Veinte y seis
Daniel Lester
Mi madre se atrevió a darme un té calmante que me envió a la cama por largas horas luego de haber sido encontrado en el pasillo, llorando y gimoteando. Ella creyó que yo había enloquecido. La realidad no era muy diferente. Mi corazón y mente estaban dominados y atrapados por León de Cervantes.
A las cinco de la tarde logré despertar, pero mis párpados pesaban tanto que estuve tentado a envolverme nuevamente por el sueño.
Mis padres me recibieron.
—Requiero una explicación inmediata sobre tu impropio comportamiento de la mañana.
—Cariño, él apenas está entrando en conciencia —replicó mi padre.
Me erguí en la cama, aunque en mi espalda sentí las punzadas suaves de la incomodidad. Carraspeé. Mi voz estaba amortiguada y mi boca la sentía seca. Además de eso, estaba seguro que mi apariencia era desastrosa.
—¿Acaso no comprendes que tu hijo dio un espectáculo bochornoso detrás del Marqués? ¡Ningún hijo mío será el hazmerreír de esta ciudad!
—Madre, padre —llamé con dificultad—, lamento..., lo que hice.
—Está bien, querido mío, pero, ¿podrías decirnos por qué has actuado así?
Oh, mi pobre padre.
—... Me he enamorado.
—Has estado enamorado del Rey durante años, Daniel, y, aunque lo consideré una locura tuya, nunca me interpuse en esos sentimientos. Pero ahora has dejado ir a un magnífico hombre que deseaba desposarte.
—Estoy enamorado del Marqués, mamá.
—¿Qué-, cómo?, ¿hablas en serio?
—Pero, Daniel, si así es, ¿por qué no se lo has dicho al Marqués? Él se ha ido desistiendo del matrimonio porque cree que tú no correspondes a sus sentimientos.
—Hice algo realmente estúpido —admití con la cabeza gacha—, y lo herí...
—Daniel —insistió mi madre.
Sin embargo, yo me negaba a confesar mi crimen. Mi madre me enviaría seguramente a una *cárcel para descarriados. Una habitación diminuta, oscura, sin mis bocadillos importados no era mi idea de vivir la vida. Además, ya había resuelto ir por León.
—Él no me dejó explicarle nada.
—Está furioso, Daniel. Has herido el orgullo de un hombre, y te diré que repararlo cuesta sangre.
Mi padre frunció el entrecejo, aunque no se atrevió a refutar nada sobre ello. Él sabía que poseía un orgullo y un ego monumental que si llegaba a ser resquebrajado, significaba el mayor drama humano.
—¿A dónde ha ido él?
—Solo sé que se ha marchado de la ciudad.
—Yo tengo que ir a verlo-
—¿Acaso te has vuelto loco?
—Pero, madre-
—¡No! No irás detrás de un hombre como un cualquiera —refunfuñó mi madre—. Esperarás en esta casa. Le escribirás una carta y si él decide regresar, lo volverás a ver, pero no pasaras un bochorno solo por salir corriendo detrás de él.
Empero, en mi cabeza yo estaba ya ideando un plan para ir a ver a León.
****
A las nueve de la noche, luego de una apresurada cena, me excusé a mi recámara alegando un serio dolor de cabeza. Yo sabía que nadie en mi hogar dormía temprano, pero mi padre y mis hermanos se centraría en algún juego de mesa, probablemente póker, mientras mi madre estaría recluida en su alcoba, leyendo. Era mi momento para escapar.
Me calcé ropa abrigada para esa noche otoñal, unas botas altas para cabalgar, un abrigo grueso y una capa cuya capucha ocultaría mi identidad de todos.
A pesar de que no era muy entrada la noche, no habría muchas personas en las calles, unos cuantos vagabundos, prostitutas y hombres que frecuentaban burdeles. Tomé mi caballo, un rápido pura sangre inglés color chocolate, y salí de la propiedad de mi familia.
Necesitaba saber a dónde había ido León y eso sólo lo averiguaría en Westville.
Apresuré mi caballo, y al llegar a la reja, el guardia de turno me dejó pasar al reconocerme. Desmonté a tropezones apenas vislumbré la puerta de caoba. La aporreé sin cuidado, carcomido por la ansiedad.
Un mayordomo, dormido y malhumorado, me atendió. El hombre me llevó al salón donde me hizo esperar a por Julian.
Y solo entonces me di cuenta de que sería la primera vez que nos veríamos luego de mi arrebato pasado.
—¿Daniel? —me llamó al entrar al salón—. Cariño, ¿qué haces aquí?
—Julian..., oh, Dios, perdóname por-
—Calma. Está bien. No hay nada que yo deba perdonarte.
—Pero yo te dije cosas terribles.
—Eso era lo que había en tu corazón. Estabas dolido y preocupado, y solo estallaste.
Julian me acarició el cabello como si yo fuera un niño pequeño, igual a cuando me cuidaba de los hombres mayores que me veían como un juguete al cual poseer cuando yo era solo un niño.
