3: Félix
Al despertar me apresuré a vestirme. La noche anterior había sido una de las más divertidas de mi vida. Quizás se debía a que molestar a Elena era mi nuevo pasatiempo favorito. No podía evitarlo. Había algo en las expresiones que hacía cuando se enfadaba que era adictivo. Y nuestros encuentros casuales, que ya no parecían tal cosa, tenían el potencial para convertirse en la mejor parte del verano.
Tengo que admitirlo. Estaba muy aburrido. Mis amigos se habían marchado a distintas provincias o directamente a otros países, y ya no sabía cómo pasar el rato. Deseaba haber aceptado la invitación de Pedro a la costa... pero no podía. Alguien tenía que cuidar a mi padre. Y mamá no lo haría. Ella ya no estaba con nosotros desde que tenía seis años.
Tomé un vaso de leche fría y me metí en la boca un puñado de cereales. Pasé mis ojos por la vieja y polvorienta biblioteca. ¿Cuál sería el afortunado de ese día? Me relamí los labios mientras pasaba mis dedos por los viejos lomos de los libros. Finalmente me detuve frente a uno. Misterio. Interesante.
Lo tomé y me dispuse a ir hasta el parque. Había sido pura casualidad que estuviera allí el día en el que la conocí. No recordaba exactamente qué me había llevado a ese lugar tan temprano, pero estaba seguro de que tenía algo que ver con la sensación de encierro que me producía la vieja y pequeña casa en la que vivíamos. Se podía considerar que prácticamente era un monoambiente.
Puse mi teléfono en vibrador, para que me enterara si mi padre buscaba contactarme o necesitaba algo. Me incliné sobre su durmiente figura y deposité un beso sobre su frente.
—Mejórate —le pedí, como si él pudiera escucharlo, o, en caso de haberlo hecho, pudiera hacer algo al respecto.
Quedaban pocos libros que no hubiera leído ya en mi biblioteca, y dudaba que tuviera dinero para comprar más. Casi había sentido envidia cuando Pequitas había aparecido con su nueva adquisición el otro día. Reí por lo bajo al recordar el apodo que le había puesto. Sabía que lo odiaba, y me divertía que ella creyera que eso evitaría que lo usara. Al contrario, solo me daba más incentivo para hacerlo.
Me senté sobre el mismo banco de siempre. Lo había consagrado como mi lugar. Solo mío. Por supuesto, no podía reclamar como mi propiedad algo que estaba al servicio del público. Sin embargo, mientras yo estuviera allí, nadie podría sentarse en él. Ni siquiera Pequitas. Aunque... quizás algún día se lo permitiría.
Si no fuera inteligente, diría que ella buscaba evadirme siempre que podía. Eso era probablemente lo que hacía... y eso solo volvía las cosas más divertidas. Porque siempre pasaba por allí para ir al centro cultural. Lo que significaba, que era muy difícil que pudiera esquivarme, aunque lo intentara.
Estaba seguro de que en cualquier momento se avivaría e iría a la policía para hacer una denuncia en mi contra. El solo pensamiento me produjo escalofríos. Tal vez debería ser más respetuoso, o medir mejor mis comentarios en nuestros próximos encuentros. Lo último que me faltaba era terminar en prisión por no saber cerrar la boca. Me sorprendía que todavía no me hubiera abofeteado. Muchas chicas lo hacían. Más de las que me gustaba admitir. Cielos. Nadie sabía apreciar las bromas en esta ciudad.
Utilicé mi abrigo como almohada, porque no había otra cosa para la que lo necesitara, y comencé a leer. Cada vez que escuchaba el ruido de zapatos contra los adoquines levantaba la vista. Miré mi reloj de muñeca con impaciencia.
— ¿Estás esperando a alguien? —preguntó una voz a mi oído. Me asusté tanto que mi cuerpo se estremeció y caí del banco de piedra al suelo. El libro me pegó en la cabeza y terminó sobre mis rodillas.
