11: Elena

    Me desperté con una gran sonrisa. Era el día. Al fin. Félix cumplía dieciocho años. Era curioso que hubiéramos nacido el mismo año y con tan poca diferencia de tiempo. Diez días. Eso no era nada. Estaba emocionada. Sí, vaya que lo estaba.

    Miré el reloj. Las ocho en punto. Genial.

    Me dirigí adormilada a la cocina y me preparé el desayuno. No podía hacer absolutamente nada sin energías. Me bañé, me peiné y me dispuse a seguir con mis planes. Iba a cocinarle una torta. Él se había encargado de preparar todo para nuestra cena aquella vez, por lo que me parecía que era justo que lo intentara. Si él podía, estaba segura de que yo también lo conseguiría.

    Busqué en el celular recetas. No planeaba comenzar con nada demasiado sofisticado, claro que no. Era como enseñarle a un estudiante a construir un auto sin mostrarle, primero, cómo funciona el motor. Básicamente sabía que fallaría si me lanzaba con aires de grandeza. Por ser la primera vez, estaba segura de que un bizcochuelo sería suficiente.

    Vertí todos los ingredientes, seguí los pasos al pie de la letra, pero aun así sentía que algo andaba mal. La mezcla no tenía la contextura que deseaba. No entendía qué había hecho mal... Nada. Tendría que ver qué pasaba si simplemente la metía así en el horno.

    Estaba leyendo en el sillón cuando un aroma peculiar me invadió los sentidos. Arrugué la nariz. ¿Qué estaba pasando?

    — ¿Alguien más siente olor a quemado? —preguntó la voz de mi adormilado padre mientras se pasaba la mano por los ojos y asomaba su cabeza a través de la puerta de su habitación. Mis ojos se abrieron, y, sin siquiera ponerle el señalador a mi libro, salté del sillón. ¡El pastel! Me dirigí a gran velocidad hacia la cocina. El aroma era intenso. Estaba bastante segura de que mi primer intento de cocinar había sido un completo fracaso.

   Giré la perilla del horno y lo abrí. Una cascada de humo salió disparada en todas las direcciones. Tosí mientras sacudía mi mano de arriba abajo en un intento de limpiar el aire que entraba por mis orificios nasales.

    —Está bien, no quedó tan mal —observé tras depositar mi creación en la mesada. Estaba quemada, pero no lucía tan terrible como para declararse incomible.

   —Ahora te la comes tú. Yo no pienso hacerlo —declaró mi hermano con cara de desagrado. Evidentemente el olor había despertado a toda la casa. Ahora se burlarían de mí por siempre.

    —No te iba a pedir que lo hicieras. Es para Félix. Hoy es su cumpleaños —rechisté ofendida.

    —Vaya que estará feliz de ver lo que le preparaste —exclamó con sarcasmo—. Apuesto a que no podrá dejar de comerla.

    Lo fulminé con la mirada. Estaba segura de que, al menos, apreciaría el gesto. O eso esperaba, porque me moriría de la vergüenza si solo se dedicaba a reírse de mi patético intento, aunque sospechaba que eso era exactamente lo que haría. Era una actitud tan... Félix, que no me sorprendería.

    —Lárgate y vuelve a dormir, idiota —espeté molesta. Soltó una carcajada y desapareció detrás de la puerta.

    Puse algunas rebanadas de torta en un recipiente de plástico, y me dispuse a ponerme en marcha camino al hospital. Esperaba no pasar demasiada vergüenza a causa de mi horrible pastel, pero estaba segura de que ni Félix ni su padre habían podido encargar uno. Y, así de machacado y quemado, tal vez el mío fuera el único que podrían saborear en todo el día. ¿Qué clase de cumpleaños sería sin un pastel? Uno muy deprimente.

    Cuando llegué Félix colocó un dedo sobre sus labios, indicándome que hiciera silencio. Su padre seguía durmiendo. Era extraño. Normalmente era una persona mañanera...

    Asentí, dándole a entender que había comprendido el mensaje, y lo besé.

    —Feliz cumpleaños —le susurré con delicadeza al oído. Sus ojos se desviaron al envase en mis manos. Oh, había olvidado mencionarle eso.

    —He decidido cocinarte una torta —le informé con orgullo. Parecía sorprendido, y, francamente, algo aterrado.

   — ¿Tú?

   —Sí, yo —confirmé. Acercó su nariz a las rebanadas y frunció el ceño.

    —Huele espantoso. Se ha quemado —dijo.

    —Al menos lo intenté. Y por el esfuerzo, vas a tener que comértela toda —le avisé. Me sacó la lengua.

    —Ni aunque me prometas la mejor noche de mi vida lo haría. Me voy a intoxicar —se quejó.

