7: Elena

    ¿Era normal que estuviera tan nerviosa? No me había sentido así ni con Tomás. Volví a mirar la hora. No me gustaba nada estar allí parada en medio de la noche. No era seguro. Escuchaba atenta a cualquier ruido cercano. Tomé asiento en mi banco, apretando mi bolso contra el pecho. ¿Por qué estaba demorando tanto? Ya eran las ocho. Si hubiera supuesto que sería de esas personas irrespetuosamente impuntuales no habría tenido apuro en llegar al lugar de encuentro.

    No podía mentir: tenía grandes expectativas. Estaba segura de que él, siendo tan lector como yo, lo entendía y se esforzaría. Había tenido que mentirles a mis padres para venir. Les dije que estaría con Delfi, que iríamos a comer a un restaurante. Por supuesto, también le había avisado a ella. Por suerte tenía planes para salir con Nico, por lo que cubrirme no sería ningún problema. Podía fácilmente decir que yo los acompañaría.

    Jugué unos segundos con mis zapatos. No podía creer que estaba usando un vestido. Yo nunca los usaba. Arrugué la nariz. Tal vez esto había sido una mala idea. Seguramente algo había pasado y no tenía manera de avisarme. Ya habían pasado cinco minutos. Comenzaba a ponerme nerviosa.

    No era ninguna ignorante. Sabía que, en ese parque, por las noches, abundaba la droga y la bebida. ¿Por qué había creído que esta sería una buena idea? ¿Qué me había llevado a decir que sí? Quería irme, ya. Lo haría, me marcharía...

    No me moví.

    —Solo esperaré unos minutos más —me dije intentando convencerme de que él aparecería. Pude ver una figura masculina acercarse. No podía verle el rostro por la mala iluminación. Se aproximaba hacia a mí. Por un momento me tranquilicé. Era Félix.

    —Hola, creí que me habías dejado plantada, yo...

    No era él. Se trataba de un joven que debía tener al menos veinte años. Usaba una sudadera vieja y desgastada, unos pantalones sueltos y un par de zapatillas rotas. Llevaba entre sus manos un cigarro. Estaba segura de que no era tabaco lo que fumaba.

    —Hola, señorita. ¿Qué hace usted sola por aquí? —cuestionó arrastrando las palabras. Cielos. O estaba ebrio o drogado. O los dos. Ninguna opción era demasiado reconfortante.

    —Estoy esperando a alguien —dije con voz algo temblorosa.

    —Oh, ya veo. Usted vino por la diversión, ¿eh? ¿Lo que quiere es un poco de esto? —preguntó sacando del bolsillo de su pantalón una bolsa de plástico con un polvo blanco dentro.

    —No, gracias —rechacé intentando no sonar agresiva.

    —Vamos, estoy seguro de que le encantará. No podrá cansarse de esto —me aseguró señalando la bolsa y acercándola a mi rostro para que pudiera verla mejor. Arrugué la nariz. Ese hombre apestaba.

    —No, realmente no tengo ganas —insistí poniéndome más y más nerviosa.

    —Vamos, le haré un descuento por ser dama y por ser linda —ofreció con amabilidad. Cuando sonrió pude ver sus dientes torcidos, podridos. Y un aroma nauseabundo me llegó a la nariz.

    —Que ya le he dicho que no.

    Esta vez mi voz sonó más firme, incluso enojada, pero con un toque de desesperación. El hombre vaciló un poco y se acercó un par de pasos más.

    —Te ha dicho que no, imbécil. ¿Acaso no entendiste?

    Solté todo el aire que había estado conteniendo, aunque ni siquiera me hubiera percatado de que lo estaba haciendo. Nunca me había sentido tan feliz de escuchar esa arrogante voz. Félix.

    —Oh, el caballero la quiere toda para él. Bien, pueden compartirla.

    Extendió nuevamente la bolsa.

    —O te alejas o mi puño va a enseñarte lo que significa no —amenazó el pelinegro. Me detuve un segundo a mirarlo. Sí, lucía intimidante. Si yo hubiera sido el hombre sin duda me hubiera echado a correr. El vagabundo se encogió de hombros.

    —Ustedes se lo pierden, tontos —murmuró mientras se alejaba arrastrando los pies.

    Una vez que desapareció entre las sombras, pude respirar con tranquilidad. Cielos. Nunca me había asustado tanto como en ese momento.

    — ¿Te hizo algo? —preguntó Félix parándose frente a mí e inspeccionándome con la mirada.

   —Nada más que darme un buen susto. Creo que quería venderme algún tipo de droga —comenté con la respiración entrecortada. Él asintió alterado.

    —Cocaína.