Era ella. Se había acercado con tanto sigilo que no la había visto. Miré sus pies. No llevaba zapatos altos ese día. Quizás por eso no me había percatado del ruido de sus pasos. Me sobé la cabeza en la zona en la que el libro me había golpeado.
— ¿Qué haces en el suelo? —cuestionó ella burlona. Recordaba que algo así fue lo primero que le había dicho. Se estaba riendo de mí, como yo lo había hecho con ella. Tal vez no estuviera consciente de ello, pero estaba seguro de que la dulce Elena era una mente malévola en desarrollo.
—Me asustaste —confesé entre risas. Ahora que el dolor del impacto había pasado, podía apreciar la majestuosidad de la broma que me había gastado. Su venganza. Bien hecho. Estaba seguro de que me sentía orgulloso en ese momento.
—Félix, no creí que fueras un miedoso —apuntó Pequitas con orgullo. Supe que lo estaba disfrutando y sonreí. Era un triunfo bien merecido. Dejaría que se revolcara en él hasta que quedara opacado por alguno de los míos.
—Normalmente no lo soy, pero lo que hiciste podría haberle quitado el alma del cuerpo a cualquiera —me defendí haciendo un esfuerzo por incorporarme. Me senté nuevamente en mi banco. Ella inspeccionaba mi libro con una mirada hambrienta. Curiosidad.
Yo miré el que ella traía y solté un gruñido de indignación pura. No tenía nada en contra de esos libros, no realmente. Pero sabía que le molestaba que los criticara. Eso era exactamente lo que haría.
—Cielos. Lo digo en serio. Búscate algo mejor. ¿Tus padres siquiera saben que lees estas cosas? —remarqué. Sentía la emoción crecer en mí a la espera de su reacción. Pude ver que apretaba el puño y acercaba más el libro a su pecho con actitud protectora.
—Pronto cumpliré los dieciocho años. Según la ley, seré mayor de edad. No necesito permiso de nadie para leer lo que se me da la gana —respondió con tono cortante. Y, supe, que había entrado al juego.
—Oh, pero apuesto a que no lo saben. Si no tuvieras nada que esconder no te esconderías para leerlos —señalé mostrando los dientes. Ella dudó un poco. Podía ver claramente en su semblante que estaba concentrándose, intentando pensar en la manera más astuta de contestar. Mientras ella era muy poco sutil cuando me observaba, yo era un gato furtivo en medio de la noche. Aprovechaba estos pequeños momentos en los que ella estaba concentrada en otra cosa. Su esbelta figura, sus ojos verdes, su cabello castaño claro...
—No vengo aquí para esconderme. Vengo porque me gusta —masculló. Tuve que reunir todas mis fuerzas para no estallar de la risa. ¿Eso era todo lo que se le había ocurrido? Me mordí el labio inferior y sacudí la cabeza sin poder creerlo.
—Voy a admitirlo. Me decepcionaste un poco. Esperaba una respuesta más ingeniosa de tu parte. Vamos, eres lectora. En tus libros debes tener miles de peleítas para inspirarte. Piensa en grande —dije. Ella parecía un poco ofendida. Permaneció en silencio, como si estuviera en otro mundo. De hecho, era aterrador. Me estaba asustando un poco.
Luego, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Si había algo mejor que verla enojada, sin duda era eso.
—Normalmente las peleas de los libros terminan en los protagonistas teniendo sexo —comentó ruborizándose un poco. Está bien. Esa respuesta no me la esperaba.
— ¿Estás sugiriendo alguna cosa? —cuestioné divertido.
Al ver mi sonrisa gatuna se percató de cómo debió haber sonado lo que dijo y pegó un brinco en el lugar.
—Oh, no. No, yo no...