    —Entonces tienes suerte de ya estar en el hospital —devolví bromeando. Nos echamos a reír y decidimos probar un bocado. Cuando confirmamos que sabía tan mal como el aroma que tenía, descartamos todo el resto en un contenedor de basura.

    Miré la durmiente figura de su padre.

    —Es extraño que siga durmiendo.

   —La verdad, no. Imagina lo aburrido que debe ser pasar todo el día en la cama. Si cierras los ojos el tiempo pasa más rápido.

    — ¿Va a mejorar?

    —No lo creo. Las enfermeras dicen que cada día está más débil. No creen que puedan salvarlo —confesó el chico con la cabeza gacha. Qué manera de pasar su cumpleaños número dieciocho. No podía creer que esto le estuviera pasando. Mientras yo apenas interactuaba con mis padres, él los estaba perdiendo poco a poco. Era evidente que la historia de su madre todavía le afectaba.

    —Oye, he comenzado a leer tus relatos. Lo haces muy bien. Me sorprendiste.

   Lo miré taciturna entrecerrado los ojos. ¿Lo decía en serio? ¿Realmente lo pensaba?

    —Ya me dirás cuando los hayas leído todos. No sabes lo mucho que me alivia que te gusten.

    —Planeaba seguir leyendo hoy...

    —Tal vez deberíamos ir al parque. Ya sabes... a nuestro banco. Dejemos que tu padre descanse. Es tu cumpleaños. Tienes que divertirte un poco —le susurré acariciando su cabello. Su mirada se posó en mí, luego en la figura en la cama, y nuevamente en mí.

    —Está bien. A mi padre le hubiera gustado. Estaría de acuerdo contigo si estuviera despierto —murmuró asintiendo con la cabeza. Parecía que el estar lejos de esas paredes de blanco inmaculado hacía milagros en Félix. Había algo en esa habitación que simplemente era deprimente.

    Nos dirigimos a nuestro lugar de siempre y tomamos asiento. No hablamos demasiado. Nos dedicamos a leer, como antes de que su padre fuera internado, antes de nuestra primera cita. Pude ver que su humor mejoraba.

    Estaba constantemente cansado, podía notarlo. Sus ojeras eran todo el indicio que necesitaba. Dormir en el hospital debía ser extremadamente incómodo. No dije nada cuando se recostó sobre el banco, apoyando su cabeza sobre mis piernas y flexionando las rodillas. Siguió con su libro, y yo con el mío, como si la posición en la que nos encontrábamos fuera completamente normal.

    Sonreí con satisfacción cuando el libro se le resbaló de las manos y cayó sobre su pecho. Estaba durmiendo. Al fin. Había empezado a creer que nunca lo hacía. Suspiré. Detestaba que las cosas estuvieran tan mal. ¿Por qué tenía que ser así? Él no merecía todo ese sufrimiento. Nadie lo merecía. Lo peor era que no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo.

    No me moví de mi sitio hasta que despertó un par de horas más tarde. Parecía confundido, como si conseguir cerrar los ojos durante tanto tiempo fuera algo extraño para él.

    — ¿Qué pasó?

    —Dormiste una siesta, eso pasó —le dije.

    — ¿Papá? —preguntó arrastrando las palabras.

    —En el hospital. ¿Puedo mostrarte algo? —propuse. Él asintió. Estaba callado durante el camino. Seguramente se debía a que todavía no había conseguido despertarse del todo. A mí también me costaba. Hasta que no tomaba el desayuno no podía formar un solo pensamiento coherente.

    Lo había pensado mucho últimamente. Recordaba que él me había dicho que mi lugar segura era el centro cultural, y que por eso no entraría hasta que yo se lo permitiera. Y consideraba que este era el momento para darle otra muestra de mi confianza. Sin embargo, ya no podía decir que siguiera sintiendo el mismo aprecio por ese sitio que antes. Había encontrado otro lugar mejor, en el que me sentía más cómoda. Y ese era nuestro banco, con él.

    Parecía feliz cuando se vio cruzando las puertas del edificio. Le mostré cada sala, cada rincón.

    —Y aquí es donde me siento a leer —le informé señalando una mesada.

    Félix afirmó una y otra vez que ese había sido su regalo favorito. Se lo veía relajado y contento. Me gustaba haber sido yo quién creara esa reacción en él.

    Desgraciadamente, teníamos que regresar.

    Al entrar en la habitación su padre ya se encontraba despierto. Tenía una gran sonrisa en el rostro.

    Escribió un mensaje en su celular, y el teléfono de Félix vibró en su bolsillo. Leyó lo que le había enviado y sonrió. Sentí curiosidad por saber qué le había dicho, pero no quería entrometerme.

