Capítulo 5

Edward maldecía el silencio que le rondaba aquella tarde. Imaginó que oiría el sonido del Broadwood e inclusive la voz de la señorita Cavendish que tanta curiosidad le despertaba, pero su joven hermana y la soprano habían decidido celebrar los ensayos en la Casa Sur, donde ni siquiera podría escucharlas. Gregory había insistido en participar al menos unos minutos, y con tal fin dedicó más de una súplica a Anne en la mañana. La dama no se había dejado convencer: su presentación sería una sorpresa y todos, salvo Georgie, ignorarían la pieza que había seleccionado para la ocasión.

Edward albergaba la esperanza de que su cuñado Johannes, que había arribado temprano en la mañana, apareciera en cualquier momento. Con él podría abordar el espinoso tema de la amistad de su hermana con la señorita Cavendish. Prudence se mostraba encantada con Anne, le dedicaba toda su atención y gentileza, por lo que hubiese sido absurdo exponerle sus temores; había empezado a hacerlo en el salón la primera noche justo antes de la cena, pero su hermana se había mostrado disgustada por sus comentarios. Por demás, Gregory tampoco lo ayudaría, seducido como estaba por la soprano, algo que también lo disgustaba en grado sumo. Prohibirle a Georgiana relacionarse con Anne resultaba excesivo y grosero, pero debía ingeniárselas para disminuir lo más posible sus encuentros, que se volverían más frecuentes a causa de los ensayos. Johannes era el único que podría ayudarlo a hablar con Prudence y hacerla entrar en razón...

Tales eran los pensamientos de Edward aquella tarde cuando vio aparecer a su cuñado por una puerta. Su semblante denotaba que había descansado como debía y recuperado sus fuerzas después del viaje. Johannes van Lehmann era un hombre corpulento y muy rubio con algunos hilos de plata; en cuanto a carácter, era un hombre alegre, simpático y muy comunicativo. Johannes se detuvo cuando se encontró con Edward, enseguida se percató de que quería decirle algo, aunque no imaginaba de qué se trataría. Luego de algunas frases triviales, Hay se decidió al fin a pedirle hablar a solas. Johannes accedió y le propuso hacerlo en la biblioteca, pero la respuesta lo dejó con mucha más curiosidad: "preferiría que lo hiciésemos fuera de casa" —le dijo Edward—, así que ambos se encaminaron hacia el gran invernadero. Por unos minutos anduvieron en círculos hasta que Hay se sentó en un banco de mármol debajo de unas frondosas adelfas.

Anne y Georgiana terminaron su ensayo unos minutos antes de la hora del té. Las dos jóvenes habían quedado con Prudence, Elizabeth y la joven María en ir a tomarlo a la Casa Norte. Anne se sentía exhausta, había cantado y repasado varias veces el texto de su aria y Georgiana con paciencia infinita había tocado varias veces la misma pieza, deteniéndose cada vez que Anne lo solicitaba. La soprano era bastante exigente consigo misma, trataba de recordar las lecciones que había recibido de su profesor de italiano, para pronunciar el texto de forma correcta y lo que era más importante: entender cada palabra para darle la emoción requerida. Asimismo, tuvo muy en cuenta la técnica aprendida con su profesor de canto. El resultado era una pieza bastante pulida, de la cual podía sentirse satisfecha.

En la mañana, había recibido una nota amable del director de la orquesta que Prudence había contratado para la fiesta. Se trataba del señor Mengelberg, que conducía la batuta de los músicos del Concertgebouw. El joven Director poseía una excelente formación y era muy talentoso, y Anne le respondió agradeciéndole que se pusiera en contacto y le comentó la pieza que deseaba interpretar.

—Anne, debes estar agotadísima —señaló Georgie—. Necesitas reposar la voz y descansar.

—Un poco, sí, igual que tú después de tocar tanto, pero estoy bastante conforme con el resultado. Ahora estoy más tranquila, aunque todavía precise de varios ensayos más para sentirme decidida. Lo que más difícil hallo es repasar el texto, para no cometer imprecisiones. La melodía nunca la olvido, es algo que llevo conmigo.

Georgiana se levantó y comenzó a recoger la partitura, luego la colocó en un cajón y lo cerró con llave, no quería que nadie cometiese indiscreciones; Anne deseaba que fuese sorpresa y ella contribuiría a que así fuese.

—¿No echas de menos el teatro?

—La verdad es que no —contestó—. Fue una experiencia alucinante, pero preferí abandonarlo para cumplir otros sueños, sueños que resultaban imprescindibles para mi felicidad.

Anne se quedó absorta pensando en Charles. Recordaba su último concierto, la mezcla de ansiedad y alegría que sentía por culminar, imaginando que volvería a su lado para cumplir su promesa de casarse. Cuando pensaba en él, sentía todavía un dolor en el pecho que le privaba del aliento. Por eso había decidido no cantar más, su primera intención fue declinar con cortesía la propuesta de Prudence, pues no se sentía con la entereza de subir a un escenario de nuevo.

