Veinte y dos


León de Cervantes


Lo llevé después a la rivera más alejada del río, bajando por un estrecho camino a las afueras de la ciudad. la vegetación densa empezaba a marchitarse pues el otoño estaba a la vuelta de la esquina.

Los árboles delgados creaban siluetas con el sol, algunas tétricas y otras más románticas. Llegamos a una desembocadura del río, casi medio kilómetro antes de llegar a la cascada. El lugar era refrescante. Desmontamos.

—Es precioso. ¿Cómo sabías de este lugar?

—Salgo mucho por las noches. A veces no puedo dormir —conté—. Cabalgar me tranquiliza.

—Estás demasiado acostumbrado a dormir lejos de las comodidades, ¿cierto?

Sonreí.

—Sí. En el desierto no es recomendable, hace demasiado frío. Sin embargo, encontré especialmente relajante dormir en la selva, viendo las estrellas.

—Eso debe ser increíble.

Caminamos sobre las rocas resbaladizas. Lo llevé de la mano para que no se cayera, por mucho que me hubiese gustado verle mojado, con la ropa pegada a ese bonito cuerpo.

Él reía en cada salto, danzaba entre los árboles y sus lianas, y se dejaba llevar por el momento. Me gustó escuchar su risa y el vibrar de sus emociones.

—He pensado que me gustaría ir a uno de esos lugares que mencionas como luna de miel —me dijo—, aunque no puedo imaginarme...

Solté una carcajada ruidosa.

—Seguro que encuentras una forma de calentar a tu esposo como para que te haga el amor en medio de la selva, en una laguna, o contra un árbol.

Daniel frunció el entrecejo fingiendo disgusto por mi poco tacto al hablar, pero sus labios mostraban una pequeña sonrisa contradictoria. Sus mejillas pálidas estaban enrojecidas, tan hermosas.

—Tu boca te meterá en problemas un día, León.

—Ya lo hizo. Contigo. Recuerdo que un solo beso fue suficiente para desencadenar un incendio —le recordé—. Y ahora estamos aquí, sin saber si estás en cinta o no.

—... Eso, yo creo que no es así.

—¿Preferirías cerciorarte?

—No puedo visitar a un médico cuando podría delatarme con todos.

—Pero podríamos esperar unas semanas más, y luego tomarás una decisión.

—Y si yo no acepto, ¿buscarás otro esposo?

—La sociedad de Crest está llena de señoritas y donceles listos para el matrimonio, pero no, no buscaría a alguien más. —Porque a quien deseaba había dicho que no, quise añadir—. Probablemente me marche al extranjero nuevamente o quizás a mi casa en las montañas.

—¿Te darías por vencido con el amor?

—No, creo que no, pero dejaría el tiempo pasar y quizás lo volvería a intentar.

Y habría de olvidarme de esa florecita para buscar otra diferente en un inmenso jardín.

Lo vi fruncir el entrecejo ligeramente, bajó la mirada y tomó un respiro antes de volver a verme.

—Encontrarás a alguien apropiado para ti.

Y con sus palabras supe que él no consideraba, ni siquiera mínimamente, mi trato. Él estaba esperando que su embarazo fuera negado para poder escapar de mí.

Jodida mala suerte mía haber caído por los encantos de una flor con demasiadas espinas.

—¿Y qué harás tú entonces? —me forcé a preguntar.

—... No lo sé. Ya no puedo seguir mi corazón —señaló con nostalgia—, y mi padre querrá que me una a un hombre adecuado.

—¿Yo te parezco tan inadecuado? —casi gruñí la pregunta, pero una sonrisa tensa saltó en mis labios.

Estaba siendo masoquista.

—... Tú eres..., demasiado adecuado, pero sabes de mis sentimientos. ¿Acaso crees correcto que te torture de esa forma?

—¿Y engañarías a otro hombre entonces?

—Nunca se enteraría de lo que hay en mi corazón y eso no lo atormentaría. Además, la mayoría de matrimonios no se dan por amor.

—Pero es lo que tú quieres.

—Y no lo voy a tener porque el hombre que quiero ya está casado.

"Pero podrías intentarlo conmigo", mis pensamientos suplicaron.

Resoplé.

Iba a dejar el tema por la simple necesidad de salvar mi orgullo. Así era mejor, después de todo, jamás he un mártir idiota.

Si Daniel quería simplemente olvidarme una vez se corrobore su estado, yo no faltaría a mi palabra.

Escuchamos los cascos de unos caballos golpear las rocas en el camino, muy cerca de nuestra ubicación.

Tomé a Daniel por los hombros y lo empujé contra los árboles, ocultándonos entre el follaje. Lo cubrí con mi cuerpo y apoyé mi rostro contra su cuello.

Él tembló al sentir mir espiración contra su piel.

—Shh, silencio.

—Nos van a ver —gimoteó preocupado—. Oh, Dios...

—Calla, Daniel. Tu boca bulliciosa les facilita las cosas.

—Como si tu caballo cerca de ellos no lo hiciera —replicó.