    —Bien, yo... creo que tengo que irme —le informé balbuceando. Era mejor que los dejara solos. Padre e hijo, juntos. No me necesitaban allí en ese momento.

    Félix no parecía muy feliz con la idea de que me marchara, pero no hizo nada para impedirlo. Deposité un suave beso en la frente de su padre y uno en la boca del joven. Me despedí.

    —Vendré a visitarlos mañana —les aseguré.

    Pasó una semana en la que todo siguió exactamente igual. Iba a visitarlos al hospital, regresaba a casa, y leía. Ocasionalmente salía a cenar con Delfi, o Raquel me involucraba en los planes que tenía con mi hermano, para desdén suyo.

    Mientras más conocía a Félix más me percataba de que lo había juzgado mal al principio. Las burlas se habían vuelto ocasionales, y las hacíamos siendo conscientes de que el otro sabía que no eran ciertas.

    Aunque me divertía mucho con él, me preocupaba. Su padre no estaba mejorando. Cada vez se lo veía más pálido y menos aferrado a la realidad. Se estaba desvaneciendo. Algo me decía que el chico lo sabía, pero, por alguna razón, seguía actuando exactamente igual que siempre. No quería saber lo que pasaría cuando...

    Podía sentir que el momento de la tragedia se avecinaba y me estaba poniendo nerviosa. Ni los libros me brindaban la suficiente distracción. Pronto, incluso él y su disfraz de despreocupación comenzó a quebrarse. Tanto Félix como yo nos empezábamos a irritar fácilmente. Muchas veces nos gritábamos o insultábamos por cualquier estupidez, pero los dos sabíamos que solo estábamos desquitando la tensión que sentíamos.

    Ya era el veinticinco de enero cuando fui al hospital, como siempre. Recorrí los laberínticos corredores de color blanco inmaculado. Sorprendentemente, me sentía más tranquila que durante los días anteriores. Me detuve frente a la puerta de madera que ya tanto conocía, y toqué la puerta. Nada. Silencio.

    Esperé tres segundos y volví a tocar. Nada. Fruncí el ceño. Que extraño...

    Intenté una vez más, con mayor insistencia. El resultado fue el mismo. Decidí abrir la puerta. La habitación estaba vacía, como si nadie hubiera vivido allí antes. Lo primero que pensé era que me había equivocado de puerta. Luego, descarté esa idea, porque recordaba a la perfección haber estado en este mismo lugar todos los días de lo que iba del mes.

    Una enfermera que pasaba por el corredor me observó. Debía lucir realmente confundida, porque me miraba fijamente, como si me conociera de algún lado. Se acercó con el carrito que arrastraba con ella. Quizá esa señora podría decirme algo sobre lo que estaba pasando. ¿Dónde estaba Félix? ¿Qué había ocurrido? La idea de que lo peor hubiera sucedido me invadió. Sentí que mi sangre se enfriaba. No podía ser. No podía haber muerto. Necesitaba una confirmación antes de que diera por hecho cosas que tal vez no eran verdad.

    — ¿Está buscando al señor Toledo? —me preguntó con dulzura, como si estuviera hablando con una niña de doce años. Siempre me habían dicho que parecía más joven de lo que era. No era mi culpa que todos en mi familia fueran enanos. ¿Cómo iban a esperar que yo saliera distinta con semejantes genes de ambos procreadores?

    Sin embargo, ante la situación en la que me encontraba, decidí ignorarlo.

   —Sí, ¿qué ha pasado? —pregunté con el corazón en la boca. El rostro de la mujer se suavizó.

    —Lo han trasladado. Está muy mal. Ya no puede recibir visitas, lo siento —me explicó. No sabía qué decir ni sentir. ¿Debería estar feliz porque no había muerto o preocupada porque había empeorado drásticamente?

   —Y... ¿su hijo?

    Me costaba hablar. Tenía un nudo en la garganta. Pobre Félix. No podía imaginar lo que debía estar sintiendo. Y yo...

   — ¿Uno alto de cabello negro? —cuestionó con curiosidad. La contemplé con sospecha.

    —Sí, ese mismo —confirmé con los brazos cruzados. De repente todo estaba más frio y descolorido. No supe por qué, en algún momento, me había divertido yendo al hospital. Un lugar como ese estaba constantemente rodeado por la muerte.

    —Se ha tenido que marchar. Tampoco puede entrar.

    —Pero es su hijo —le discutí.

    —No me mires a mí. Yo no hago las reglas. Cualquier enfermedad o virus que pueda traer podría ser mortal para el enfermo. Sus anticuerpos son prácticamente inexistentes en estos momentos. ¿Quieres arriesgarte?

    Negué con la cabeza. La voz de la enfermera se había puesto firme, como si me estuviera regañando por haber cometido una travesura. Repentinamente me sentía más pequeña de lo normal.

