Diecinueve


Dirk Bauer


Almorzamos en la terraza, viendo al mar y recibiendo su brisa. Withgrave era una de mis posesiones más preciadas. La casa me traía algunos buenos recuerdos de mi niñez. Cerca de ahí, de hecho, estaba el internado donde fui educado hasta los diecisiete. A menos de un día de camino hacia el oeste, entre las montañas y los árboles. Aquella academia supuso un hogar para mí, pero en las cortas vacaciones que se me permitía tener, solía venir aquí y disfrutar de la playa, era más agradable que regresar a casa y encontrarme con las peleas de mis padres por la promiscuidad de mi progenitor y la presencia de algunos de sus bastardos ahí. Tenía, hasta donde sabía, dos hermanos: Robert y Alicia, pero con ninguno me llevaba ni jamás pretendía tener una relación. Robert era menor a mi por tres años, y Alicia por más de cinco, sin embargo, era él quien más conflictivo se mostraba conmigo. No lo culpaba, él aspiró en algún momento convertirse en rey, si no fuera por su vergonzosa concepción con una puta de burdel, y que al pueblo ello le repugnaría. A mi propio padre le repugnaba la idea de que un hijo bastardo ocupara el trono, por ello antes de morir les entregó un par de tierras muy lejos de Crest para aplacar su hambre de poder.

Julian resultó siendo una agradable compañía, lejos de las peleas en las que siempre nos vimos envueltos, él era encantador para conversar y versado en temas que yo mismo no dominaba. Y siempre tenía un buen comentario que me hacía reír.

—Hará una buena tarde —le dije.

Estábamos paseando por los jardines, lo llevaba del brazo mientras él se deleitaba con el aroma de las flores.

—Sería delicioso ir a nadar —comentó.

—Podemos —mencioné vagamente—. En la esquina hay una playa más extensa y el agua no es tan profunda.

Sus ojos brillaron, y yo descubrí en ellos una nueva fascinación.

Le pedí a un mozo que nos acompañara con parasoles y toallas. Julian no podía contener su emoción y solo porque estaba frente a los sirvientes no corrió por las escalinatas rodeadas de jarrones.

—¡Es precioso!

El agua cristalina ligeramente azulada en esa zona era atrayente. La arena era suave y con apenas unas pocas rocas cerca, pequeñas, pero más cerca del recodo había unas piedras enormes donde yo solía trepar cuando era niño.

Los sirvientes acomodaron mullidos asientos en la sombra, ubicaron parasoles y una muchacha trajo bocadillos fríos y bebidas.

—Debí traer mi traje de baño —murmuró.

Yo les hice una seña con la cabeza a los sirvientes para que se retiraran todos. Finalmente nos quedamos solos y ello nos concedió un respiro.

—Bueno, solo estaremos tú y yo y, a no ser que se aparezca algún feroz pez, nadie te verá nadar.

—Esta ropa será muy molesta para nadar —me dijo y señaló sus pantalones.

—Eso tiene una muy simple solución. Sácatelos. Báñate desnudo junto a mí.

Él me miró perplejo tras sus gafas que se deslizaban por su pequeña nariz de ratón.

—¿Acaso has perdido el juicio? Alguien podría vernos.

—Nadie vendrá y la zona está muy bien oculta.

Julian negó con la cabeza y yo aseguraba que su cabeza estaba llena de escenarios desastrosos donde alguien lo encontraba desnudo. Yo me acerqué y lo abracé por la espalda, con agilidad le abrí los botones del pantalón e intenté bajárselos.

—¡Qué dem-!, ¡Dirk!

—Nadie nos verá y podrás conservar tu camisa, si tanto recelo te da mostrarme tu cuerpo desnudo.

—Estás demente.

—Es nuestro viaje de bodas.

No replicó mucho, y a regañadientes se quitó la ropa, pero, como yo le había sugerido, conservó la camisa, aunque yo podía ver debajo de la tela. Su cuerpo era encantador.

—Me quedaré con mis lentes —murmuró—, temo que sin ellos tendré un accidente.

—Para eso estoy yo aquí. Prometí cuidarte.

—Tú serías capaz de ahogarme y no avisarle a nadie —bromeó y yo coincidí.

Así habría sido hace varios años, pero ahora..., él era mi esposo.

Me quité la ropa también, pero cuando llegué a mis pantalones, Julian me miró como si estuviera cometiendo un crimen.

—No hablabas en serio, ¿o sí?

Sonreí ladino.

Me bajé los pantalones y Julian se volteó rápidamente. Contuve una carcajada. Acomodé mis pantalones correctamente y caminé hacia él.

—Seré compasivo, solo por esta vez.

