10: Félix
El camino al hospital no fue tan tedioso como las otras veces. El tiempo pasaba más rápido cuando estaba con ella. No podía creer que hubiera dicho que sí. Creí que saldría corriendo hacia la dirección contraria. No lo hizo. Tenía que dejar de creer que podía predecir sus acciones, porque hasta el momento no había conseguido hacerlo con efectividad.
—Es aquí —le informé deteniéndome junto a la clínica. Al menos si quería contactarme ya sabía dónde encontrarme. Y ni siquiera había tenido que pasarle la dirección de mi casa.
La conduje a través de los corredores. Me había memorizado el camino. Me detuve frente a una puerta de madera y toqué la puerta. Al no recibir respuesta, supe que papá estaba solo allí y que ningún médico o enfermera se encontraba con él. Le indiqué a Elena, a través de señas, que se quedara allí y no entrara.
—Papá. Alguien ha venido a visitarte —le conté juntando las manos con nerviosismo cuando me aseguré de que estaba despierto. Pude ver una chispa de curiosidad en sus ojos. Era perfecto. Si algo podía levantarle el ánimo en un momento como este, sería esto. Me aproximé a la puerta y, ladeando la cabeza, le pedí que entrara. Ella se acercó con pequeños pasos, casi como si tuviera miedo de lo que fuera que la esperara dentro de la habitación.
El rostro de mi padre se iluminó notablemente al ver a la joven atravesar la puerta. Sabía que estaba emocionado por conocerla, pero no esperaba que tanto. Pequitas le dedicó una radiante sonrisa y se acercó al costado de la cama.
—Hola. Soy Elena —se presentó con algo de torpeza. Era claro que no sabía qué era exactamente lo que tenía que decir. Sin embargo, papá había sido consciente de la identidad de su visitante desde el preciso instante en el que la vio. No tenía pruebas, pero tampoco dudas.
—Sé quién eres —consiguió decir mi padre. Su voz no se resecó ni se pausó. Estaba impresionado. Había hablado como si nada estuviera mal dentro de su cuerpo, como si no le costara. Y, por un momento, sentí esperanza. Luego, comenzó a toser y el mágico efecto provocado por la visita de Elena se esfumó.
—Ya te dije que no me gusta que uses tu voz más de lo necesario —le reproché corriendo a buscar un vaso de agua. Cuando me volteé, Elena estaba sentada en la silla junto a la cama. Mi sitio.
Hablaba animadamente sobre los libros que leía. Por supuesto que había omitido detallar las escenas explícitas. Solo los describía como libros de romance. No pude evitar la sonrisa que se formó en mis labios.
—Toma. Bébela toda.
Le sostuve el vaso junto a los labios y dejé que el líquido cayera lentamente hasta que estuvo vacío.
— ¿Así está mejor? —pregunté y papá asintió.
Durante los días que siguieron Elena vino a visitarnos por las tardes. Traía un libro y lo leía en silencio en un rincón de la habitación. Su simple presencia llenaba de vida a mi padre. Parecía encantado con ella. Siempre que podía se aseguraba de mostrarme su aprobación. Cuando me cansaba de leer en voz alta para él, se acercaba, me quitaba el libro de las manos y continuaba. Varias veces pude ver que dejaba de lado su lectura para escucharme con atención. Y lo apreciaba. Ahora tenía una audiencia.
El año nuevo llegó. Todo era tan deprimente como en Navidad. Nada de comida especial ni de celebraciones. Y seguíamos en el hospital. Detestaba este lugar. Podía ver, cada vez que me miraba al espejo, las ojeras bajo mis ojos. Crecían, al igual que la contractura en mi espalda.
Ya me estaba preparando para pasar la noche allí, completamente aburrido, cuando la puerta se abrió abruptamente, y se adentró en la habitación la figura de Elena escondida detrás de una canasta que parecía tener el doble de su tamaño.
— ¡Ya he llegado! Espero que no hayan comenzado la fiesta sin mí —exclamó emocionada. Dejó caer su carga al suelo con alivio. Estiró los brazos y nos observó— ¡Sorpresa!
— ¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté sin comprender qué estaba pasando. Ella chasqueó la lengua y negó con la cabeza mostrando su desaprobación.
— ¿A usted le parece correcto que su hijo me dé la bienvenida de esa manera? No, no, no. No lo creo. Al menos finge que te alegra verme.
Había reclutado a mi padre como su cómplice. Y él estaba dispuesto a ponerse de su lado. Siempre. Entre los dos me obligaban a hacer todo lo que quisieran. Manga de estafadores. Se aprovechaban de mi bondad. Miré a papá con amargura. Él negó con la cabeza, nuevamente mostrando que estaba de acuerdo con Elena.
—Está bien. Lo siento. Es que no lo esperaba.
—Pasaré esta noche con ustedes. Traje provisiones. Eso sí, tendré que quedarme a dormir, porque las puertas para visitas cierran a las nueve —canturreó guiñándome un ojo. Esa mujer iba a matarme algún día.
Me acerqué a la canasta que había depositado sobre el suelo con curiosidad. Había traído de todo. Incluso dos copas y una botella de champagne para brindar. Un budín con pasas, golosinas, bebidas, carne... se me hizo agua la boca. La comida del hospital era horrible y tampoco había muchos restaurantes cercanos que tuvieran buena pinta.
—No tenías por qué hacer esto —le dije con firmeza e incredulidad. Era más de lo que había podido desear. Si esa misma mañana alguien me hubiera dicho que comería carne y tendría una celebración de Año Nuevo digna, me hubiera echado a reír en su cara.
—No, pero quería. La mitad de mi familia se fue de vacaciones, por lo que solo íbamos a ser mis padres, mi hermano y yo. Claramente no iba a soportarlo. Estar aquí es más divertido —explicó como si algo de lo que dijera tuviera sentido. ¿Quién en su sano juicio podía decir que pasar las fiestas en un hospital sería divertido? ¿Quién preferiría estar con dos extraños antes que con su familia? Elena. Pequitas.
—A veces creo que te falla el cerebro —solté sin pensar, pero con suma honestidad.
—Solicito permiso para pegarle a su hijo con el bastón —pidió dirigiéndose a mi padre, quién tras sonreír con malicia, levantó el dedo pulgar. Lo miré perplejo, la traición escrita claramente en cada expresión de mi rostro. Elena tomó el bastón de madera que le pertenecía a mi padre, y me apuntó con él.
—O te disculpas o tengo el permiso de tu padre para imponerte el castigo que crea conveniente —amenazó como si creyera que en lugar de un palo de madera tenía una espada.
—Está bien, está bien. Lo siento —me apresuré a decir al ver que levantaba la mano.
— ¿Usted cree que eso es suficiente? —le preguntó a papá. Él observó mi rostro suplicante y luego el de ella, repleto de malicia. Y negó con la cabeza. Como si fuera posible, la sonrisa en el rostro de Elena se ensanchó.
—Está bien, está bien. ¿Qué quieres? Solo... baja el bastón —le imploré. Ya había conseguido golpearme con él en la cabeza una vez, aunque sabía que su intención no había sido esa. Dolía, dolía mucho. Y no pensaba volver a someterme a eso.
— ¿Qué quiero? ¿Qué quiero? ¡Todos los hombres son unos tarados! ¿No lo crees? —le preguntó a mi padre. Él asintió.
—Oye, tú también eres hombre —exclamé indignado por el motín que estaban planeando en mi contra.
—Él es la excepción a la regla, Félix —explicó Elena, como si fuera lo más obvio del mundo.
—Todavía no me dijiste qué quieres —observé con impaciencia porque quería que aquella tortura terminara. Ella fingió que pensaba.
—Quiero que me beses, como me besaste en nuestra cita —reveló a modo de desafío. Sentí que me relajaba instantáneamente. Al menos no me había ordenado que les masajeara los pies a los dos al mismo tiempo. Me estremecí por completo. Esa había sido una crueldad.