    — ¿Cómo sabes que eso es lo que era? —cuestioné con algo de sospecha. Pude ver que su rostro se ensombrecía momentáneamente. Estaba vacilando. Se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¿Por qué estaba nervioso?

    —Mi madre la consumía.

    —Ella... murió, ¿cierto? —pregunté para asegurarme de que recordaba bien lo que me había contado antes al respecto. Félix asintió.

    —Sobredosis. Justo cuando había salido de rehabilitación. Tenía seis años.

    Sus palabras impactaron con fuerza en mi pecho. No podía siquiera imaginar cómo debía sentirse. Horrible. Y perderla a tan temprana edad...

    — ¿La recuerdas?

   —Algunas cosas.

    — ¿Cómo qué?

   —Solía cantarme canciones de cuna antes de dormir —confesó con la cabeza en el suelo. Tomó asiento en el banco, porque sabía que la conversación no finalizaría pronto.

    — ¿Qué pasó?

    —No lo sé. Recuerdo que estaba enfadada con papá. Me pidió que por favor le sacara unos cuantos billetes mientras ella lo distraía, que era por una buena causa, para hacer a alguien feliz, y que sería nuestro secreto. Obedecí, por supuesto. Era mi madre. Al día siguiente estaba muerta en el suelo de nuestra casa, con una aguja clavada en el brazo. En ese momento no lo entendí. Ahora lo hago. Mi padre decía que la razón por la que se había ido durante un par de meses era porque estaba de viaje. Se encontraba en rehabilitación. El enfado con mi padre se debía a que él no quería darle dinero para pagarle a su proveedor. Estaba tan desesperada que me utilizó. Me hizo robarle a su marido. Y con esos billetes pagó las drogas que la mataron.

    Permanecí en silencio. Él había contado la historia sin un rastro de emoción, pero sabía que era una fachada. Nadie podía recordar algo así y no sentir absolutamente nada. ¿Qué se suponía que debía decir en un momento como este?

    —No es tu culpa —solté finalmente. No procesé mis palabras hasta que abandonaron mis labios. Él me miró con intensidad y confusión.

    — ¿Qué?

    —Que no es tu culpa —repetí con firmeza.

    —Yo le di el dinero.

    ¿Cómo podía un niño de seis años haber crecido con la culpa? No era ninguna sorpresa que él se responsabilizara de alguna forma por lo que había sucedido.

    —Tenías seis años —señalé.

    —Eso no cambia los hechos —murmuró con pesar. Y tenía razón.

    —No es tu culpa.

    —Sí, entiendo. Ya lo dijiste. Ya lo sé —comentó con frustración.

    —Pues, lo repetiré cuantas veces sean necesarias para que te entre en la cabeza —repliqué con terquedad. Nos sumergimos en un gran silencio. No era uno incómodo, no, sino de aquellos que sirven para reflexionar. Lo envolví con mis brazos y lo abracé. Era extraño. La primera vez que lo hacía. Sin embargo, parecía necesario, porque sentía que precisaba que alguien lo reconfortara.

    Luego de un par de minutos, se puso de pie y estiró la espalda.

    —Bueno, si mal no recuerdo, estamos aquí para tener nuestra segunda primera cita —me recordó con una sonrisa galante. Mis labios se curvaron hacia arriba. Cierto. No podía creer que por un momento había olvidado eso.

    — ¿Por qué tardaste tanto? —me quejé, como si todo el asunto del vagabundo y de su momento de vulnerabilidad no hubiera sucedido jamás. Era evidente que no quería hablar de eso. Y yo tampoco. Al menos podía olvidarlo por esa noche.

    —Estaba preparando todo y me olvidé del reloj —confesó entre risas.

    —No puedes ser tan despistado. Casi regreso a mi casa. Tienes suerte de que haya decidido esperar un poco más. Te aseguro que eso ya le quitó cinco puntos a tu intento de cita perfecta —le reclamé bromeando. Él se llevó la mano al corazón, como si mis palabras se lo hubieran roto en mil pedazos.

    — ¿No te pareces que cinco es mucho? Lo importante es que llegué cuando importaba, ¿verdad?

     Tenía algo de razón. Me crucé de brazos y levanté el mentón.

    —Que sean cuatro.

     —Tres. Tres porque te aseguro que va a valer la pena.

    —Si lo pones así, entonces quedamos en dos. Por lo que va de la noche ya llevas una calificación de ocho —decreté.

    —Hecho.

    Asentí complacida y lo seguí.

    — ¿Adonde se supone que vamos? —cuestioné intrigada mientras me dejaba conducir.

     —Deja de intentar sacarme información. No te diré nada hasta que no lleguemos allí —me reprochó. No seguí insistiendo.

