Capítulo 7
A la mañana siguiente, Anne tenía un mejor semblante. Había dormido algo más de lo acostumbrado en los últimos días, y no pudo rehusar recibir en el salón de estar de la Casa Sur a Prudence, Georgiana y María, que llegaban llenas de sincera amabilidad y entusiasmo por verla. El recelo inicial que albergaba sobre ese primer encuentro, se desvaneció de plano cuando volvió a reunirse con sus amigas. Ninguna hizo mención de lo sucedido, y si bien al principio estaban algo tímidas, lograron desembarazarse pronto de cualquier recuerdo pesaroso.
Prudence era la que más hablaba, acostumbrada a tener siempre las iniciativas y a dirigir a las personas a su alrededor con una maestría que agradaba más de lo que podría incomodar. A veces le parecía a Anne que tenía la misma edad que su hermana menor, pues su rostro era tan lindo y lozano, que aparentaba tener diez años menos. Georgie se mostraba feliz de coincidir otra vez con Anne, y la única alusión que hizo a alguno de sus hermanos, fue acerca de Gregory.
—Me ha pedido —le dijo—, que te trasmita sus saludos. Esta mañana ha salido con Johannes al puerto, ya que ha quedado en mostrarle la carga que están subiendo a bordo, pero me ha insistido en que te diga que no cesará hasta que le permitas asistir a uno de los ensayos.
Anne palideció al recordar su compromiso de cantar en la fiesta de Prudence, había desperdiciado un día de preparación y aunque se supiera la pieza de memoria, se sentía con menos fuerzas que antes para enfrentarse al público.
—¡Lo había olvidado! —reconoció un poco ruborizada—. No había vuelto a pensar en la presentación.
—Espero que no hayas desistido, ¿verdad? —Prudence estaba algo preocupada—. Ya he corrido la voz entre algunos amigos y aguardan con gran expectación ante la posibilidad de escucharte.
Anne seguía un poco avergonzada por aquel asunto, pero sabía que no dejaría de cumplir con su palabra.
—No he desistido, se lo aseguro, pero me gustaría saber si puedo ensayar con la orquesta antes de la fiesta.
Prudence asintió.
—Seguro, querida. Mengelberg y la distinguida orquesta del Concertgebouw, se han puesto a ensayar de inmediato en cuanto recibieron la nota con el nombre de la obra. El Director no ha querido revelarme nada al respecto. ¡Estoy muy curiosa por ello!
Anne sonrió, ella había insistido en que fuera un secreto y parecía que se había mantenido de esa forma.
Prudence estaba mucho más relajada, así que continuó:
—Debo confesar que ese no es el único motivo por el cual he venido, Anne. Además del enorme placer de saludarte, quería invitarte a ir con nosotras a la ciudad. Debemos recoger el vestido que mandé a hacerme para la fiesta y Georgie ha insistido en hacer unas compras ella también.
—¡Oh, sí! —exclamó Georgiana—. Quiero que nos acompañaras, Anne. Desde que llegaste no has salido de aquí, y por muy confortable que sea la Casa Sur, preferirás seguro salir con nosotras.
María se mostraba un poco disgustada porque debía volver con su institutriz. No veía la hora de convertirse en una adulta.
Anne vacilaba, pues prefería no salir de casa.
—Vamos, querida —insistió Prudence—. ¿Ya sabes qué vestido te pondrás? He encargado varios a mi modista, y alguno te gustará. Hoy mismo podremos hacerle los arreglos que sean pertinentes. Después de mi maternidad —dijo sonrojada—, he engordado un poco, pero con unos mínimos retoques alguno de mis vestidos te quedará perfecto.
Anne se permaneció pensativa, recordando la ropa con la que había viajado. Pensó en un vestido bellísimo que nunca se había estrenado y que se había traído a Ámsterdam. Era blanco, y quizás inadecuado para la hora y la pieza que pensaba interpretar, pero ese contraste entre su personaje y ella misma, le atraía sobremanera. "Sí —se dijo—, ese es el vestido que llevaré esa noche".
—Le agradezco por todo lo que hace por mí —le dijo a la mayor de los Hay con sincero afecto—, pero acabo de recordar que he traído conmigo un vestido que es el indicado para la ocasión.
—Pero de todas maneras vendrás con nosotras, ¿verdad? —le precisó Georgie ansiosa.
Anne negó con la cabeza.