—Lo hubieras dicho antes, Pequitas —murmuré seductoramente. Ella miró de reojo a mi padre, quién cerró los ojos y se dispuso a fingir que dormía. Al escuchar cómo la había llamado, volvió a levantar el bastón. Me abalancé sobre ella y la besé con fuerza. Eso fue suficiente para que se distrajera y pudiera arrebatarle el arma mortal de sus manos. Lo dejó ir sin mucha resistencia. Sus manos estaban demasiado ocupadas acariciando mi cabello. Dejé caer el pedazo de madera al suelo y me enfoqué en la sensación que me producían sus labios contra los míos. Su lengua con la mía. Era increíble, como dos piezas de un rompecabezas que encajaban a la perfección.
Nos separamos jadeando. Iba a volver a atacar su boca, pero un ruido a mis espaldas me distrajo. Claro. Mi padre. Una cosa era besarnos y otra muy diferente era hacer algo más íntimo en su presencia. Elena y yo nos miramos durante unos segundos y estallamos en risa.
—Te has salvado. Solo esta vez —murmuró con tono amenazante. Últimamente tenía que cuidar mucho mis palabras, porque si me pasaba de listo terminaba castigado. La verdad era que adoraba la influencia que Pequitas tenía sobre mi padre. Era positiva. Lo llenaba de energía. Hacía tiempo que no lo veía tan feliz. Deseaba poder congelar ese momento para siempre. Busqué en mis bolsillos el celular. Saqué el dispositivo y apunté la cámara en dirección a dónde Elena se encontraba saludando a papá. Apreté el botón. Ahora siempre podría recordar este momento.
—No creas que no te vi —comentó ella señalándome con el dedo. Me encogí de hombros. Si querían castigarme por eso, lo aceptaría, pero no me arrepentía de mi crimen.
No fue para nada como Navidad. Fue diez mil veces mejor. La pasé increíble. Comimos hasta reventar y brindamos juntos. Mi padre se quedó dormido después de las doce, por lo que teníamos que hablar entre susurros para asegurarnos de no despertarlo. Estábamos acurrucados en el sofá en el que había estado durmiendo toda la semana.
—Es un increíble hombre —murmuró ella observando su figura durmiente y en paz.
—Lo es. El mejor de todos —respondí. Dejó caer su cabeza sobre mi hombro.
—Deberíamos tener otra cita pronto —me sugirió. Una sonrisa de diversión me cruzó los labios.
—Y que termine como la anterior —añadí. Ella acercó su cuerpo al mío aún más.
—Sí. Exacto. Eso —musitó entre un largo y prolongado bostezo. Comencé a jugar con los mechones de su cabello largo y liso.
—Estás cansada. No deberías haber venido. No podrás pegar un ojo —le aseguré, aunque no era lo que realmente deseaba.
—Soy capaz de dormir en una piedra. Cállate y deja de moverte que así no puedo dormir —se quejó con la voz rasposa. Levanté mis cejas sorprendido.
— ¿Me estás usando de almohada? —cuestioné.
—Sí. Y debo decir que eres una muy cómoda. Haces un excelente trabajo —murmuró. Era evidente que estaba medio dormida, porque ya estaba soltando incoherencias.
—Buenas noches y feliz cumpleaños, Pequitas —murmuré con mis labios junto a su oído. Ella soltó una pequeña risa y me ignoró con una sonrisa. Apoyé mi espalda contra el respaldo del sillón y permanecí quieto acariciando su cabello y observando con atención el ritmo de su respiración, hasta que se volvió pausada y lenta.
Cuando desperté sentí que el cuerpo me dolía más de lo normal. Solté un bostezo y miré hacia abajo al sentir presión sobre mis piernas. La cabeza de Elena se encontraba apoyada sobre ellas. Lucía tan pacífica cuando dormía...
Estaba muy incómodo. Quería moverme, pero temía despertarla en el proceso. La mirada de mi padre claramente indicaba que, si intentaba interrumpir el sueño de Pequitas, iba a matarme. Fue por eso, más que por otra cosa, que tuve que mantenerme quieto en la misma posición por dos horas más, hasta que a ella se le ocurrió que era un buen momento para comenzar el día.