Escuchamos los caballos acercarse un poco más, uno de ellos incluso quedó al borde del riachuelo, a solo ocho metros de nosotros que seguíamos recluidos en la maleza.

—Parece que son enamorados —silbó uno de ellos. Impertinente.

Sin embargo, su voz la reconocí, era miembro de la guardia de Crest y seguramente su compañero también lo era. Suponía que estaban haciendo patrullajes ahora que los crímenes en las entradas a la ciudad habían aumentado.

¡Bendita suerte la mía!

—Qué bochornoso —comentó su amigo—, si están escondiéndose es porque aún no se han casado.

Bufé. Maldita suspicacia masculina.

—Dios, León, ellos van a descubrirnos.

—No lo harán —le prometí—. Pasa tus brazos alrededor de mi cuello, y tu pierna izquierda pásala a mi cintura.

—¿Has perdido la razón?

—Ellos no se quedarán a ver lo que hacemos, o pretendemos hacer, Daniel. No hay nada que incomode más a una persona sino presencia un momento íntimo ajeno. Incluso al hombre más perverso y atrevido le causaría vergüenza.

Aunque reticente, Daniel hizo lo que le pedí. Sus manos dulces acariciaron mi cuello sobre la tela de la camisa. Su pierna delgada rodeó mi cadera y yo la atrapé con mi brazo, pasé mi mano por su muslo yendo más allá de los límites permitidos.

—¿Se te da bien fingir?

—¡Por supuesto que no! —susurró abochornado—. Estoy temblando.

—Eso es bueno porque así debe ser. Y si no eres capaz de fingir, tendremos que hacerlo realidad.

—¿De qué-?

Tomé con mi boca aquellas últimas palabras que él quiso soltar. Los suaves belfos de Daniel se abrieron con sorpresa, pero demostraron una costumbre para conmigo que me complació mucho. Su lengua buscó la mía y me acarició impúdicamente. Gruñí, y lo hice lo suficientemente alto como para que esos hombres nos escucharan.

Mi mano viajó de su muslo hasta su esponjoso culo, lo amasé y arañé sin reparos aún sobre la tela beige de su pantalón. Daniel gimoteó como un jovencito desvergonzado, lo que en realidad era.

Sus manos acariciaron mi cabello y lo desordenaron. Ya era tarde para que yo le comentara que odiaba con ganas que me despeinaran. No me levantaba temprano en las mañanas para peinar mis hebras rebeldes como para que ese chiquillo fogoso las estropeara. Aun así, cuando lo hizo, descubrí un placer sin precedentes. Sus dedos lo hacían con suavidad, pero a veces se enredaban y tiraban fuerte de mis mechones. Encantador.

—Vaya, creo que será mejor irnos —señaló ese primer hombre y pronto los caballos galopando nos permitieron separarnos, aunque fueron apenas nuestros rostros.

—Eso ha sido muy arriesgado —me dijo, y su maravillosa mirada estaba brillando como sus labios.

—Pero ha funcionado.

Por varios segundos solo compartimos nuestras respiraciones, sin decir nada ni movernos en absoluto. Yo era incapaz de apartar la mirada de su rostro. Él era muy hermoso, aún cuando seguía siendo un niño. Bueno, no un niño. Yo había dormido con ese niño, lo había tenido sobre mi regazo saltando vigorosamente, entonando los más desvergonzados cánticos de placer y suplicando por un poco más.

Las gruesas gotas de lluvia nos sorprendieron. Cayeron rápidamente y con fuerza opacando ese maravilloso día soleado.

—¡Oh, Dios!

Daniel chilló y se apartó de mí, y como pudo se metió más debajo del árbol. Yo lo seguí, pero aquel fresno estaba deshojándose ya y no era de gran utilidad.

—Tenemos que volver.

—Imposible con este clima.

—León, mis padres estarán enloqueciendo por esto. La Señora Higgings seguramente ya les contó que nos escapamos. Mi madre es capaz de llamar hasta a la policía para encontrarme.

Y no deseaba desencadenar la ira de mi futura suegra.

—Ponte mi capa.

Se la tendí y él a prisas se la calzó. Lo tomé de la mano y tiré de él hasta el caballo. Montamos y partimos.

La lluvia arreció y nos empapó por completo antes de haber cruzado el barrio bajo. Las calles se volvieron desérticas y solo un par de incautos como nosotros se aventuraron a cruzar Crest con ese clima.

Agité al caballo para ir más rápido conforme escuchaba los murmullos quejosos de Daniel. Creo que en la plaza empezó a rezarle a Dios para que sus padres no lo enviaran al claustro. Lamentablemente para llegar a la casa Lester nos faltaba todavía un largo recorrido.

—Hace tanto frío —dijo con los dientes castañeándole.

—Pronto llegaremos.