    Estuve varios segundos en la puerta del hospital sin saber qué hacer. Si hubiera siquiera pensado que el día anterior sería la última vez que podría ver al señor Toledo, al menos hubiera podido despedirme. ¿Y ahora? ¿Dónde podría estar Félix?

    La respuesta era obvia, por supuesto. Solo había un lugar más en el que podía ir a buscarlo. Si no estaba allí era porque no quería verme en esos instantes.

    Caminé con pesar hasta la Plaza Francia. Era un largo tramo el que debía recorrer, pero no me apetecía apresurarme. Tenía que descifrar qué era lo que le iba a decir al joven cuando lo viera, si es que lo hacía.

    La verdad es que no solo me sentía mal o apenada por él. Tal vez no me gustara, pero lo que invadía mis pensamientos en ese entonces era el dolor. Tengo una confesión: me había encariñado con el señor Toledo. Nos habíamos vuelto cercanos durante esos días en el hospital. Y si algo le pasaba... tragué saliva. Todavía estaba vivo. Eso era lo importante.

    Detestaba la muerte. Siempre llegaba en el momento más inesperado y le arrebataba todo a las personas. Nos hacía sufrir y desesperar. Y no había manera de evitarla. Había previsto que este momento llegaría, pero una cosa era entender que iba a suceder tarde o temprano, y otra muy distinta era vivirlo. No me lo esperaba, y, sin embargo, me había preparado mentalmente para esto.

    Vislumbré la figura de Félix recostada sobre nuestro banco. Estaba leyendo, como cualquier día, como si nada hubiera cambiado. No era por mí por quién debía preocuparme, sino por él. Tenía que estar a su lado cuando todo ocurriera, cuando el fin llegara. Presentía que sería un golpe muy duro para el joven, y temía saber cuánto iba a afectarle.

    Hice a un lado sus piernas para que me dejara sitio. Se sobresaltó, pero volvió a relajarse cuando se percató que solo se trataba de mí.

    —Oh, Pequitas, eres tú. Así que me encontraste —murmuró sin despegar la mirada del libro, pero sabía muy bien que no estaba leyendo una sola palabra.

    —Sí. Soy yo. Lamento lo de tu padre —musité. Me sorprendía que no hubiera sentido el más mínimo rencor al escuchar cómo me había llamado. Quizá ya me estaba acostumbrando.

    — ¿Por qué? Si todavía no está muerto —masculló removiéndose en el asiento. Lucía incómodo.

   — ¿Todavía?

    —No soy idiota. Sé lo que va a pasar. Si tenía alguna posibilidad de curarse, ya se esfumó —murmuró.

    — ¿Qué vas a hacer?

    —No hay nada que pueda hacer al respecto. Solo me queda esperar a que llegue la llamada del hospital informándome que...

    Se detuvo. Su voz se ahogó. Creía que iba a llorar, pero solo tragó saliva y permaneció en silencio. Coloqué una mano en su espalda, intentando reconfortarlo.

    —Es extraño —susurró.

    — ¿Qué cosa?

   —Sigue vivo, pero siento como si ya hubiera muerto.

    No mostraba la más mínima emoción cuando hablaba. ¿Dónde se escondía el Félix sarcástico, burlón y prepotente que conocía? En un intento de contener las lágrimas escogía sonar completamente indiferente.

   —Félix —le dije abrazándolo.

    — ¿Qué? —espetó. Pude ver que la voz le temblaba un poco.

   —Llora.

    — ¿Por qué?

    —Porque lo necesitas. Porque te está consumiendo el esfuerzo que haces por no soltar una sola lágrima. Porque solo así te sentirás mejor. Porque, aunque finges que no te afecta, estoy segura de que es todo lo contrario. Porque sé que quieres hacerlo y temes que te juzgue por eso. No te contengas por mí. Llora.

    Con cada palabra que decía podía ver que se le humedecían los ojos. Pude notar la rabia y la frustración contenida hacía tanto tiempo. Me rodeó con sus brazos, hundió su cabeza en mi pelo, y me obedeció. Largó cada mísera lágrima que tenía para dar. Era como si estuviera derramando por su padre todo lo que también se había guardado durante la muerte de su madre. Lloraba por ambos.

    Y yo no podía hacer nada más que sostenerlo entre mis brazos y observar cómo se derrumbaba para volver a construirse.

    Era demasiada presión y responsabilidad la que él había tenido que asumir a nuestra edad. ¿Y qué iba a ser de su vida cuando el señor Toledo falleciera? ¿Cómo viviría? ¿Cómo conseguiría el dinero para pagar su casa? Sabía que era probable que todas esas preguntas estuvieran atormentando a Félix en ese preciso instante.

