Un extra a guisa de epílogo
Essex, junio de 1896.
Clifford Manor resplandeció con el concierto de Anne, ahora Condesa de Erroll, después de su boda con Edward la primavera pasada. Para la alta sociedad londinense, aquel había sido el matrimonio más importante de la temporada y, si se quiere, bastante impensado para muchos. ¿Quién iba a imaginar que lord Hay, con su seriedad y aplomo, se dejaría seducir por el arte y el encanto de la otrora señorita Cavendish? A pesar de ello, la noticia se había recibido con entusiasmo y más de una dama lamentó que el soltero más codiciado e inalcanzable de Inglaterra, se hubiese perdido.
Anne y Edward compartían su tiempo entre la casa de Westminster y Essex; la tía Julie había aceptado finalmente a Anne, con alguna reserva, mas los meses de felicidad conyugal de su sobrino le permitieron comprender la ventura de esa unión. Georgie permanecía en Kensington con la tía Julie, pero con frecuencia pasaba semanas en la compañía del joven matrimonio.
Esa noche se hallaban todos en Clifford Manor, a donde acudían con regularidad. El museo de lady Lucille llevaba inaugurado unos meses, con gran éxito, recibiendo visitas que se trasladaban desde Londres para ver sus colecciones de arte antiguo y las exposiciones de artistas contemporáneos, como el relevante señor Brandon Percy.
Anne se había realizado como profesora; sus aulas de Clifford Manor abrieron para acoger a varios niños del condado, que también recibían instrucción por parte de los señores Carlson y de otros profesores que con el tiempo había asumido la duquesa.
Lady Hay se había encargado del coro de la Iglesia, y evidenciado grandes progresos en sus pupilos en las últimas semanas. La duquesa agradecía tener a su nieta cerca de ella y constató que a Edward le resultaba agradable permanecer allí. Por fortuna, Essex no estaba alejado de Londres y podía atender algunos asuntos desde la distancia.
En esa ocasión, Anne brindó un concierto para la Liga de Damas de Essex. Era el segundo que ofrecía, después de la inauguración, y había habido bastante concurrencia, recibiendo una cerrada ovación tras su interpretación de un aria de la Flauta Mágica mozartiana.
El dinero recaudado serviría para sufragar los gastos del museo y de la escuela, principalmente los salarios de los profesores. The Morning Post había dicho recientemente que el proyecto de la Duquesa de Portland destacaba por su novedad, no solo por el arte que ofrecía, sino también por la educación que se brindaba en sus salones de clase. Quizás debería —recomendaba el diario— considerar ampliar su espectro y convertirlo en un colegio en toda regla. The Times también se había hecho eco de este criterio y la había elogiado. La duquesa se lo estaba pensando con cautela, pero la idea le seducía cada vez más.
La familia van Lehmann había viajado ese verano a Inglaterra, y lady Lucille brindó su hogar para acogerlos, radiante de tener a Beth, Pieter y a la pequeña Marianne en su casa, durante los meses de verano. Prudence también se hallaba en Essex, pero había tenido a bien dejar a sus hijos al cuidado de la tía Julie en Londres. María, como era costumbre en esa época del año, se encontraba en París con su tío materno.
—María ha insistido en que desea estudiar en París —le comentó Johannes a Edward—, pero aún no nos hemos decido. Hasta entonces, disfrutará de su estancia hasta que resuelva ese asunto en el otoño.
Prudence no deseaba escuchar hablar del tema, puesto que quería a María como a una hija y no deseaba que se mudara a París. Se hallaban en uno de los espacios de exposiciones de Clifford Manor, observando las piezas de la duquesa.
—París puede ser provechoso para ella, en más de un sentido. Una excelente educación en un colegio, así como las conexiones de tu antiguo cuñado en la ciudad, pueden garantizarle un futuro interesante. Según he escuchado, María es muy inteligente.
Johannes asintió. Las institutrices siempre habían dicho que era muy despierta y escribía muy bien.
—¿Dónde está Anne? —preguntó Prudence interrumpiéndoles deliberadamente—. ¡Su interpretación esta noche ha sido espléndida y deseaba felicitarla! ¿Ha aceptado por fin la invitación del señor Harris para asistir una temporada al Opera House?
Aquella carta, invitándola al Covent Garden, había llegado un par de semanas atrás y Anne no la había contestado. En los últimos tiempos, se sentía con ánimo y nada amedrentada de enfrentar a grandes públicos y Edward la animaba a hacerlo. Charles, en cambio, la habría desestimulado constantemente y hecho dudar de su propio valor y talento.