Supongo que se debe haber sentido extraño que lo primero que viera al abrir los ojos fuera mi cara. La comisura de sus labios se curvaron hacia arriba.
—Buenos días, Félix —murmuró adormilada.
—Buenas noches, Pequitas. Vaya que te gusta dormir. Ya casi se termina tu cumpleaños —me quejé. Ella pareció volver a la realidad y se incorporó rápidamente.
—Cielos. ¿Qué hora es?
—Las diez de la mañana —gruñí. Se relajó visiblemente.
—Oh, no es tan grave. Cuando dijiste eso creí que era la una. Tengo que regresar a casa antes de que sea demasiado sospechoso —musitó más para ella misma que para que nosotros la oyéramos.
— ¿Qué?
—Oh, mis padres no saben que iba a pasar la noche aquí. Les he dicho que estaría en lo de mi prima, que, a su vez, festejaba con su novio —explicó algo avergonzada.
—Así que eres una chica mala, que hace cosas a escondidas de sus padres. Eso es lo más cliché que hay —comenté.
—Ay, por favor. No lo niegues. Te encantan los clichés. Además... no suelo mentirles a mis padres, excepto cuando se trata de mis gustos literarios y de ti —señaló. Cielos, ¿por qué sus palabras me ofendían tanto?
— ¿No les agrado?
—Ni siquiera saben que existes —respondió.
—Entonces, ¿por qué no les hablas de mí?
—Porque todavía no somos nada. Me refiero a que no somos novios... ¿o sí? —cuestionó dubitativa. Excelente pregunta. No me había detenido a pensar en eso. ¿Qué se suponía que éramos?
—Piénsalo —me dijo, se volteó y salió de allí para regresar con sus padres. No seguí con la conversación porque era su cumpleaños y no quería retenerla más tiempo. Su familia debía estar esperándola en casa para festejar.
Papá me observaba con expectativa.
— ¿Qué? ¿Qué estás mirando? —le espeté, e inmediatamente me sentí mal por eso, y por el hecho de que no tuviera el dinero necesario para gastar en comprarle otro libro como regalo de cumpleaños a Elena.
Tuve todo el resto del día para pensar. Y no parecía suficiente. ¿Por qué era tan difícil? Era evidente que nos queríamos. Eso volvía todo mucho más simple. Listo. Podríamos ser novios. Luego, lo medité con mayor profundidad. Solo habíamos tenido una cita. No era suficiente... No. Pero ¿podría considerar todos nuestros encuentros de esa manera? Estábamos los dos solos hablando y... a mí me sonaba como la definición de cita, sí. ¿Significaba que habíamos salido juntos todos los días? No se sentía de esa manera.
Esto estaba resultando más complicado de lo que parecía inicialmente.
Cuando ella regresó a la mañana siguiente, todavía no había conseguido tener las cosas claras, pero era evidente que Elena sí.
—Podemos decir que estamos saliendo y listo. No hace falta hacer un escándalo o ponerle un nombre todavía. Algún día seremos novios —explicó. Y me parecía genial. Sí, era como cuando la gente se comprometía antes del matrimonio. Una promesa. No podía estar más de acuerdo con su decisión.
—Entonces, vas a decirle a tus padres que estamos saliendo —apunté.
—No, no seas tonto. Primero les diré que conocí a un chico. Y luego iré... escalando poco a poco. No te conocerán hasta que finalmente estemos en una relación —me comunicó. Vaya. Ya parecía tenerlo todo descifrado.
—No es justo. Tú conoces a mi padre —reclamé.
—Eso es porque tú quisiste presentármelo. Fue tu decisión. Esta es la mía —decretó cruzándose de brazos.
—Tú ganas, Pequitas. Lo que tú hagas con tus padres es asunto tuyo —cedí finalmente. No estaba contento. Para nada. Y si no tenía derecho a quejarme, al menos se lo demostraría. Y lo hacía en cada ocasión que podía.
