Capítulo 3 - Pesadilla
«Veinticuatro horas antes del ataque a Shedet»
Dyer regresó a casa cuando a la barca solar ya no le quedaba mucho para alcanzar el horizonte. Una nerviosa Nesyamón, que llevaba casi todo el día esperando ese momento, lo abordó en el vestíbulo en cuanto lo vio traspasar la entrada. No escatimó ni un solo detalle acerca de la inesperada visita del enviado del templo.
Superado un primer momento de desconcierto, Dyer hubo de emplearse a fondo hasta conseguir apaciguar un poco el torbellino de emociones que la visita de Ka-aper había desencadenado en su mujer.
—Esposa, Pentaur debía contar con poderosas razones para no hacerte partícipe de su relación oculta con el templo de Per-Sobek —reflexionó Dyer en tono conciliador—, pero eso no significa que no te amara, ni que desconfiara de ti.
—Pero yo soy... era su única hija —se quejó Nesyamón mientras se retorcía las manos a fin de contener su enfado—, y Pentaur ha vivido bajo nuestro techo desde que mi madre partiera hacia el más allá. No hago otra cosa más que buscar un motivo que justifique su comportamiento y, si te soy sincera, no lo encuentro. Sé que hago mal en dejar que me afecte tanto, pero es superior a mí. Esa falta de confianza...
Nesyamón dejó en el aire la frase, pero Dyer trató de reconducir la situación.
—Pues yo, al contrario que tú, pienso que sí lo hay —Dyer la abrazó y empezó a acariciarle el cuello con suavidad—. Haces mal en preocuparte en exceso. Antes o después, de un modo u otro, lo sabrás. Y cuando eso suceda, volverás a ver a tu padre como ese gran hombre por el que siempre lo has tenido.
Entonces, como si hubiera experimentado una revelación de algo importante, Dyer extendió los brazos para separar un poco a su esposa y la miró de hito en hito con los ojos entrecerrados.
— ¿Y qué hay de ese papiro del que me hablaste? ¿No es posible que Pentaur dejara escrito en él todo lo que quiso decirte en vida y no se atrevió?
Los ojos de Nesyamón no se iluminaron como Dyer esperaba. Este captó la desilusión de ella antes incluso de que escuchar la respuesta de sus labios.
—Me temo que la herencia de Pentaur se halla envuelta, como al parecer toda su vida, en un velo de misterio.
—¿Y eso por qué? ¿Qué dice en él?
—Aún no lo sé —respondió la mujer mientras se escapaba de sus brazos y le daba la espalda para que no viera su decepción—. Najt se sorprendió tanto como yo cuando el sacerdote nos hizo entrega del papiro y de ese extraño collar, pero al poco de quedarnos solos perdió todo interés en ellos. Se excusó en que no se encontraba con ánimo, y recogió con tal desgana ambos objetos que casi me partió el corazón. Luego se marchó a su habitación, de la que no ha salido desde entonces. No me atreví a ir tras él y pedirle que abriera la carta. Es mi hijo, lo conozco, y estoy segura de que no les habrá vuelto a prestar atención.
—Es un adolescente —lo disculpó Dyer con el recordatorio de la difícil etapa por la que pasaba el muchacho—, y sabes muy bien lo unido que se encontraba a Pentaur. Experimenta por primera vez en su vida la dolorosa dentellada de la muerte. Nunca antes había perdido a alguien tan cercano a él.
—Sé que todo cuanto has dicho es cierto, esposo, pero no dejo de darle vueltas a lo que pueda ocurrir si esa actitud se prolongara más de la cuenta. Ya lo he visto antes. Es infrecuente, pero sucede. Jóvenes, y no tan jóvenes, rotos de dolor hasta el punto de abandonar sus obligaciones y perder interés por todo lo que antes les resultaba grato o provechoso. No quiero eso para mi hijo. No lo permitiré.
—¿Y qué piensas hacer?
—Hablaré con él.
ψψψ
Esa misma noche, Nesyamón fue al dormitorio que ahora ya solo ocupaba su hijo. Se encogió en la oscuridad al sentir una punzada en el corazón mientras evocaba —sin pretenderlo pero sin poder evitarlo— a un Pentaur rebosante de vida y de salud, sentado en el lecho, sonriéndole, hablando con ella.
Arrinconó con esfuerzo su dolor para centrarse en el de su vástago.
—¿Najt? ¿Duermes ya, hijo mío?
