Capítulo 9
A la mañana siguiente, Anne no tuvo más remedio que sumarse al plan ideado por Georgiana. Le apenaba abandonar otra vez a su tía Beth, pero Elizabeth insistió en que no perdiese la oportunidad de dar un paseo. Esta vez, irían al Rijksmuseaum. A Georgie le entusiasmaba la idea de ver las pinturas de los grandes maestros holandeses, había visitado en otras ocasiones Ámsterdam, pero era la primera vez que acudía al Museo Real. ¡Era una experiencia que quería contarle al señor Percy! Ella lo estimaba muchísimo, y varias veces habían hablado sobre las obras de los grandes pintores, sobre todo en la última ocasión cuando se vieron en la casa de Londres y Percy supo de la intención de los Hay de visitar Ámsterdam.
Percy había estado dos veces en el museo, y se lo había recomendado. ¡Era una visita obligada e ineludible! A Georgie le gustaba mucho la pintura, su corazón de artista no latía por la música y las partituras exclusivamente, sino también por los lienzos, los que apreciaba también gracias a la obra y a la amistad de Percy. El pintor le había prometido hacerle un retrato para su próximo cumpleaños, y ella se sentía muy feliz por ello. Sabía que él no pintaba por encargo, debía partir de su inspiración y voluntad creadora para hacerlo. Por supuesto, no vivía de la pintura, era un placer al que acudía siempre que tuviese la disposición.
Anne se despidió de lady Lucille y de la señorita Norris, quienes se quedarían acompañando a la tía Beth; al cabo de unos minutos divisó el carruaje de los van Lehmann, que venía por el camino de la Casa Norte para recogerla. La puerta se abrió y bajó del coche un amable y sonriente Gregory, quien la ayudó a subir. Una vez dentro la saludaron lord Hay, Prudence y Georgie. Johannes debía trabajar, y había salido desde temprano con su padre al puerto. Su esposa no parecía lamentarlo demasiado, pues conocía que su marido no tenía mucha paciencia para el arte y que el mar era su vida. Gregory tampoco parecía demasiado entusiasmado, salvo por la posibilidad de tener a Anne cerca. Edward se mostraba callado y evasivo, así que no llegó a comentar el verdadero interés que tenía por visitar el museo.
El Rijksmuseaum, estaba enclavado en un palacio magnífico, de rasgos góticos y renacentistas. El museo original había sido inaugurado en La Haya, pero desde principios de siglo con la invasión Napoleónica se había trasladado a Ámsterdam y luego al sitio donde se encontraba, expresamente construido para albergar sus valiosas colecciones de arte, siguiendo la tradición del Louvre y de otros grandes museos europeos.
El coche atravesó por la avenida principal, que a cada lado tenía un lago, y cerca de estos diversas plantas y jardines, que engalanaban la vista hacia el edificio de color marrón y techo gris que se veía al fondo, con dos torres puntiagudas en el centro, como sus puntos más altos. Georgie estaba muy impresionada cuando bajó del coche, algo que a Prudence le sorprendió un poco, teniendo en cuenta su cultura y los sitios que solía frecuentar su hermana. ¿Acaso sería porque el señor Percy le había encomendado aquella visita? Prudence descartó la idea, por descabellada. Percy siempre había visto a Georgie como a una hermana.
Una vez en el interior, el grupo fue recorriendo las diferentes salas, pero la colección de pinturas del siglo de oro holandés, llamaron toda su atención y constituyó el momento más memorable. Entre los grandes artistas que los cautivaron estaban Rembrandt y Johannes Vermeer. Georgie sentía predilección por las obras del primero. Hubo que aguardar a que contemplase durante un cuarto de hora la Ronda de Noche, y aun así no le pareció tiempo suficiente. Buscó apoyo en Edward para tratar de recordar los comentarios de Percy sobre la pintura, una de sus favoritas entre los artistas holandeses. A Anne también le pareció impresionante, y atendió con admiración a las apreciaciones de lord Hay sobre las distintas figuras que componían la obra, tanto que cuando concluyó se le acercó para felicitarlo:
—¡Sabe usted mucho de pintura! —le dijo con amabilidad—. Mi descripción sobre el retrato de lady Holland es insignificante comparada con su interesante intervención.