Durante toda la primera semana del año me dediqué a ser cortante con ella, ignorarla siempre que pudiera, y hacer todo lo que sabía que ella odiaba. Sabía que la estaba sacando de quicio, pero era demasiado orgullosa como para demostrármelo.
— ¿Cuál es tu problema? —me cuestionó cerrando la puerta del baño, para que mi padre no nos oyera, durante el séptimo día de lo que a mí me gustaba llamar el trato gélido.
—No tengo ninguno, ¿y tú? —devolví mientras me lavaba la cara. Podía verla a través del espejo frente a mí. Estaba nerviosa.
—Te estás comportando extraño —señaló. Fruncí el ceño.
—No sé de qué hablas —contesté prosiguiendo a afeitarme.
—Es por lo de mis padres, ¿verdad? Quieres conocerlos —sentenció.
—Maldita sea, claro que quiero. Pero no es tanto por eso como por el hecho de que tú no quieras hablarles de mí. ¿Te avergüenzo? ¿Crees que no voy a agradarles? ¿Por qué no quieres que me conozcan? —estallé. Listo. Todas las cartas estaban puestas sobre la mesa. Me contemplaba perpleja por mi pequeño berrinche. Ahora me sentía apenado de mí mismo.
—No es nada de eso. Sinceramente no hay ningún motivo —musitó pensativa —. Oh, cuando oigan hablar sobre ti querrán que vayas a la cena familiar y... pues, no quiero que pienses que mi familia es una banda de locos.
Fruncí el ceño. La loca aquí era ella. ¿De qué me estaba hablando?
—Créeme, entenderás cuando lo tengas que sufrir. Además, mis padres creen que soy una pequeña niña inocente. Parece que están negados a creer que ya tengo dieciocho años. Creen que mis libros tratan sobre hadas y duendes y... en parte sí, pero...
—Pero todos tienen músculos enormes y están más buenos que un asado —finalicé.
—Exacto —musitó con exasperación. ¿Cómo podía seguir enojado con ella cuando se comportaba de esa manera? Esbocé una sonrisa.
— ¿Debería ponerme celoso? —le pregunté.
—No tienes nada que envidiarles. Todos tienen un lugar en mi corazón, pero el tuyo es el más grande —me prometió como consuelo, pero no sabía cómo explicarle que sus palabras no eran para nada alentadoras.
—Apuesto a que, si el señor Darcy apareciera por la puerta en este preciso instante, te olvidarías de mí —gruñí esperando que me contradijera.
—Pues... no. Pero... ¡Vamos! No puedes esperar competir con el señor Darcy. Nadie puede competir con él. No es humanamente posible —se quejó, como si estuviera declarando su opinión respecto a una injusticia.
—Solo por decirme eso declaro que tengo derecho a llamarte Pequitas hasta que termine el mes.
No parecía muy feliz con el trato, pero, como se negaba a afirmar que yo era mil veces mejor que su crush literario, no tuvo más remedio que aceptar. Sentí que había ganado una importante carrera de motocicletas en ese momento. Podía llamarla por el apodo que le había otorgado y no tenía la opción de quejarse al respecto... eso era poder.
—Oye, Pequitas —le dije cuando terminé de afeitarme. Abrió la boca para emitir sus usuales quejidos, pero se calló en el momento en el que recordó nuestro trato.
— ¿Qué? —masculló entonces con evidente mal humor.
—Estamos solos. En el baño —comenté con una dientuda sonrisa. Pude ver que su rostro ardía. ¿Estaba pensando en lo mismo que estaba pensando? Sin duda se veía hermosa con esa remera suelta, a cuadros, abierta y la blusa blanca que llevaba debajo era corta y dejaba ver su ombligo. Sus pantalones azules, el gorro que posaba sobre su cabeza... todas esas prendas se verían mucho mejor en el suelo.
—Está tu padre en el otro cuarto —me susurró mirando de reojo a la puerta.
—Entonces, más vale que no emitas sonido alguno.