—Relájate un poco, Pequitas. Yo no tengo la mente tan sucia como tú —le aseguré deleitándome en el súbito ataque de nervios que se había apoderado de ella. No, retiro lo dicho. Eso era lo mejor del mundo: ella nerviosa y ruborizándose. Podría jurar que hasta sus orejas estaba de un color rojizo para ese entonces, pero no me atreví a inclinarme hacia adelante para comprobar si mi teoría era cierta.
—Que no tengo la mente sucia —chilló furiosa cuando se recompuso del impacto.
—Dime que lees y te diré quién eres —recité con voz santurrona. Estaba seguro de que ese no era el dicho, pero no importaba, porque la moraleja era exactamente la misma y estaba convencido de que aplicaba al caso. Elena entrecerró los ojos.
—Si yo soy una pervertida, entonces tú eres un viejo, según tus palabras —repuso acusadora.
—Nunca dije que fueras una pervertida. Esa deducción la hiciste tú sola —dije con reproche. Mis palabras la descolocaron, porque evidentemente se había percatado de que era cierto.
Llevó una mano a la parte trasera de la nuca y la dejó allí sin saber qué decir.
—Creo que mejor me voy —soltó luego, cuando el silencio se volvió demasiado incómodo. ¿Era normal que no quisiera que se fuera, aún si tampoco tenía motivos para que se quedara? Incluso el silencio era mejor que estar solo. Iba a decir algo, pero ya se alejaba y no tenía ganas de armar el espectáculo de la otra vez. La vi desaparecer dentro del centro cultural, como siempre. No me moví. Nuevamente me recosté sobre el banco de piedra y proseguí a leer.
Había algo en los libros de misterio que siempre me fascinaba. En mi humilde, no tan humilde, opinión, los autores de estas novelas son asesinos o detectives en potencia. Hay que tener ingenio para pensar en todos los detalles, diseñar un esquema, planear cómo el detective irá descubriendo las pistas... es una obra de arte cuando se trata de un trabajo bien hecho.
Estaba absorto en la lectura. No me percaté del paso del tiempo, e incluso olvidé que era muy probable que Elena tuviera que pasar por allí pronto. Estaba atrapado. Ya había formado una reducida lista de sospechosos, pero no estaba seguro de que ninguno de ellos fuera el verdadero culpable.
Sentí que mi teléfono vibraba. Por un momento tuve la estúpida idea de ignorarlo. La imagen de mi padre en su cama me convenció de lo contrario. Rebusqué en mis bolsillos y saqué el móvil con apuro. Solo era un mensaje de mi mejor amigo. Había enviado una fotografía de su viaje con el evidente objetivo de que me arrepintiera de haber rechazado su invitación. Sonreí con exasperación. Por un momento me había asustado al pensar que se trataba de algún problema con mi padre.
Félix: Idiota. No tienes que presumir.
Tras escribir ese mensaje, volví a apagar el dispositivo y retomé la lectura. Instantes más tarde, volví a sentir la vibración, pero no me molesté en encender el celular. Sabía que se debía tratar de la respuesta de mi amigo.
— ¿Tú quién crees que lo hizo? —pregunté cuando, con una sutil mirada hacia el costado, pude ver a Elena pasar a mi lado. Ella se detuvo un momento, pensativa. Señalé la cubierta del libro que se encontraba en mis manos.
— ¿Quieres que te haga un spoiler del libro? Si te lo digo ya no querrás seguir leyéndolo —respondió dubitativa.
—Tienes razón. No quiero saber —repliqué enseguida. Luego, me detuve a pensar en lo que había dicho —. Ya lo leíste.
La joven asintió. Y yo que creía que solo le gustaba el romance...
—No creí que te gustara el misterio.
—No es tan raro que a una persona le guste más de una cosa, ¿no crees?
Tenía razón. Me hacía sonar muy tonto. Por supuesto que también leía otros contenidos. Me encogí levemente de hombros. Ella sonrió feliz de haberme mostrado lo equivocado que estaba. Deseaba que se me viniera a la mente una idea ingeniosa para sacarle conversación, pero no se me ocurrió nada. Si no pensaba en algo rápido estaba seguro de que se marcharía.
