Capítulo 45

A Edward se le esperaba en Ámsterdam desde el veinte de diciembre, pero no había arribado aún el día de Nochebuena. Primero, sus negocios le retuvieron algún tiempo más de lo que hubiese deseado, después el mal tiempo le impidió salir en la fecha prevista. Por último, había tenido que aguardar por Gregory que se había decidido a acompañarle. La señorita Preston debía de estar muy disgustada porque le abandonara, pero Gregory no estaba demasiado preocupado por ella. Nada que un buen regalo de Año Nuevo no pudiera solucionar. Saber que su hermano por fin se había decidido a viajar a Ámsterdam le impulsó a hacerlo él también. Por nada del mundo dejaría de compartir con su familia en esas fechas, y no iba a perderse la reconciliación entre Anne y Edward, algo que en silencio, todos deseaban.

Anne estuvo muy nerviosa en esos últimos días. El mal tiempo la mantuvo temerosa de que le sucediera algo en alta mar, como la tragedia de sus padres. Edward había enviado un telegrama diciendo que le fue imposible partir de Harwich a causa del temporal de invierno que batía sobre la costa. Su llegada se retrasó bastante y ella temió que desistiera de viajar.

Lady Lucille observaba en silencio a Anne; estaba complacida de verla tan impaciente, eso demostraba cuán enamorada continuaba estando de lord Hay. Beth también lo creía, pero no quiso importunarla con sus apreciaciones, ya Anne tendría tiempo de verlo y tomar la decisión más acertada. Por supuesto que la familia esperaba que se entendieran, mas habían optado por no mencionar el asunto.

Al mediodía del día de Nochebuena, Anne se decidió a atravesar el invernadero hacia la Casa Norte. Había nevado un poco, por lo que el bello palacio de cristal seguía siendo la ruta más recomendable entre las dos casas. Mientras caminaba por el invernadero, la presencia de Edward en su corazón se hizo más fuerte. Recordaba los momentos que habían compartido allí y se estremeció al evocar sus labios sobre los suyos. ¡Había sido muy tonta al no haberle escrito antes! Una vez más apelaba a que el amor de Edward por ella no se hubiese desvanecido.

Cuando llegó a la Casa Norte, encontró a la familia en el salón principal. Prudence había mandado a decorar la casa y en un costado había colocado un abeto con adornos rojos y de plata y muchos lazos de distintos colores. Lady Lucille no se mostraba muy favorable a los árboles de Navidad, en Inglaterra se habían puesto de moda por el príncipe Alberto, pero jamás había tenido uno en su casa. Anne creía que era una costumbre muy bonita y Prudence lo hacía también por los niños. En la noche brindaría una cena en su casa para un grupo de amigos y contaba para ello con que sus hermanos estuvieran presentes.

María se hallaba en el salón con los niños, el más pequeño sobre su regazo y el mayor correteando por la habitación, persiguiendo a Snow, el terrier blanco de Georgiana. Anne llegó hasta las hermanas, que se veían bastante impacientes. Prudence se volteó hacia ella con una sonrisa.

—¡Oh, Anne! —exclamó—. Edward y Gregory deben llegar muy pronto, estamos aguardando por ellos.

—Vine en busca de noticias —contestó—, creí que aún no habrían podido embarcarse.

—Ayer en la tarde recibimos un telegrama de Edward —le explicó Georgie—, que esperaba estar hoy en Ámsterdam. Johannes ha ido al puerto a buscarlos. Deben llegar dentro de poco.

—Me alegra que así sea, justo a tiempo para Navidad y la cena.

Prudence sonrió otra vez, pero no dijo nada. Se alejó para tomar a su hijo del brazo, antes que destrozara el árbol con sus juegos. La niñera había pedido un par de días libres en el peor momento y María no podía ayudarle con los dos.

Georgie notó que Anne se iba a marchar y la acompañó hasta el corredor.

—Pensé que permanecerías con nosotros —le dijo esperanzada—. A Edward le gustaría mucho verte.

Anne no sabía qué decir. Por una parte, deseaba aguardar en la Casa Norte hasta que los caballeros llegaran, pero por otra no quería interferir. No imaginaba cómo actuaría Edward ni qué le diría ella, así que era preferible marcharse.

—Nos veremos en la noche —aseguró—. Habrá tiempo de saludarles después durante la cena.

—Te noto nerviosa —insinuó Georgie con alegría.

—Lo estoy —confesó Anne—. Es por eso que prefiero esperar a la cena.

Georgie la dejó marcharse con el presentimiento de que las cosas entre su hermano y Anne no tardarían en estar bien.

Johannes apareció al poco tiempo con sus cuñados. Gregory disfrutaba de haber dejado atrás a la señorita Preston, en ocasiones se sentía algo agobiado con ella y se preguntaba en qué momento Nathalie se había convertido en una suerte de esposa para él, con la cual cenaba y dormía casi todos los días.