     Nos detuvimos frente a un pequeño edificio que se ubicaba entre la panadería y la farmacia. La puerta estaba cubierta por barrotes. Parecía una prisión.

    — ¿Adónde mierda nos has traído? —pregunté un poco preocupada por lo que fuera que se escondiera detrás de la puerta.

    —Chist. No seas prejuiciosa. Te va a encantar. Cierra el pico antes de decir algo de lo que te arrepientas —rechistó mientras sacaba de sus bolsillos un llavero e insertaba una de las llaves en la cerradura. Nada. Permanecí de brazos cruzados. Soltó una pequeña risa nerviosa e intentó con la siguiente. Nada. Empujó la puerta. No cedió.

    —Sigo esperando —le informé sin gracia.

    —Es que... he olvidado cuál era la llave que correspondía. Mira lo que es este llavero. ¿Cuántas puertas tiene este señor?

    Cuando me enseñó de lo que estaba hablando supe que tenía razón. Pronto nos encontrábamos en la intensa tarea de prueba y error con cada una de las llaves que había. Finalmente, una se introdujo a la perfección. Giró una vez, dos, y la puerta se abrió.

     Los dos suspiramos aliviados, nos miramos, y reímos. Esa noche estaba resultando ser muy extraña.

    Félix se hizo a un lado y me permitió entrar primero.

    —Te devuelvo los dos puntos que te saqué por ese gesto de caballerosidad —le indiqué adentrándome en el edificio.

    Lo primero que observé fueron los libros. Miles y miles de ellos posicionados y ordenados a la perfección en sus respectivas estanterías. Una librería. Félix tenía razón. Estaba sorprendida y me había encantado. Las luces eran leves, y le daba a todo el lugar un aire misterioso que me erizó los vellos de la nuca.

    En un costado se encontraba un escritorio con una computadora, que se encontraba apagada. Una escalera de madera en forma de caracol subía hasta un segundo piso.

    —No mentías cuando decías que sería increíble —musité maravillada. Teníamos todo este sitio solo para nosotros. ¿Existía algo mejor que eso? No lo creía posible.

    —Eso no es lo mejor —me aseguró. Tomó mi mano y me condujo hacia la escalera. Mi corazón latía con prisa mientras más nos acercábamos. La emoción aumentaba con cada peldaño que dejábamos atrás.

    Me encontraba frente a una pequeña mesada con un mantel a cuadros. Un candelabro en el centro nos brindaba luz. Y un ventanal inmenso se hallaba contra la pared. Era como cenar en una terraza. La vista era increíble.

    —Te gusta, ¿verdad? —inquirió Félix juntando las manos. Tardé en contestar unos segundos, porque aún no podía creer que todo aquello fuera real. Y para mí. Para los dos. Podía haber esperado muchas cosas, pero nunca algo como esto.

    —No, no me gusta.

    Su sonrisa decayó hasta convertirse en una mueca.

    —No, no te preocupes, eso no es algo malo. Solo significa que la palabra gustar se queda demasiado pequeña para describir lo que realmente siento respecto a este lugar. Creo que es mi nuevo lugar favorito del mundo.

    Nuevamente su rostro se iluminó.

    — ¿Y cuál era el otro, el de antes?

    Había una chispa de curiosidad en sus ojos. No estaba segura de si hacía bien en decírselo, pero estaba demasiado anonada como para medir las consecuencias de mis palabras.

    —Nuestro banco. Y, antes de eso, era el centro cultural.

   — ¿Nuestro?

    —Nuestro, claro. La mitad es mía —declaré con tanta firmeza que me sorprendí a mí misma.

    —Sí, claro. Lo que tú digas. Que lo comparta contigo no significa que...

    —Cállate. Vas a arruinar mi buen humor —lo interrumpí y cerró la boca. Luego, me señaló las sillas. Cada uno tomó asiento en una.

    —Entonces, ¿cuál es la calificación hasta ahora? No soy tan malo en esto, ¿verdad? Tienes que admitirlo —comenzó Félix con su sonrisa socarrona de siempre. Por alguna razón, en lugar de irritarme, me hizo reír.

    —Un nueve, solo por lo mucho que me fastidias cada vez que hablas. Y todavía falta la comida, y la conversación, y todo lo que viene después. Esos son aspectos fundamentales a la hora de la evaluación. Deja de preguntar. Cuando todo haya terminado podré darte mi reseña —dicté con terquedad.

    — ¿Lo que viene después? —repitió levantando las cejas. Cielos, ¿realmente había dicho eso? Sentí que la sangre se me subía a la cabeza.