— ¿Qué tal el libro que estás leyendo? —solté al ver que se removía incómoda en el lugar. Sus ojos se iluminaron levemente ante la pregunta. Parecía que no era una pregunta que le hicieran con mucha frecuencia. No podía culparla. A mí tampoco me la hacían.
—Oh, es fantástico. Una historia de amor como nuca antes...
Se detuvo. Cerró la boca apenada y miró al suelo. ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Por qué había dejado de hablar?
—Continua —dije relajado, como si realmente no me importara.
—Oh, es que... creí que no te gustaban estos libros. Debe ser muy aburrido que te hable sobre ellos —murmuró ladeando la cabeza, como si esperara que la contradijera.
—Sí, no me gusta leerlos, pero no tengo ningún problema con escucharte hablar de ellos —le aseguré. Era capaz de soportar un tema de conversación como ese con tal de que se quedara un poco más allí conmigo. Me daría más oportunidades para molestarla.
Soltó un suspiro y asintió. A juzgar por su confusión, estaba claramente sorprendida por mi inusual actitud.
—Está bien, pero será largo. ¿Crees que pueda sentarme? —preguntó vacilante clavando sus ojos en el banco que había reclamado como mío. La miré con recelo, pero me hice a un lado para dejarle un lugar. Se acercó con timidez, lo cual era extraño en ella.
Tomó asiento y giró su torso para poder mirarme. Una vez que estuvo cómoda comenzó a hablar. Y una vez que empezó supe que no habría forma de hacerla callar. Escuchaba todo lo que tenía para decir con atención, interrumpiendo ocasionalmente para tirar algún comentario obsceno o para burlarme de ella. En realidad, la historia no sonaba mal, si ignoraba la cantidad descomunal de relaciones sexuales que estaban involucradas en la trama. Parecía feliz de poder sacar su fanatismo de alguna forma, aunque eso significara compartirlo conmigo.
—Supongo que sabes que eso claramente no es así, ¿verdad? —pregunté interrumpiéndola cuando recién había terminado de contarme la mitad de la historia. Me observó inexpresiva, con la mente en blanco. Era claro que había interrumpido su tren de pensamientos y se había perdido en el razonamiento.
— ¿Disculpa? ¿Qué cosa?
—Ya sabes, cómo lo describen en los libros. No es así en la vida real —expliqué intentando ser lo más claro posible.
— ¿Y tú qué sabes? —me dijo un tanto ofendida. Genial, ya estaba enojada conmigo nuevamente.
—Oh, no voy a responder a esa pregunta, porque es muy irrespetuosa —exclamé con voz juguetona. Su rostro se tornó de un tono escarlata cuando se percató del cuestionamiento que me había hecho.
—Supongo que te has cogido a muchas chicas, ¿no? Sinceramente no me extrañaría —musitó ignorando la vergüenza que sentía. ¿Realmente pensaba eso? Sí, siempre había sido consciente de mi apariencia, y, sí, se habían presentado muchas ocasiones en las que podría haber tenido sexo con alguna que otra chica, pero nunca lo había hecho.
—Pues, también es evidente que tú eres virgen si te crees lo que lees en las novelas —solté. ¿En qué momento la conversación se había transformado en algo tan íntimo? Sin duda estos no eran temas que la gente solía tratar cuando conocían a una persona.
—Sí, lo soy. ¿Tienes algún problema con eso? Porque lo haces sonar como si fuera algo de lo que la gente debería burlarse —se quejó desafiante. Normalmente me reiría de su comentario, pero no lo hice. Si había un momento para hablar con seriedad consideraba que era ese.
—Lo siento.
— ¿Lo sientes? —preguntó Elena frunciendo el entrecejo, convencida de que no había escuchado bien. Asentí.