—Prometo acompañarlas otro día. Pretendo descansar un poco, pues tengo algo de jaqueca, y luego ensayar si me encuentro mejor. Siempre me intranquilizan las presentaciones, y quiero que todo salga bien.
—¿Deseas que me quede para acompañarte al piano? —Georgie se lo ofrecía de buen grado.
—Te lo agradezco, pero Prudence te necesita. Aunque no tenga tu talento pienso que seré capaz de apañármelas al piano. No quiero que no pierdan ese paseo por mi causa.
A pesar de su negativa, Anne tuvo que prometerles que asistiría con ellas a un concierto al día siguiente. Se preguntó si también lord Hay iría. En aquella oportunidad no lo habían mencionado, pero no dudaba que hubiese ido al puerto con Gregory y Johannes. Debía prepararse cuanto antes para volverlo a ver.
Edward había logrado el perdón de sus hermanas por lo acontecido. Ambas lo querían mucho y sabían de su buen corazón, pero también la señorita Cavendish se había ganado el afecto de ellas, por eso cuando le contaron que saldrían con la joven de compras a la ciudad no puso ningún reparo. Parecía que iba a quedarse a solas, pues su hermano y Johannes habían ido al puerto. Decidió entonces encerrarse en la biblioteca a leer un rato, sin percatarse de que sus hermanas se marchaban finalmente sin Anne.
Al cabo de un rato, después de leer el diario y ojear un par de libros, decidió salir a estirar las piernas. Quizás incluso fuera a saludar a lady Lucille aprovechando que su nieta había salido. Era evidente que Anne lo estaba rehuyendo, pues la noche anterior ni siquiera se había portado por la Casa Norte. Él en persona debía disculparse con ella, pero tampoco deseaba imponerle su presencia y que se sintiera incómoda. Las horas transcurridas suavizarían sin duda el inevitable encuentro, de modo que confió en el tiempo como el mejor aliado.
Fue entonces que, sintiéndose a salvo, decidió salir a media mañana y atravesar el invernadero. La pierna le hormigueaba un poco, pero hizo caso omiso y se forzó a utilizarla; el ejercicio le sentaría bien. Tomó uno de los caminos más sinuosos, con temor a perderse, pero eso le hizo disfrutar más de la vegetación. El sonido de los pájaros, de brillante plumaje, lo distraía mucho, así que se quedó de piedra cuando, en medio de su paseo y de su introspección, se topó de repente con Anne. Debía de estar próximo a la Casa Sur, pero nunca imaginó que la encontraría allí, en el mismo lugar donde le escuchó decir aquellas duras palabras.
Anne también estaba sorprendida, se levantó de golpe del banco donde se encontraba sentada y lo observó en silencio. Él tampoco sabía qué decirle. La halló tan pálida y triste, que temió por un momento ser el causante de su estado de ánimo. Daba la impresión de que había estado llorando; sus mejillas estaban secas, pero los ojos se veían un poco hinchados y enrojecidos.
—Buenos días —le dijo él, rompiendo el silencio.
Ella le devolvió el saludo y se mantuvo en su sitio, pero él se acercó.
—Me sorprende verle —comentó—. Pensé que había salido con Prudence y Georgiana a la ciudad.
—Yo creí que usted había ido al puerto con el señor van Lehmann.
No obstante la tensión que flotaba en el ambiente, Edward sonrió ante lo simpático de la situación: Anne lo había estado evitando, y él a ella, según parecía.
—Me temo que estábamos destinados a encontrarnos hoy, señorita Cavendish.
Ella asintió.
—No me apetecía salir —confesó—. Preferí quedarme en casa.
—Lo mismo puedo decir yo. No me gustan mucho los barcos, aunque mi hermano Gregory siente fascinación por ellos. Creo que, en definitiva, los dos hemos tomado una decisión acertada.
Anne se quedó pensativa, recordando que sus padres se habían ahogado a causa del mal tiempo y ese pensamiento la hizo estremecerse.
—¿Se siente bien? —preguntó Edward.
La voz de él la retornó al presente.
—Sí, lo lamento. Tampoco me gustan los barcos y le tengo pavor al mar.
—Debió pensárselo dos veces antes de tomar uno para Ámsterdam, intuyo.
Ella volvió a asentir.