    —Sí, claro, uno nunca sabe en qué pueden terminar estas cosas —murmuré un poco avergonzada. Sin duda no dejaría que me besara, ¿cierto? No en nuestra primera salida, claro que no. Resistiría las ganas si se acercaba con esas intenciones. Le diría que no fuera atrevido y que... oh, no, ¿por qué me hacía las cosas más difíciles? Olía a carne. Adoraba la carne. Una de mis comidas favoritas. No había nada mejor. No importaba el corte, lo devoraba.

    Llené mi plato con el lomo, apenas sirviéndome también un par de patatas hervidas y tomate. ¿Por qué tenía que ser todo tan perfecto? Corté un trozo y me lo metí en la boca. Estaba exquisito.

    — ¿Qué opinas? —cuestionó expectante luego de terminar de tragar su primer bocado.

    —Bien condimentada. Jugosa. Es perfecta. Me he enamorado de tu comida —solté fascinada, llevándome un bocado tras otro. No me podía importar menos que probablemente parecía atolondrada, un completo animal. Lo único que quería era comer hasta reventar.

    —No puedo creer que lo hayas cocinado tú —negué satisfecha cuando decidí que ya era suficiente.

    —Oye, mis dotes culinarios son envidiables. No me subestimes —se quejó ofendido. Reí con delicadeza mientras me pasaba una servilleta por los labios y procedía a beber un trago del vaso de agua que le había pedido. Se había decepcionado cuando le informé que no me apetecían las gaseosas ni el alcohol, pero parecía listo para todo y, por suerte, no había olvidado traer agua. Era un chico listo.

    —Me resulta un poco difícil imaginarme a alguien como tú en la cocina —confesé sin ánimos de picar la situación aún más.

    —Pues, cuando tu padre no puede cocinar eres tú quien tiene que tomar el mando de la situación —musitó desairado. La vida de Félix parecía ser una tragedia tras otra.

    — ¿Qué tan mal está? —pregunté. Sentía que me temblaba la voz por un instante y decidí tomar otro sorbo de agua para calmarme.

    —Mal. Se está muriendo —comentó. El silencio que nos rodeaba se volvió denso —. Muere por conocerte.

    Casi me atraganté con la bebida. Mis ojos se abrieron y ladeé la cabeza. ¿Lo decía en serio? Sonreí con timidez.

    —Le has hablado de mí —dije. No era una pregunta, sino una afirmación. Me preguntaba qué rayos le había contado. Miré a Félix con sospecha.

    —Solo sobre las cosas buenas —se apresuró a decir. Suspiré. Lo único que me faltaba era que ese señor me odiara antes de conocerme.

    — ¿Cosas buenas? ¿Significa que crees que las tengo? —continué intrigada. Lo miraba como si estuviera esperando que confesara que había hecho una travesura. Él resopló y se metió un bocado en la boca. Apenas había terminado su primer trozo de carne.

    —Pues, sí, claro. Todos tienen cosas buenas. Incluso cuando rara vez las sacan a relucir —admitió. Sin embargo, en lugar de sentirme alagada, supe que se estaba burlando de mí. ¿Rara vez? ¿Creía que rara vez podía encontrar algo bueno en mí? Entrecerré los ojos con fastidio. Por supuesto que tenía que arruinarlo todo sacando a relucir sus burlas.

    —A veces, cuando finalmente pienso que te agrado, me demuestras lo equivocada que estoy. Y yo que pensaba finalmente confiarte mis narraciones para que las leyeras... —farfullé desviando la mirada. Era verdad. Antes de salir de casa había guardado en mi bolso el anotador que contenía todos mis relatos. Sentía que me sería de gran ayuda tener una segunda opinión si algún día quería llegar a ser alguien en el mundo editorial.

     —No me caes mal. Para nada. Si realmente te odiara no soportaría pasar tanto tiempo contigo. En cuanto a tus escritos, ya te he dicho que estaré encantado de leerlos, cuando quieras dármelos —me aseguró desde el otro extremo de la mesa. Tragué saliva. Sí, claro. No me odiaba, pero no hacía más que criticar todos mis movimientos. Siempre.

—     ¿Entonces? Porque estoy segura de que odias absolutamente todo lo que hago. Desde lo que leo hasta la forma en la que respiro —le recordé. Félix comenzó a toser. ¿Estaba llorando de la risa? Seguramente recordaba cuando me había dicho que le irritaba que respirara tan fuerte en los momentos de tensión de mis novelas.

    —En mi defensa, parecía como si tuvieras asma. Me estabas asustando un poco.

    Respiré larga y tendidamente.

    —Si no me odias, ¿por qué te gusta criticarme tanto?