Georgiana se percató del estado de ensoñación en el que Anne se había sumergido.

—¿Sucede algo? —preguntó mientras volvía a colocarse a su lado—. Te noto un poco abatida...

Anne casi sollozó, pero de sus ojos ya no podían salir más lágrimas.

—Lo siento —dijo—, estoy un poco triste.

—¿Pero por qué? —Georgiana se sintió con derecho a preguntarlo, pues en las últimas horas había crecido su amistad—. Hasta hace un instante estabas conforme con el resultado del ensayo e incluso feliz... ¿Acaso el recuerdo del teatro te trae algún pesar en específico?

Anne demoró unos segundos en responder, mientras volvía a ser dueña de sí misma.

—Es un secreto, Georgie, pero sé que puedo confiar en ti.

Fue así que, con sencillez, le relató a su nueva amiga su historia con Charles, desde el primer encuentro siendo niños hasta el último con su doloroso desenlace. Georgiana escuchó sorprendida cuanto Anne le contaba. Aquellos eran sentimientos desconocidos para ella. Jamás se había enamorado, pero si el precio de sentir de esa manera era el sufrimiento que Anne experimentaba, jamás se dejaría arrebatar el corazón.

—No podrás evitarlo, querida Georgie, así como yo tampoco pude evitar enamorarme de Charles, inclusive cuando sabíamos cuán difícil de realizar era nuestro enlace. Ese ha sido el gran secreto que siempre he guardado de mi abuela, muy consciente de que jamás hubiese consentido un compromiso con un Clifford. Nunca he entendido esas desavenencias suyas con el barón, mas respeto las razones que pueda tener. Aun así, esas no fueron razones suficientes para mantenernos separados...

La voz todavía se le quebraba al hablar, así que Georgiana la tomo de la mano y la hizo levantarse.

—Debes sobreponerte, Anne. No entiendo por qué ha actuado de una forma tan inadecuada y absurda, pero ello demuestra que es indigno de ti. Has de seguir adelante y sé que podrás hacerlo, tienes la fortaleza suficiente para lograrlo. Una dama que es valiente para enfrentar al público, tiene que serlo para dejar atrás la tristeza. Quizás incluso puedas enamorarte otra vez —prosiguió con una sonrisa, pensando en su hermano Gregory, pues había sido testigo de lo impresionado que había quedado con ella—. Un nuevo amor podrá hacerte sonreír de nuevo.

Anne replicó que no, que le resultaría muy difícil amar a otra persona. Y si su más reciente amiga albergaba alguna esperanza de una unión con Gregory Hay, debía perderla de inmediato. Por muy agradable que le pareciese él, no despertaba en ella ninguna emoción comparable a la que había sentido por Charles Clifford desde el primer momento en que lo conoció.

Unos minutos más tarde, las dos jóvenes se encaminaron hacia la Casa Norte, para la hora del té. Anne se encontraba bastante cansada, pero no quería ser descortés con Prudence ni con su tía Beth, que también aguardaba por ellas allá. En la noche, la cena auguraba ser muy agradable pues el esposo de Prudence había regresado al fin, y eso ponía a todos los van Lehmann de muy buen humor.

La mejor vía de comunicación entre ambas casas era el invernadero que las conectaba, de un poco más de cien yardas de longitud. La construcción era magnífica, con una sólida estructura de hierro y cristal que en las zonas menos tupidas por la vegetación permitía observar el exterior. Se encontraban sembradas varias plantas raras, entre ellas, algunos especímenes de cacao, café, pimienta, vainilla y canela. La familia van Lehmann llevaba más de un siglo en el comercio de especies vía marítima, y aquellas plantas fueron sembradas por Pieter algunas décadas atrás. Empero, el diseño del invernadero había sido de otro van Lehmann, primo de Pieter y especialista en horticultura quien, a mediados de siglo, lo había utilizado para cultivar vid.

El techo del invernadero era bastante alto, por lo que también daba cabida a frondosos árboles; Anne consideró que las diversas clases de rosas era la colección más llamativa y en diversos canteros se detuvo varias veces. En el centro, había una fuente muy hermosa que se perdía en las enormes dimensiones del recinto y que resultaba difícil de hallar para alguien poco conocedor del interior. Para evitar extraviarse, lo recomendado era tomar por los senderos de los extremos, cercanos a la vidriera; los restantes podían ser confusos para los visitantes si transitaban sin alguien conocedor del lugar. A fin de hacer su paraíso más interesante, los van Lehmann habían introducido algunas aves exóticas, entre ellos guacamayos, loros, cacatúas y pavos reales cuyos sonidos, a veces estridentes, lo dotaban de una atmósfera única.