Durante la conversación que tuvo con Elizabeth, la dama le narró aquella catástrofe sobre un barco que se hundió en el tránsito hacia las costas francesas en el Canal de la Mancha, él era muy joven cuando eso sucedió, pero recordaba que había sido en el Britania donde habían muerto los padres de la señorita Cavendish. Según le había dicho Elizabeth, la causa del naufragio fue una tormenta que se formó en pocos minutos. Luego, lady Lucille también se lo había mencionado, pero no quiso hacerle patente a Anne que conocía el incidente, así que guardó silencio.
—Mi abuela sí viaja bastante —prosiguió la joven con cierta cautela—. Mientras yo le temo al mar, ella le reta con frecuencia.
Edward no hizo ningún comentario, sabía lo que significaba un recuerdo doloroso. Él mismo no había vuelto a montar a caballo desde su accidente, y estuvo cerca de hacerle esa confesión. Ella ya se marchaba cuando instintivamente la tomó del brazo; Anne se volvió hacia él, un poco asustada.
—Lo siento —le dijo—. No era mi intención incomodarla... Quería disculparme con usted, señorita Cavendish. Traté de verla ayer, pero su abuela me dijo que se encontraba indispuesta, y yo no quise imponerle mi presencia, temiendo pudiese resultarle a usted muy poco grata. No sabe cuánto me arrepiento. Mi conducta es injustificable.
—Gracias —le contestó ella, cada vez más asombrada, pues no se esperaba una disculpa tan sincera y profunda—. Mi abuela me trasmitió sus palabras ayer, pero le agradezco cuanto me ha dicho hoy. Acepto sus disculpas.
—A Georgiana le reconfortará mucho tener su amistad; le confieso que no tiene muchos amigos, así que ha sido nuevo para mí verla tan unida a alguien en tan poco tiempo. Más que un hermano, he sido un padre para ella, y espero me disculpe por haber exagerado en mis intentos de protegerla del mundo. ¿Me perdona? —insistió Edward, con una dulzura que a él mismo le resultó extraña.
Anne volvió asentir.
—Por supuesto. Olvidemos lo que sucedió y no volvamos a hablar de ello. Gracias, lord Hay.
Sin decir nada más, Anne atinó a marcharse, estaba tan admirada que no sabía qué pensar. No estaba preparada para recibir de él esas palabras de disculpa y menos el tono de sinceridad con que fueron dichas. Edward, por su parte, tampoco se reconocía a sí mismo. No entendía a dónde había ido a parar su pasada antipatía hacia Anne, que parecía haberse esfumado desde que habló con lady Lucille y sobre todo desde el encuentro de esa mañana. Con un poco de dolor en la pierna, dio unos pasos hasta que se sentó en el banco que había ocupado ella. Se sentía como un viejo incapaz de sostener una buena caminata, motivo que lo había persuadido a no irse al puerto con su hermano y Johannes.
Cuando colocó el bastón a su lado, descubrió un pequeño papel doblado sobre el mármol. No tenía sobre, y sin pensarlo dos veces, lo abrió:
Clifford Manor, abril 8, 1895
"Estimada Señorita Cavendish:
He recibido su carta del pasado viernes y la he leído lleno de estupor. Le agradezco los sentimientos de afecto que me dedica, pero no he podido recuperarme del asombro que me supuso descubrir que todavía alberga usted alguna esperanza sobre nuestro futuro..."
Edward cerró la carta de golpe, incapaz de continuar leyendo. Se sentía avergonzado de haber avanzado tanto y atónito ante lo que había leído. No se atrevió a volver a mirar el papel, por mucha curiosidad que sintiese por aquellas líneas reveladoras. No precisaba releerlas, recordaba cada palabra, pero hubiese sido perfecto para él si su honor no le hubiese impedido continuar leyendo.
La carta era de unas semanas atrás... Por lo que había visto, parecía que la señorita Cavendish estaba enamorada de un caballero desconocido para él, pues no llegó a mirar la firma. El remitente aludía haber recibido una carta de la joven, llena de esperanza sobre un futuro juntos que ya no existía para él. ¿Se trataría de un amor no correspondido? Declinó aquel pensamiento, presumía que había existido un vínculo más fuerte entre ellos, pese al lenguaje formal que había utilizado, un lenguaje hiriente para una mujer enamorada. ¿Se trataría tal vez de un compromiso malogrado?