    Me dirigió una mirada de desconfianza, como si no estuviera seguro de que quisiera revelarme ese pedazo de información, o como si él mismo no quisiera admitir que lo que fuera que pasara por su cabeza era cierto.

    —Me gusta hacerte enojar —soltó finalmente. Por primera vez pude ver que era él el que se ruborizaba levemente. Oh. Así que de eso se trataba. ¿Y qué había de atractivo en sacar a una persona de sus cabales?

    — ¿Por qué? —insistí en busca de más información. Tal vez, solo tal vez, había estado interpretando erróneamente las acciones de Félix desde el principio. Existía la posibilidad de que José tuviera razón y ambos fuéramos lo suficientemente estúpidos como para sentir atracción y nunca hacer nada al respecto.

    — ¿En serio me estás preguntando eso? —inquirió levantando la ceja derecha. Podía ver que estaba aferrando con fuerza su vaso. Se encontraba nervioso. Era adorable.

    —Sí. Quiero saberlo, porque no lo entiendo.

    —Está bien, pero recuerda que tú lo pediste —me advirtió dejando sobre la mesa con suavidad el objeto que tenía en su mano. Solté un suspiro, y asentí. Por supuesto que sabía que la respuesta que obtuviera me gustara o no, sería la real, y que yo la había requerido.

    —Pues, no lo sé. Te confieso que al principio solo estaba aburrido. Luego, hacerte enojar se convirtió en mi nuevo entretenimiento. No lo sé. Es divertido. Me gusta cuando frunces el ceño y tus mejillas toman color a causa de la rabia que sientes, y cómo aprietas los puños con fuerza para contener las ganas de pegarme una cachetada.

    Vaya. Esa respuesta no la esperaba. ¿Qué podía responder ante una confesión como esa? ¿Qué se suponía que tenía que decir? No tenía la menor idea. Solo podía sentir que mi corazón estaba a punto de salir de mi pecho. Y me sentía acalorada.

    —Está bien...

    —Tú insististe —me recordó con gravedad. Sí, eso ya lo sabía. Había buscado cobre y había conseguido desenterrar oro.

    —Pues... —comenté mirando mi bolso. Lo abrí y saqué mi cuaderno. Se lo extendí y empujé suavemente para que se deslizara por la mesa hacia el otro extremo—. Léelos cuando quieras. Yo...

    — ¡Oh, casi lo olvido! —exclamó sin dejarme terminar de hablar. Tal vez se encontraba demasiado avergonzado como para querer escuchar lo que tenía para decir al respecto. Saltó de su silla, agarró el cuaderno y se acercó al sitio en el que se encontraba un bolso negro. Lo dejó allí, a su vez, sacó algo y lo escondió detrás de su espalda. Bien. Ahora había acaparado toda mi atención.

    Intenté asomar la cabeza hacia los costados e intentar de espiar, pero no lo conseguí.

    —Deja de hacer eso. Vas a arruinar la sorpresa —me reprendió Félix volviendo a tomar asiento. Lo miré expectante.

    —Es para después del postre —me informó, aunque podía deducir por su tono de voz que no era cierto, que solo disfrutaba ver mis reacciones ante la idea de tener que esperar.

    —Ya, muéstrame qué estás escondiendo.

    —No lo creo.

    —Hazlo.

    —Que no.

    —Esto te descontará diez puntos en la calificación final —le informé con tono amenazante.

    —Y volverás a otorgármelos cuando veas lo que tengo aquí conmigo —aseguró sin un solo rastro de duda. ¿Qué rayos? ¿Por qué le estaba poniendo tanto suspenso al asunto? Bufé y me crucé de brazos.

    —Por favor —supliqué.

    —No, eso no funcionará conmigo.

    —Porfis —insistí inclinándome hacia adelante en la mesa, colocando mi rostro delante del suyo. Esperaba que el brillo de desesperación en mis ojos consiguiera quebrar su resolución. No se apartó ni un centímetro, ni siquiera ante la cercanía. Negó con la cabeza.

    —Te lo ruego, te lo suplico —imploré.

    —Cielos, haces muy difícil que pueda negarte algo si me lo pides así —soltó con la respiración entrecortada.

    —Entonces no lo hagas. No me niegues nada.

    Nos contemplamos durante unos segundos. Solo en el silencio me percaté de que, si alguno de los dos se atrevía, si reunía el suficiente coraje, la situación podría terminar en un beso. Prácticamente podía sentir su aliento chocando con mi rostro.

    Se aclaró la garganta terminando con ese momento de tensión.

    —Está bien —concedió. Volví a tomar asiento emocionada y un poco decepcionada a la vez, porque una parte de mí sentía la emoción de poder ver qué ocurriría si nuestros rostros hubieran permanecido quietos a tan poca distancia uno del otro por más tiempo. ¿Podría haberme besado? No lo sabría, porque no lo había hecho. Quizá no quería.