—No lo ha hecho todavía —contestó Edward—, pero imagino lo haga dentro de poco. Por cierto, yo también me pregunto dónde estará…
La Duquesa de Portland caminaba por la habitación del brazo de lord Holland, dándoles al matrimonio una explicación detallada de los objetos que observaban. Beatrix estaba muy interesada en unos recipientes romanos de la época imperial de vidrio soplado, destinados a ungüentos y perfumes; lord Holland preguntó acerca de unas lámparas de aceite hechas de barro, mientras la anciana se afanaba en narrar cómo los había adquirido.
El señor Percy estaba muy complacido con la aceptación que habían recibido sus pinturas expuestas en Clifford Manor y las reseñas que sobre ellas había vertido la crítica. En esta ocasión, acompañaba a Georgiana por la sección egipcia, muy a gusto del brazo de la joven. Había descubierto en los últimos tiempos lo madura y a la vez encantadora que era Georgie, la hermana de su gran amigo. Estos eran sus pensamientos mientras observaban, una tras otra, las estatuas de Amón, Osiris, Anuris y otras deidades egipcias. La joven se detuvo frente a una del Dios Jonsu, hecha de bronce, del período ptolemaico.
—Me ha gustado particularmente esta pieza, no imagino cuál sea la historia detrás de ella, o del resto que hemos visto. ¿Le preguntamos a la duquesa? Me gustaría escuchar qué le está explicando a Beatrix. —Cuando se volteó hacia Percy, se lo encontró abstraído—. ¿Qué sucede? —añadió con preocupación.
Percy negó con la cabeza, saliendo de su ensoñación.
—No es nada, Georgie —contestó—, simplemente pensaba en el verano y en que volveremos a Hay Park dentro de poco, como tantas veces. Considero que será una buena oportunidad para hacer tu retrato y los retoques del Salón de las Flores, como me pidió Edward el año pasado.
Georgie estaba feliz de escucharlo y se afincó más a su brazo.
—¿No les parece que Percy pasa últimamente mucho tiempo con Georgie? —preguntó Gregory, que había llegado al salón y se había unido a sus hermanos y Johannes, frente a una estatua de Afrodita.
—Beatrix me ha dicho lo mismo —comentó Prudence—. Quizás este verano en Hay Park esa cercanía rinda sus frutos… Georgie se ha hecho una mujer, ante nuestros ojos. ¡Aún recuerdo que era una niña cuando Johannes y yo nos casamos hace más de diez años!
Johannes asintió, con el hermoso recuerdo de su boda con Prudence. Edward permaneció en silencio, le profesaba un gran cariño a Percy, pero jamás se imaginó que pudiese interesarse en Georgiana. Prefería no emitir criterio, ya que no le fascinaba la idea, a pesar de que no podía ofrecer ninguna razón de peso. También le preocupaba que Gregory continuase su idilio con la señorita Preston. Aunque en esta ocasión la había dejado en Londres, conocía muy bien que seguían juntos. Sin embargo, Edward había cumplido con su promesa de no interferir.
Finalmente llegó Anne, acompañada de Elizabeth y de Pieter. Estaban aguardando por la duquesa en el salón principal para empezar el baile. Los Hay y los Holland se acercaron a ella para felicitarla. Había estado espléndida, aunque ya era costumbre en ella, y esa noche su esposo consideraba que lucía más hermosa que nunca, con un traje de color malva y encaje que realzaba el collar de amatista que Edward le había regalado unos días atrás.
—Cariño —le dijo mientras le daba su brazo—, nos preguntábamos dónde te encontrarías… Apenas tuve tiempo para hablar del éxito de esta noche. Ha sido maravilloso… Pienso que Borthwick, a quien he visto antes durante tu concierto, no deje de mencionarlo en una próxima edición de su diario.
The Morning Post seguía la trayectoria de lady Hay en sus presentaciones y la alababa. En esta ocasión, la propia Duquesa de Portland había invitado a Oliver Borthwick a Clifford Manor para el concierto y también era su huésped. Lady Lucille se acercó a Anne y le dio un abrazo frente a sus amigos.
—¿Qué te parece si nos retiramos hacia el salón, querida mía?
Anne se excusó con los presentes y con su abuela.
—Le pido que me permita marcharme, abuela —comentó—. Estoy algo cansada y tía Beth también.
—¡No puedo creerlo! —exclamó la duquesa, aunque no estaba molesta—. ¡A mis años y tengo más energía que ustedes!
—Enviaré el coche a recogerla dentro de una hora —le comentó Pieter a la duquesa— y yo mismo la acompañaré de regreso.
Edward se quedó pensativo, mirando a Anne que estaba un poco ruborizada.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó frente a todos—. ¿Ha sido el esfuerzo de cantar?