—Le agradezco, señorita Anne —le contestó él satisfecho y sorprendido—, ha sido muy amable, pero no tengo mérito alguno. Tantos años contando con la amistad de Percy me han hecho aprender de sus criterios y valoraciones. En cambio, usted demostró una sensibilidad en su descripción de la que yo carezco por completo.
—Estoy segura de que su sensibilidad es mayor de lo que quiere hacerme creer —repuso ella con una sonrisa.
Edward se quedó en silencio mirándola. Se veía encantadora con su vestido color lavanda y su perfume floral. Sintió un súbito deseo de acercarse y esconder su rostro en ella, obviando el alto cuello de encaje del vestido. Desechó aquella idea en cuanto pudo, asustado ante sus propios pensamientos.
Gregory prefirió el Alegre bebedor de Frans Hals. Pese a su poca variedad cromática y su predominio del ocre, le pareció muy simpático aquel hombre anónimo, invitando al observador a tomar el vaso de bebida que se encontraba en primer plano. El joven trató de ganarse la atención de Anne con sus comentarios sobre la pintura, intentando igualar a su hermano Edward, pero si bien ella mostró interés al comienzo, desistió ante el tono burlón que empleaba el joven al hablar. Le resultaba evidente que no le apasionaba esa manifestación artística e incluso llegó a pensar si su supuesta predilección por el belle canto, no estaría influenciada únicamente por su interés en las intérpretes.
Anne, algo cansada, se alejó del grupo y en especial de Gregory, quien en ocasiones le resultaba fastidioso. Caminó en busca de una pintura de Vermeer que había visto a lo lejos y que le había impresionado mucho, se trataba de la Carta de amor. Se paró a reflexionar ante él, un cuadro pequeño que representaba una escena muy íntima: una criada que le entrega una carta a su señora, una joven ataviada con un elegantísimo vestido dorado, mientras ella la mira de forma interrogante… Las figuras estaban colocadas al fondo de la pintura, que conseguía dar el sentido de profundidad. La similitud de la escena, la llevó a recordar el momento de su turbación cuando recibió la misiva de Charles. En su recámara se encontraba su servicial y querida Blanche que, fuera de su tía Beth, era la única que conocía de aquel amor. ¡Cuántas ilusiones pueden experimentarse ante una carta no abierta! ¡Cuánta desilusión puede quedar al romper el sobre y leer las líneas contenidas en ella!
La joven de la pintura sostenía un laúd, símbolo del amor, pero también de la música. Entonces pensó en ella y en las decisiones que había tomado. Había apostado por el amor y hecho un sacrificio. ¿Había valorado Charles que ella fue capaz de renunciar a todo? Cierto que estaba convencida de que aquel no era su camino; había descubierto que el público le intimidaba, que no era necesario ser aplaudida por desconocidos para disfrutar de cantar… En su caso, añoraba otras cosas que el teatro nunca podría darle y que al parecer Charles tampoco.
—Esa pintura me recuerda a usted —le dijo una voz detrás suyo, que la hizo volverse al instante.
—¡Lord Hay! —exclamó ella. No lo había sentido llegar, ensimismada en sus pensamientos—. Me ha tomado desprevenida.
—Perdone, no era mi interés asustarla.
—¿Por qué le recuerda a mí? —le preguntó, más recuperada de la sorpresa e imaginando la respuesta.
—¿Ha olvidado la vez que la encontré en el invernadero? —Anne asintió—. Tenía usted una carta, como la joven de la pintura.