    Me extendió el paquete que tenía en sus manos. Tal como la última vez con Raquel, pude deducir a la perfección de qué se trataba. Mis ojos se iluminaron. Todo recuerdo de lo que había estado por ocurrir se desvaneció y la ilusión regresó a mi cuerpo. ¡Un libro! Por un momento vacilé.

    —En cuanto sea uno de terror o de esos que sabes que detesto, voy a aventártelo en la cara, junto con todos los otros libros de este lugar —amenacé sacando el empapelado. No hizo ningún comentario, solo me observó abrir el regalo con una gran sonrisa y expectativa.

    Cuando miré hacia abajo, abrí la boca para decir algo, pero las palabras no salieron. Sentía una mezcla de emoción, gratitud, diversión... ¿cariño? Aquella sensación de que el pecho me iba a estallar no se esfumaba y comenzaba a molestarme. No podía creerlo. Félix había ido hasta una librería y había comprado un libro de los que él consideraba que eran una abominación para la literatura, y solo porque yo le había dicho que moría de ganas por leerlo.

    —Cielos.

    — ¿Qué? ¿No te gusta? ¿Ya lo tienes? No me digas que te lo regalaron para Navidad porque me muero. Verás, me arriesgué muchísimo con mi elección y...

    —Es perfecto. Gracias —susurré con sinceridad. Pude ver que su cuerpo se relajaba y un pequeño suspiro escapaba sus labios. ¿Era normal que me diera ternura el verlo tan nervioso por complacerme? Se estaba tomando muy en serio esto de la segunda primera cita. Y estaba resultando ser mejor de lo que había anticipado. Ya casi ni siquiera recordaba el incidente con las drogas y el vagabundo en el parque.

    —Me alegra —respondió mientras me dedicaba a pasar los dedos por el lomo del libro.

    —Creí que odiabas estos libros. Dijiste que solo eran sexo y que no tenían trama. ¿Por qué me regalarías uno? —cuestioné con genuina curiosidad. Félix chasqueó la lengua.

    —Porque son los que te gustan a ti. Si hubiera querido uno para mí, definitivamente no hubiera elegido ese antes que un buen libro de misterio de Agatha Christie —respondió con aire pasional. Claro. De todas formas, apreciaba el gesto. Estaba segura de que debió haber sido un martirio para él tener que comprarlo. Lo había hecho por mí. Porque sabía que me gustaban. Estaba tan emocionada que juraba que podría besarlo si la mesa no nos estuviera separando.

    Le dediqué una mirada furtiva, como si esperara que él pudiera leer mis pensamientos y predecir exactamente lo que quería hacer ahora. Había vuelto su atención a la comida. Entonces, eso significaba que no tenía ni la más mínima idea. Quizá era mejor así.

    Para el postre había comprado helados. Nada muy sofisticado, pero ideal para la ocasión. ¿Desde cuándo había comenzado a sentir tanto calor? Cuando ya me había llevado a los labios varias cucharadas de helado me percaté de un pequeño detalle. Me había comprado un regalo para Navidad y yo no le había traído absolutamente nada. Inmediatamente me sentí la persona más desconsiderada del mundo. ¿Cómo no se me había ocurrido? Eso me pasaba por pasar el tiempo con la nariz enterrada en mundos que no existían. A veces perdía contacto con la realidad.

    — ¡Ay! Lo siento, no te he traído ningún regalo —exclamé horrorizada. Él parecía sorprendido por mi reacción. Tardó en comprender a qué me refería.

    —Oh, ni siquiera me había dado cuenta. No es problema. El libro solo es un regalo. Si te hace sentir mejor considéralo como una pedida de disculpas por lo de Tomás y el cine.

    —Pero...

    —Ya me has dado uno de los mejores regalos que he recibido en mi vida —me aseguró con tranquilidad. ¿Me lo estaba diciendo en serio?

   — ¿De qué hablas?

    —Me diste tus relatos. Dijiste que eran muy personales y que no confiabas en mí para leerlos. Por algún motivo, ahora lo haces. Gracias. Muchas gracias.

    Sentí que me sonrojaba, completamente avergonzada, pero insistí. No había pagado por mis relatos. No me había costado ni un solo centavo entregárselos.

    Tras asegurarme por lo menos tres veces que todo estaba bien y que él no había planeado aquel gesto con la intención de que yo se lo devolviera, volví a relajarme.

    —Pero... realmente me gustaría regalarte algo para Navidad. Siento que todo lo que has hecho esta noche lo amerita —continué al terminar de comer y poniéndome de pie. Caminé en círculos y me detuve contra el vidrio del ventanal. Guau. La vista realmente era hermosa.