    —Necesito que me beses —me susurró cuando terminó de desahogarse. ¿Ahora? Abrí los ojos tanto como pude. ¿Aquí?

    — ¿Por qué?

   —Porque necesito saber que puedo ser feliz en medio de tanta mierda.

    ¿Cómo iba a negarme si me lo pedía de esa manera? Sus ojos estaban rojizos e hinchados, y sus mejillas húmedas.

    —Por supuesto que puedes. Claro que sí —le aseguré depositando un suave beso sobre cada costado de su cara. Lo hacía con suavidad, gentileza, casi una caricia. Él me sostuvo la mano y cerraba con delicadeza los ojos cada vez que mis labios rozaban su piel.

   —Sabes, voy a presentarte a mi familia. Ya mismo pongo fecha. Anótalo en el calendario y que no se te olvide. El primero de febrero, cena en mi casa. Estoy segura de que mi hermano estará encantado de conocerte. Por cierto, cree que eres demasiado predecible —le comenté intentando alivianar el clima. Él levantó una ceja con algo de curiosidad, pero no me pidió que me explayara. Asintió y una pequeña sonrisa se asomó por sus labios.

    —Bésame de nuevo —me pidió con urgencia. Obedecí. Soltó un suspiro cuando nos separamos.

    —No vas a dejarme solo —musitó. No era una pregunta, sino una verdad que se estaba confirmando a sí mismo.

    —No, no pienso hacerlo. Todos los días nos seguiremos encontrando en este parque, en este banco. Y nos reiremos y nos haremos burlas de mal gusto y nos enojaremos. Luego, nos volveremos a reconciliar en menos de un día. Y seguirá la rutina —le prometí.

    —Incluso cuando entremos a la universidad —dijo.

    —Incluso entonces —afirmé.

    Parecía aliviado, como si se hubiera quitado un enorme peso de los hombros. Se relajó por completo y me dirigió una mirad inquisitiva, formulando una pregunta silenciosa que no podía descifrar.

    — ¿Qué pasa? —pregunté.

    — ¿Quisieras conocer mi casa? —devolvió él. Asentí luego de pensarlo un poco.

    Se puso de pie y me extendió la mano, como lo había hecho cuando bailamos después de la cena aquella noche. La tomé con delicadeza. No había nada más perfecto que la manera en la que nuestros dedos se enlazaban entre sí. No creía en las fuerzas del destino y esas cosas, pero, estaba segura de que, si existiesen, esto sería obra suya. Habríamos sido unidos.

    No vivía muy lejos de la Plaza Francia. Casi a la misma distancia que yo, pero en la dirección contraria. Era pequeña, sí, y estaba un poco desordenado, pero era comprensible si un chico de dieciocho años era el que administraba todo.

    —Es acogedora —comenté. Mis ojos se detuvieron en la biblioteca. Vaya, que tenía una gran colección.

    —Esa es una manera de describirla —musitó con una sonrisa ladeada. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió. Debía tener la garganta seca de tanto llorar. Luego, se volteó a verme.

    —Es una gran colección de libros —observé pasando mi dedo por todos ellos. Eran viejos. Las hojas se encontraban de un color amarillento.

    —Mi padre los heredó de su abuelo, que a su vez los heredó de... en realidad no me acuerdo —me confesó entre risas.

   — ¿Tienen olor a libro viejo? Es incluso mejor que el olor a libro nuevo —expliqué. La gente siempre había creído que era extraño que metiera la nariz en mis libros para oler las páginas, pero había olvidado que él no era como cualquier otro. Él era lector. Como yo.

    —Adelante. Toma uno y averígualo —me incitó. Escogí uno de los más largos. Era enorme. El lomo estaba tan desgastado que no pude leer el título. Lo abrí a la mitad y comencé a pasar las páginas a gran velocidad. Sí, como sospechaba. La fragancia me cubrió los sentidos.

    —No sabes cómo te envidio —comenté sin poder dejar de oler el papel. Él estalló en carcajadas.

    —Deberías verte ahora mismo. Si no lo hiciera también, podría pensar que estás loca —exclamó. Cerré el librote de un sopetón y retumbó en las paredes un ruido seco.

    Volví a colocar con extremo cuidado el ejemplar en su lugar correspondiente.

    Sentí que dos brazos fuertes me abrazaban por detrás. Félix rozó mi hombro con sus labios. Fue un gesto gentil, pidiendo permiso. Incliné mi cabeza hacia atrás, apoyándome en él. Era tan adictivo... Llevé mi mano a su cabello y lo acaricié mientras sentía que él depositaba besos a lo largo de mi nuca.

    Un suspiro escapó mis labios.