—Sí. Tienes razón. No es motivo de burla. De hecho, te confieso que yo tampoco he hecho el amor con nadie. ¿Podría haberlo hecho? Sí, muchas veces. No lo hice —confesé sincerándome con ella. Su mirada había cobrado una intensidad que me asustaba.
— ¿Y por qué no lo hiciste?
Reí nervioso, porque sabía que mi respuesta le encantaría, que le daría motivo para burlarse de mí por el resto de su vida. Esperaba mi respuesta.
— ¿Miedo? —insistió al ver que seguía en silencio. Negué con la cabeza.
—Si te lo digo vas a pensar que es la cosa más cursi del mundo —advertí con exasperación, consciente de que no me dejaría en paz hasta que no se lo dijera.
— ¿Más cursi que yo? Eso no existe y tú lo sabes. Lo has dejado en claro muchas veces —me animó interesada, emocionada, como si le estuviera por revelar el escondite de un tesoro perdido y enterrado.
—Estoy esperando a la persona adecuada —murmuré.
—Retiro lo dicho. Sí existe alguien más cursi que yo —exclamó Elena con una pequeña sonrisa, mientras sentía que una también se dibujaba en mi rostro. Todavía no podía creer que estuviéramos hablando de esto. No recordaba haber tenido una charla así con nadie más. Pero Elena no era una persona más.
Era la hora del almuerzo y ella tenía que irse. No quería que se marchara. No sabría si regresaría esa tarde o si decidiría quedarse en casa. Tampoco tenía forma de contactarla. No sabía ni siquiera su apellido. Cuando se lo pregunté se negó a decírmelo. No insistí. Me lo merecía por ser un idiota cuando se trataba de ella.
Le ofrecí comprar unos sándwiches en la panadería y que almorzáramos juntos. Al principio parecía entusiasmada con la idea. Sin embargo, tras darle una ojeada a su celular, rechazó la oferta. Tenía un compromiso. No iba a detenerla. No podía esperar que se quedara todo el día a hacerme compañía. No era justo para ella. Apostaba a que tenía millones de amigas que debían estar quejándose de que yo acaparara todo su tiempo. Sí, nos habíamos conocido hace menos de una semana. Sí, eso no me importaba en lo más mínimo.
Estaba seguro de que ella debía tener el mismo pensamiento que yo: cualquiera de los dos podía ser un asesino. Por alguna razón, eso no me importaba. Alguien como Elena no era material para eso. O quizás sí... eso solo la volvía más interesante.
Me quedé allí. Seguí con el plan que le había propuesto a ella, pero solo. No tardé en terminar mi sándwich, tampoco era demasiado grande. Seguía teniendo hambre, por lo que no tardé en regresar y comprar otro. Esta comida simplemente no llenaba el estómago. Tenía el mismo efecto que comer una ensalada.
Regresé a mi sitio. Seguí leyendo. Ya me quedaba poco. El detective estaba a punto de empezar a explicar cómo había sucedido todo cuando alguien se sentó a mi lado.
Solté un quejido. Este era mi banco.
— ¡Oye! Está reservado —gruñí dispuesto a echar al invasor —. Oh, eres tú.
Sí, ella, Pequitas. Había regresado, tal como deseaba, pero no había creído que fuera a suceder.
—Sí, soy yo. ¿Esperabas a alguien más? —cuestionó con sumo interés.
—Sí —respondí con una sonrisa burlona. No parecía agradarle del todo mi respuesta.
— ¿Una chica? —inquirió mirando hacia los costados.
—Sí.
— ¿Tu novia?
—No tengo novia.
—Oh. ¿Entonces?
—Es una chica que se llama Pequitas, no sé si la conoces...
No pude proseguir, porque me encajó el codo en las costillas. Me retorcí de dolor. Lo había hecho con demasiada fuerza. Me lo merecía. Las advertencias no habían faltado, y yo había seguido insistiendo con el brillante apodo que le había escogido.