Se abalanzó sobre mí. Me rodeó con sus brazos. Nos besamos como si no hubiese un mañana, como si en el momento en el que nos soltáramos fuéramos a desaparecer. Nunca me cansaría de ella, de sus labios, de cómo me hacía sentir cuando me tocaba. Quería recorrer todo su cuerpo con mis besos, como lo había hecho aquella noche.
—Chist, no quieres que nos descubran, ¿verdad? —le pregunté cuando un pequeño gemido escapó sus labios.
—Silencio. No dejes de besarme —ordenó, y volvió a devorar mi boca.
Cuando salimos del baño, miré el reloj y me percaté de que habíamos estado demasiado tiempo encerrados allí. Más de lo normal. No había sido el único que lo notó. Mi padre nos observaba con una sonrisa traviesa. Me acomodé el cabello cuando vi que no apartaba su mirada de nosotros. Elena se enderezó la camisa. Su rostro la delataba. Tenía las mejillas completamente sonrosadas y no dejaba de jugar con su pelo.
Nadie comentó nada al respecto. Agradecí que papá no se atreviera a semejante barbaridad, porque sabía que era capaz. En el momento en el que decidimos romper el silencio fue para hablar de otro tema completamente distinto. Y agradecí la oportunidad de escapar de aquella incomodidad.
El diez de enero se acercaba. Mi cumpleaños. Solo quedaban tres días para el gran momento. Sabía, a causa de que mi padre lucía más apagado de lo normal, que no teníamos dinero de sobra para gastar en regalos. No pensaba pedirle nada ni reclamarle al respecto, no podía, no era oportuno. Otra ocasión que debería ser feliz, completamente arruinada. ¿En qué momento la vida decidiría empezar a sonreírme?
Aparté los pensamientos negativos. No podía quejarme. Tenía a Elena conmigo. Papá seguía con vida, y comenzaría la universidad en marzo. Sería un nuevo comienzo, como ella había dicho. La hoja en blanco. Empezar de cero. La idea no sonaba nada mal.
—Oye, es mi turno de leer —se quejó Pequitas intentando sacarme el libro que le estaba leyendo a mi padre para retomar ella el mismo trabajo.
—No lo creo, Pequitas. Mi garganta soportará unos párrafos más —negué abrazando el libro a mi pecho como si fuera un tesoro preciado. A ella no le gustó nada que usara el apodo que le había asignado, pero cuando abrió la boca, le recordé:
—Tengo derecho y lo sabes.
Mi padre comenzó a escribir algo en su cuaderno. Arrugué la nariz con desprecio, porque sabía que lo que fuera que tuviera para decirme sería a favor de Elena. Resultaba cansador tener a los dos siempre complotando en mi contra.
—Dice que quiere que salgas de aquí, que vayas a tomar aire fresco —leyó la joven, que se acercó a la camilla. No me tomó por sorpresa la petición. Conociendo a mi padre, me preguntaba por qué había tardado tanto en hacer su sugerencia. Eso no significaba que me gustara. En absoluto. No pensaba moverme de dónde estaba.
—Es igual que el aire de adentro —farfullé desviando la mirada hacia la pequeña ventanilla. Elena y papá se miraron con complicidad. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. ¿Por qué será que cada vez que los veía juntos me invadía esa horrible sensación en el pecho? Todo gritaba peligro. Y, allí estaban, sus rostros maliciosos.
—Vamos. Me debes una segunda cita —exigió Elena extendiéndome el brazo. No podía creer que estuviera usando eso para convencerme. ¿Quería salir con ella a solas!? ¡Claro que sí! El problema era que ella también lo sabía.
Dudé un poco. ¿Sería lo correcto dejar a mi padre aquí? No podía pasarle nada en un hospital sin que las enfermeras y los médicos corrieran a ayudarlo. Si necesitaba algo se lo traerían... Llegué a la conclusión de que no precisaba de mis cuidados tanto como cuando estábamos en casa. No me haría mal salir un poco. Menos con Elena.
—Está bien. Ustedes ganan —cedí tomando la mano de Pequitas, que todavía esperaba. Una sonrisa triunfal le pintó los labios, y prácticamente me arrastró fuera de la habitación.