—Sí, es verdad —contestó ella girándose de nuevo hacia el cuadro de Vermeer. Edward se colocó a su lado—. Cuando la contemplaba pensaba en cuánta felicidad o tristeza puede provocar una simple hoja de papel.
—En su caso, imagino que fue mucha tristeza —recalcó él.
Anne lo miró a los ojos.
—Es usted muy intuitivo, lord Hay.
Edward no soportaba volver a mentirle, sobre todo cuando ella lo miraba de esa manera tan profunda.
—Señorita Anne —le dijo con voz ronca—, sé que puede molestarse conmigo, y con razón. Entenderé si no quiere perdonarme, pero no puedo dejar de decirle la verdad.
Ella permaneció callada, expectante. Se habían quedado a solas, Anne ni siquiera había reparado en que los Hay se habían marchado a otra sala.
—Leí el primer párrafo de la carta —le confesó Edward—. ¡Le aseguro que fue tan solo el primero! Me arrepiento de mi indiscreción y de no habérselo dicho en esa ocasión, pero…
Anne se sintió muy avergonzada, le dio la espalda y echó a andar. Edward la tomó del brazo y la hizo girarse hacia él. Ella se quedó atónita cuando la sujetó y Edward se preguntó si sería capaz de contenerse y no dejarse llevar por la fantasía que le inspiraba su perfume floral.
—Por favor, le ruego que me perdone —le imploró—. Le estoy diciendo la verdad. Cuando hallé el papel doblado supuse que era suyo, era la explicación más razonable pero no tenía certeza y quería corroborarlo. ¡Jamás imaginé que se tratase de una cuestión tan personal! Nunca pretendí quebrantar su intimidad, esa no era mi intención ni me siento conforme por haberlo hecho. Cuando comprendí la naturaleza de la carta, la cerré al instante. ¡Le aseguro que no pasé de las primeras líneas! Ni tan siquiera sé el nombre del remitente…
Anne estaba un poco molesta por lo que ya sospechaba.
—¡Se mostró ofendido conmigo cuando insinué que la hubiese leído! —exclamó ella—. ¡Le molestó que dudara de su palabra! ¿Cómo pudo reaccionar de esa forma?
—Tiene razón, y no debí haberme molestado tanto por ello —reconoció él—. Lo que me ofendió fue que me creyera capaz de hacerlo, sin tener la certeza de mi culpabilidad.
—Pero era culpable…
—Sí —admitió—, pero usted no lo sabía y aun así pensó que lo había hecho. Mi culpabilidad no se debió a una curiosidad excesiva, sino a un descuido, a una imprudencia. No continué leyendo, señorita Anne, reprimí mi impulso ante lo inadecuado de mi conducta. Sé que tiene todos los motivos del mundo para volver a dudar de mi palabra, pero apelo a su generosidad. Espero que sepa tomar en cuenta lo honesto que estoy siendo ahora con usted. ¡Pude haberla leído completa y seguir mintiéndole! En cambio, he optado por decirle la verdad.
Aquello era cierto, por lo que el malhumor de Anne se fue aplacando.
—¿Por qué, lord Hay? ¿Por qué me dice esto ahora? —inquirió con voz entrecortada—. ¿Por qué después de mentirme pretende enmendar su falta?
—Porque quiero parecerle a usted un hombre digno —le respondió.
No se esperaba esa respuesta, y él también pareció extrañado de haberle dicho algo que podría tener muchas interpretaciones.
—Hace tiempo que me parece usted un hombre muy digno —le contestó al fin, luego de un largo silencio.
Edward estaba aliviado, y si se quiere, conmovido.
—Muchas gracias. —Se acercó a ella y la tomó de la mano, un gesto que tampoco era premeditado—. Supongo entonces que me perdona...
Anne asintió.