—Por favor, no fue para tanto. Deja de lloriquear —exclamó Elena complacida con sus acciones. ¡Vaya que pegaba fuerte!
— ¿Alguna vez fuiste a clases de boxeo? —pregunté con la voz ahogada y sin apartar mis brazos de mis costillas. Ahora sí se estaba preocupando un poco.
—No... ¿te hice daño?
—Demasiado.
— ¿Dónde te duele?
—En el ego —solté estallando en carcajadas, pero la molestia no me dejó reír por mucho tiempo.
Pasamos toda la tarde juntos, lo cual era una gran mejora considerando que antes se escapaba de mí. En su mayoría, hablamos de libros. Descubrimos que ese era un interés mutuo, y lo aprovechábamos siempre que no sabíamos de qué discutir. La pasé bien con ella, incluso cuando se enojaba. Especialmente cuando se enojaba. No me sorprendería si creía que la odiaba. La mayor parte del tiempo la criticaba. Era consciente de que no era la mejor manera de hacer amistad con alguien, pero no podía evitarlo. Y no me arrepentía de absolutamente nada.
Estaba anocheciendo y seguíamos allí. No estábamos haciendo nada. Cada uno tenía su propio libro en las manos y leíamos en silencio. Por alguna razón no se sentía incómodo. Era como si estuviéramos en un club de lectura. De vez en cuando desviaba mi mirada de las páginas de aquel que tenía en mis manos e inclinaba un poco la cabeza para poder mirar el suyo. Uh. Estaba en una parte picante. Era impresionante lo calma que se veía, como si estuviera leyendo un poema sobre praderas verdes y flores. En ese instante ella volteó su cabeza para mirarme y me atrapó curioseando su libro. Lo cerró repentinamente con algo de molestia y pena.
— ¿Ya no tienes ganas de leer? —pregunté con inocencia. Elena abrazó su ejemplar y lo apretó contra su pecho.
—No espíes.
—Está bien —accedí poniendo los ojos en blanco y volviendo a concentrarme en mi propia lectura. No había pasado media hora cuando mi celular vibró. Lo ignoré, pero volvió a hacerlo. Otra vez. Cada vez me costaba más mantener la concentración.
— ¿Podrías atender eso? Parece importante y no me deja pensar —se quejó en voz alta la joven, sin siquiera mirarme. Tenía razón. Miré los mensajes. Tan pronto como vi que eran de mi padre sentí que se me aceleraba el corazón. Pude respirar con tranquilidad en el momento en el que comencé a leer. Solo quería que pasara por la farmacia para renovar su medicina. Suspiré aliviado.
Cerré mi libro y me puse de pie. ¿En qué momento se había hecho tan tarde? Todavía brillaba el sol, pero quedaban pocas horas para que la oscuridad invadiera el cielo y arrasara con toda la ciudad.
Elena miraba hacia arriba. Supuse que estaba pensando en lo mismo que yo. Me puse de pie. Era hora de irme.
— ¿Tienes que marcharte? —preguntó dirigiéndose hacia mí. Asentí.
—Tengo algo qué hacer —respondí quitándole importancia. Ella no tenía por qué saber sobre la enfermedad de mi padre. No era de su incumbencia.
—Bien. Entonces, es hora de que vaya a casa. Nos veremos mañana, ¿verdad? —cuestionó. Su voz sonaba pequeña, casi temerosa. Era curioso. Podía ver la emoción en sus ojos. Quizás me había equivocado. Quizás no me odiaba tanto como pensaba.
Asentí levemente con la cabeza y la vi marcharse rápidamente. Debería haberla acompañado a su casa. La ciudad era muy insegura y peligrosa por la noche, más aún para las mujeres. Pero ella no parecía preocupada. La vi desaparecer cruzando hacia el otro lado del pavimento. Sabría que había sobrevivido si me la encontraba al día siguiente en nuestro lugar pactado.
