Dieciocho


Julian Keller


Creo que dormí todo el viaje. Dirk me subió a la carroza luego de haberme tenido sobre su regazo temblando, eran casi las cinco de la mañana cuando nos alejamos de Crest con dirección al norte. El mar blanco era un lugar fascinante del que había oído hablar, pero que nunca, lamentablemente, había tenido la suerte de conocer. Por un terrible infortunio, el viaje duraba más de lo que mi cuerpo podía resistir. Hicimos un par de paradas para que yo estirara las piernas. Las tenía entumecidas como los propios tablones del puente hacia la costa. El clima ahí era un poco más frío de lo que en la costa sur, pero igual era cálido y delicioso. Lo maravilloso de la franja norte del reino era que tenía la belleza natural de las montañas junto al calor del mar y de sus playas.

Dirk me contó tantas cosas en las pocas horas que me mantuve despierto. Dijo que el castillo quedaba en un islote alejado de la costa y que para llegar habríamos de ocupar un barco pequeño. Ahí era más cálido que en la parte continental donde aún se sentía algo de frío entre las palmeras que se disipaban entre la vegetación que se transformaba, tierra adentro, en árboles frondosos y ríos caudalosos.

Había querido olvidarme en ese transcurso de su bruto actuar en el cuarto de baño, pero solo recordarlo me ponía la piel de gallina y generaba un calor en mi cuerpo que me extrañaba. Yo entendía su disgusto, por supuesto, porque falté a mi palabra y lo traicioné, aunque no fue intencional. Ese día yo estaba dispuesto a dejar atrás todo vago romance con Jen, pero él no estuvo de acuerdo. Apareció en el castillo y me pidió hablar, yo intenté explicarle, pero su boca pudo con la mía y..., solo me rendí.

Temía, sin embargo, que Dirk intentase más cosas conmigo de lo que yo en realidad podía darle.

Dejé atrás esos pensamientos que me prometí no me atormentarían en ese mes alejado de Crest y recibí la bienvenida del Mar Blanco. Se llamaba así por la arena blanca y el color frio de sus aguas, pero era cálido y suave. Dull era un pueblo pesquero con una amplia actividad comercial. Tenía un par de muelles improvisados y uno más grande junto al faro. Me parecía encantador. Y a lo lejos vi el castillo.

—Bienvenido. Creo que deberíamos descansar del viaje primero, y mañana puedo traerte a pasear —ofreció, pero yo tenía tantas ansias de verlo todo que era capaz de lanzarme del carruaje en ese instante preciso.

—Oh, Bauer. Tal vez tú seas un pobre anciano, pero yo aún puedo caminar un poco.

—Lo dice el doncel que se quejó del cansancio y dolor en sus piernas todo el viaje —dijo y luego añadió—. Además, tu ropa es inapropiada para este calor.

Y era cierto. En Crest el verano era caluroso, pero soportable, pero en la costa era casi sofocante. Empero, yo no dejaría nunca que Dirk Bauer me ganara una batalla.

Sonreí y me quité el abrigo que llevaba, me ajusté la camisa y le dije:

—Así estoy bien por ahora.

El carruaje se detuvo en una calle junto al estero. Nos bajamos y tal como yo, Dirk había abandonado su grueso abrigo que nos sirvió para pasar las montañas y su neblina helada.

Me tomó del brazo y empezó a guiarme.

—Aunque la ciudad no se ha desarrollado mucho, las personas les ponen especial atención a sus barcos. Están casi nuevos todos. El centro del pueblo tiene casi todos los servicios, aunque unas zonas más alejadas carecen de electricidad —contó—. Hay una capilla a unas calles de aquí, varios restaurantes, nada muy elegante, pero la comida es exquisita, y hay un par de lugares de interés.

—Me imagino a lo que te refieres. En los pueblos pesqueros siempre hay lugares de diversión para los caballeros.

—No hablaba ni de bares ni de tabernas. Te recuerdo que no es con Lehmann con quien hablas sino conmigo.

—¿Es que hay alguna diferencia?

—Un mundo entero, pero si no eres capaz de verlo, no me sorprende el que hayas terminado en esa situación.

Olvidé sus palabras y me dejé deslumbrar por ese lugar. Las personas nos miraban con extrañeza, suponía que se debía a nuestra vestimenta, o quizás porque estaba del brazo del Rey, pero no sabía qué tan familiarizados estarían ellos con la corona. Pero algunos hacían reverencias y saludaban suavemente. Dirk los miraba con mucha seriedad y solo respondía con un asentimiento de cabeza. Tras de nosotros podía oír: 'Es la nueva reina, están de luna de miel'.

Yo fui más educado que mi silencioso esposo y les sonreía a aquellos que pasaban, eso les dio más confianza para saludar con más fuerza. Fue curiosamente agradable.

El viento salado nos golpeó el rostro, refrescante y abrigado.

En el camino. donde muy pocas carrozas se movilizaban y unas pocas carretas andaban con mercancía, unas largas hileras de tenderetes formaban un sendero muy concurrido. Telas de colores traídas desde los países fríos, algunas más gruesas, otras más ligeras con un delicado listón de piel caliente. Vajilla traída desde las tierras más lejanas y con figuras y decorados exquisitos. Y especias de aroma delicioso que inundaban todo el lugar.