—Tengo parte de responsabilidad en ese asunto —reconoció—. Fui bastante descuidada. Si yo no hubiese dejado olvidada la carta encima del banco es probable que no…
—No hablemos de responsables —le interrumpió, y en ese momento le soltó la mano—, eso no es lo más importante. Agradezco haberle dicho la verdad, me siento más tranquilo conmigo y con mi conciencia —dijo con una sonrisa, mientras recordaba aquella frase de Anne dicha en el invernadero—, y también estoy feliz de que me haya perdonado. Me gustaría que supiera que puede confiar en mí, sería incapaz de revelar nada de lo que he descubierto.
—Le agradezco, lord Hay —le contestó ella bajando la mirada—, pero no quiero hablar más de este asunto. Me avergüenza mucho pensar que, por poco que haya leído, está enterado de… —La voz de Anne se quebró, y tantas emociones había acumulado que los ojos se le llenaron de lágrimas.
Edward, sorprendido, le ofreció su pañuelo, la tomó de la mano otra vez y la condujo a un salón más aislado y pequeño, donde era improbable que alguien llegase. Anne seguía muy emocionada todavía, así que él mismo tomó el pañuelo y le enjugó las lágrimas. Había hecho eso miles de veces con Georgiana, con ella era algo casi paternal, pero con Anne era completamente diferente, y la sensación tan fuerte que experimentaba, le preocupó. Cuando la joven se calmó un poco, Edward le entregó su pañuelo otra vez y se alejó unos pasos.
—Gracias —le dijo ella—, ¡debo parecerle a usted muy tonta!
—No lo es y nunca podría parecérmelo. Por otra parte, no tiene nada de qué avergonzarse. Que sea capaz de amar a alguien de esa manera, inclusive a alguien que no la merece, la enaltece más ante mis ojos. Sentimientos tan fuertes y puros abundan muy poco en estos tiempos, se lo aseguro. Déjeme hacerle una pregunta, si me lo permite, ¿ese caballero era su prometido?
—Sí, todavía lo manteníamos en secreto, pero lo era.
—Entiendo —comentó él comprensivo—. Ese compromiso fue el motivo que le hizo abandonar su carrera.
—Sí —le confirmó—. También había descubierto que no me agradaba mucho cantar para públicos tan grandes, y la aspiración de casarme y formar una familia era mucho más importante que cualquier otra.
Edward no preguntó nada más, hubiese querido hacer muchas sobre ese compromiso, pero no tenía ese derecho y Anne ya le había confiado bastante. Quería ganarse su amistad y su respeto, por lo que no dudaba que en un futuro pudiese conocer, de sus propios labios, aquella historia.
—¿Dónde están todos? —dijo ella al comprender que hacía tiempo que estaban a solas.
—Fueron a otra sala, pero es probable que ya hayan bajado para dar un paseo por los jardines. Yo me ofrecí a buscarla —contestó—, y pienso que ya es hora de encontrarnos con ellos, ¿le parece?
Anne asintió.
Los dos bajaron entonces por la escalera más cercana y salieron al exterior. Él le ofreció el brazo y Anne lo aceptó agradecida; caminaron despacio, no porque Edward utilizase un bastón, sino porque ella necesitaba de ese tiempo para reponerse. Caminaron en silencio, pero a Edward le parecieron unos minutos maravillosos, tanto que no llegó a pensar en su defecto al andar.
Pocas veces acostumbraba a brindar su brazo a las damas para trayectos tan largos; no bailaba, no salía a cabalgar, y todas esas actividades de las que estaba privado lo hacían sentir huraño y viejo. Por alguna extraña razón, aquella mañana no se sentía de esa manera; andaba del brazo con Anne como si fuese algo natural, y disfrutó mucho del paisaje, de la vista de los lagos, de los árboles y de las flores, como si fuese la primera vez que tuviera una experiencia semejante, como si al lado de ella recobrara la visión y volviera a ver el mundo como realmente era.