    —Esta vez no tienes que contenerte. Grita mi nombre y que todos lo oigan —me susurró. Sus labios besaron el lóbulo de mi oreja cuando dejó de hablar. Sería un placer cumplir con sus órdenes.

    Él apretó aún más mi espalda contra su pecho, mis caderas contra las suyas. Sus manos se deslizaban por todo mi cuerpo. Si no nos sentábamos pronto iba a caer, porque me temblaban las rodillas. Me mordí el labio inferior. ¿Por qué tenía que hacerlo tan bien? Sabía exactamente lo que me gustaba, y dónde tocarme, como si se hubiera memorizado cada rincón de mi cuerpo. 

    Sentí que mis piernas cedían, pero él llevó justo a tiempo sus manos a mi cintura, para sostenerme. Soltó una pequeña risa suave que se amortiguó contra mi piel.

    —Félix —murmuré con la voz entrecortada. Estaba respirando demasiado rápido. ¿Cómo había conseguido excitarme tan pronto? Me cargó al estilo matrimonial y me depositó con gentileza en la cama.

    Esa noche tuve que volver a llamar a Delfi para pedirle que me cubriera.

    Encargamos pizzas a través del celular y cenamos juntos. Durante la velada la pasión regresó. Dos veces en un mismo día. No parecíamos cansarnos más. Estábamos aprovechando el momento a solas y la intimidad que la casa vacía nos brindaba. Había sido muy difícil pasar tiempo juntos, los dos completamente solos, desde que el padre de Félix había sido internado en el hospital. Normalmente siempre estábamos con él, y no había muchas demostraciones de cariño que pudiéramos hacer bajo sus ojos expectantes.

    Desperté un poco confundida. No reconocí mi entorno hasta que me giré y encontré la figura durmiente de Félix a mi lado. Recordé todo lo que había pasado el día anterior. Había sido intenso, sin lugar a duda. Jugué con unos pequeños mechones de cabello rebeldes. Él murmuró algo entre sueños y se acercó más a mí. Si estuviera despierto se moriría de la vergüenza. Tal vez debería grabarlo para mostrárselo cuando... no, no haría eso. No iba a mortificarlo a propósito.

    Miré mi celular. Tenía mensajes de Delfi insistiendo en que le contara todo cuando llegara a casa. Rodé los ojos con fastidio. Siempre tan chismosa... Como si no tuviera novio y no supiera exactamente lo que había pasado entre nosotros esa noche.

    Cuando todos lo conocieran no habría más secretos. Sabría mi apellido de la misma manera accidental en la que yo había descubierto el suyo. No podía esperar a que sucediera. Solo tenía que aguardar un poco más. Faltaba poco. El primero de febrero no tardaría en llegar. 

    Me incorporé con cuidado, intentando no despertar a Félix, y abrí el armario. Siempre me había preguntado cómo se sentiría vestirme con la camisa de un chico. Las protagonistas de los libros que leía solían hacerlo todo el tiempo. Él se enojaría si yo... miré en dirección a la cama, dónde él dormitaba con una pequeña sonrisa angelical. No... no creía que tuviera algún problema con que me probara un poco de su ropa.

    Encendí la ducha. Me estaba tomando demasiadas libertades. Esta no era mi casa, no podía simplemente hacer lo que me diera la gana. Volví a mirar a Félix. Él ni siquiera se enteraría.

    Me bañé y me coloqué una camisa blanca que había encontrado en el armario, que me quedaba demasiado suelta y me llegaba hasta los glúteos. Si hubiera hecho un poco menos de calor, me hubiera arriesgado a usar una de sus sudaderas. Pero en estos momentos estaba segura de que iba a morir de sofocación en el intento.

    Se sentía extraño usar algo que no fuera mío. En particular vestimenta de hombre. Tenía un perfume distinto, era verdad. Tomé la tela de la camisa y comencé a oler. Según los libros, se suponía que la ropa de Félix tendría que estar impregnada con su aroma. Nada. Por supuesto. Me habían engañado. Si la camisa estaba recién lavada, todo rastro de él se había desvanecido al ser reemplazado por el jabón y...

    — ¿Qué rayos estás haciendo, Pequitas? —me preguntó. Sentí que mi rostro se ponía del color de un tomate. Atrapada con las manos en la masa. Me cubrí la cara con las manos por la vergüenza que sentía.

   —Pues... ehm...

    — ¡No puede ser! —exclamó como si hubiera visto uno de esos videos de internet titulados: los videos más graciosos del año.

   —No es lo que parece —me defendí abrazándome a mí misma.

   — ¿Te he atrapado oliendo mis remeras?

   —Bueno, sí es lo que parece, pero...

   — ¿Querías ver si tenían mi olor? —preguntó con una chispa de diversión. No sabía si era posible que estuviera todavía más colorada, pero podía jurar que sí.