Salir del casco central de la ciudad supuso un alivio, sin tantas calles angostas o carrozas mal estacionadas. Fuera, al norte cuya zona se caracterizaba por pertenecerle a los miembros más influyentes y acaudalados de la sociedad, nos hallamos con un amplio camino que en menos de cinco minutos nos tuvo frente a la casa de Daniel. Afuera estaba una carroza, seguramente de la carabina, y yo solo rogué porque no hayan llamado a la policía. Solo una vez estuve inmerso en ese mundo, en Croacia, hace un par de años y no tenía la intención de volver a un lugar semejante.

Paré al caballo justo frente a la entrada donde Daniel se bajó a carreras y corrió por las escaleras en busca de refugio. Yo lo seguí y una vez frente a la puerta solté una larga carcajada.

—Eso ha sido completamente entretenido.

—Preferiría no repetirlo. ¡Achú!

Él estornudaba como un delicado ratón. Era algo chillón, pero sin duda me causó aún más risa.

De pronto, la puerta de la casa se abrió y nos encontramos con los Señores Lester y con la amarga carabina en cuyo rostro solo brillaba la desaprobación.

—¡Daniel! —chilló su madre—, ¿qué te ha pasado?, ¿por qué vienes así?

—Disculpe, Lady Lester, ha sido todo mi culpa.

—¡Señor Marqués, esto es inaceptable! —largó la carabina dando un paso al frente—. Usted ha sido por completo irrespetuoso con esta familia y con el señorito Daniel.

—Marqués, ¿en qué estaba pensando cuando robó a mi hijo? —gruñó su padre.

—Lo lamento. Solo pretendía poder conocer realmente al joven Daniel. Comprenderá que, con una carabina presente, siempre hay la posibilidad de no ser tan sincero. No ha sido mi intención ofenderlos.

—¡Pues lo ha hecho! —refutó la vieja carabina—. Ha ofendido a la familia Lester y una afrenta como esa es gravísima. Y usted, joven Daniel, ¿cómo ha permitido que el Marqués lo lleve sin mi presencia? ¡Todas las clases que ha tomado no han servido de nada!

—Por favor —interrumpí—, comprendo lo escandaloso de la situación, pero el joven Lester y yo no hemos comprometido su honra en lo absoluto. Solo lo llevé a conocer lugares de Crest poco visitados.

—Lo juro, padre, no ha ocurrido nada.

—Esto no debió pasar, Daniel. ¿Y si alguien los hubiese visto? Tu reputación, la de tus hermanos y la de esta familia hubiese quedado manchada —replicó Lord Lester.

—Ha sido un inocente paseo. Por favor, padre, madre, no deben preocuparse.

—Si piensa que cosa semejante es absurda y carece de motivo para preocupación, entonces usted señorito es inadecuado para el matrimonio —bramó la señora—. No me sorprende que aún a su edad nadie haya deseado desposarlo.

Su grosería me golpeó hasta a mí. Los señores Lester también estaban sorprendidos y la señora estaba por demás disgustada por ello.

Me giré y vi a una florecita azotada por los temblores, no del frío ni del inclemente viento, sino de un llanto silencioso.

—Madame, debería cuidar sus palabras —bramé y traté de contenerme, pero no pude—. Usted es una mujer que jamás se ha casado. En realidad, quien con su carácter e imprudencias ha ahuyentado a los hombres es usted.

—¡Impertinente!

Levanté la mano y la mandé a callar. Estaba harto.

Bien, yo no tenía el pensamiento más común ni me gustaba el trato de la sociedad, pero no por ello iba a tolerarlo.

—Es suficiente. Crea en mi palabra o absténgase de hacer comentarios dañinos —advertí.

—Lo lamento —gimoteó Daniel y luego salió corriendo por el pasillo de fuera de la casa, dobló a la derecha y se perdió.

—Señora Higgings, gracias por haber venido y haber cuidado de Daniel. Pase conmigo a la sala de té —invitó la señora quien me dio una mirada de comprensión antes de desaparecer.

—Marqués, lo que ha ocurrido-

—Dispénseme. Si gusta hablarlo en un momento. Debo ir con Daniel.

Sin esperar su respuesta que de hecho no me importaba, caminé a prisas siguiendo las pisadas de la florecita. Rodeé la casa hasta que lo encontré recargado contra un pilar donde daba rienda suelta a su llanto. Me paré frente a él.

—No es cierto, eres perfecto.

—Es verdad..., lo que ella dijo... —sollozó—. No puedo ser un buen esposo y-

—No necesitas serlo. Está bien si cometes errores.

—¿Y cómo podría hacerme cargo de una familia si yo no sé hacer nada bien?

—¿Acaso crees en la perfección, florecita? —pregunté y lo tomé del rostro con mis mojadas manos—. No existe. Está bien ser imperfecto porque yo jamás te pediría otra cosa, sino que fueras tú, con cada defecto y error.

Él me abrazó, mas siguió llorando. Aunque siempre he sido terrible para consolar a las personas, en ese momento me di cuenta que para hacerlo solo debía abrazarlo y estar ahí para él. Sin hablar ni prometer nada, solo dejarlo liberarse en silencio. 

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