Dieciséis


Dirk Bauer


Me acerqué a su cuerpo dando un corto paso, mis manos las posé sobre su cintura; sentí su cuerpo tenso apenas lo toqué. Me acerqué y al oído completé mis votos:

—Habrás de olvidarte de ese hombre, dejarás de desearlo, y a cambio, yo te enseñaré cómo disfrutar de la más exquisita pasión, Julian. Ahora eres mi esposo y haré contigo lo que tu corazón tímido desea, pero tu lengua filada no permite.

Sus mejillas sonrojadas eran vivo reflejo del torbellino que sacudía sus entrañas, pero sus cejas estaban ligeramente fruncidas y su nariz fruncida. Un pequeño topo enfurruñado.

Mi diestra tomó su rostro y entonces lo besé. No era la primera vez, pero la conmoción del momento me llevaron a disfrutarlo como nunca antes. Sus labios apenas se abrieron cuando los acaricié con mi lengua, pero no estaba pidiéndole permiso para entrar, era mi derecho y lo tomaría. Él gimoteó y casi se le cae el ramo de las manos. Fue cuando me di cuenta que debía parar. Me recordé el lugar y el evento en el que estábamos.

Cuando me separé nos recibió una multitud de aplausos y cánticos.

—¡Larga vida a los reyes!

Yo vi a Julian una vez más. Tenía los espejuelos de los lentes empañados, y sus labios tenían aquel brillo lascivo corrido más allá de las comisuras. Le ofrecí mi brazo para poder salir de la iglesia. Él la aceptó solo por, según yo creía, sus piernas débiles.

Pétalos de flores lanzaron niños y aldeanos al salir de la iglesia de St. Clara. Nuestro carruaje aguardaba afuera, y nos llevaría al salón donde nuestro baile de bodas se llevaría a cabo en el palacio.

Una vez dentro y lejos del escrutinio público, Julian largó un largo y fuerte suspiro antes abandonar su ramo a su costado izquierdo. Yo estaba frente a él y no podía apartar la mirada de su cuerpo.

—... Soy tu esposo —murmuró.

Yo reí.

—Mi apellido te sienta de maravilla.

—Y ahora soy rey..., ¿crees que pueda derrocarte? —bromeó, pero en su tono había nerviosismo puro.

—Depende, ¿cómo lo harías?

—Puedo asesinarte mientras duermes, sé que tienes el sueño pesado.

—No podrías —repliqué sin preocupación—. Estarás muy cansado y cómodo durmiendo entre mis brazos como para pensar en asesinarme.

—O podría envenenar tu comida.

Largué otra risa.

—Un chef prepara mis alimentos, pero si quieres prepararme un postre, correré el riesgo.

—Nunca has comido un postre mío.

—Tengo la intención de hacerlo. Tu padre siempre alardeaba de lo buen repostero que eres. Pero los probaré una vez te haya comido a ti.

Con su delicado zapato de satín blanco y listones plateados, golpeó mi pierna y resopló.

El carruaje avanzó por las adoquinadas calles de la ciudad, perdiéndose entre los árboles coloridos. El silencio nos acompañó hasta que vimos a lo lejos el palacio. Varios carruajes habían llegado ya y yo suponía que el cochero dio un par de vueltas más por el centro antes de llevarnos a nuestro destino.

—Nunca hablamos de lo que ocurrirá entre nosotros.

—Somos esposos.

—Exactamente.

—Y espero que podamos mantenerlo. Eres mi esposo, Julian, y no será solo de palabra.

—¿Qué quieres d-decir?

—Como mi esposo tienes obligaciones, Julian, al igual que yo las tengo contigo.

—No vamos..., nosotros no vamos a intimar.

Entorné los ojos.

—En algún momento tendrás que hacerlo, porque solo así el mundo creerá que ese hijo es mío.

—Bauer —gruñó—. Yo no puedo...

—No pienso obligarte a nada, Julian —corté, pero eso solo pareció ponerlo más nervioso—, pero lo mínimo que espero de ti y que merezco, es lealtad y respeto. Recuerda que lo juraste en el altar.

Bajé del carruaje y me ofrecía a ayudarlo. Él tomó su ramo y luego mi mano. Entramos por las robustas puertas de roble pulido. Más aplausos nos recibieron dentro.

Nos acercamos a todos quienes nos dieron sus falsos buenos deseos. La mayoría de las hijas de los magistrados y nobles que se nos acercaban lo hacían con una mueca de disgusto casi demasiado evidente.

