Capítulo 20
Es increíble cuando tienes tanto ego que te ves enorme, porque en realidad solo es una ilusión. Todo se ve claro cuando te subes a un avión y miras por la ventana. Lo cierto es que somos muy pequeños.
Mi madre habla con alguien por mensaje. Si el avión se estrella por estar utilizándolo durante el aterrizaje, será su culpa.
Pienso en Jake, en lo feliz que estaba cuando me besó, cuando se fue a celebrar que había metido la canasta de la victoria. No quiero que sea Cece la que se lo diga, pero no me atrevo a mandarle un mensaje con él. No quiero marcharme y ya estoy de camino.
Apoyo la cabeza en mi mano. Miro las nubes, pero estoy demasiado aburrida. Seguro que todo el equipo está en una pizzería, celebrando y riendo todos juntos.
—Anabel, ya hemos llegado.
Mi madre me despierta con una sonrisa tímida en la cara. Me levanto, cogiendo mi bolso, y salimos del avión. Tras estar un buen rato buscando las maletas, nos dirigimos a la entrada. Mi padrastro viene a por nosotras.
Mientras vamos caminando, me fijo en mi madre. Su vida cambió por completo, desde que era una simple auxiliar de enfermería hasta que se casó con un millonario. Antes iba siempre mirando al suelo, con la espalda inclinada, si sabías cómo mirarla bien. Ahora mira al frente, con la barbilla bien alta, como si los demás fueran escoria. ¿Ha olvidado que ella era una de otras?
Me doy cuenta de que lleva un rato moviendo la boca y no le estoy prestando atención. Asiento un par de veces, fingiendo arrepentimiento, porque probablemente me esté echando la bronca. Al fin, vemos a mi padrastro. Traje de chaqueta, gomina y zapatos pijos. A pesar de todo, es el que mejor me cae de esta familia. Me saluda con una sonrisa y besa a mi madre. Yo aparto la mirada, sigue siendo asqueroso.
Cuando salimos fuera me doy cuenta del cambio de estado. Aquí hace verdadero frío. Y solo estamos en marzo.
—¡Anabel!, ¿me estás escuchando?
—Claro.
—Bien, pues ya sabes. He conseguido que te vuelvan a admitir en el instituto, con tus amigas y tu novio.
Me ensombrezco. Esas amigas que hablaron a mis espaldas, y ese novio que me puso los cuernos con una "gran amiga".
—Ex-novio.
—¿En serio? ¿No me digas que vas en serio con ese chico del baloncesto?
—Vamos muy en serio, mamá. Sobre todo después de que Tom me engañara.
Mi madre se queda callada, creía que eso era imposible. Mi padrastro niega con la cabeza y le murmura algo. Yo vuelvo a desconectar.
Piii, piii, piii...
¿Adivinad quién está emocionada por volver a ese instituto? Mi madre. Yo, en cambio, le doy un manotazo al despertador y me visto, mientras escucho de fondo a mi madre cantando. Volver al uniforme y a los cotilleos de pijos. No había estado tan contenta desde que me intoxiqué con nueces.
Ahora todo es distinto. No voy a clase en la furgoneta desastre de mi padre, ni en el descapotable de Cece, ni mucho menos en la moto de Jake. Voy en una limusina, negra y con los cristales blindados. Ahora mismo preferiría quedarme tirada con la furgoneta de mi padre en plena carretera.
—Ya estamos aquí, señorita McClain. —El chófer me habla.
Esbozo una sonrisa y salgo de la limusina. Me convierto en el centro de todas las miradas y no precisamente por la limusina. Bel ha vuelto, señores, y esta vez para quedarse. Por desgracia.
Voy caminando, en busca de las hipócritas de mis amigas. La popularidad en San Diego es divertida, porque todos hablan contigo. Aquí es muy siniestra, todos murmuran, pero nadie se acerca.
Pongo la mejor sonrisa que se puede poner en estos casos, una vez las localizo, y corro hacia ellas. Ojalá pudiera decir que olvidé sus nombres, pero mi memoria fotográfica me lo impide. Sus gritos pijos y saltitos me confunden, pero las acabó imitando. Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
—¿Qué tal California?
—¿Viste muchos famosos?
—¡Ah! ¡Dime que Justin Bieber estaba por allí!
—Mi padre no vive en Los Ángeles, sino en San Diego. Allí el único famoso que hay es el propietario de la salchicha más grande del mundo.
Mis amigas se desinflan en su alegría, pero siguen preguntando. Yo paso un poco, solo necesito encontrar a la zorra que estuvo con Tom mientras estaba fuera. Esa chica no se va a divertir mucho conmigo. Por desgracia empiezan las clases del día y tengo que prestar atención. Salvo un par de ricos empollones, la mayoría son más tontos que la silla en la que me siento.
No sé en que clase estoy, pero no dejan de hablar de las leyes estadounidenses. Necesito no pensar en Jake, no que me lo recuerden a cada instante. No sé cómo lo hacen, pero estamos debatiendo lo de la edad, la mayoría de edad y esos temas. Madre mía, me estoy volviendo demasiado distraída.
—Anabel, levántate y dinos lo que piensas.
Todos me miran cuando me levanto. Genial...
—Yo opino que para las relaciones de pareja no debería haber una ley específica. Si es amor, es amor... Da igual que tengan los dos dieciocho, o uno diecisiete y otro veinte. Sencillamente, me parece una estupidez.
Ahora todo el mundo callado. Seguro que he dicho lo contrario de lo que se supondría que tendría que decir según las convicciones de los ricos. Viva yo.
—Me gusta tu manera de ver el mundo. —Abro los ojos como platos. ¿En serio—. ¿Conoces a alguien que se encuentre en una situación difícil por la edad?
Sí, yo. Pero no pienso decir eso. No con mi ex en la misma clase. Niego con la cabeza y parece olvidarse de mí.
Al fin acaba la clase. Saliendo de ella me suena el móvil. Oh, no. Jake. Sonrío a mis supuestas amigas y entro al baño.
—¿Hola?
—Bel. —Su voz suena exactamente igual que siempre.
—Jake... —Opto por poner su mismo tono.
—¿Me tengo que enterar de que te vuelves a Washington por tu padre? ¿De verdad, Bel?
—Lo siento, yo solo... no quería estropear tu momento. Estabas tan feliz cuando metiste esa canasta que preferí que todo siguiera así.
—Ni siquiera te despediste. —Me reprocha, pero por su tono sé que se le ha pasado.
—Bueno, tú podías haber venido al aeropuerto corriendo y haber parado el avión solo para besarme.
—Sabes que las películas cliché no son lo mío. —Lo noto sonreír—. Además, me enteré cuando ya estabas volando.
—Una lástima. Me hubiera encantado ver la cara de mi madre.
—Te digo otra pega. Sigo siendo mayor de edad.
—Uf, esa horrible barra de cuatro meses que nos separa...
—Te acabas de ir y tu sarcasmo ya está volviendo.
—Soy así, ¿qué quieres?
Estamos bromeando como si no me hubiese ido. Me va a dar por llorar de un momento a otro, así que me despido y cuelgo. Me miro en el espejo. La Anabel de antes es muy distinta a la Bel de ahora. Escucho la puerta del baño abrirse, pero no le doy importancia hasta que veo quién está detrás de mí.
Me doy la vuelta de golpe.
—Hola, Bel... —pronuncia con extrañeza mi apodo.
—Márchate.
—No ahora, pequeña... —susurra, dando un paso hacia mí.
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