A una cuadra se encontraba la farmacia más cercana. No tardé en llegar. Por suerte no habían cerrado todavía. No eran de esas que aseguraban estar disponibles las veinticuatro horas. Siempre me había preguntado si eso era verdad, si realmente, si fuera a las cuatro de la mañana, estarían abiertas. Sospechaba que no. Excepto que hubieran contratado personal para el horario nocturno.
No había tantas personas esperando como acostumbraba. A veces tenía que quedarme allí dos horas antes de que finalmente me atendieran. Era agotador. Sin embargo, debía hacerse. Si había algo con lo que nunca bromeaba o jugaba era la salud de mi padre. Lo era todo para mí. Sospechaba que el cáncer se lo había generado mi madre. O, mejor dicho, su muerte. No recuerdo dónde, pero en algún sitio había leído que muchas veces los tumores se generan por grandes cantidades de estrés. Y que su esposa muriera de una sobredosis una semana después de salir de rehabilitación, con un chico de seis años para cuidar... dudaba que hubiera algo que generara más ansiedad que eso.
Me preguntaba si a estas alturas todavía existía alguna posibilidad de que pudiera vencer a la enfermedad. Lo dudaba, pero seguía esperando algún milagro. Y sabía que no podía mostrarme tan mal como realmente me sentía, no frente a él. Mucho menos cuando papá me sonreía y me decía que no me preocupara, cuando eso era lo que yo tendría que estar diciéndole a él. Intentaba que no me percatara de que lloraba por las noches, o de que hablar ya le resultaba difícil. No tenía derecho a estar triste si aquel que más sufría no lo estaba. No podía.
Salí de la farmacia con prisa. Tenía que llegar y hacer la comida para ambos. Cuando entré al pequeño departamento había un silencio sepulcral. No tendría que haberme marchado. Menos durante tanto tiempo. Si algo le hubiera pasado durante mi ausencia la culpa sería insoportable. Dejé caer la bolsa con remedios en la mesada de la pequeña cocina y me dirigí a la habitación. Ahí estaba él. En exactamente el mismo sitio en el que lo había dejado. Con la luz apagada. No creí que fuera a regresar tan tarde. Había sido lo mismo que cuando me había encontrado a Elena y a su prima en el parque. Tendría que haberme contenido. Tendría que haber regresado a casa en lugar de salir con ellas. Cuando volví incluso había olvidado los medicamentos que había ido a buscar. Y había gastado todo el dinero en las bebidas.
—Hijo —llamó la rasposa y débil voz de mi padre. Encendí la luz y me aproximé.
—Siento haberme demorado. No volverá a pasar —le aseguré. Él solo me dedicó una suave sonrisa que indicaba que no creía una sola palabra de lo que había dicho.
—No hagas promesas que no puedas cumplir. Está bien. También tienes una vida. Y estás de vacaciones. No permitas que el cuidar a tu padre te impida hacer otras cosas. Puedes hacer las dos a la vez —me aseguró. No me gustaba que tuviera que hablar tanto cuando sabía que le costaba. Debía ser doloroso. Lo podía ver en su rostro.
—Papá, no te esfuerces. No lo hagas —le supliqué y él pestañeó un par de veces, era la única señal de que había escuchado algo de lo que dije.
Le traje un cuaderno con hojas rayadas y una lapicera para que pudiera escribirme lo que fuera que quisiera.
Con la torpeza característica de un niño que apenas está aprendiendo el abecedario, garabateó un par de letras y me extendió el papel. Lo observé con cuidado.
— ¿Cómo sabes que estuve con una chica? —pregunté sorprendido. Él volvió a escribir su respuesta. Por supuesto. Claro que me conocía demasiado bien como para no notarlo.
