Cuarenta
Dirk Bauer
Conseguí abrir los ojos con mucha dificultad. Sentí mi cabeza latiendo. Pum, pum, pum. Una y otra vez, en un ritmo constante y que de vez en cuando iba in crescendo. La oscuridad fue lo primero que percibí. La nada. Todo un llano en medio de la negrura de la noche. Puntos amarillos resaltaban entre las hojas secas. Las luciérnagas pululaban y formaban un vibrante cielo estrellado en la tierra.
Junto a mí no había más que un viejo roble que crujía bajo el azote del viento.
A lo lejos había luces encendidas, y un par de caballos que trotaban por los senderos adoquinados, resonando sus cascos con fiereza. Estaba a las afueras del pequeño pueblo de Nocht, a medio kilómetro de mi chalet en la zona.
Así que ahí era donde me abandonaron.
Había sido raptado por el bastardo traidor. El mismo que yo ya conocía, que llevaba conociendo desde hace años. El mismo que engatusó al ejército y escapó solo para introducirnos en un juego macabro del gato y el ratón. El mismo hombre por cuyos errores me encontraba casado con Julian. El mismo quien con su furia logró llamar la atención de los rebeldes extranjeros.
Y, lamentablemente, yo lo permití por que no supe, ni como rey ni como esposo, cuidar de mi reina. Lo dejé a merced del peligro por mucho que me forcé a creer que los guardias en el chalet servirían contra cualquier ataque.
Esa soberbia, o miedo, fue mi peor error, porque no pude admitir mi propia debilidad.
Fue un simple 'Buen día, mi rey' cargado de mucho sarcasmo lo primero y último que escuché de Jen Lehmann al entrar en mi despacho. Por una fracción de segundo me pregunté cómo y porqué, pero luego todo cobró sentido, justo cuando dirigí mi vista al vino que había estado bebiendo toda la tarde. El sabor de belladona no lo pude notar sino hasta que repasé nuevamente el tinte de los frutos manchados. Y entonces me desplomé sobre el escritorio, inconsciente y vulnerable.
Fue un plan estúpido, pero bien tramado porque yo solo tomaba vino de mi copa..., y él había sido lo suficientemente astuto como para infiltrarse hasta en los asuntos más privados de mi vida.
Mi último pensamiento fue Julian y mi hijo no nato.
Ellos fueron su siguiente objetivo.
Y yo no pude ayudarlos.
Me puse en pie con dificultad, todavía mareado y con los músculos agarrotados, no solo por la inconciencia sino por el frío otoñal. Las luciérnagas volaron a mi alrededor y se alejaron del sendero culebrero que yo iba trazando. Aun así, caminé a prisa hacia el poblado. Trastabillando y flaqueando, hasta que estuve bajo una farola y pude ver que, en las adoquinadas calles, el barullo que se formaba era alarmante.
Guardias y militares corriendo y cabalgando a prisas. Personas escandalizadas y murmullos a por doquier.
Hasta que lo escuché.
—La reina roja perdió al heredero —comentaban las mujeres que veían a la caballería pasar a gran galope.
Y la frase repiqueteó en mi cabeza como aquel dolor por algún golpe que ardía en mi nuca.
La reina roja perdió al heredero.
Mi reina.
Mi Julian.
Mi hijo.
—Ha tenido un aborto —murmuró otro.
Y nuevamente, la frase me abrumó.
—Ha sido todo planeado —jadeó una vieja mujer con el entrecejo fruncido—. La reina ha tomado un té abortivo.
"No, ha sido Jen", me aseguré yo porque mi Julian amaba tanto a nuestro bebé que nunca sería capaz de dañarlo.
—Lo han encontrado sangrando en el salón. Gritaba y vociferaba incoherencias. Ha perdido la razón —murmuraron.
Y yo quise saber cómo aquellas mujeres llegaron a saber todo sobre ese alboroto.
Yo me moví entre la multitud, empujando a las personas aglomeradas que solo veían a militares y a un par de carrozas pasar con dirección sur, hacia mi chalet.
—Soldado —llamé, aunque mi voz salió rasposa y muy ronca—. Llévame con mi esposo.
El frío nocturno no fue más que un aliciente para mi angustia. Mi piel fría contrastaba con la fiebre que abrazaba mi cabeza y algunas partes de mi torso donde sabía me habían golpeado con saña. Tenía un par de cortadas en los brazos y quizás una en el rostro, no estaba seguro, solo que algo ardía en mi cara.