—Me entristeció saber que mis errores te causaron tanto daño a ti. Nunca me lo imaginé.
—Julian, perdóname. Nunca debí decir eso, yo solo estaba tan celoso..., injustamente celoso. Yo no..., no amo a tu esposo..., nunca lo hice. Comprendo ahora que fue solo un tonto capricho al que me aferré.
—Me alegra oír eso porque te ayudará a centrar tus sentimientos en el Marqués.
—Es de eso precisamente de lo que he venido a hablarte. Yo..., hice algo tonto y él decidió que detendría el cortejo. Le ha dicho a mi padre que no desea casarse ya conmigo.
—¿Cómo podría ser eso posible cuando ese hombre te adora?
—... Yo..., necesito saber a dónde fue. Mencionó una casa a las afueras de la ciudad, pero no sé dónde.
Él asintió y llamó al mayordomo y pidió traer a su esposo.
—Estará bien. Estoy seguro que Bauer podrá decirte a dónde fue. Aunque yo no estaba enterado de que se hubiese ido.
Un par de minutos más tarde, Dirk Bauer apareció en el salón vistiendo una bata negra, semejante a la blanca que llevaba Julian.
—Daniel, ¿qué haces aquí a estas horas de la noche?
Pero yo no pude hablarle, no después de mi tonto arranque desesperado con el rey. Me pesaba la mirada al verlo, y Julian lo notó.
—Él está buscando al Marqués.
—Se ha ido.
—¿A dónde exactamente, Bauer?
—Envió una carta al medio día diciendo que pasaría una larga temporada fuera de la ciudad. Tiene una casa en Jadot, al sur de la ciudad. Ahí es a dónde va.
—¿Cómo llego ahí? —pregunté atropelladamente.
—No puedes ir, Daniel. Es demasiado noche, está oscuro y en el camino podrías ser asaltado, en el mejor de los casos.
—No me importa. Debo ir con él.
—Espera a la mañana y enviaré a un escolta contigo.
—No puedo. Debo verlo inmediatamente.
—Es una locura —replicó el Rey—. Una tormenta se acerca y me niego a que recorras un camino tan peligroso durante tres horas.
—Sólo necesitaba saber dónde es... Yo hallaré el camino.
—Daniel —refunfuñó—, si te vas ahora enviaré al ejército completo para traerte de regreso.
Julian ocultó una risita.
—Bauer, ¿acaso no sabes que es imposible detener a un doncel enamorado? No lograrás amedrentarlo, ni mucho menos hacerlo cambiar de parecer.
—Debería, entonces, encerrarlo en una habitación hasta que la idea se esfume de su cabeza.
—Gracias —dije yo con prisa antes de salir corriendo.
—No lo detengas.
—Es una locura. Podría morir —los escuché discutir.
—León no permitirá que le pase nada.
—¿Qué clase de absurdo pensamiento tienen los donceles? ¡León ni siquiera sabe que él irá a Jadot!
—Te falta romanticismo, Bauer.
****
Por aquel camino que el mismo León me enseñó, mi cabello marchó con fiereza bajo la luz de la luna. Su bullicio era solo opacado por el crujido de los árboles al moverse con el viento y el caer de las hojas secas. A casi cincuenta metros de el lago donde la boca del Marqués devoró la mía, había un letrero que indicaba los destinos de la bifurcación. Hacia la izquierda Brom, y a la derecha, Jadot.
—¡Ea!
Aunque me tardaría horas en llegar, estaba decidido a encontrarlo y arreglar mi estupidez. Sin embargo, quizás el rey tenía razón acerca de cuan peligroso era el camino a esa hora.
Llevaba en la montura del caballo una espada enfundada que suponía mi mejor defensa contra algún bandido. Pero ello, ciertamente, no detendría a toda una pandilla que apareciera en alguna esquina. Y, a pesar de que yo sabía usar hábilmente una espada, eran tiempos de armas de fuego y de puños valerosos, los cuales yo carecía por ser un doncel.
El camino pareció interminable. Largo y escabroso. Oscuro y aterrador, como si algún monstruo de fábulas fuera a aparecer de entre los árboles. Las curvas escarpadas eran amplias, pero apenas visibles con la luz de la luna y del pequeño candil que llevaba.
Pasaron muchas horas, o así lo creí yo, cuando finalmente encontré un letrero. Jadot. El poblado estaba a unos pocos metros. Lo había logrado.
Apresuré al caballo por las calles adoquinadas y ruidosas que me recibieron a la una y media de la mañana. Claro que yo no sabía cuál era la casa de León, pero siendo un Marqués, debía poseer una grande y probablemente ubicada a las afueras.
Salí de entre los callejones y avenidas, y me hallé con un valle extenso del cual no veía el final, pero había un camino bien labrado en medio de él, y un cartel al comienzo. De Cervantes, decía el destartalado letrero.
—Miren nada más qué belleza alumbra la noche.