Recordó entonces lo dicho por lady Lucille el día anterior: la decisión de abandonar el teatro había sido de Anne, ella deseaba casarse y formar una familia. En aquel momento, le había resultado insólito que renunciara a su ascendente fama por la vaga aspiración de casarse, sin que existiese ningún compromiso real que la incentivara a ello. Si realmente amaba a alguien, si había concebido su futuro al lado de un caballero en específico, entonces sí que resultaba más compresible su repentina decisión, como le había escuchado insinuar a Gregory una vez. No obstante, estaba convencido de que las suyas eran puras conjeturas. La propia lady Lucille le había dicho que su nieta no tenía compromiso alguno y Anne también se lo había negado a Gregory, así que poco podía sacar de cierto de aquel párrafo.
Sus pensamientos se interrumpieron de golpe cuando advirtió que Anne podía regresar en cualquier momento a buscar la misiva, si se percataba rápido de su olvido. Meditó sus opciones: marcharse y dejarla en el banco, en cuyo caso podría hallarla otra persona menos escrupulosa, o bien podía devolvérsela personalmente.
La segunda opción era la más sensata. Quizás pudiese descubrir algo nuevo de aquella carta. Le resultaba increíble su súbito interés por un tema que no debería importarle en lo más mínimo, pero ella le parecía intrigante y la misiva había aumentado ese interés que la joven le había inspirado desde el primer momento en que la conoció.
Edward se encontró con Anne cerca de la puerta sur del invernadero, la preocupación reflejada en su rostro le indicó que ya se había percatado de su olvido y la torturaba su falta de cuidado.
—Señorita Cavendish —le dijo él mientras alargaba la mano y dejaba caer en sus blancas palmas el pliego de papel, sin mucho preámbulo—, he encontrado esto en el banco donde estaba usted sentada, y antes de quebrantar su intimidad o la de otra persona, he querido venir a preguntarle si le pertenece.
Ella tomó la carta con rapidez. Resultaba visible que no había superado su aprensión inicial. Edward, había optado por mentirle, pues jamás podría admitir frente a una dama el tamaño desliz de leer la correspondencia ajena.
—Sí, es mío. Le agradezco, lord Hay —respondió al fin—. Ha sido imperdonable este descuido.
Él la observó por unos segundos antes de contestar. Las palabras de ella eran muy sugerentes.
—¿Imperdonable? —repitió él—. Si lo dice por el inconveniente que pudo haberme supuesto trasladarme hasta aquí, le garantizo que no ha sido ninguno, pensaba llegarme a la Casa Sur para saludar a lady Lucille. En cambio, si lo dice porque teme que lo haya leído, le aseguro que eso no ha sucedido.
Ella no contestó, una sombra de duda flotaba en sus ojos.
—¿Acaso piensa que leí lo que está escrito en ese papel? —A Edward le sorprendió mostrarse un poco airado, cuando en realidad seguía mintiendo. Su mal humor era injustificado.
—Usted dice que no lo hizo —afirmó Anne, más recuperada del impacto inicial, y volviendo a hacer acopio de toda su entereza.
—Pero no me cree... —insistió él, ahora con un tono burlón que le exasperó.
—He sido educada bajo la prédica de creer siempre en la palabra de un caballero —replicó Anne, algo molesta también—, pero a juzgar porque no he tenido muchas muestras de su caballerosidad últimamente, no debe sorprenderle que ponga en duda la credibilidad de su palabra.
Edward se sintió tan iracundo, que tuvo que serenarse un poco antes de hablar.
—¡Señorita Cavendish! —exclamó—. Recuerdo haberme disculpado con usted hace unos minutos por ese desafortunado evento, y usted aceptó mis disculpas. Si pretende utilizar ese argumento para dudar de mi honorabilidad cada vez que le resulte conveniente, no está siendo ni justa ni mucho menos sensata.
—Lord Hay —prosiguió ella, sin dejarse opacar por el genio vivo de su contrincante—, jamás he atacado su honorabilidad, pero dudo que usted pueda decir lo mismo respecto a la mía, a la que ha puesto en entredicho. No obstante, concuerdo en que ese desafortunado evento, como usted le llama, debe quedar atrás después de su arrepentimiento. Cierto que he aceptado sus disculpas, y con eso me basta. Respecto a su palabra, le creo cuando dice que no ha leído mi carta, pero no seré yo quien juzgue su honestidad; eso es algo que siempre quedará entre usted y su conciencia.
Edward se estremeció ante aquella última frase lapidaria, llena de verdad, pero trató de que ella no pudiese advertir ningún rastro de culpabilidad en su rostro.
