Veinte y uno
Daniel Lester
Julian se había casado con el Rey.
Mi cabeza aún no lo concebía como tampoco mi corazón que se sacudía con la vehemencia de un demonio. Durante la boda mantuve mi compostura y evité esconderme en un rincón para llorar. Verlos me dolió muchísimo, como si un ardiente puñal se hubiese clavado en mi pecho y me estuviese quitando la vida. Mi madre me aconsejó retirarme temprano si acaso no podía con mi dolencia, pero Julian era mi amigo por sobre todo y no lo dejaría solo.
La noche, al final de todo, no fue tan mala. El Marqués de Cervantes me llevó a la pista en más de una ocasión y fue encantador por intentar hacerme olvidar lo gris del momento.
Esta mañana había venido a buscarme para pasear por la alegre plaza y almorzar en el Legrov, un maravilloso restaurante a la orilla del pequeño río que cruzaba la ciudad. Mi carabina, la Señora Higgins, estaba poco entusiasmada de ir después de la fiesta pasada. Decía que estaba muy cansada, y si no fuera por lo impropio que sería ir solo León y yo, le habría exigido que se quedara en cama.
—¿Me llevará a la plaza?
—Le llevaré a recorrer los lugares más sorprendentes de esta ciudad —contestó—. Supongo que a los jóvenes como usted no les permiten vagar por esos lugares.
—Conozco casi todo de mi ciudad.
—Conoces los lugares apropiados para usted, pero no ha visto lo mejor.
En la mesa del restaurante, la brisa del río y la exquisita frescura que bailaba entre las ramas de los árboles volvía menos sofocante ese día. Un delicioso pato con castañas y guarnición de papa fue el platillo que pidió para mí León, y fue un completo acierto.
La carabina se mantenía al margen de todo, solo mirándonos y muy poco platicando.
—He oído que su padre recibió varias propuestas para su mano, Señorito Lester.
Siempre que él me hablaba con esa formalidad tan sórdida me causaba risa, y en esta ocasión no era porque mis padres rondaran a nuestro alrededor como en la casa, sino por la Señora Higgings que seguramente se escandalizaría si él demostrara cuan íntimos éramos.
—Algunas. Fue Lukas Regis quien llegó esta mañana antes que usted —contesté antes de llevarme un poco de pato a la boca. Estaba jugoso y dulce, pero conservaba a acides del limón—. Ha sido muy insistente.
—Supongo que siempre puede decirle que sí.
—No es..., para mí. Quiero decir, es bastante acaudalado y tiene un título nobiliario, pero es demasiado, ¿cómo lo llamaría?, arrogante.
—La arrogancia de un hombre es poco alentador para un doncel, especialmente si viene acompañada de una seguridad inefable. No es atractivo, ¿cierto?
—¡Así es! Son aún más altivos cuando presumen de su dinero.
—Presumen más que eso —sonrió con picardía y yo apenas y comprendí su doble sentido. Contuve una risita—, pero hacerlo es tan lamentable porque, de hecho, la realidad es sumamente decepcionante.
—Si usted lo dice, creo que conoce más a los hombres que yo.
—Pero usted conoce más a los caballeros.
—¿Hay alguna diferencia entre uno y otro?
—Los hombres es el todo, pero un caballero es solo una fachada exterior. Raro es encontrarse con un hombre cuya caballerosidad sobrepase su masculinidad, y si lo encuentra, no lo deje ir.
—¿Y usted cuál de los dos es? —pregunté con gran diversión.
—Señorito Daniel —ladró mi carabina—, ¿qué clase de pregunta es esa? El Marqués es por supuesto un caballero. Su duda lo ofende.
Me mordí el labio.
—Lo lamento, Marqués.
—No me ofende, Daniel. La verdad es que considero esa una pregunta muy acertada, después de todo, lo estoy cortejando. Usted necesita saber si yo soy lo que usted busca —señaló—. Y creo ser un poco más caballeroso, de vez en cuando.
—Su franqueza me gusta.
La Sra. Higgings se levantó excusándose por un momento, pero antes de irse nos dio una furtiva mirada de advertencia.
—Pero un caballero no es tan bueno en la cama, ¿cierto, Daniel? —me preguntó al oído, acercándose demasiado para un sitio público—. Recuerdo que te gusta, ¿cómo decías?, oh sí, que te trataran duramente.
Me coloreé, pero la vergüenza trajo también cierta incomodidad por aquel recuerdo de mi insensatez.
—Es de muy mal gusto que me lo recuerdes. Alguien podría escucharte y-
—Nos casaríamos tras un escandaloso bochorno.
—No creo que tú quieras desposarme y-
—¿Por qué no? Estoy cortejándote.
—Sí, por lo que ocurrió y por las..., consecuencias.
—Estoy cortejándote porque desde hace un tiempo decidí que quería una familia. Lo que ocurrió pudo ser muy oportuno.
—... León, tú sabes que yo-
—Lo sé, pequeño Daniel, pero tengo que recordarte que él es un hombre casado ya.
Aunque estuviera casado, ello no me impedía soñar con él ni imaginarlo a mi lado en una realidad distinta. Pero pensarlo era igual de doloroso.
Mi carabina regresó poco después y volvimos a sumirnos en nuestra banal conversación. Después, León me llevó por la plaza de flores, entre la multitud. Las vasijas coloridas con exquisitas flores rojas, blancas y amarillas; claveles, rosas y azaleas.