Una voz ronca y pastosa me habló a la espalda. Di un brinco sobre el caballo al sentir una mano acariciar mi pierna.
—Es una joya, realmente —acordó el otro que lo acompañaba.
—Dime, encanto, ¿qué te trae a Jadot a estas horas?
—... Estoy buscando al Marqués de Cervantes —dije solemnemente, irguiendo mi espalda y cuadrando los hombros.
Ellos soltaron un par de carcajadas y así yo sentí aquel despreciable aroma a licor que los rondaba.
—Sería una pena que no llegues a verlo. Pero podemos llevarte. El castillo del Marqués queda detrás de la colina.
Su sonrisa perversa, aún más macabra bajo la luz de mi candil, me dio muy poca confianza. Yo podría ser un doncel de alta cuna, pero no era estúpido y jamás me dejaría guiar por ese par de hombres, cuyas intenciones eran reprochables.
—Si así es, encontraré el camino yo solo.
Al intentar hacer andar a mi caballo, la mano de aquel segundo hombre se aferró a las riendas y detuvo mi escape. Tragué grueso.
—Baja, cariño. Estoy seguro de que encontrarás muy placentera nuestra compañía.
Lo dudaba.
—Suelte a mi caballo —gruñí.
—¿O qué, preciosura?
Apreté el mango de mi espada listo para desenvainarla, al menos para amedrentarlos en lo que yo escapaba.
—Puede arrepentirse, señor.
—De lo que me arrepentiré esta noche, cariño, es de no abrirte las piernas.
Bufé.
Rápidamente, saqué mi espada y la blandí contra el rostro de aquel que sujetaba las riendas del caballo, un rápido corte le hizo sisear y soltarme. Tomé la oportunidad para fustigar al caballo y escapar. Los escuché gritar y rugir, pero no pudo importarme, no, cuando en mi pecho se cernió un sentimiento de victoria inquebrantable. Sin embargo, esa algarabía murió cuando los cascos de otros caballos tras de mí resonaron sobre la hierba.
Ellos venían en pos de mí.
Angustiado, apresuré al caballo y me alegré entonces de haber escogido a un pura sangre.
Subimos la colina en medio de esa persecución angustiante, y desde la cima avisté el castillo de León. Grande, imponente y con plantas que oscurecían las paredes.
—¡A prisa, agárralo! —ordenó uno de esos borrachos.
Temblé como una de esas hojas que cayeron sobre mi capa en el camino.
Mi caballo avanzó tan rápido como pudo, y pronto estuve frente a la casa. Esos hombres aún estaban varios metros lejos, así que desmonté y aporreé la puerta con toda la fuerza que mi cuerpo crepitante me permitió.
Grité el nombre de león; grité por ayuda, aunque temía que al ser tan tarde, nadie acudiera a mis súplicas.
—¡Ayuda, por favor!
Mi desesperación creció al oírlos desmontar y acercarse a grandes pasos. Mis golpes se volvieron más fuertes, pero entonces uno de ellos me sujetó por los brazos y me cubrió la boca.
—Ahora, cariño, verás que nadie te ayudará.
—Debiste pensarlo bien antes de apuntar tu espada contra mí.
Lo sentí todo perdido.
Sus manos asquerosas recorrieron mi cuerpo por debajo de mi abrigo negro, pasaron por encima de mis pezones cubiertos por la tela de la camisa, se metieron bajo mi pantalón mientras yo aún intentaba patalear para zafarme.
Fue cuando el chirrido de esas gruesas puertas de madera me trajo esperanza. Aún en esa pérfida oscuridad, encontré el rostro de León.
Fueron segundos tortuosos en los que estuvimos bajo su escrutinio, y luego mis captores notaron su presencia y se detuvieron.
—Marqués..., mi Señor, lamentamos haberlo despertado.
—¿Qué está pasando aquí? —escupió la pregunta palabra por palabra, apretando la mandíbula y entornando la mirada.
—Es una prostituta, mi Señor, y una muy difícil.
—Una prostituta —repasó la palabra con lentitud—. ¿Acaso te parece que este muchacho es una prostituta? ¡Suéltenlo!
Aunque reticentes, finalmente me vi libre de esas sucias y toscas manos. Solté un suspiro de alivio antes de correr junto a León. Él me tomó en brazos y me apretó contra su cuerpo.
—Él es mío —refunfuñó.
—S-señor...
—¡Lárguense antes de que yo mismo los mate!
Sentí un gran alivio al verlos marcharse, pero una nueva opresión me sorprendió. Estaba ahora frente a León y debía decirle todo..., todo lo que mi corazón quiso, pero mi cabeza no.
*Dato interesante del día: Las cárceles para mujeres (a veces llamadas 'para mujeres infieles' o 'para descarriadas') eran muy comunes en ese siglo y en los anteriores, utilizados para castigar los pecados femeninos ya sea por amoríos, o por la pérdida de la honra antes del matrimonio.
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