Ver mi chalet, por primera vez, supuso un miedo irrefrenable.
Lo vi todo rojo, desde el portón y los altos pilares que sujetaban el arco con el apellido de mi abuela, Reginald. Vi una sombra oscura, si es que acaso eso era posible, que se cernía sobre mi hogar y presagiaba la tragedia pasada, presente y futura.
El demonio había estado ahí.
Desmonté aun cuando el caballo no se había detenido.
Empujé a los soldados y a los sirvientes en mi camino hacia donde escuchaba los lamentos de mi esposo.
—¡Dirk, Dirk! —gritaba y gimoteaba con el mismo dolor que de mi boca yo no podía exteriorizar.
Corrí tan rápido como pude, pero parecía no avanzar nada, y solo verlo tendido en un sofá, rodeado por sirvientas que apretaban entre sus temblorosas manos, paños que una vez fueron blancos y que ahora solo estaban teñidos del más oscuro y perverso rojo.
Un médico estaba cerca, con las mangas blancas recogidas hasta los codos, guantes manchados; y una enfermera que lo asistía.
—Mi bebé —sollozó.
—Julian —y mi voz no pudo evitar quebrarse porque sí, estaba herido.
Abrió sus ojos ampliamente, como si no creyera que yo estaba en realidad ahí, o quizás mi aspecto, el cual no me había detenido a examinar, no era el mejor.
Me arrodillé frente a él y mis ojos solo se centraron en su rostro entristecido, porque, además, temía seguir el camino y encontrar el motivo de esa aflicción.
—Cariño mío.
—Oh, Dirk —chilló y se dejó llevar por el llanto que empapó sus mejillas blanquecinas.
Temblaba como lo hacían las hojas ante la ventisca, sacudiéndose con fiereza antes de decaer de rodillas al piso.
—Nuestro bebé, nuestro bebé —repetía y se mortificaba con esas frases inconclusas.
—Lo siento..., yo te prometí cuidarlos y-
—Es mi culpa, todo esto es mi culpa. Jen lo hizo para vengarse de mí.
Sentí sobre mi cuello sus manos aruñar mi carne, apretarla y enrojecerla. Él estaba enojado y herido, frustrado y perdido.
Y yo estaba en un limbo de emociones donde el dolor en mi pecho no me dejaba respirar con tranquilidad, pero que, al mismo tiempo, batallaba con ese odio y rabia que burbujeaban en mi pecho.
Quería despedazarlo. Volver a Jen Lehmann un montón de cenizas que el viento se llevaría lejos, tanto como él nos había alejado de nuestro primer hijo.
Deseaba tenerlo frente a mí una vez más, pero entonces tendría la ventaja porque mi pecho estaba hinchado de enojo y solo ansiaba redención, el dulce sabor de la venganza.
Pero...
Estaba terriblemente asustado. Había perdido a mi hijo y casi pierdo a mi esposo también.
El aroma a hierro era muy fuerte, pululaba en la habitación y se esparcía con rapidez. Alrededor de nosotros se formaba un alboroto. Personas iban y venían con cosas en sus manos, hablando o gritando. Todo giraba, pero nosotros permanecíamos ahí, estancados en ese momento cuando perdidos a nuestro bebé.
Apreté a Julian entre mis brazos muy fuerte. Necesitaba su calor; sentirlo vivo y..., conmigo.
—Su alteza —me habló el médico, pero su voz era tan lejana que apenas la percibía—, debo atender a su esposo y detener la hemorragia.
Y yo solo escuchaba los lamentos de Julian contra mi oído.
—Lo siento, perdóname, bebé —decía entre continuos gimoteos—. Mi pequeño...
—Alteza —insistió el hombre con una mirada severa. Yo me negaba a soltarlo, y mis ojos afilados delataron mi molestia—. Si no me permite atenderlo, su esposo también morirá.
Y no iba a permitirlo, ni iba a poder soportarlo.
—Cariño —le llamé suavemente, temiendo que esa fragilidad lo volviera a derrumbar—, por favor.
—No quiero, no quiero.
—Estoy aquí, contigo...
Aunque decirle eso en aquellas circunstancias no era reconfortante ni a mí mismo me hacía sentir bien.
Le había fallado.
No lo protegí ni a nuestro hijo.
Caí en una trampa burda y simple, y puse en riesgo a mi familia.
Estuve muy lejos cuando él estuvo frente al demonio. Fui inútil cuando Julian sufrió el aborto y la soledad en su vientre.