—Alteza —llamó Albert—. No sé cómo agradecerle la ayuda que nos ha dado. Usted ha salvado a mi pobre hijo.

—Padre —refunfuñó Julian.

—Creo que como ahora somos familia, debes y me gustaría que me llames por mi nombre, Albert.

—Oh, no, alteza, eso sería muy impropio.

—Insisto. Albert, aún antes de casarme con tu hijo, fuiste ya un miembro de mi familia. Por favor.

—Me rehúso a hacerlo en la corte —mencionó.

—Bastante justo.

—Ahora, ustedes deben dar su primer baile.

La música suave de violín y piano comenzó. Le tendí mi mano a Julian y él, dejando su ramo con su padre, la tomó y me siguió al centro del salón. Las luces de las farolas nos rodeaban y nos volvían el centro de todo.

Tomé su cuerpo y empecé a mecerlo junto al mío. Lamentablemente, una de las aptitudes de las cuales yo carecía era el baile. No era muy bueno por mucho mi madre se esmeró en traer a los mejores maestros de bailes. Solo conseguí memorizar un par de pasos y con ellos salía vergonzosamente a flote.

Escuché la suave risa de Julian lo que me sacó de mis pensamientos.

—Mi esposo no sabe bailar.

¿Acaso había sido demasiado evidente? Bueno, eso solo me causó más vergüenza.

—No es mi fuerte.

—Puedo enseñarte. Tus manos sobre mi cintura deben ser más firmes, y tus pies, el derecho primero al costado y luego el izquierdo avanza lento —me explicó y yo lo obedecí—. Así es. Ahora, hazme girar, suave y con gracia. Si lo haces muy rápido, Bauer, vomitaré sobre ti.

—Y yo te castigaré por eso. En la cama.

Él me dio un suave pisotón.

—Concéntrate, Bauer.

Yo lo hice girar con mi diestra en alto, y su elaborada capa se movió en un torbellino agraciado. Luego lo atrapé nuevamente entre mis brazos y lo apreté contra mi cuerpo. Él jadeó.

—Si prometes darme más clases de baile, yo puedo darte unas de otro arte, en mi cama.

Lejos de molestarle, una carcajada abandonó sus labios.

—Sueñas demasiado, querido esposo.

Pero podía hacer esos sueños realidad, una placentera realidad.




****




Al final de la tarde, cuando el sol se ponía y contrastaba su luz con el cielo oscuro, la mayoría de invitados abandonó el palacio. Se quedaron con nosotros Daniel, Albert y León. Yo me reuní con mis dos amigos en mi despacho mientras Daniel corría a la que ahora era la alcoba de Julian y de mí. Estábamos vetados de esa zona aparentemente mientras algo ahí se cocinaba.

—Cosas de donceles —suspiró León y se sentó a mi lado en el sofá.

—La verdad es que no quiero saber qué traman ese par de torbellinos.

—Bueno, si se trata de lencería para tu esposo..., deberías darle las gracias a Daniel —señaló él con una vívida sonrisa burlona en el rostro.

—... Temo que nuestra noche de bodas no será otra cosa sino un tormento.

—¿A qué te refieres?

—A que Julian no desea ni me dejará tocarlo. Además, no pienso obligarlo. El sexo se vuelve un acto sucio cuando ninguno de los dos lo disfruta, y es uno aberrante cuando se trata de una búsqueda del placer propio y único.

—Deberías darle un afrodisíaco. He oído que en los donceles surte el efecto semejante al del celo en un animal.

—Esa es una idea espantosa —jadeé—. ¿No me has oído? Él no me desea y no he de tocarlo si no lo quiere.

—Solo un torpe creería que entre ustedes no hay una explosión pasional.

—No la hay —recalqué.

—Tu no la dejas salir, es diferente, y Julian no permite ver más allá de ese hombre..., Jen. No es un buen sujeto.

Tomé del vaso de bourbon. El líquido me acarició suavemente la garganta y me aruñó el pecho al bajar.

—No lo es. De hecho, esa fue una de las razones por las que se lo propuse a Albert. Lo aprecio mucho como para verlo sumido bajo el yugo de un bastardo como ese. Lehmann no merece a Julian.

—Pero ahora es tu esposo, y es tu deber cuidarlo de ese hombre.

—Dime cómo. No importa cuántas personas le digan a Julian que su amante nocturno es un vago y un mujeriego, él no lo quiere creer —tomé otro trago—. Yo ya he intentado hacerle entrar en razón, pero ha sido inútil. Está encaprichado con él.