    Sin siquiera mirar hacia atrás, escuché que Félix me imitaba y se colocaba a mi lado. Giré la cabeza y le sonreí.

    —Nunca creí que vería algo así en medio de la ciudad. A veces parece que los edificios vuelven todo tan gris que es difícil encontrar las maravillas de la naturaleza —comenté con aire soñador.

    —Sí, es impresionante —concordó él apoyando el peso de su cuerpo contra el vidrio.

    —Cuidado. Mira si te caes —le advertí, pero él no se movió y continuó con su postura relajada.

    —Entonces tendré que contar contigo para que me sujetes la mano. Y protagonizaremos la escena más cliché de todas. Ya sabes... esa en la que...

    —Uno de los dos está al borde del abismo y a punto de caer. El otro le sujeta la mano con todas sus fuerzas, pero eventualmente alguno cede, o simplemente se sueltan —finalicé incrédula de que se tomara la situación a la ligera.

    —Relájate. El vidrio no se va a romper por un poco de peso —me prometió. Sin embargo, no podía quedarme tranquila.

    —Tendría la conciencia más limpia si simplemente te apoyaras sobre una pared real, como yo, y observaras a través de la ventana en vez de apoyarte en ella.

     Félix soltó un respingo de resignación. Sacudió la cabeza y murmuró algo por lo bajo. Podía jurar que estaba lanzándome insultos por ser tan cuidadosa.

    — ¿Estás feliz, paranoica? —cuestionó con clara exasperación, apoyando su espalda a mi lado.

    — ¿Paranoica? ¿Yo? El día en el que te pase algo no tendré el menor remordimiento en decir que te lo dije —señalé con liviandad. Si dejaba de tomarme tan en serio sus intentos de provocación, y no reaccionaba de la manera en la que él esperaba, seguramente se cansaría y me dejaría en paz.

    —Pareces mi madre —gruñó con una sonrisa gatuna. Sin embargo, en el momento en el que esas palabras resbalaron por su lengua el sabor fue amargo. Sus labios se torcieron levemente. Era un tema sensible, podía imaginarlo. Y como para que no lo fuera.

    —Entonces, sobre el regalo que planeas hacerme... —prosiguió como si nada hubiera ocurrido. Fruncí el ceño. Creí que habíamos quedado en que no hacía falta que le diera nada. ¿Había cambiado de opinión o solo no se le había ocurrido nada mejor para cambiar de tema?

    —Por tu cara cualquiera diría que te he pedido que te tires del techo de un edificio —comentó entre risas.

    —Me has tomado por sorpresa. Pensé que dijiste que...

    —Pues, he cambiado de opinión. Sí quiero algo. Y puedes dármelo ahora mismo. Ni siquiera cuesta dinero —me prometió con serenidad. Sentí que me ruborizaba. ¿Me estaba pidiendo lo que creía? ¡Era un atrevido! No tenía importancia que no me costara nada en absoluto dárselo, no podía simplemente pedírmelo así.

    — ¿Qué-e-e-que?

    Félix estalló en carcajadas al ver el manojo de nervios en el que me había convertido. Noté que tenía algo entre sus dedos. Un pequeño control remoto. Apretó un botón y la música resonó en todo el lugar.

    Me extendió la mano.

    —Te iba a pedir que bailaras conmigo.

    —Oh —musité. No había conseguido recuperarme de la vergüenza de antes y ya volvía a sentirla. A estas alturas mi cara debía parecer un tomate del tamaño de un globo.

    — ¿Ves que tienes la mente sucia? —preguntó con aire reprobatorio mientras me dedicaba una sonrisa que encontré sumamente seductora.

    —Aunque no me molestaría si decidieras seguir con los maquiavélicos planes que seguramente formulabas en tu cabeza —me susurró al oído mientras colocaba una mano en la parte baja de mi espalda y pegaba su cuerpo con el mío. Sentí que me faltaba el aire. ¿En qué momento había ocurrido esto? ¿Por qué no se me había ocurrido una queja o respuesta ingeniosa a sus palabras? ¿Por qué estaba dejando que me condujera al ritmo lento de la música? Muchas preguntas, pocas respuestas.

    Antes de que siquiera me percatara de ello, había colocado mis dos brazos en su cuello y nos encontrábamos bailando. Me sentía demasiado consciente de la posición de cada una de sus manos. Hacía demasiado calor. Y eso que llevaba vestido...