   —Hace mucho calor hoy, ¿no crees? —comenté moviendo las manos de forma exagerada, como si fueran un abanico.

    —No respondiste mi pregunta.

   —Está bien. Sí. Pero fue solo por curiosidad —le aseguré. Lo último que quería era que pensara que estaba mal de la cabeza y que estaba obsesionada con él.

   — ¿Y?

   — ¿Y qué?

   — ¿Tuviste suerte? —cuestionó.

   —Solo huele a jabón —mascullé arrugando la nariz.

    —Eso es porque estamos en el mundo real y no en una de tus novelitas surrealistas —explicó, como si fuera una estúpida y no lo supiera.

    —Eso ya lo sé. Ya deja de burlarte y olvídate de esto.

    —No creo que pueda olvidarlo nunca —confesó volviendo a reír. Me encontraba tan nerviosa que comencé a jugar con la tela de mi camisa. O, mejor dicho, de la suya. Fue en ese momento en el que él reparó en lo que llevaba puesto. Fue su turno de sonrojarse.

    Parecía completamente embobado. Me observaba con tanta intensidad, tanto deseo... me aclaré la garganta y desvió la mirada. Eso pareció ser suficiente para sacarlo de su trance.

    Mi teléfono comenzó a vibrar. Delfi. Cielos, no iba a dejarme en paz.

    —Tengo que irme. Mi prima me está esperando —le susurré con voz suave.

   — ¿Te irás así? —me preguntó contemplándome de arriba hacia abajo con una mirada apreciativa.

   —No, claro que no —murmuré. Recogí mi ropa y me cambié. Luego, me despedí de él.

   —Nos vemos mañana —le dije.

   — ¿Hoy no?

    —Hoy ya nos hemos visto. Además, tengo que pasar algo de tiempo en casa o van a creer que ando en cosas raras —expliqué.

    — ¿Cómo tener novio? —me preguntó.

    —Exacto. Como eso —contesté con una sonrisa, cuando me percaté de lo que había dicho. ¿Novio? ¿Eso significaba que...?

    Corrí a sus brazos, salté y tuve suerte de que, a pesar de la sorpresa, él consiguiera atajarme. Rodeé su torso con mis piernas y lo besé con tanta fuerza como pude.

    —Nos vemos, novio —le susurré al oído, y me largué de allí después de guiñarle el ojo.

    ¿Tenía novio? ¡Tenía novio! Guau. Me había tomado por sorpresa. No creí que él quisiera algo tan serio todavía. Me costaba creerlo. Caminé con paso apresurado hasta mi casa. Unos segundos antes de llegar le escribí a Delfi. Estaba segura de que no tardaría de venir.

    Sentía que era la mujer más feliz del mundo. ¿Cómo era posible sentir tanta dicha y que mi corazón aún no hubiera explotado? Me adentré en el departamento y me dejé caer sobre mi cama. Que gran día para estar vivo.

    Solté un pequeño gritito ahogado. No pude evitarlo. Tenía que sacar la emoción de alguna manera.

    José y Raquel se adentraron en la habitación. Claramente me habían escuchado llegar. Y, de no haberlo hecho, mi grito había sido más que suficiente para alertarles sobre mi presencia.

    — ¿Besa bien? —me preguntó ella emocionada mientras se apresuraba a cerrar la puerta para evitar que otros, mamá y papá, no oyeran. Asentí.

    —Pasaste la noche con él —dedujo José. Nuevamente tuve que asentir.

    — ¿Qué tal estuvo? —prosiguió Raquel. Era como si se turnaran para bombardearme con preguntas. Lo querían saber todo.

    —Delfi se enojará cuando sepa que empezamos sin ella —les advertí. En ese momento se escuchó el timbre. Resonó por toda la casa con insistencia. No iba a dejar de presionar el botón hasta que no le abriéramos la puerta.

    —Yo voy —me informó José. Se levantó y salió de la habitación. Al segundo se escuchaban fuertes, apresurados y estridentes pasos corriendo en nuestra dirección.

   —Te he cuidado la espalda cada vez que me lo pediste. Lo menor que puedes hacer es contarme los detalles —se quejó al enterarse de que otros se habían enterado de la premisa antes que ella. Tuve que volver a relatar lo sucedido. Parecía maravillada, como si estuviera mirando una telenovela.

   —Quiero conocer a ese tipo. Ya se ha acostado cuatro veces contigo, y todavía no le vi la cara —me reprendió José.

    —Lo traeré a cenar el primero de febrero. Es lo justo. Tengo que presentarles a todos a mi novio —comenté. Los tres pares de ojos que me miraban centraron su atención en mí. Delfi abrió la boca.

    — ¿Novios?