—¿Y sabes por qué?

—Supongo que porque tiene muy fuertes sentimientos por ese hombre —mencioné.

—Oh, no mi querido rey de los ingenuos.

Torcí el gesto por el apodo.

—Escucha, Dirk, en mi tiempo con Daniel conseguí sonsacarle un par de cosas sin querer acerca de Julian y Jen Lehmann. Resulta ser que Julian empezó a salir con ese individuo hace un par de años, cuando aún era un muchacho..., menos agraciado, ¿si me entiendes?

Lo entendía.

Julian no siempre fue el hermoso doncel que ahora. Sus lentes, que empezó a ocupar igualmente hace años, lo hacían ver aún más..., raro e intelectual de lo que a las personas les gustaba en un joven como él. Tenía su cabello algo rebelde y despeinado, aunque ello no había cambiado mucho, solo gustaba de atarlo con pasadores y ponerle adornos debido al largo; pero tenía su piel descuidad y su genio como el de un ogro de fábula. Era un poco más relleno, además, lo cual, en los estándares de la sociedad de Crest, era inapropiado.

Con los años y la ayuda de su madre, su apariencia le hizo justicia, aunque su temperamento no mejoró en gran medida. Ahora era uno de los donceles más encantadores de la ciudad.

—¿Y recuerdas lo que le dijiste? —insistió León.

—¿Decirle?

Hice memoria, aunque rebuscar un recuerdo en específico sobre algo difuso me estaba causando dolor de cabeza. Él y yo siempre bromeábamos y peleábamos, pero... ¡Claro! Durante esa época, Julian solía permanecer leyendo largas horas en mi biblioteca, escondido de todos y especialmente de mí, sin embargo, un día lo encontré y...

—¿El topo está entretenido?

—Piérdete, Bauer.

—¿Qué lees?

Le quité abruptamente el libro de tapa bordó. Orgullo y Prejuicio. Un libro que había salido al ojo público hace pocos meses y que causó furor entre la sociedad.

—¡Estas son tonterías! Pero claro, un doncel como tú habría de estar fascinado con una historia de amor tan tonta como esta.

—Para decirlo, Bauer, debiste haberlo leído primero.

—No, solo me limito a escuchar lo que dicen de esta tontería. No es un buen libro.

—Lo compró tu madre —recalcó—. Ella-

—Ella era una mujer muy terca y hacía lo que le parecía. Pero si tú quieres encontrar algún día marido, has de pensarlo dos veces. A nadie le gusta un doncel cuya cabeza está anegada de ideas románticas tan absurdas.

—Por fortuna, su alteza, no he pensado en casarme con un hombre con el pensamiento tan mediocre como el suyo.

Yo me reí. Muy fuerte.

—No, Julian, jamás lograrías llamar mi atención. ¡Mírate! No eres un doncel al que se le pueda dar más de una insulsa mirada. No tienes nada especial y difícilmente, de continuar así, encontraras un marido con los estándares tan bajos. Quizás un viejo noble que desee un segundo matrimonio con un jovencito como tú.

Ese día Julian hizo lo que nadie en el resto del Reino pudo jamás. Me cruzó el rostro con su mano y dolió, pero a él, desafortunadamente, le fue peor. Su muñeca se le hinchó un poco por lo que Albert me contó. Además, ese día, lo vi llorar frente a mí, me gritó enrabiado muchos insultos que de boca de un doncel no deberían salir jamás. Luego se marchó, y no lo volví a ver sino varias semanas después.

—Heriste sus sentimientos, Dirk —explicó mi amigo—. Y cuando él finalmente se convirtió en un muchacho hermoso, decidió demostrarle al mundo que tus palabras no eran ciertas. Jen fue uno de los primeros hombres que posó su mirada en él.

—Oh, Diablos. —Me agarré la cabeza con fuerza. Había olvidado por completo ese turbio recuerdo—. Entiendo. Lo lastimé bastante, pero, ¿por qué con Jen Lehmann? Si ya era un muchacho precioso, cualquier hombre más apropiado-

—Diversión, un reto, ¡yo qué sé! Pero eso fue lo que me dio a entender Daniel.

—Así que, ¿su mala elección de amante es mi culpa?

—Originado por un comentario tuyo, sí.

Era espléndido. Julian se había casado conmigo porque estaba en cinta de un hombre astuto que lo tomó en su momento más débil y esa debilidad era mi culpa por haber soltado palabras estúpidas cuando yo era igual muy joven.

¿A eso se le llamaba Karma o justicia divina?

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