— ¿Adónde estamos yendo? —pregunté.
—Ya verás —susurró con un aire de misterio. No seguí preguntando, no me importaba demasiado. Nos alejábamos y alejábamos. Y seguíamos caminando. Llegamos a una de las calles más concurridas de Buenos Aires: la Avenida Santa Fe.
—Estamos aquí —me informó señalando la grandiosa librería que se alzaba frente a nosotros. No era una cualquiera, no. Era El Ateneo. Siempre había querido ir a conocerlo, pero nunca lo había hecho. No sabía por qué.
Era tan espléndido como siempre lo había imaginado. Una librería inmensa, repleta de todos los libros que pudiera desear tener en mi estantería. Un lugar de ensueños para muchos.
— ¿Qué hacemos aquí? —solté medio idiotizado.
—Creo que es obvio.
— ¿Vamos a leer?
—Vamos a comprar tu regalo de cumpleaños —me dijo con los ojos brillantes. Creí que se había olvidado de ese pequeño detalle. No quería que me regalara nada. No después de que yo no pudiera darle nada a ella. No quería su dinero ni sus libros. Me tomó del brazo y me condujo hasta una serie de estantes que tenían un cartel indicando que era la sección de clásicos.
Me los señaló como si esperara que escogiera uno. Cualquiera. La tentación era terrible, pero me negué.
—Si no escoges tendré que hacerlo yo. Y ya sabes qué tipo de libros leo —desafió con una pequeña sonrisa. Antes que tener que recibir uno de esos libros sin duda prefería tirarme del balcón más alto del mundo.
—Pues...
—Anda, no te preocupes por nada. Solo has lo que siempre harías en una biblioteca. Yo estaré por allí, echándole un vistazo a los juveniles —me indicó, y se marchó. Mis ojos recorrieron los lomos de los libros. Todos eran excelentes títulos. Muchos los había leído, otros no. Me detuve frente a los de misterio. Esa siempre era una buena opción. Nunca fallaba. Suspiré y comencé a apilar todos los que me interesaban y los llevé a una de las mesadas que se encontraban en la zona de la pequeña cafetería que había dentro. Los hojeé uno por uno.
Me acerqué a uno de los libros e inhalé. Solté el aire. Olor a libro nuevo... ¿existía algo mejor? Leí la sinopsis de todos ellos. Luego, me acerqué a las máquinas que escaneaban el código de barras para revelar el precio de cada ejemplar. Todos estaban caros. No había uno solo debajo de tres mil pesos. Me sentía una pésima persona por aceptar que Elena me comprara libros. No es que no me gustara, no. Sentía como si hubiera ganado la lotería, pero no estaba feliz de que fuera ella quién tuviera que pagarlos. Me deshice de todos los que menos me intrigaban y terminé con solo dos ejemplares en la mano. No podía decidirme.
Pude ver que ella se aproximaba nuevamente con las manos vacías.
— ¿Entonces? ¿Alguno interesante? —estaba por guardar los libros en la estantería, pero ella ya los había visto. Su rostro se iluminó.
—Excelente. Veo que te encanta el misterio. Verás, no he leído mucho del género, pero ciertamente me interesa. Cuando termines podrías prestármelos, ¿sabes?
Seguía hablando mientras me dirigía a hacer la fila para pagar. Todavía no estaba convencido de que me sintiera bien aceptando este regalo. No, no podía.
Me hice a un lado y planeaba abandonar la fila, cuando ella me detuvo.
—Si no los quieres tú, me los voy a comprar yo. Vuelve aquí. Si lo prefieres, podemos decir que son míos y que te los estoy prestando por una indefinida cantidad de tiempo.
Regresé a mi sitio. Era testaruda. No iba a aceptar otra cosa que no fuera un sí. Estaba seguro de que, si decidía dejarlos allí, ella regresaría al día siguiente y los adquiriría de todos modos.
Salimos de la librería veinte minutos después, con una bolsa y dos libros.
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