—Muy bien —dijo por fin—, mucho le agradezco su muestra de confianza, no esperaba menos —su tono, resultaba ser áspero una vez más—, pero ya que no duda de mi palabra, y teniendo en consideración que no he leído lo que está escrito en ese pliego de papel, le pido que me deje hacerle una pregunta.
—¿Cuál? —inquirió ella con un hilo de voz, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—¿Por qué una simple carta tiene el poder de ponerla a usted en ese estado? —Ella se sorprendió, pero dejó que él continuara—. Si se tratasen de malas noticias lady Lucille me lo hubiese dicho ayer y su tía Elizabeth no la hubiese dejado sola hoy... La noto triste, crispada, y sin conocerla demasiado me inclino a pensar que ese no es su carácter habitual, así que intuyo que esa carta es la responsable.
—Es una carta muy personal. Espero que entienda mi deseo de no compartir con nadie lo que en ella está escrito.
Él sonrió, por primera vez en toda la conversación.
—Lo que entiendo es que no le inspiro a usted confianza alguna, pero deseaba saber la causa de su tristeza.
—¿Curiosidad? —preguntó ella en tono desafiante.
—Preocupación —le dijo con sinceridad—. Por un momento temí que fuese yo el responsable de sus lágrimas. Luego me pregunté si la carta podía ser el verdadero motivo de su estado de ánimo.
Anne dudó un poco.
—Lord Hay —comenzó— nuestro desencuentro por sí solo no tiene valor suficiente para entristecerme. La opinión que pueda tener usted de mí no es determinante para mi felicidad, aunque sus palabras me hicieron recordar esta carta y volver a dudar, por segunda vez en muy poco tiempo, de mi valor como persona.
Ella se quedó tan azorada de haberle confesado eso, que desvió la mirada y se alejó unos pasos de él, tratando de acercarse más a la puerta. Edward, cada vez más impresionado por el rumbo que había tomado su conversación con Anne, la alcanzó antes que saliera del invernadero.
—Señorita Anne, me disculpo nuevamente por esas palabras tan duras que me escuchó decir. Si algo he comprendido en estos dos últimos días, es la injusticia que he cometido con usted. Reconozco que tiendo a ser demasiado severo, pero en mi defensa diré que no la conocía lo suficiente como para percatarme del profundo error que cometía. Por el contrario, si alguien cercano a usted ha utilizado esa carta para censurarla de alguna manera o hacerle dudar de su valía, entonces esa persona no merece su aprecio ni mucho menos su amor.
Anne se había quedado lívida. Por un momento la sospecha de que lord Hay había leído su carta, volvió a alojarse en su corazón, pero no tenía cómo dudar de su palabra otra vez, así que no sabía qué decirle. ¿Cómo acusarlo por algo que quizás fuese una suposición acertada? Mucho más difícil era contestarle, ¿cómo confesarle a un hombre que apenas conocía, que sufría por amor? Edward la miraba tan abatida, que se recriminó al instante por haber dicho más de lo que debía.
—Lo siento, yo no...
Se interrumpió de golpe al ver que una alta y espigada figura de negro, les hacía señas y los miraba del otro lado del cristal. Anne se volteó al instante y descubrió que se trataba de lady Lucille. Su abuela no dudó en abrir la puerta y entrar al invernadero con una amplia sonrisa de satisfacción por encontrarse a lord Hay. Tantas muestras de amabilidad y simpatía dejaron a Anne muy turbada.
—Mi estimada señora —le dijo él con un tono parsimonioso, que mucho éxito debía de darle en las esferas más encumbradas de la política londinense-, recién le comentaba a su nieta mi deseo de pasar a saludarla.
—Muchas gracias, lord Hay. Me alegro de haberlos encontrado juntos —respondió la anciana, cuyo comentario no pasó desapercibido para ninguno de los dos—. Me preguntaba dónde podría estar Anne, pero ya veo que contaba con excelente compañía.
—No ha sido premeditado —repuso su nieta.
—Sí —apoyó Edward—, nos hemos encontrado por azar aquí en el invernadero. Según parece, decidimos explorarlo al mismo tiempo.
—Una coincidencia muy buena, estoy segura —volvió a decir la dama—. Pues ya que quería saludarme, lord Hay, espero que no vaya a declinar mi invitación para comer. Sé que todos en la Casa Norte han salido esta mañana, y sé cuán horrible es comer solo. Nosotras estaremos encantadas de poder contar con su presencia en la mesa.