—Se llama Elena, pero es solo una amiga. Ni siquiera eso... la conozco hace menos de una semana. Es divertida —expliqué. Él no tenía por qué saber que la diversión la mayoría de las veces era unilateral, y que me la pasaba de lo mejor haciéndola enfadar. Estaba seguro de que él no estaría de acuerdo con mis actitudes. No pensaba decírselo.
Cuando salí de mi trance, observé que me extendía el papel. Había escrito algo más.
— ¡Que no! Que no me gusta. Sí, es linda, pero nada más. ¿Qué parte de la conozco hace una semana no entiendes? —me quejé exasperado. Había un brillo en sus ojos que no veía desde hacía mucho tiempo. Noté que estaba escribiendo algo más, pero la situación era demasiado embarazosa.
—No puedo cuando te pones así. Iré a hacer la comida. No quiero oír una sola palabra más sobre el asunto —le remarqué con exasperación y me retiré de la habitación.
La cocina nunca había sido algo en lo que destacara. Había tenido que aprender por la fuerza. Con papá enfermo no había forma de que permitiera que él se encargara de esa tarea. Agradecí haberme anotado en un curso de cocina tres años atrás. Si recién ahora, que realmente no podía ni siquiera levantarse de la cama por su cuenta, hubiera visto la necesidad de preparar la comida, me hubiera encontrado en serios problemas.
No tenía mucho tiempo para hacer algo elaborado, y mi padre no podía ingerir alimentos duros. Le preparé un puré de manzana y dejé agua a hervir para la pasta que planeaba comer yo.
Le llevé el plato y puse una silla junto a su cama. Estaba listo para alimentarlo, pero él seguía insistiendo en que tomara el cuaderno.
—Si es algo sobre Elena te quedarás si comer —amenacé sin mucho sentimiento. Mi padre sabía que no planeaba cumplir con mi amenaza. De todas formas, dudó un poco. Y, luego, insistió. Resoplé y observé lo que tanto quería que leyera.
Quería conocerla. Quería que trajera a Elena a mi casa. Mis ojos se abrieron. No. No había manera de que eso fuera a suceder. No solo porque no planeaba que ella viniera, sino porque también estaba seguro de que no querría. Era un extraño. Me soportaba en el parque porque era un lugar público. Era muy diferente pedirle que me acompañara a casa. Ni siquiera nos habíamos atrevido a revelar nuestros apellidos. Estaba seguro de que, si tenía alguna oportunidad de que quisiera algo conmigo, se esfumaría si le hacía esa petición. Saldría corriendo y se asustaría. Al menos sabía que yo sí reaccionaría de esa forma.
—No creo que suceda. Tal vez más adelante —le dije con suavidad. No parecía muy feliz con mi respuesta, pero no comentó nada al respecto.
Con una cuchara introduje un poco del puré en su boca. Tardaba en tragarlo, pero hacía mi mayor esfuerzo por mantener la compostura y no perder la paciencia. Cuando él hubo terminado, apagué la luz y lo dejé dormir. Era mi turno de comer.
No se escuchaba un solo sonido en la noche, excepto aquel que se espera en una ciudad tan abarrotado de gente como Buenos Aires. A lo que me refiero es a que todo estaba más silencioso de lo normal. Me sentía cansado. Hacía bastante tiempo que no dormía bien. ¿Cómo podía? Si mi padre tenía algún accidente o necesitaba algo en medio de la noche... Siempre estaba alerta. Un despiste podría costarme caro.
Lo único que me reconfortaba era saber que al día siguiente podría volver al parque a leer. Esperaba que ella también lo hiciera. Era cierto que lo había hecho durante los últimos días sin falta, pero la incertidumbre siempre estaba. Luego, recordé sus palabras antes de partir. Me había preguntado si estaría allí, como siempre. Había encontrado una respuesta a esa pregunta, entonces. Volvería a ver a Pequitas al día siguiente. Con ese pensamiento me recosté. Una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro.
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