Por segunda vez en la mañana, no pudo reprimir pensar en su belleza; su perfil parecía esculpido con un cincel, delineando su nariz y sus labios carnosos. No se percató, sumido en sus reflexiones, de cuando Prudence los alcanzó, con paso agitado. Estaba sonrojada por el ejercicio, pero tan linda y joven como una chiquilla.
—¡Gracias a Dios que los veo! —exclamó—¿Dónde estaban? ¡Gregory volvió al salón y no los encontró!
Edward iba a contestarle cuando Prudence se quedó mirando a Anne y sus ojos hinchados y enrojecidos. También miró el pañuelo que llevaba en la mano todavía; reconoció el escudo familiar que acostumbraban a tener bordados los pañuelos de Edward.
—¿Has estado llorando? ¿Qué ha sucedido? —preguntó a Edward con una expresión acusadora.
—No es nada —respondió Anne, con una sonrisa para restarle importancia al asunto—. Hemos bajado a dar una vuelta por el jardín, por eso no nos hallaron. ¡Tantas flores en los canteros me han hecho estornudar! Me suele suceder en primavera —explicó—, pero me gustan mucho los tulipanes y me he acercado a ellos sin pensarlo dos veces… ¡Lord Hay me ha prestado su pañuelo por ese motivo!
Prudence no dijo nada, se debatía entre creer la historia o no. Por otra parte, su hermano y Anne se veían muy bien juntos, algo que le agradaba muchísimo.
—Espero que también hayas disfrutado de los tulipanes, querido Edward —comentó Prudence con una intención marcada que su hermano percibió al instante.
Anne extendió la mano para devolverle el pañuelo.
—Muchas gracias —le dijo—. Ha sido muy amable.
Él iba a tomarlo, pero negó con la cabeza.
—Quédeselo.
Prudence le dirigió una mirada, que le hizo comprender el significado que podía atribuírsele a retener una prenda suya tan íntima. Anne también se percató de ello y no pudo evitar ruborizarse.
—Quédeselo si lo necesita —repuso Edward incómodo, tratando de resaltar la utilidad del pañuelo—. El tiempo que sea preciso.
Anne no sabía qué hacer: su primer impulso había sido devolverlo ante las interpretaciones que pudiesen darle lord Hay y Prudence al hecho de quedárselo; pero, por increíble que pudiese parecer, ella deseaba conservarlo.
—Gracias —susurró, y colocó el pañuelo dentro de su pequeño bolso.
Los tres echaron a andar, pero ni Edward ni Anne pudieron prestarle atención a la conversación que Prudence intentaba mantener con ellos. Cada uno estaba inmerso en sus pensamientos y ninguno deseaba hablar sobre el entorno y los lugares hermosos que Prudence iba señalando por el camino. Por fortuna, no demoraron mucho en encontrarse con Georgie y Gregory quienes, luego de una curva de setos y flores, aparecieron súbitamente frente a ellos.
Gregory no estaba de buen ánimo, pero no dijo nada sobre el hecho de no haberlos encontrado, y Georgie estaba muy feliz por las historias que podría hacerle al señor Percy cuando volviera a Londres. El entusiasmo y la charla de la joven, fueron suficientes para llenar la ausencia de conversación que existió entre Gregory, Edward y Anne durante el viaje de regreso.
Prudence se sentía más que orgullosa de sí misma; albergaba en silencio muy pocas dudas sobre los sentimientos de Edward y casi podía decir lo mismo de los de Anne; pese a que no había creído mucho el asunto de las flores, estaba segura de que habían tenido un momento de acercamiento que rendiría sus frutos dentro de un corto tiempo.
Quedaba aguardar y hacerle ver con sutileza a Gregory que su encaprichamiento baldío podría poner en riesgo algo mucho más sagrado y prioritario como la felicidad de Edward y su futuro, algo que cada vez le parecía a ella menos absurdo y mucho más evidente para alguien con su sensibilidad e inteligencia.
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