00. Prólogo

Aquella calle era una de las más concurridas de la ciudad. A diario las aceras se hallaban pobladas de ciudadanos; la mayoría vestían formales. Las mujeres de falda recta y blusas modestas. Los hombres, de traje y corbata. Es que en aquel sector se encontraban algunos de los edificios más antiguos e importantes: el Palacio de la Justicia, la histórica plaza y uno de los teatros líricos más importantes del mundo. Y en medio de las grandes obras de arte, se encontraba la Biblioteca Café. También histórica. No tan bien conservada como el resto de los edificios, pero de antaño en fin. Tenía dos pisos. Una llamativa escalera en caracol que trasladaba hacia la parte alta, donde había un sin fín de estanterías marrón oscuro, que brillaban por la capa de barniz que renovaban cada año. Y libros, libros de toda clase. Un centenar de géneros. Épocas. Autores. Clásicos y no clásicos. Escritores de renombre, otros apenas perceptibles, desconocidos. Debajo, funcionaba el café. Había un gran recibidor. Alrededor de veinte mesas junto a sus pares de sillas. Todo de madera oscura. Y por supuesto, más estantes con libros. En aquel sitio había reliquias. Solo era cuestión de tomarse el tiempo necesario para rebuscar entre miles de títulos y motas de polvo incontrolables.

En la Biblioteca Café, trabajaba Clara. Una muchacha de veintidós años de naturaleza soñadora. Un alma romántica como las que ya no habían. Clara tenía una sonrisa luminosa, genuina y ciertamente inocente, porque Clara era de las que aún creía en los amores de película. De esos que te quitan la respiración y te hacen vivir cada día con intensidad. A menudo, se escondía detrás del recibidor para devorar libros sobre amores imposibles. Le gustaba involucrarse con los personajes, tanto como si ella fuera uno. Se perdía durante largos ratos en las palabras y regresaba a la realidad cuando algún cliente testarudo le gritaba que se diera prisa. Y aunque se le llenaban los ojos de lágrimas cuando le gritaban, Clara rodeaba su corazón de banditas, procurando volverlo fuerte como una roca. Y caminaba con una sonrisa, siempre con una sonrisa.

El Palacio de la Justicia estaba compuesto de siete pisos de estilo neoclásico, su arquitectura estaba hecha de influencias griegas y romanas y en la entrada, había una escalera ancha de cemento. Dieciocho escalones hasta el portal de ingreso. En sus salones y oficinas, funcionaba el Poder Judicial y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Allí, entre símbolos como la balanza -que remitían a la idea de justicia- y un millón de archivos, trabajaba Luca. Un abogado penal que usualmente, defendía a las víctimas de delitos. Luca tenía treinta y ocho años, la mirada triste y un pasado doloroso. Pero también tenía un fuerte compromiso por su trabajo y a pesar de la melancolía innata, Luca poseía un encanto natural. Su gran sentido de la justicia había estado ligado a él desde que era un niño, pero se fortaleció cuando ocurrió un hecho que lo marcó de por vida. A pesar de su escasa fe en la humanidad, Luca siguió adelante porque por algún motivo, su corazón seguía latiendo. Él decía que tan solo existía, no vivía.

Hasta que un día, Luca salió del estudio jurídico y decidió ir por un café. Sin saber que una actividad tan sencilla, cambiaría el curso de su vida. Luca cayó en la cuenta de que la trillada frase "mientras haya vida, hay esperanza", en realidad sí tenía sentido. Solo bastaba de alguien que le recordara como volver a sentir.

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