Tierras del Eterno Verano, sería una oportunidad de enmendar. ¿Y quién no quiere una segunda oportunidad para hacer las cosas mejor? Y digo mejor porque decir «bien» ya es pedir demasiado.
Por eso también me lamentaba su reticencia en aquellos momentos finales. ¿Por qué las creencias destinadas a hacernos felices y estar en paz, a veces nos atajan cuando más necesitamos esperanza? Pero bueno, cada quién encuentra su paz como puede, es algo que aprendí cuando la sabiduría a veces me alcanzó, a pesar que corría muy rápido.
Serían mis ojos suplicantes, o porque de repente se dio cuenta que ya no era importante, pero me dio otro apretón en la mano y sonrió con esfuerzo.
—Hagámoslo. No creo que a Dios le importe si a los tuyos tampoco.
—Te puedo asegurar que a los míos no les importa.
—Y no, si son de fantasía —aventuró con otra risa suave.
—Claro, porque los mares se abren, los arbustos en llamas hablan, y se pueden fotocopiar peces y vino.
Negó la cabeza, aun sonriendo y dándome golpecitos en la mano.
—Siempre el mismo —dijo, pero había orgullo en su voz, y se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Quién va primero?
—Los ritos más antiguos van primero —sentenció, y era inapelable.
—Eso es debatible, pero te lo concedo —le dije, también sonriendo—. Además, hay que dejar lo mejor para el final.
Después de algunas chanzas más, él aferró su Biblia con toda la pasión que le quedaba y rezó en voz baja. Rezamos, porque todavía me acordaba de los incontables sábados de catequesis y el martillero constante donde grabaron a fuego creencias que después renegué. Luego de muchos padrenuestros, también avemarías, algún gloria y credo, se pasaron unos cuantos minutos en que me dediqué a guardar esa imagen de mi padre, con los ojos cerrados y entregado a su fe, buscando una paz que necesitaba con desesperación. Su ceño, fruncido al principio, se fue relajando y hasta casi pude ver un ligero halo, o tal vez sería la paz de su Dios que llegaba en su auxilio, y me alegré mucho. Al menos alguien podría ayudar a ese superhéroe abatido.
—Amén —dijimos al unísono, cerrando el grifo de la fe católica.
Lo dejé respirar y absorber ese momento de breve paz, era suya. Las lágrimas le dejaban surcos en su ajado rostro y temí por su salud. Quise enjugárselas, pero ya no podía. La luz se había hecho muy intensa, y lo ví, en la puerta, un guerrero celta finamente ataviado, escudo y lanza.
Me sonreía.
Adiós papá, te esperaré cazando, bebiendo, y bailando.
FIN
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