Como Georgiana conocía el invernadero de visitas anteriores, tomó la ocasión para conducir a Anne por uno de los caminos interiores, más sinuosos. Durante el trayecto, ambas fueron admirando en silencio la vegetación y las aves que se podían observar. Pese al cansancio, Anne sintió sus fuerzas renovadas por encontrarse en un jardín tan maravilloso; supo que estaba a la mitad del camino cuando el sendero las llevó hasta la fuente del centro. Allí se detuvieron para observar los múltiples pececillos de colores que nadaban y se sentaron en el borde a escuchar el murmullo del agua.

—Vamos a llegar tarde —reconoció Georgie riendo al cabo de unos minutos—. ¡Prudence se pondrá furiosa!

Así que ambas echaron a andar de nuevo entre risas. Anne iba a comentar que no debía faltar mucho para llegar, cuando el sonido de unas voces masculinas se sintió próximo a ellas. Las jóvenes se miraron sorprendidas, sin decir nada, y siguieron caminando. Las voces parecían provenir de detrás de unas adelfas que les ocultaban casi por completo. Lo que decían eran ininteligible, pero unos pasos más adelante, antes que pudiesen revelar su presencia y bordear los arbustos, una voz resultó perfectamente audible.

—Entiendo tu preocupación —continuó la voz—, mas me temo sea excesiva. Es cierto que puedo conversar con Prudence, aunque no considero que podamos hacer otra cosa según las circunstancias, salvo esperar. Te pido que entiendas, estamos hablando de nuestras invitadas también.

El rostro de Georgiana se quedó lívido, y sin mirar a Anne trató de avanzar entre las plantas con el objetivo de interrumpir la charla. Imaginaba con quién estaría hablando Johannes y cuál era el tema de conversación. La intervención de Georgiana tardó un poco en producirse, no pudiendo evitar que otra voz, conocida por Anne, replicase a su compañero:

—Lo siento mucho, Johannes, sabes cuánto te aprecio, pero desapruebo la amistad de Georgiana con la señorita Cavendish. ¡No quiero que se vean más! La señorita Cavendish no es la clase de ... —titubeó— de dama que quisiese a su lado. Su influencia puede ser perjudicial para ella...

El rostro descompuesto de Georgie bastó para interrumpir a Edward cuyo estupor inicial le privó de la palabra por unos segundos. Su hermana tampoco podía hablar al comienzo, tenía las mejillas encendidas.

—¡Dios mío! ¿Qué has hecho? —exclamó avergonzada, señalando las adelfas—. ¡Anne ha escuchado todo!

Edward, perplejo, fue incapaz de abandonar su sitio. Johannes atinó a acompañar a Georgiana hasta detrás de los arbustos; para sorpresa de ambos, la joven había desaparecido.

La cabeza de Anne era un hervidero y no podía pensar con claridad; escuchó lo que había dicho Edward Hay e incluso la temblorosa voz de Georgiana, mientras se marchaba a toda prisa... Se había sentido tan humillada y ofendida que no hubiese podido enfrentar a lord Hay, así que huyó por el sendero que creyó conocer mejor. ¿Cómo se atrevía él a insultarle de ese modo? Desde el primer instante había imaginado su antipatía, incluso había inferido sus razones desde el día anterior, pero jamás creyó que llegaría al extremo de juzgarla como una compañía perjudicial para Georgiana y a oponerse de forma tan tenaz a que las dos se encontraran.

Anne anduvo un poco, sin prestar demasiada atención a por dónde transitaba. Le quedaba claro que había retrocedido, por lo que en algún momento llegaría a la Casa Sur. Quizás lo más prudente hubiese sido avanzar hacia el Norte, mucho más cerca del lugar donde se encontraba, pero por instinto huyó de la cercanía de todos los Hay. Por muy amable que pudiese parecerle Prudence, se sentía incapaz de verla, en última instancia se mostraría conforme con los designios de su hermano mayor sobre el destino de Georgiana. Debía evitar cualquier conflicto, pues su tía Elizabeth se encontraba en la Casa Norte y no dudaría en sentirse muy airada al saber lo sucedido.

Al cabo de un rato, se percató de que no sabía por dónde andaba, y más de una vez había tenido la sensación de caminar en círculos... Había visto una palma datilera en dos ocasiones para luego terminar en el mismo lugar, cerca de un banco de mármol y de una hiedra que subía, caprichosamente, sobre un árbol. Entonces decidió serenarse y se sentó unos minutos, que le parecieron horas. Si trataba de caminar en línea recta, en algún momento se encontraría con los ventanales de cristal y así podría guiarse hacia el sur, pero no sabía cuál dirección tomar, se encontraba muy desorientada...