Yo no pude más y me solté del brazo de mi esposo y empecé a acercarme a los puestos. Entre un par de tenderetes, hacia el fondo de la calzada derecha hallé un local con letras coloridas pintadas en la madera. Flor de loto. Yo temí que por el nombre se tratase de algún burdel, pero me asomé por mera curiosidad y supe que era uno de esos raros lugares donde te pintaban la piel con figuras en negro. Había oído de ellos, pero nunca había entrado en uno.

—¿Busca un tatuaje, jovencito? —me preguntó el dueño.

Yo estaba asombrado por lo que veía. Garabatos pintados en hojas colgados en la pared, aroma a incienso, y a tinta.

—Por ahora no. Disculpe a mi esposo, es muy curioso.

Yo ni siquiera sabía que Dirk me había seguido. Me disculpé con el señor y salí, de vuelta en el barullo de la gente.

—Tú también tienes un tatuaje —le dije.

Él asintió con la cabeza, pero no añadió nada.

—Lo vi en la bañera.

—Me lo hice hace muchos años.

Era una luna naciente atravesada por una espada delgada pintada sobre sus costillas izquierdas.

—A los donceles no se nos permite hacernos tal cosa.

—Eso es..., una pena. Tu piel se vería preciosa con uno —me dijo y yo enmudecí.

—¿Lo permitirías?

—¿Por qué no?

—Si alguien me viera-

—Nadie aparte de tu esposo debería verte desnudo. Ese es un privilegio que me reservo para mí.

Touché.

O al menos eso de que nadie debería verme desnudo, lo segundo, eso era un poco más conflictivo.

Lo pensaría, especialmente porque pasaría toda mi vida junto a ese hombre.

—Tengo hambre —le dije y era una frase típica mía—. ¿Vamos al castillo?

Él asintió con la cabeza y me dirigió hacia el puerto donde una embarcación nos esperaba. Ahí estaban aquellos guardias que trajimos como protección junto a nuestras valijas.

Dirk me ayudó a subir al barco que se bamboleaba con las olas y que me hizo tropezarme un par de veces. Dijeron que nos tardaríamos quince minutos en llegar allá, pero el viaje fue lo mejor. El día era soleado y precioso, el agua nos salpicaba por los costados de la nave, y el aroma característico de la región nos acompañaba.

Yo me apoyé en la baranda de la cubierta y me dejé maravillar por todo lo que veía. Bauer estaba cerca de mío, según él, para asegurarse de no enviudar en su luna de miel. Mentiroso. Si yo estuviera atorándome con una galleta y él estuviera cerca, solo esperaría a que mi tono de piel sobrepasara el azul para empujarme por un barranco.

Al acercarnos, el majestuoso castillo blanco parecía crecer más y más. Y desde el pequeño muelle al frente, por la vegetación, casi no se podía ver el inicio de la construcción. Una carroza nos esperaba sobre tierra firme. Un caballo negro con motas blancas nos esperaba resoplando y raspando el suelo.

Ahí el aire era más caliente, pero el viento solo un poco más frío.

—El almuerzo debería estar ya listo, pero tal vez quieras refrescarte —me dijo mientras íbamos camino al palacio.

—Sí, me gustaría tomar un baño y cambiarme de ropa.

—¿Y puedo acompañarte en ese baño? Recuerdo que te gustó el que compartimos en casa.

—Solo en tu sórdida cabeza, Bauer, ese baño pudo ser placentero.

Tiró de mí en la pequeña carroza y me sentó sobre sus piernas, yo me removí, aunque sabía que eso de nada serviría.

—Te corriste.

—Me tocaste —repliqué.

—¿Y sabes que un orgasmo como el que tuviste solo puede lograrse si tu cuerpo está caliente y muy necesitado?

Fruncí los labios y aparté la mirada, pero no pude negarlo porque era verdad. Ese día yo sí me derretí bajo su toque y mi propia actitud me contrarió demasiado.

—Y planeo —continuó—, que me permitas tenerte más veces así porque puedo darte lo que tu pecaminoso cuerpo caliente quiere.

—Soñar es muy sencillo, Bauer.

—Lo es, pero lamentablemente en la mayoría de mis sueños estás tú, desnudo. Lo que realmente debería preocuparte es que los sueños solo son metas para mí, y que consigo todo lo que me propongo.

—¿Para eso me has traído tan lejos, para tenerme en tu cama?

—No, si lo quisiera así solo me bastara hacer valer mi autoridad como tu esposo y para esto no deberíamos salir de *Westville.

Me acarició las piernas. Su candor me causó un fuerte estremecimiento en el cuerpo y estoy seguro que él sintió la tensión que me atrapó luego.

—Te traje aquí porque nuestro hijo no debe ser conocido antes de tiempo y aquí ambos estarán seguros.

Nuestro hijo.

Seguía siendo tan raro escucharlo hablar así, pero siempre que lo hacía me transmitía una seguridad y comodidad que me asustaba.

—Y si en este tiempo puedo tenerte en mi cama, será un riesgo que correré con mucho placer.

Oh, no. Este nombre hablaba desgraciadamente en serio y me atormentaba la idea de que en algún momento sí tendría que compartir la cama con él para algo más que dormir. Dirk era como un hermano mayor, uno excepcionalmente fastidioso, o al menos así lo veía antes de que se convirtiera en mi esposo.

*Westville: Nombre del Castillo de Dirk Bauer en las afueras de Crest. En la época, y aún ahora, era muy común nombrar los castillos o propiedades, a veces por el lugar donde estaban. 

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