—No, madre —respondió el joven en voz baja, apesadumbrada.
«Esa atonía no es propia de él, debo hacer lo posible por sacarlo de ahí», se dijo para sí la mujer mientras, con renovada determinación, daba un par de pasos hacia el interior de la habitación.
—¿Qué te ocurre? Desde la visita de ese sacerdote te noto incluso con peor ánimo que tras el funeral. Ni siquiera has salido a comer algo antes de acostarte, como acostumbras.
—El apetito me ha abandonado.
Nesyamón optó por no presionarlo al respecto. Conocía lo bastante a su hijo como para saber que, si se negaba a comer, nadie lo convencería de lo contrario.
—Lo que no entiendo... —la madre se detuvo y, tras ordenar sus pensamientos, empezó de nuevo—. Me sorprendí tanto como tú, bueno, ya lo viste, pero luego creí que te haría ilusión recibir cualquier cosa que hubiera pertenecido a tu abuelo. Sé cuánto lo querías.
La reflexión de Nesyamón le dejaba a Najt vía libre para que respondiera a la pregunta que, sin enunciarla, contenía. Pero su hijo no pareció entenderlo así. De hecho, se demoró tanto en hablar que, cuando lo hizo, la tomó por sorpresa.
—¿Puedo confesarte una cosa?
—Sí, claro que sí, lo que sea.
—No quiero parecer ingrato, pero, cada vez que pienso en esos objetos la tristeza se adueña de mí. Y no me reconforta el saber que ahora poseo algo que, en vida, perteneció a Pentaur. En realidad me ocurre todo lo contrario, siento una opresión en el pecho que, a veces, me deja sin aire. Como que me ahogo.
Nesyamón sabía muy bien por lo que estaba pasando su hijo, pues ella misma lo había experimentado tras la pérdida de su madre, de una hermana muy cercana a ella y de varios seres queridos. Pero no quería, no podía dejar que su hijo librara aquel combate solo.
—Lo que sientes es natural, y hasta apropiado, dadas las circunstancias. Nadie puede reprocharte eso. Pero confía en mí, llegará un día en que todas esas sensaciones, que hoy es inevitable que tengas muy presentes, se habrán ido. Y hasta te sorprenderás de no haberte dado cuenta de ello.
Nesyamón hizo una pausa, algo más prolongada de lo normal, que aprovechó para tomar aire antes de seguir con el otro asunto del que le quería hablar. Algo que su hijo, seguramente, no querría escuchar, pero que ella consideraba necesario.
—Najt, hijo mío, ¿crees que Pentaur consideraba valiosos esos objetos que dejó para ti?
El muchacho arrugó el ceño, pues ahora caía en la cuenta de que ni siquiera se había detenido a valorar lo que aquellas pertenencias podían haber significado para su abuelo. Ante la pregunta de Nesyamón, su mente pareció abrirse paso entre la niebla de sus sentimientos. Pero aún no terminaba de ver claro.
—Sí, supongo que sí.
—¿Y por qué crees que decidió que los tuvieras tú?
—No lo sé —el joven barruntaba que bajo esa pregunta inocente subyacía algo importante, pero no imaginaba de qué podría tratarse—. ¿No tendría que habértelos dejado a ti?
—Exacto —confirmó su madre—. Pentaur se tomó muchas molestias en acudir al templo de Per-Sobek para dejar instrucciones precisas sobre cuándo y a quién debían los sacerdotes entregar esos objetos.
—Sí, es algo que no termino de comprender.
—Tampoco yo me lo explico —le confesó la mujer—, pero esa no es la cuestión. Lo que realmente importa es que no deberías dejarte arrastrar por tus sentimientos si estos te llevan a despreciar algo bueno, como son los regalos de Pentaur. Eso supone una ofensa a su memoria, a lo que significó, y aún significa, para ti.
Najt, avergonzado, guardó silencio. Las palabras de Nesyamón habían desencadenado una tormenta de emociones en su interior. Se alegró de la oscuridad que los envolvía, gracias a la cual no necesitó esconder su rostro entre las manos. Varios sentimientos contrapuestos se enfrentaban en una lucha sin cuartel. Por fortuna para él, la confrontación llegó pronto a un desenlace.
—Lo entiendo, madre. Y te lo agradezco. Si te parece bien, mañana mismo le dedicaré a los objetos personales de Pentaur la atención que merecen.