Solo con mis pantalones y él con su camisa, nos sumergimos en la cálida masa de agua. Era refrescante.

Julian daba saltitos al chocar contra las pequeñas olas y se aferraba a mí con miedo a caerse.

Chapoteó y se hundió, pero ello luego solo me dejó ver por completo tras su camisa. Mis ojos se quedaron fijos en sus pezones erguidos que acariciaban con furia la tela blanca. Y debí estar mucho tiempo así pues Julian carraspeó para llamar mi atención. Al alzar la mirada, su rostro sonrojado fue la mejor visión que tuve en mucho tiempo.

—Aparta tu mirada, Bauer.

—Mi papel de esposo me permite mantener mis ojos sobre tu cuerpo tanto como quiera.

Él frunció los labios.

—¿Y qué me permite mi papel como tu esposo?

—... Hacer lo que quieras —conmigo, deseé añadir—, mientras no me provoques problemas, eres libre de hacer tu voluntad.

Una sonrisa perversa acarició sus labios. Oh, no. Esa pequeña cabeza estaba tramando algo malo, yo conocía bien cómo funcionaban sus engranajes.

—Quiero algo.

"Por favor, no menciones a Lehmann".

—Habla, cariño.

—Quiero ayudarte a reinar.

No me esperaba su petición, lo admitía, especialmente porque era impropio.

El papel de una reina, aun siendo un doncel, se trataba sobre ser una compañía y encargarse brevemente de eventos sociales y un par de fundaciones benéficas. Mi padre, tan rígido como era, jamás le permitió acercarse a una sesión de la corona. "Los hombres son la cabeza del reino, es una tradición que nunca ha de romperse", recordé sus palabras.

—No tienes esa facultad, Julian —señalé, pero mis palabras no le gustaron.

—Puedo decir lo mismo de ti, Bauer —refunfuñó—. Y supongo que no te has preguntado porqué últimamente tienes tantos problemas en el reino. Necesitas ayuda.

—De necesitarla, se la pediría a tu padre.

—Eres despreciable —gruñó—, insufrible. Si hay por ahí algún movimiento en tu contra, me uniré a él.

Iba a replicar cuando escuché una voz tormentosa.

—¡Hermano!

Jodida suerte mía.

Me di vuelta y vi al hijo bastardo de mi padre parado en la arena, estaba acompañado por el mayordomo a quien yo liquidaría luego por habernos interrumpido.

Robert tenía una tonta sonrisa en el rostro, demasiado arrogante y altivo.

Julian y yo estábamos a casi diez metros lejos de él, quizás más, sumergidos en el agua, pero ella solo me llegaba a la cintura.

—Oh, mira, tu hermanito —se burló él.

Yo sabía porqué él había venido.

A sus oídos debió llegar la noticia de mi matrimonio, como si no hubiese salido en cada diario, y sobre las razones. Él no creía, por obvias razones, que se tratara de un furtivo enamoramiento como lo hicieron creer los de la prensa quienes, aconsejados por ministros, creyeron que ello me daría una imagen más blanda para con mis súbditos. Robert venía a comprobar sus teorías sobre que todo era mentira.

—¡Ven, hermano, quiero saludar a la feliz pareja!

—Deberíamos ir, Bauer —comentó Julian con malicia viva en la voz—. Él parece querer conocerme.

—Joder, ni se te ocurra.

Rober era un maldito imbécil a quien yo odiaba con pasión. Él hizo de mi vida un infierno hace muchos años. Un recuerdo llegó a mi memoria. Cuando yo tenía veinte y tres recibí una dura paliza de su parte porque, aparentemente, mi padre no iba a dejarle nada más que migajas de su fortuna. Era justo y no me quejé. Pero él, con ayuda de un par de guardias sobornados de quienes me deshice luego, me golpeó muy fuerte. Me dejó inconsciente y fue Julian quien me encontró. Mi ahora esposo era solo un niño en ese entonces, aun así, me ayudó a llegar a mi habitación y a llamar a un médico.

Cuando mi padre era regente, la familia Keller no era muy querida por él, pero Julian a veces se escabullía al castillo cuando ni él ni mi madre estaban.

Él cuidó de mí cuando estuve en mi peor momento.

—Seré generoso contigo, esposo querido, y te ayudaré con tu intratable hermano, pero a cambio me dejarás ayudarte con el reino.

—Julian —refunfuñé.

—Acepta mi trato y ambos ganamos. No te pido nada imposible.

—Lo es, tendré que verte más tiempo del necesario. No sé si me place la idea de tenerte en la corte todo el día.

—Lo resolveremos —sonrió—. Sujeta mis piernas.

—¿Qué?