Edward llegó con un gran cúmulo de sentimientos por volver a estar en Ámsterdam y enseguida quiso comprobar con la mirada si Anne se encontraba en la Casa Norte, aguardando por él. Prudence se percató de lo que estaba pensando, pero no quiso decirle que ella estuvo allí unos minutos atrás. Edward podría considerar desalentador que se hubiese marchado para no verlo.

Prudence y Georgie se abrazaron a sus hermanos y los hicieron pasar de inmediato. María se alegraba de ver a Gregory, aunque no se dirigieron la palabra. Para él, María era una niña, por demás fea e insignificante. La jovencita se alejó con John y los dejó en el salón. Hacía meses que no se veían los cuatro y tendrían muchas cosas de las cuales conversar.

El tiempo que transcurrió hasta la cena, le pareció a Anne demasiado largo. Se consumía por la impaciencia, pero paradójicamente deseaba que el momento en cuestión se retrasara lo más posible. ¿Cómo se comportaría Edward con ella? ¿Qué podría decirle? Una berlina llegó hasta la Casa Sur para llevar a Pieter y a las damas hasta la otra residencia. Hacía mucho frío y nevaba, por lo que Anne estaba enfundada en un inmenso abrigo de piel oscura. La duquesa y su hija también llevaban sus abrigos de piel, escondiendo así sus elegantes vestidos. Beth no pretendía alejarse mucho tiempo de Marianne, por lo que después de la cena se despediría de inmediato para regresar a su hogar. Anne se preguntó si, llegado el momento, podría huir junto a su tía Beth si las circunstancias se volvían demasiado difíciles para ella.

El trayecto estaba cuajado de nieve blanca y espesa, a ambos lados, que había sido paleada en la tarde para despejar el camino entre las casas. Una vez dentro del hogar, las damas se despojaron de sus abrigos y se los dieron a los lacayos que les recibieron. La duquesa fue la primera en entrar al salón, donde aguardaban ya los invitados de Prudence. Luego le siguieron Pieter, Beth y por último Anne, llenándose de valor, no solo por reencontrarse con Edward después de tanto tiempo sino por lo osada que había sido con su atavío de esa noche.

Edward se hallaba de pie junto a su cuñado Johannes, vestido de etiqueta, en apariencia muy tranquilo. Gregory estaba a su lado, jugueteando con su copa de brandy, escuchándolos. Edward interrumpió la charla al percatarse de que la duquesa ya había entrado al salón. Estaba próxima a saludarlo, pero sus ojos se detuvieron de inmediato en Anne, más atrás que su abuela, hermosa como siempre, con un traje de terciopelo color burdeos. El cabello oscuro le caía a raudales por la espalda, de esa manera que tanto le gustaba. Cuando la tuvo más cerca, fue que advirtió que llevaba en su cuello la gargantilla de diminutos brillantes que le había obsequiado como regalo de compromiso. “¡No puede ser!” —se dijo para sí.

No dejaba de mirar su cuello blanco, engalanado con la joya que le había dado. ¿Acaso simbolizaba que lo seguía queriendo y que para ella su compromiso existía todavía? Anne se detuvo, saludando a algunos de los invitados, antes de llegar a Edward. Sus miradas se cruzaron por unos segundos y comprendió que ya había notado la gargantilla, al menos tenía una expresión elocuente. Estaba muy nerviosa y no se sentía capaz de enfrentarlo. A sus oídos llegaron las palabras de afecto que intercambiaron en su encuentro su abuela y Edward.

—Lady Lucille —le dijo luego de besar la ducal mano—, no imagina cuánto me alegra poder saludarle. Le confieso que nuestra correspondencia, aunque muy agradable, en modo alguno puede equivaler a su entretenida conversación.

La duquesa estaba complacida. A sus años, disfrutaba más que una jovencita de los elogios de un caballero como él.

—Lord Hay —le contestó con una sonrisa—, esperaba su visita y me complace saber que finalmente ha venido a vernos.

A Edward no se le escapó el tono que empleaba la dama ni las palabras que había utilizado, pero le parecieron acertadas. A ella no podría negarle que había viajado por Anne. Cierto que deseaba estar con sus hermanos, pero verla a ella había sido esencial para decidirse. En su última carta, la duquesa lo había alentado a ello, como tan solo alguien cercano a la mujer que amaba podía hacerlo, y Edward había seguido su sabio consejo.

Anne se reunió con su tía Elizabeth y junto a ella acudió a saludar a Edward, después que Pieter hablara con él. Era una cobarde al precisar de compañía para enfrentarle. Beth quiso desembarazarse de su sobrina, pero ya era demasiado tarde, tenían a Edward frente a ellas.