Edward no vio posibilidad de rehusarse. Lady Lucille se mostraba muy amable, y él quería mostrarles que nada quedaba ya de sus iniciales criterios.
—Será un placer para mí acompañarlas, lady Lucille.
La primera en salir del invernadero fue Anne, a sus espaldas dejó a su abuela que iba acompañada del brazo por lord Hay. La joven entró a la casa sin mirar atrás y subió lo más rápido que pudo a su recámara. Blanche la esperaba con una expresión que denotaba extrañeza.
—Pensé que estaría en el comedor, señorita —le comentó.
—Bajaré en un instante.
Guardó su carta en un lugar seguro, luego se lavó la cara y miró su aspecto en el espejo. Estaba un poco demacrada, pero no tenía los ojos enrojecidos y la inflamación parecía haber cedido. ¡Al menos ya no podría decir lord Hay que había estado llorando! Blanche entonces se afanó en que luciera mejor cuando bajara.
Un cuarto de hora más tarde, cuando descendió por la escalera de roble tallado, se encontró a lady Lucille acompañada de Hay y de la señorita Norris. La conversación parecía agradable, aunque se interrumpió en cuanto la vieron llegar. Edward se quedó observándola, quizás percatándose de que tenía mejor aspecto.
—Te esperábamos, querida —le expresó la señorita Norris, con su voz nasal—. Nos preguntábamos qué pudo haberte retenido por tanto tiempo.
—Lamento haberles hecho esperar —se disculpó.
Unos minutos después, los cuatro comensales estaban instalados en la mesa, degustando su comida, mientras la duquesa mantenía una agradable conversación con lord Hay. Anne estuvo todo el tiempo al margen, incapaz de sustraerse de los pensamientos que le rondaban respecto a su conversación con él. Por las palabras que le había dicho, parecía sospechar que la carta estaba relacionada con un pretendiente al que amaba. Estaba en lo cierto, pero ella se cuestionaba si había sido simple intuición de caballero o él había sido capaz de leer la misiva. Una mezcla de sentimientos la invadió, entre los cuales se debatía: disgusto, preocupación o una repentina admiración por la sagacidad de lord Hay.
Edward descubrió muy pronto el encanto personal que irradiaba lady Lucille. Si en algún momento llegó a considerar aburrirse en compañía de aquella anciana, estaba equivocado. Lucille no se parecía en lo más mínimo a ninguna señora de su edad. No sabía qué le sorprendía más de ella: si su talento literario o sus aventureras expediciones. La dama había estado en Atenas con su esposo, tras haber publicado su primer trabajo sobre la dramaturgia griega, y su difunto marido la había recompensado llevándola a allí. El viaje despertó sus ansias de seguir profundizando en la temática, lo cual le había llevado a continuar escribiendo y publicando sus obras. Su éxito le vino con la viudez, tal vez porque se hizo famosa en la alta sociedad embarcándose hacia el Cairo, y aquella noticia despertó el interés por sus obras. Fruto de sus exposiciones y de las subastas, la Duquesa de Portland poseía una envidiable colección de objetos antiguos, griegos, latinos y egipcios.
—Ya no tengo ni edad ni salud para seguir viajando tanto, pero continuaré escribiendo hasta que la vista me acompañe. Por fortuna, mi excentricidad me ha dado la fama suficiente para no dejar de ser leída. No puedo quejarme de la acogida de los críticos, es como si ninguno tuviese la intención de desacreditar a una anciana —rio.
—Si no fuese talentosa, querida abuela, la crítica sería implacable —aseguró Anne, participando por primera vez en la conversación—, sin importar la edad que tenga.
—Tiene razón, señorita Cavendish —convino Edward—. Conozco a un par de críticos de arte, y sé que no se andan con tibiezas. Tengo un buen amigo, el señor Brandon Percy, un reconocido pintor, que teme demasiado a las opiniones de los críticos después que un cuadro suyo en la pasada exposición resultara demasiado controversial.
—Recuerdo haber leído algo al respecto —comentó Anne—, ¿la exposición fue la primavera pasada?
Lord Hay asintió.
—Era un retrato —continuó Anne, mientras reflexionaba—. Una dama bastante conocida, pero no recuerdo el nombre.