—Julian, por favor, permítele atenderte.
—Quiero morirme, Dirk —jadeó y volvió a soltar su llanto—.
—No, shhh, no digas tonterías como esas.
Aun abrazándolo, lo recosté en el sofá, sobre mis piernas; cubrí con mi mano derecha sus ojos y con la otra le acaricié el pelo.
—Peter —murmuró—, quería llamarlo así si era un niño.
Mi corazón se cayó a pedazos cuando lo escuché. Ese era el nombre de mi abuelo de pila. Un viejo mayordomo de la casa que falleció hace varios años y que estuvo durante el reinado de mi padre. Ese hombre que cuidó de mí cada día, incluso me protegió de mi propio progenitor cuando la rabia absorbía su cuerpo y lo desquitaba conmigo. Recibí muchos golpes a lo largo de mi vida, pero muchos otros los recibió Peter por mí. Porque él me amó.
Y Julian..., mi toppo lo recordaba. Aquella historia que le conté hace tantos años cuando borracho llegué a la vieja plazoleta de armas donde me lo encontré.
—..., y Lily, si era niña.
"Serán los nombres de nuestros primogénitos, Julian", prometí.
Soltó un quejido y luego se desvaneció en mis brazos.
El doctor se alejó de él después de inyectarle. Suspiré profundamente. Al menos así Julian estaría más tranquilo..., o hasta que despertara y la cruda realidad lo atrapara de nuevo.
Se encargaron de su pequeña hemorragia y luego limpiaron su cuerpo. El médico dejó medicina y muchas indicaciones sobre los siguientes días. Él no creía que Julian fuera a sobrellevarlo rápida o adecuadamente y ello era preocupante.
Yo temía que se culpara por algo de lo que no tuvo el control en absoluto.
Algo que, de hecho, fue mi culpa.
Lo llevaron a nuestra recámara para que descansara. Mañana seguramente su cuerpo estaría dolorido y debía reponerse. Yo, por otro lado, envié una misiva urgente a la capital. La captura de Jen era imprescindible para sentirme seguro. Envié un telegrama a León para que se hiciera cargo del asunto en tanto yo regresaba del fugaz viaje.
Militares buscando por todo el reino.
Capturar a los traidores de la frontera. Todos, y bajo orden de no soltarlos hasta mi llegada. Incluso si era Robert u otro noble, no importaba porque la traición se pagaba con sangre.
Mandé un decreto a todo el reino. Una recompensa a quien me entregara a Jen o indicios de su paradero, aunque yo sabía que pronto nos volveríamos a ver y por voluntad mutua.
Él no acabó conmigo por la única razón de llevarme al borde de la locura.
Su tortura estaba empezando.
Me había quitado a mi hijo.
Y..., tal vez, me estaba quitando a Julian porque mi pequeño esposo, tan frágil como era, quizá no lograra superar la pérdida de su primer bebé.
Lo perdería, entonces.
Pasaron varias horas en las que mi cabeza atormentada y adolorida no me dejó tranquilo. Debía hacer algo definitivo y rápido antes de que los planes de Jen cuajaran en una guerra que pudiese destruir todo por lo que mi familia había luchado.
—Busca a Jen —ordené a mi soldado de confianza—. Entrégale esto y dile que he decidido terminar con todo. Solos él y yo.
—Alteza..., todavía podrían atraparlo y-
—No arriesgaré a mi gente por algo que yo mismo puedo acabar. Y así será.
—Pero-
—Haz lo que te ordeno. Prepara mi caballo y un pequeño pelotón, ellos serán mi seguro.
—¿Y la reina?
Mi Julian, mi amado toppo.
—No lo dejen salir del chalet hasta mi regreso. Si no lo consigo, envíenlo lejos, tanto como el dinero de mi familia les permita.
Porque si moría a manos del traidor, aún si Julian era la reina legítima y podía gobernar, la sublevación arrollaría todo y voltearía todo el centro de poder. No, jamás lo permitiría.
Era mi última oportunidad de ser responsable y de cuidarlos.
—Llévenlo con el Marqués de Cervantes.
—Sí, Alteza.
—Saldré al medio día.
Así, al anochecer llegaría a los parajes más alejados. Ahí, donde los caminos de la frontera se cruzaban con los que llevaban a las ciudades principales. Era un buen lugar donde librar una batalla.
La última.
Porque si Jen podía ser un demonio despiadado, yo, por salvar a mi familia, me convertiría en el Diablo.
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