—No —contestó Anne sonriendo—, estoy perfectamente. Hay mucho calor…
Beatrix y Prudence intercambiaron una mirada significativa, pero no dijeron nada. En la mañana, mientras los caballeros habían estado fuera, vieron al médico de la duquesa retirarse de casa. Pensaron que iría a ver a la anciana, una visita de rutina, mas luego descubrieron que Lady Lucille se hallaba en Clifford Manor y que no había sido ella la paciente.
La duquesa se acercó a su nieta, le brillaban los ojos, y le dio un beso en la mejilla. Algo sentía en su corazón, ella que se preciaba de ser una persona muy intuitiva.
—Hasta mañana, queridos míos… ¡Hasta mañana!
La anciana salió de la habitación, seguida por el resto de los amigos. Solo Pieter, Beth, Anne y Edward se marcharon en la berlina que les estaba aguardando. Beth todavía no se había habituado a separarse de Marianne, pese a que estaba durmiendo y se encontraba en las excelentes manos de su aya.
Una vez en su habitación en casa de la duquesa, Edward se acercó a su esposa, que se encontraba sentada frente al espejo, despojándose de los aretes que llevaba. Edward le levantó la cabellera, dominada en un recogido, y le besó la nuca. El contacto hizo que Anne se estremeciese. Él lo comprendió, tanto por la respuesta de su cuerpo tembloroso como por la expresión que vio en el espejo una vez que se incorporó.
Desde que estaban casados, Anne había prescindido en muchas ocasiones de una doncella, su esposo cumplía esa función con una maestría inigualable. No existían manos más expertas para deshacer los lazos y abrir los botones de cualquier vestido que las suyas. Esa noche no sería la excepción: Edward fue retirando con lentitud las horquillas del cabello, admirándose como si fuese la primera vez de la caída a raudales por la espalda de los mechones oscuros. Pronto se vio libre de aquel peinado, así como del vestido color malva que se había convertido en una barrera que le separaba de la piel de Anne, esa seda incomparable de la figura más sensual y hermosa que había visto en su vida.
Anne se colocó frente a él, vestida únicamente por la fina camisola y el collar de amatistas. Estaba feliz, más de lo que Edward había supuesto. Se había percatado de que las damas lo sospechaban, pero él ni siquiera se había atrevido a imaginarlo… Dio un paso hacia él y lo besó. El contacto enseguida conllevó a que los brazos de Edward se cerraran sobre su cuerpo, anhelantes, desesperados, como si hiciese mucho tiempo que no la hiciese suya. En los meses que llevaban de casados jamás se había sentido aburrido de sus besos; cada semana que transcurría le instaba a quererla más, a desearla más, al punto de pensar que se estaba volviendo loco por la dicha que experimentaba a su lado.
Anne se separó un poco de él, y lo miró a los ojos, aquellos ojos que, como la profundidad del mar, podían pensarse oscuros.
—Hay algo que tengo que decirte —le confesó—. Debí haberlo hecho en la mañana, pero teniendo esta presentación en la noche, preferí aguardar a que fuera un momento adecuado.
—Intuyo lo que es —contestó Edward, y por un momento la dejó desconcertada al decir esto—. Has decidido aceptar la propuesta del señor Harris y presentarte una temporada en el Opera House. Si es eso, amor mío, ya te he dicho que no necesitas de mi permiso. Veo con buenos ojos esa oportunidad y te aliento a ello.
Anne se echó a reír al comprender que Edward estaba equivocado.
—No se trata de eso —le dijo, luego de besar sus labios por un instante—. La propuesta del señor Harris es buena y quizás, más adelante, la acepte. Ahora mismo no deseo hacerlo. He tardado en responderle porque necesitaba estar segura de algo que sospechaba, pero hasta esta mañana no he tenido la certeza. Ya que la tengo, no demoraré más la contestación, y le escribiré diciéndole que no cuente conmigo este año, ni probablemente el próximo tampoco.
Edward estaba confundido, no entendía ni una palabra o quizás sí, pero tenía miedo de desilusionarse si no se trataba de lo que él intuía.
—¿Por qué? —preguntó anhelante.
Anne volvió a sonreír.
—Esta mañana, el doctor Johnson me aseguró que vamos a hacer padres.
—¡Un hijo! —exclamó emocionado—. ¡O hija!
Anne lo acogió en sus brazos nuevamente. Pocas veces lo había visto así, tan feliz, tan orgulloso… Edward bajó el rostro en busca de sus labios, todavía sonrientes por la noticia. Un beso inició la celebración de aquella noche, en medio de la dulzura que les envolvía. El futuro que se les presentaba a la pareja, no podría ser mejor.
FIN
PD: Algo que tenía escrito, pero que no me había decidido a incluir en la obra. ¡Espero que les haya gustado! Nos leemos pronto. ¡Un beso!
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