—¿Pero qué puede tener un retrato de innovador? —señaló la señorita Norris—. Es la representación de una dama o un caballero. ¡Si se juzga mal es porque la persona retratada no es agraciada!
Hay sonrió, la señorita Norris no era una dama inteligente.
—La modelo era la esposa de lord Holland, ambos excelentes amigos míos. Él es, además, mi compañero en el Parlamento. En este caso, no puede decirse que Beatrix no sea agraciada...
—¡Oh, sí! —exclamó lady Lucille—.¡Ahora recuerdo! La dama estaba retratada sobre la hierba, rodeada de flores...
—¿Qué tiene de particular un retrato así? —interrumpió por segunda ocasión la señorita Norris, con una desacostumbrada impaciencia—. No veo por qué fue controversial, ni recuerdo haber escuchado de ese retrato.
Anne fue quien respondió, pues había leído una crónica sobre la exposición y la crítica al retrato de lady Holland.
—La dama se encontraba, en efecto, sobre la hierba y rodeada de flores, pero estaba leyendo. No se trataba de un libro, como podría pensarse, sino de una edición de The Morning Post. El diario se encontraba en primer plano, y el rostro de la modelo estaba parcialmente oculto por él, proyectando una sombra que contrastaba con la luz brillante del sol en un día despejado, y con los brillantes colores del césped, las flores y la falda. Varios afirmaron que el diario era el verdadero protagonista, y no la dama retratada.
Edward se mostró sorprendido.
—¡Yo no hubiese podido describirlo mejor! Tiene una asombrosa memoria, señorita Cavendish —le alabó con sinceridad—. Pese a que he visto el retrato en varias ocasiones en el salón de Beatrix, no hubiese sido capaz de describir con tanta exactitud sus elementos más sobresalientes.
Lady Lucille sonrió complacida.
—Anne disfruta mucho de todas las manifestaciones artísticas, es algo que heredó de mí —continuó con satisfacción.
—Muchas gracias, lord Hay —le dijo Anne—, el asunto en su momento llamó mi atención. Creo recordar que la principal crítica recayó en la intención política que el retrato pretendía ofrecer, más que en realzar a lady Holland, de quien se comenta que es muy hermosa. Otra posible interpretación fue que el pintor quería brindar la imagen de una mujer instruida, lectora, muy diferente al público habitual que puede tener un diario de esa naturaleza, por lo general masculino. Se insiste mucho en diferenciar las lecturas adecuadas para una dama, cuando en realidad podemos tener una opinión política e interesarnos por diversos temas.
Edward quedó impresionado por el comentario de ella, pero no se mostró amedrentado.
—No pienso que una dama tenga que leer únicamente ciertas cosas —contestó Edward con calma—, el conocimiento no debe tener barreras y el sexo no puede convertirse en un elemento diferenciador para el desarrollo del intelecto. Para lady Holland la lectura de The Post resultaba muy natural y para su esposo que ella lo leyese. El señor Percy quiso dejar plasmado sobre el lienzo una escena doméstica, si se quiere cotidiana, sin comprender quizás que la mayoría de los matrimonios no se parecen al de los Holland. En mi caso, jamás le he prohibido a Georgiana acceder a la información que desee... Con frecuencia me demuestra que tiene opinión política, incluso distinta de la mía.
Anne quedó satisfecha por la respuesta de lord Hay. Aquellas palabras no las hubiera esperado de un hombre tan mesurado y protector de sus hermanos. Quizás, Edward fuese un hombre más complejo de lo que ella hubiese supuesto. Lady Lucille iba a apoyar su buen juicio, pero decidió dejar que Anne continuara hablando.
—Sabias palabras, lord Hay —señaló la joven—, aunque muchos no compartieron su opinión sobre la pintura del señor Percy y el retrato fue bastante atacado. Incluso se insinuó que lady Holland pudiese estar apoyando al movimiento sufragista, y que siendo su esposo un Conservador, el asunto pudo haber provocado una disputa doméstica.