Nesyamón asintió, satisfecha de haberle servido de ayuda, aunque la falta de luz lo convertía en un gesto más para sí misma que para su hijo. Besó a Najt en la frente a modo de despedida, aconsejó que tratara de descansar, y se marchó.
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Un estruendo semejante al provocado por la llegada de una tormenta despertó a Najt. Aún somnoliento, el muchacho esperó a escucharlo de nuevo con la esperanza de confirmar su primera impresión, pero, al ver que nada ocurría, cerró los ojos, decidido a dormirse otra vez.
No pasó mucho tiempo antes de que un nuevo trueno lo volviera a sobresaltar. Esta vez decidió ir a comprobar si amenazaba lluvia. A juzgar por las rítmicas respiraciones que provenían del cuarto contiguo, a sus padres ni les habían inquietado un poco los tremendos estampidos.
«¡Qué afortunados!», pensó mientras se levantaba del banco empotrado en la pared que le servía de cama —uno de los dos que había en la habitación, el otro era el que utilizara Pentaur— y asomó la cabeza por el vano de la puerta que daba al patio interior.
No había luna, y el cielo estrellado no proporcionaba claridad suficiente para moverse con confianza, pero de nada le servía echar de menos una lámpara de aceite. Para conseguir una debería llegar a oscuras hasta la cocina. Y, por si faltaba algo, ahora recordaba que tampoco contaban en casa con algo de brasa roja para encenderla.
Avanzó a tientas mientras aguzaba el oído a fin de identificar aquel sonido, en caso de que volviera a producirse. No sentía el viento en su rostro, así que no tardó mucho en convencerse de que cualquier preocupación era infundada.
Entonces, y pese a la agradable temperatura, sin un claro motivo para causarlo, un repentino e incómodo escalofrío recorrió su columna. Sin ser consciente de ello, se llevó las manos a los brazos y los frotó en un gesto intuitivo que buscaba proporcionarse calor. Se impacientó. Con una firme sensación de pérdida de tiempo, sacudió la cabeza y se dio la vuelta para regresar a la calidez y seguridad del lecho. Y en ese momento lo vio.
Su abuelo se erguía ante él. Bueno, más bien, lo que debía haber quedado atrás de su abuelo, pues se le antojaba del todo imposible que a esas alturas su Ka —la fuerza vital—, aún se mantuviera unida al cuerpo. Fuera así o no, esta entidad en particular irradiaba una especie de aura que proporcionaba una sutil —y bienvenida— claridad en mitad de la noche.
Najt estuvo a punto de gritar por la impresión, pero se contuvo en el último momento al ver que Pentaur —o lo que él daba por supuesto que era la manifestación de Pentaur— no mostraba el más mínimo interés en acercarse. También reprimió la tentación inicial de escapar, ya que se le ocurrió que la única razón que podía llevar a su abuelo a aparecerse ante él no era otra que proporcionarle un ejemplar castigo por haber despreciado sus regalos. La idea no le hacía especialmente feliz, pero admitía que era lo justo.
Pero el supuesto Pentaur, lejos de entretenerse en recriminaciones mundanas, parecía mucho más interesado en quedarse ahí, inmóvil, mientras lo observaba con fijeza. Si no hubiera sabido que estaba muerto, el nieto le habría recriminado semejante insolencia. Todo el mundo sabía que esas cosas no debían hacerse. Por si fuera poco, el hecho de que lo examinara sin pestañear tampoco ayudaba a calmar sus nervios
Viendo que la situación no avanzaba, Najt reunió valor para dirigirse al espectro.
—¿Eres tú de verdad, abuelo?
El ente no respondió.
—Si eres tú, hazme esa señal secreta que me enseñaste cuando era un niño y que solo tú y yo conocemos —insistió el joven, seguro de confirmar de este modo su identidad.
El ente se mantuvo impertérrito. Observando aquel rostro impávido, Najt imaginó que, de haber tenido sus cejas intactas, habría elevado una como para decirle: «¿En serio, Najt?».
—Nada, ni caso. Es él, seguro, tiene que serlo. Tan terco como siempre —Najt se tapó la boca al caer en la cuenta de que su abuelo —y si no era él, lo imitaba a la perfección— seguía allí. Para su sorpresa, tampoco esta vez dio señales de haberse ofendido. Ni siquiera de haberle escuchado.
El joven sintió frío en los pies descalzos y miró hacia abajo. Una densa niebla —que no se explicaba de dónde podía venir— se extendía con rapidez y, en pocos segundos, casi ocupaba ya todo el suelo del patio. Una vez cubierto este, empezó a trepar por las paredes. Muy pronto terminaría por cubrirlos.