Era un lugar concurrido y era peculiar por la cantidad de nobles y plebeyos que ahí cohabitaban, a diferencia de los barrios menos favorecidos en las periferias.
—He pensado en mostrarte tantas cosas —me dijo en tono bajo, muy cerca para que solo yo te escuchara—, pero no creo que acompañados por Doña Amargura lo logre.
—Intuyo que lo que sea que quieras mostrarme se trata de algo perverso que nadie más puede ver.
—Tal vez, eso si tú quieres —concordó dando una sonrisa chueca—. Sin embargo, pequeña flor, no hablo de eso. Quiero mostrarte la mejor forma de conocer un lugar.
Titubeé y mordí mi labio, pero esa confianza que irradiaba me la contagió. Asentí y entonces él tomó mi mano y nos sacó de entre la multitud. La Señora Higgings intentaba seguirnos, y a mí eso me causaba mucha risa. León echó a correr y yo con él, y al girar mi rostro solo vi a mi carabina escandalizada.
Nuestra fuga se convertiría en un gran alboroto, pero después.
Por un callejón dudoso salimos de la zona céntrica. En la calle nos esperaba un caballo en el cual León me hizo subir y luego se subió justo detrás de mí.
¡Oh, santo Cielo!
Si alguien nos veía así y nos reconocía, mi podre ya manchada reputación sería pisoteada y mi familia se convertiría en el hazmerreír.
—Nadie nos verá, florecita, lo prometo —me juró al oído.
Me calzó una capa azul oscuro cuya capucha ocultaba mi rostro.
El caballo empezó a correr y, como si ya supiera el recorrido, nos llevó por la rivera del río entre los frescos árboles cuyas pocas flores caían de vez en cuando sobre nuestras cabezas.
—Mi padre te matará por esto, León —le advertí con tono cantarín.
—Tu compañía es un maravilloso presagio de muerte, Daniel —se burló—, pero muy agradable.
—¿Entiendes que la Señora Higgings se lo contará a mi padre y hará de esto un gran alboroto?
—Entiendo que, si tu padre considera su orgullo herido, me hará desposarte, pero ya estábamos sujetos a esa posibilidad, florecita. No le temo al matrimonio.
Seguimos largo hacia los barrios bajos. El lujoso caballo y nuestra ropa finamente confeccionada llamó la atención de todos quienes nos seguían con la mirada con mucho entretenimiento.
Las casas ahí eran de madera, lamentables, y solo unas pocas más de ladrillo. Las calles estaban algo sucias, con agua empozada y oscura. El lugar solo era el barrio bajo y no era el paisaje más encantador que yo hubiese podido imaginar.
—No, florecita —me dijo como si hubiese estado compartiendo mis pensamientos—, pero es el camino más rápido al acantilado.
Y como dijo, en pocos minutos llegamos al borde de esa zona, un gran peñasco desde donde se veían los caminos que bordeaban a la ciudad. desde el más grande y ancho que llevaba a la ciudad vecina, hasta los más delgados que se perdían entre los árboles. El sol radiante brillaba en lo alto y las nubes a su alrededor lo enmarcaban bellamente. Era una vista preciosa, y más lejos se veía la cascada nutrida por el río que serpenteaba por Crest.
—Es maravilloso.
—Y la mayoría de personas jamás lo ha visto. Es increíble cómo aquellos que menos tienen, poseen el privilegio de una vista como esta.
—Tú debes de haber visto muchos lugares maravillosos.
—El mundo está lleno de sitios sorprendentes. Fuera del reino hay desiertos y fuertes mareas, selvas y animales extraños.
—¿No te da miedo? Todo es tan..., inesperado.
—Me gustan las sorpresas en mi vida, tú eres una de ellas.
—Cuando te cases, extrañarás viajar, ¿crees que es una decisión acertada?
—Cuando decidí el matrimonio sobre mis viajes, lo hice pensando en encontrar a alguien cuyo pensamiento lo llevara tan lejos como a mí. Quiero viajar con mi esposo, llevarlo a conocer los lugares que a mí me han fascinado y encontrar otros en su compañía. Quiero llevar a mis hijos también y hacerlos tan aventureros como yo.
Así que era eso lo que él quería. Una vida de aventura incluso en el matrimonio. El caso era que León consideraba seriamente casarse conmigo por nuestro pequeño affair, y yo no era eso. Sí, me entusiasmaban los viajes y conocer tierras lejanas, pero nunca consideré eso posible una vez casado porque tendría una casa que atender y una familia de la cual ocuparme.
—Tal vez deberías seguir solo un tiempo más. Encontrar una persona así sería muy difícil.
—Ya lo tengo. Tú.
—¿Cómo podría ser yo lo que tú buscas?
—Porque quieres ser un alma libre, Daniel, y yo puedo hacer eso realidad. El matrimonio no son cadenas, florecita, son alas.
Y sus palabras despertaron en mí esos sueños dormidos de mi juventud. Conocer el mundo junto a un hombre que me quisiera.
Frené mis pensamientos.
León no..., él no me quería no yo sentía más allá de un fuerte cariño por su amabilidad. Yo seguía enamorado de Dirk Bauer.
—Tú y yo tenemos un acuerdo —le recordé.
—Y lo sostengo, pero si me lo pides, yo lo dejaré todo.
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