Él dio un pequeño salto y yo lo atrapé antes de que se uniera al agua turbulenta, sus piernas rodearon mi cintura y sus brazos, mi cuello; lo sujeté como me pidió y al sentir su tibia piel un cosquilleo me recorrió las manos. Su respiración en mi oreja me puso más nervioso.

—Solo por ahora..., puedes..., te doy permiso para tocarme.

Lo hacía por el bien de nuestra puesta en escena, y yo no desperdiciaría la oportunidad.

Mis dedos recorrieron la carne de sus muslos hasta su tierno culo, lo aruñé con suavidad y por un segundo quise ir más profundo y acariciar su intimidad, pero, aunque Julian me había dado permiso, no sería correcto.

Él temblaba como si tuviera frío, quizás porque no le gustaba que lo tocara o quizás porque le gustaba demasiado.

—Yo también lo odio —me dijo al oído—. Te hizo tanto daño en el pasado... Él merecía esos castigos, no tú.

—Es un bastardo idiota, concuerdo contigo, y adoro fastidiar su miserable vida.

Julian largó una suave risita contra mi oído.

—¿Me ayudarías en eso?

—¿Cómo podría?

Su rostro estaba frente al mío, tan sonrojado y los ojos achicados para poder verme con claridad. Sus labios estaban enrojecidos, apetitosos, y sucumbí ante ellos. Su boca soltó un gemido, pero no se alejó. Apretó sus piernas alrededor de mi cadera y con muy poco pudor restregué mi polla dura contra la suya desnuda. En ese momento, envuelto por esa bruma de deseo que me provocaba su pequeño cuerpo, quise estar desnudo para tomarlo justo ahí, sin importarme que Robert nos mirara.

—Estamos caminando sobre un camino escarpado, Bauer.

—¿Te da miedo caer por ese camino?

—... No sé si es correcto.

—¿Por qué no lo sería? Eres mi esposo.

—Dirk —replicó en tono suave.

—Eres mi esposo, solo mío, al menos hasta volver a Crest. Dame ese placer.

—... Debemos salir, tu hermano nos está esperando.

Se alejó de mi cuerpo con rapidez, y con torpeza se movió sobre la arena, pujando contra el agua. No fue consiente de que su cuerpo estaba desnudo, casi, y que aquella traslúcida camisa lo hacía ver solo más pecaminoso.

Lo seguí de cerca. Robert parecía estar deleitándose con la imagen del cuerpo de mi esposo.

Gruñí. Tomé a Julian en brazos nuevamente y alcancé a cubrirlo así de la lasciva mirada de Robert. Julian se quejó un poco, pero mi entrecejo fruncido detuvo su berrinche. Salí del agua y un sirviente cubrió a Julian con una manta, lo dejé en el suelo, pero muy cerca de mí.

—Así que este pequeño terroncito es tu esposo.

—Es tu reina y le debes respeto —gruñí.

—Oh, claro, pero debes admitir que tu reina es un doncel precioso, a pesar de haber sido un patito feo en el pasado.

—Una pena que usted no se haya desarrollado mucho —replicó Julian—, pues sigue siendo el mismo hombre inconforme de hace años. Supongo que por eso no me sorprende que siga..., solo. A ningún doncel, ni a una desesperada mujer, le gustaría compartir su vida con un hombre tan mediocre.

Rober apretó los dientes y tuvo el impulso de dar un paso hacia él, pero se detuvo.

—Te has casado con una víbora, hermano, pero es ideal para alguien como tú.

—¿Qué haces aquí, Robert? Mi esposo y yo estamos recién casados, nadie debería estar aquí.

—Quise venir y felicitarte. Nunca creí que en el mundo hubiese hombre o mujer más tonta como para aceptar casarse contigo. La vida tiene demasiadas sorpresas —silbó.

—Si viniste solo para esa tontería, entonces puedes marcharte ya.

—Los caminos son traicioneros por la noche. No dejarás a tu hermano indefenso a merced de los ladrones, ¿o sí?

—Puedes con ellos, y si no, fue un verdadero disgusto conocerte.

—Alteza, disculpe —llamó mi mayordomo—, realmente sería poco prudente dejar que el Señor se marche cuando han estado atacado carrozas y carretas durante la noche. Ese camino no es seguro.

—Bien, Robert puede ir a un hotel del pueblo y esperar a mañana.

—Creo que me gusta más aquí —replicó mi insufrible hermano—. Prometo marcharme mañana.

Quise oponerme, lo iba a hacer, pero mi adorado esposo tomó la delantera.

—Mientras tu presencia no sea notoria, supongo que podemos hacer esa obra de caridad.

Pero yo no quería hacer ninguna obra de caridad.

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