Najt miró al espectro con el aspecto de su abuelo en busca de alguna reacción y este, por primera vez desde que apareciera, hizo algo diferente a observarlo: le dio la espalda y echó a andar.
«¡Excelente! —pensó el muchacho con ánimo opuesto a lo expresado en su exclamación—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Quedarme aquí y dejar que me cubra la niebla? ¿Volver a mi habitación y esperar a que se digne a hablar conmigo? ¿Seguirlo hasta Ra sabrá dónde?».
Fuera lo que fuera lo que buscara Pentaur con su enigmático comportamiento, no se detuvo ni echó la vista atrás para observar la reacción del joven. Así que este se vio obligado a tomar una decisión intuitiva, pues la niebla empezaba ya a cerrarse sobre la entidad, y la claridad que proporcionaba su aura empezaba también a decaer.
Si hubiera contado con algo más de tiempo para pensar, quizá se habría dirigido a la habitación de sus padres para despertarlos. No quería vivir aquello solo. En lugar de eso, Najt se impulsó adelante mientras su mente lo torturaba con imágenes de sí mismo mientras caía en trampas diferentes, a cual más desagradable.
No había andado demasiado cuando se dio cuenta de que —ahora que por fin la incómoda niebla se dispersaba—, el espectro de Pentaur se había detenido frente a la puerta falsa de la casa, labrada —como todas las de su misma clase— en el muro oeste de la sala central.
Najt se sobrecogió al comprobar lo bien que se había orientado Pentaur a pesar de la niebla, y no pudo evitar preguntarse qué otras cosas, igual o más sorprendentes aún, sería capaz de hacer. Se encogió de hombros, sabía que no serviría de mucho preguntárselo.
Pentaur giró hasta situarse cara a cara con el joven, en cuya mente burbujeaba una mezcla de curiosidad —por saber qué estaba pasando— y horror —por vivir una situación completamente fuera de lo común—. La aparición extendió un brazo hacia él, aunque su mano permanecía cerrada y con la palma hacia arriba.
«No estoy seguro de si quiero que me enseñe lo que esconde ahí», pensó Najt. Como si el otro le hubiera leído el pensamiento, abrió lentamente el puño y le mostró lo que guardaba.
—¡Por Inpu! —exclamó Najt encomendándose a la protección del dios de los muertos, que también lo era de la resurrección. Triste consuelo en aquel preciso momento.
La palma de la mano de Pentaur sostenía —para asombro de su nieto— una versión en miniatura del extrañísimo collar que acababa de dejarle en heredad. Su abuelo abrió la boca como para decir algo, pero ningún sonido brotó de su garganta. Najt ya no sabía qué hacer, si retroceder, gritar, echarse a llorar o correr a ciegas hasta darse de bruces con una pared. Sentía cómo su corazón latía con una fuerza que no creía posible, y también cómo la sangre se agolpaba en sus sienes.
Justo entonces la figura de Pentaur, al igual que la niebla momentos antes, comenzó a difuminarse. Y por fin, ante la aterrada mirada del muchacho, se desvaneció como si nunca hubiera estado allí.
Najt se despertó envuelto en sudor.
Enseguida dirigió la vista hacia el vano de la puerta que daba al patio interior, pero no vislumbró claridad alguna. Aún era noche cerrada. El joven, desvelado del todo, comenzó a darle vueltas al sorprendente sueño, del cual —algo muy poco frecuente en él— se acordaba hasta en sus más pequeños detalles.
No cuestionaba que su abuelo quisiera comunicarle algo relevante, ya que todo el mundo sabía que los sueños no eran más que atisbos del más allá, fragmentos de mensajes provenientes de los afortunados que ahora vivían al otro lado.
De lo que ya no estaba tan seguro era de lo que realmente había querido decirle su abuelo a través del sueño. Por más vueltas que le daba, no conseguía encontrarle un significado satisfactorio.
Que guardaba relación con el collar era más que evidente, pues ningún otro objeto aparecía en el sueño. ¿No sería, quizá, el modo en que Pentaur le recordaba que le había confiado un objeto personal, muy especial por tanto y que, en virtud de ello, debía darle un uso apropiado? ¿O, por el contrario, no le estaría exigiendo que se lo devolviera sin dilación, en justo castigo por no haber sabido honrar su memoria tras haberse desentendido de él?
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