    No lo estaba mirando. Giré la cabeza para hacerlo. Gran error. Ahora no podía pensar en otra cosa más que en devorarle los labios. ¿Estaría mal si lo hiciera? ¿Sería riesgoso? ¿Y si no le gustaba? Él me había dicho que no le importaría, pero no había forma de que supiera hasta qué punto su comentario había sido cierto.

    Se humedeció los labios. Me estaba haciendo la tarea más difícil. Ya era bastante con tenerlo tan cerca, con sentir su calor corporal y el olor de la colonia que se había puesto. Quería hacerlo. Nunca, en toda mi vida hubiera podido imaginar que él sería al primer chico que besaría. Pero todo era perfecto. Y nunca me había sentido tan atraída por alguien. Ni siquiera Tomás podía hacerle competencia.

    Clavé mis ojos en los suyos. Ese par de orbes marrones me observaba con emoción e intensidad. Más de lo que había pensado posible. Miré unos segundos hacia abajo. Nos habíamos detenido. La música seguía, pero nosotros ya no nos movíamos. Sentí que una de sus manos me levantaba el mentón para que alzara la mirada. Lo hice. Contuve la respiración.

    Ahora era él quién tomaba la iniciativa. Se aproximó. Más. Más. Más.

    Nuestros labios se rozaron. Era tal y como lo había esperado. Sonreí. Se apartó un poco para observar mi reacción, y, al no ver rastro del rechazo que tal vez esperaba encontrar, repitió el gesto. Nuestras bocas chocaron con fuerza. Mis manos se deslizaron de la parte trasera de su nuca hasta su cabeza mientras acariciaba su pelo y ejercía presión al mismo tiempo en un intento de aportarle más intensidad al beso.

    Él había vuelto a poner sus manos en mi cintura con delicadeza, pero el agarre se iba haciendo más firme a medida que el ardor aumentaba. Rocé sus dientes con mi lengua. Podía jurar que aquello que escuché a continuación era un pequeño gemido. Me permitió el acceso sin mucha resistencia. Pronto, estábamos en medio de una guerra bestial.

    Sentí que me quedaba sin aire, pero no quería parar. Nunca. Era adictivo. Todo. Él, su boca, su lengua, su manera de besarme... ¿Cómo era posible que me hubiera contenido durante tantas semanas?

   Rodeé su torso con mis piernas. Por un momento perdió el equilibrio, pero consiguió recuperarlo y me sujetó con fuerza. Me llevó hacia la mesa, que no supe en qué momento había vaciado. Lamentablemente tuvimos que apartarnos. Si no respirábamos íbamos a morir en cuestión de segundos.

    Ahí estaba yo, sentada sobre la mesa, con mis piernas rodeando las suyas y el vestido desarreglado, y un poco más corto de lo que originalmente era. Y él, parado frente a mí con una pequeña marca rosada en los labios a causa de mi maquillaje. Ambos respirábamos con dificultad. No tardamos más de cinco segundo en volver a acortar la distancia. Pude sentir, a través de la tela de los bolsillos de sus pantalones, que su teléfono vibraba. Él no parecía haberlo notado.

    Sus labios abandonaron los míos y descendieron hacia mi cuello. Solté una pequeña y tonta risita. Dejé caer mi cabeza hacia atrás para exponer toda la piel blanca disponible, que nunca había sido tocada antes por un hombre. Me estaba bañando de besos. Cerré los ojos y suspiré perdiéndome en las sensaciones que... El celular seguía vibrando.

    —Félix... oye... tu... celular... —logré soltar con la voz entrecortada. Él rio y se encogió de hombros.

    — ¿No será algo importante? —cuestioné recobrando un poco la compostura.

    —No, no es nada. Y mañana me encargaré del cabrón que haya intentado interrumpir esto —gruñó. Tomó el dispositivo sin siquiera prenderlo, y lo dejó en el suelo. Luego, lo empujó con su pierna y éste se deslizó hacia el otro extremo de la habitación.

    — ¿En dónde estábamos? —preguntó relamiéndose los labios. Sentí que mi cuerpo temblaba ante la anticipación.

    —Me estabas haciendo sentir que soy la mujer más deseada de Buenos Aires —musité con una sonrisa traviesa.

    —Oh, cierto. ¿Ya te dije lo mucho que me excita que seas virgen?

    —Tú también lo eres.

    —Dentro de poco no será así —me prometió.

    Entre risas, volvió a inclinarse sobre mí. Esa noche recibí muchas cosas. No solo mi primera cita, porque aquella con Tomás había sido un fiasco y había decidido eliminarla de mis recuerdos. Además, había estado Félix con nosotros, por lo que no podía ser propiamente considerada como tal. También había recibido mi primer beso, y había, finalmente, hecho el amor por primera vez. Y nada podría haber sido más perfecto. 

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