—Sí —prosiguió él sonriendo—, recuerdo lo que se dijo, señorita Cavendish, pero le aseguro que las críticas exageraron bastante la intencionalidad del cuadro. Lo cierto es que tanto los Holland como Percy y yo, somos amigos de Oliver Borthwick, editor del diario. Los Holland son muy allegados, y Beatrix quería un retrato novedoso de sí misma, donde quedase plasmado su interés por diversos temas, entre ellos, la política, algo poco común para un retrato femenino, en eso coincido con usted. Cuando se expuso, las reacciones fueron disímiles. A Percy se le cuestionó tanto la concepción de la pintura como el uso de colores tan brillantes; como bien ha dicho, el diario resalta más que el rostro de Beatrix, que se encuentra a la sombra... ¡Tanto le disgustaron a Percy las críticas que recibió, que unos meses después terminó otro retrato de lady Holland! Esta vez era uno muy tradicional y sobrio, que fue muy bien recibido y acabó para siempre con la polémica que el primero había traído.
—Tiene usted unos amigos muy interesantes —le comentó lady Lucille, aunque creía que él era quizás demasiado rígido y tradicional para ellos—. Un grupo encantador, es indudable.
—Así es, Excelencia —le contestó—. Le aseguro que, a pesar de mi vida pública, tengo pocos amigos más que pueda mencionarle, salvo los que acabo de decirle. A los Holland los conozco desde la infancia. —Luego mirando a Anne, agregó: Me gustaría mucho que los conociese, señorita Cavendish. A usted le agradaría mucho Beatrix, es una dama muy sagaz e inteligente, y disfrutaría mucho de una conversación con ella. Para Georgiana, lady Beatrix es como una hermana mayor...
A Anne le maravilló la amabilidad de lord Hay. Quería introducirla en su estrecho círculo de amistades, lo cual era asombroso después de haber querido impedir su relación con Georgie. ¡El cambio suscitado en él era notable!
—También me encantaría conocerlos, lord Hay —respondió con timidez.
—La última vez que nos vimos en nuestra casa de Londres, la mencionaban a usted —continuó él con una sonrisa—, lamentándose de su retiro. Confieso que yo no sabía quién era, y menos imaginé que la encontraría aquí unos días después...
Anne estuvo a punto de decirle que su hermano Gregory le había hecho un comentario semejante, pero se abstuvo.
—Hubo mucha conmoción cuando Anne suspendió sus presentaciones y decidió retirarse —explicó la señorita Norris—. ¡Era tan aclamada por el público! Es natural que sus amigos se lamentaran por su retiro.
Ninguno de los presentes prosiguió con ese tema. Edward temía que pudiese recordarle su pasada desavenencia, cuando su objetivo había sido dejar aquel asunto para siempre en el pasado. Anne pensaba lo mismo, y tampoco deseaba ahondar en los motivos que le hicieron actuar de aquella manera. Cuando supo que el amor de Charles estaba en peligro, no dudó en desligarse de su contrato para poder ir tras él, pero ninguno de sus esfuerzos y sacrificios había valido la pena.
Iban ya a retirarse de la mesa, cuando irrumpió Pieter van Lehmann con una expresión que alarmó a todos los presentes. Algo había sucedido, y en un instante, la preocupación que reflejaba Pieter se trasmitió a los demás.
—¿Qué sucede? —dijo lady Lucille, un poco abatida—. ¿Le ha ocurrido algo a mi hija?
Pieter la tranquilizó.
—No, querida duquesa, no se preocupe. Elizabeth se encuentra bien, pero debe hacer un poco de reposo.
—¿Reposo? —replicó la anciana—. ¿Por qué? ¿Dónde está ella?
—Se encontraba con Prudence y Georgiana cuando sufrió un desmayo en la ciudad. Logró recuperarse al cabo de unos minutos y la llevaron a la Casa Norte. Me avisaron de inmediato, pero cuando llegué a verla ya la estaba examinando nuestro médico de cabecera. He esperado a saber el diagnóstico para venir a decirles.
—Venga, díganos de una vez —lo agitó la duquesa, exasperada—. ¿Qué tiene mi hija?
Pieter no imaginó nunca tener que dar la noticia frente a tantas personas, pero comprendió que no podía dilatar más el asunto.
—Al parecer —dijo por fin—, según nos ha informado el doctor, Elizabeth está esperando un hijo nuestro.
Las expresiones de asombro, más o menos disimuladas, no se hicieron esperar. Anne quedó paralizada al escuchar la noticia, y a lady Lucille le temblaron las piernas cuando lo supo, pero era una mujer demasiado fuerte para dejarse amilanar y demostrar debilidad. Era cierto que su corazón se debatía entre la alegría que aquella noticia representaba y la preocupación tan grande que suponía ese estado para una mujer de la edad de Elizabeth. Su hija, a los cuarenta años, iba a ser madre por primera vez...
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