Se arriesgó a seguir caminando hasta que encontró la pared de cristales; debía apresurarse pues el sol se estaba poniendo y la vegetación interior oscurecía mucho el invernadero dotándole de una imagen casi tenebrosa. Asimismo, algunas aves volaban por encima de su cabeza buscando refugio en los árboles con la llegada de la noche, y sus chillidos que antes le parecían divertidos, ahora le ponían los pelos de punta. Cuando divisó la puerta se sintió aliviada, al menos ya había salido de su laberinto. Para su sorpresa, en el exterior se encontró a lady Lucille y a Johannes van Lehmann que aguardaban por ella.

—Señorita Cavendish —dijo él con amabilidad—. ¡Me tenía bastante preocupado! Ha tardado mucho en encontrar el camino de regreso, yo me he adelantado lo más rápido posible para tratar de hallarla en el invernadero, pero dada mi búsqueda infructuosa he procurado a lady Lucille para explicarle lo sucedido. ¡Lo siento muchísimo! —prosiguió con parsimonia—. Es el sentir de mi familia y el mío propio, hacerle saber cuán bienvenida es usted en nuestra morada. La querida Elizabeth es una van Lehmann más y su familia es, por consiguiente, parte de la nuestra.

Anne había visto a Johannes únicamente en la boda de su tía Beth, pero le había parecido un caballero agradable. Debía reconocer que se observaba bastante preocupado.

—Le agradezco, señor van Lehmann —respondió Lucille mientras daba un paso al frente para tomar de la mano a su nieta—, pero el rostro conmocionado de Anne me manifiesta sin duda alguna la humillación tan grande que ha sufrido... ¡La humillación tan grande que he sufrido yo misma! Si Anne no es respetada en esta casa, tampoco lo soy yo, por lo que no le encuentro mucho sentido a permanecer aquí por más tiempo.

—Lady Lucille, con toda la consideración que usted se merece... —prosiguió Johannes sin saber cómo revertir la situación—, le reitero que mi familia está encantada de tenerlas a ustedes como invitadas, y espero de todo corazón que continúen contando con nuestra hospitalidad. Sigo sin entender muy bien lo que sucedió esta tarde, como le dije, pienso que fue un malentendido y que lord Hay no dudará en disculparse con ustedes. —Johannes se arriesgaba a decir algo que no dependía de él, pues no estaba convencido de que su cuñado estuviera dispuesto a hacerlo.

—Eso espero —contestó Lucille llena de dignidad.

—No considero oportuno que interrumpan su estancia con nosotros por esta situación que, aunque lamentable, no revela el verdadero sentir de la familia que las acoge.

—Muchas gracias, señor —respondió Anne al fin.

Lady Lucille asintió.

—Ahora, si me permite, debo conversar con mi nieta a solas. Buenas tardes, señor van Lehmann.

El relato de los acontecimientos que le hizo Anne a Lucille en la tranquilidad de su recámara fue sucinto, pero suficiente para que la anciana se indignara aún más con lo que escuchaba. ¿Cómo podía ser posible que ese caballero considerara a su nieta una compañía perjudicial? ¿Acaso desconocía la distinción de la familia Cavendish? ¿No era evidente que Anne había recibido una esmeradísima educación? Ella era una mujer liberal, amante del conocimiento y del arte, pero ello no significaba que su nieta no hubiese crecido con un orden y disciplina estrictos.

La noticia de lo sucedido se había esparcido como pólvora en la última hora, sumiendo a los van Lehmann en una situación muy delicada. Georgiana apenas le había dirigido la palabra a su hermano cuando abandonaron el invernadero, Edward a su vez estaba hundido en sus pensamientos, cualesquiera que estos fuesen.

Una vez que llegaron a la Casa Norte, Georgie se encontró con Prudence, Elizabeth y María que aguardaban por ellas para el té en el salón donde habían compartido la víspera. Estaban extrañadísimas de que hubiesen demorado tanto, y más al constatar que Georgie aparecía sin Anne. Fue entonces que Edward volvió a hablar y pidió a su hermana menor y a María que se retirasen para quedarse a solas con Elizabeth y Prudence.

Al cabo de un rato, fue Johannes quien los interrumpió. Venía de hablar con lady Lucille y Anne, y tenía el ceño fruncido: era probable que las invitadas quisieran marcharse antes del tiempo convenido. La expresión de Prudence y Elizabeth no era mucho mejor y Edward debía estar teniendo una conversación bastante difícil. El rostro de Elizabeth era el más descompuesto, si bien aguardaba con contención a que lord Hay terminase de explicar lo injustificable. "¡Pobre Anne! -pensaba todo el tiempo-. ¡No merecía pasar por esto!". Lo mismo creían fuera del salón Georgiana y Gregory, quien conoció por su hermana pequeña lo sucedido... ¡Edward esta vez había ido demasiado lejos!

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