    Asentí. Se tomaron unos segundos en procesar la noticia, y luego, procedieron a llenarme de elogios y se pusieron a festejar.

    —Nunca creí que viviría para ver esto —exclamó mi hermano besando a Raquel con ternura en los labios. Fruncí el ceño.

    —Vaya, el premio al mejor hermano del mundo te lo deberías ganar tú —farfullé con sarcasmo.

    —Vamos, no seas así. Parecía que hasta el año pasado te daba miedo respirar el mismo aire que un chico —se defendió.

    —Puras mentiras. Deja de inventar —le grité.

    —Y seguías esperando al señor Darcy...

    —Que te calles —exigí tirándole una almohada en la cara. Todos estallamos en risa. Pero no me sentía bien disfrutando tanto cuando el señor Toledo estaba mal.

    Esa noche cuando cenaba con mi familia, les mencioné que estaba saliendo con alguien. Mis padres estaban tan sorprendidos que hasta me ofendí. ¿Por qué todo el mundo había asumido que moriría sola? Recordaba que eso era exactamente lo que Félix había deducido de mí en nuestro primer encuentro. Y no me agradó descubrir que él solo había puesto en palabras lo que todo el mundo pensaba sobre mí. Les había demostrado a todos ellos que se habían equivocado.

***

    — ¿Alguna noticia? —le pregunté al joven interrumpiendo mi lectura en uno de nuestros encuentros en el parque.

    —No. Nada. Al menos sé que sigue vivo —contestó desolado. Deseaba que todo terminara pronto, para que la preocupación continua se esfumara. Y, al mismo tiempo, no quería. Porque sabía que solo había una manera en la que esto podía finalizar. Y no quería pensar en eso.

    — ¡Ey! Elena —exclamó una voz que conocía a la perfección. Solté un gruñido y sentí que me quedaba completamente helada mientras veía a la figura de mi hermano y su novia acercándose. Ya sabían que mis encuentros con Félix se llevaban a cabo en ese lugar. Era evidente que el hecho de que anduvieran por allí no era pura casualidad. Las ansias por conocerlo habían sido más fuertes que mis peticiones de que esperaran a la introducción formal.

    El joven levantó la cabeza con algo de curiosidad y cerró el libro al ver que se aproximaban.

    — ¿Quiénes son?

    —Mi hermano y su novia.

    —Oh, el que dice que soy muy predecible —recordó.

    —Sí, ese mismo —admití un poco nerviosa. Me incorporé y erguí la espalda—. Compórtate.

    —Como si nunca lo hiciera —me susurró apenas moviendo los labios, porque la pareja estaba a muy poca distancia de dónde nos encontrábamos. Nos pusimos de pie y aguardamos. Raquel inspeccionó a Félix con la mirada y asintió en mi dirección. Como si necesitara su aprobación...

    —Tú debes ser Félix Toledo —indicó mi hermano con severidad. Era obvio que intentaba intimidarlo. El susodicho le dedicó una mirada evaluativa y se preparó para responder.

    —El mismo en persona —se presentó extendiéndole el brazo, para estrecharlo con el suyo. José dudaba, pero al final lo hizo. En ningún momento despegaron sus miradas. Podía jurar que estaban en un concurso de quién lograba intimidar al otro con mayor efectividad.

    —Así que... ¿cómo está tu padre? —preguntó mi hermano. Tenía ganas de pegarle una bofeteada allí mismo. Sabía que no lo había preguntado con mala intención, que solo quería ser amable, pero pude ver por la manera en la que los músculos de Félix se tensaron, que no era su tema de conversación favorito.

    —Vivo —respondió con algo de sequedad.

    — ¿Qué es lo que hacen ustedes por aquí? —interrumpí soltando una risita nerviosa.

    —Vinimos a tomar el té —me informó Raquel—. Por pura casualidad pasábamos por aquí y los vimos.

    —Sí, por supuesto. Por pura casualidad —repetí entre dientes. No me comía ese verso, mucho menos cuando ambos me dirigieron una mirada inocente.

    —Vayan, no queremos detenerlos y arruinarles la tarde —les dije esperando que entendieran la indirecta muy directa que les estaba lanzando.

    —Claro. Sí, ya nos vamos. Fue un placer conocerte, Félix —se despidió Raquel. José no parecía querer marcharse aún, pero con una mirada de complicidad en dirección a su novia, conseguí que ella se lo llevara a rastras.

    —Interesante —murmuró Félix pensativo.

    — ¿Qué cosa?

    —Tu hermano. Creo que ya entró en el papel del hermano mayor sobreprotector —me informó.

    —Tonterías. Solo está jugando contigo. Te intenta asustar —le dije.

   —No lo ha conseguido —me avisó.

    —Me alegra mucho escuchar eso —devolví con una sonrisa. 

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