Se veía muy elegante, estaba serio, pero no con esa expresión de fiereza que pudiese parecer intimidante. Anne le encontró más calmado y por un momento se preguntó si no se alegraba de verla luego de tantos meses separados. El tiempo, al menos para ella, no había disminuido en lo más mínimo los deseos que él le inspiraba… En ese instante comprobó que nada quedaba ya de su pasada tristeza o resentimiento. Lo necesitaba a él en su vida y su único temor, una vez más, era que él ya no quisiese lo mismo.

—Señora van Lehmann, señorita Anne —dijo él saludándolas a las dos, con desenvoltura—. Es un placer verlas otra vez.

—Qué bueno que pudo llegar a tiempo para las fiestas, lord Hay —comentó Elizabeth—. Nos preocupaba que el mal tiempo u otra razón, le impidiese venir a Ámsterdam por estas fechas.

—El mal tiempo nos retrasó sin duda —se excusó él—. Por cierto, le felicito por su maternidad, me satisface mucho saber que ha tenido una hija hermosa y saludable. Tiene un excelente aspecto, señora van Lehmann.

Elizabeth sonrió por la amabilidad de él.

—Muchas gracias —respondió orgullosa—, estoy muy feliz con mi hija Marianne, y el tener a Anne a mi lado también me ha ayudado a recuperarme más de prisa, por ser mi querida hija mayor y porque me ha brindado una ayuda inestimable en el cuidado de la niña.

Anne se ruborizó al escucharla. Elizabeth intentaba enaltecerla ante los ojos de Edward, elogiándola con muy poca sutileza. Él la miró por unos instantes y luego volvió a fijarse en la gargantilla que llevaba: no tenía dudas, se trataba de la misma prenda, la reconocería entre miles pues la había escogido especialmente para ella.

—También la felicito, Anne, por su sensibilidad. Sé que será una excelente madre.

Ella asintió, tenía tantas emociones en su pecho que no podía hablar. Quizás Edward interpretara su silencio como negativo, pero le faltaron las palabras cuando él se atrevió a hablarle de ser madre. ¿No había sido hasta hace poco un sueño que compartían los dos? ¿No se había arriesgado entregándose a él y quizás a concebir un hijo suyo? Recordar esas noches la hacían estremecer. Cuando levantó la mirada y lo observó, Edward también se había quedado pensativo, era probable que estuviera recordando lo mismo.

Elizabeth no demoró más la torturante entrevista y siguió con Anne a saludar al resto de la concurrencia, en especial a Gregory Hay. El joven se alegraba de verlas a las dos, sobre todo a Anne. De ella guardaba lindos recuerdos y el interés que en algún momento había sentido por ella se había trasmutado en un sincero afecto. No deseaba otra cosa que el matrimonio de la joven con su hermano y esperaba que no demorara mucho en suceder.

Cuando Prudence les pidió a los invitados pasar al comedor, Georgie se acercó a Anne. Se rezagaron un poco respecto al grueso de los comensales, pues Anne se percató de que su amiga quería decirle algo, al menos se veía muy emocionada.

—¡Cielos! —exclamó Georgie, tratando de no alzar la voz—. ¿Ese no es el collar que Edward te obsequió por vuestro compromiso?

Anne se sintió avergonzada de inmediato. Había olvidado que Edward le había pedido que lo usara una noche en Hay Park frente a su hermana y amigos, explicando el origen de la prenda. Creía que Edward sería el único en comprender su intención al llevarla puesta. Georgie la había sorprendido con su memoria y sagacidad.

—Sí, pero creo que no ha sido correcto de mi parte —alegó mientras se llevaba la mano enguantada al cuello.

—¡Tonterías! —repuso Georgie riendo—. ¡Edward debe estar encantado de vértela llevar!

Anne no podía negar que cada vez estaba más nerviosa.

—¿Piensas eso en verdad? ¿No debería quitarme la gargantilla? —Estaba más alterada de lo que Georgie había supuesto.

—¡Por supuesto que no! Eso sí sería un golpe para Edward, ahora que te ha visto usando la joya. Además, ¿qué explicación darías si alguien se atreviera a preguntarte por ella?

—Tienes razón —dijo en un suspiro—. Vayamos al comedor, Prudence debe estar aguardando por nosotras.

Durante la cena, Anne comió muy poco. Era como si la joya le apretase la garganta impidiendo que pasara bocado alguno. Gregory, que estaba a su lado, lo percibió y le preguntó por lo bajo si no le gustaba el faisán que había servido Prudence como segundo plato, después de comprobar que la dama no había degustado ni la sopa ni la ensalada. Anne no quiso responderle, era muy probable que Gregory supiera cual era la causa de su falta de apetito. Para su pesar, Edward estaba bastante distante de ella en la mesa y ni siquiera habían compartido una mirada.

Por último, para el postre, Prudence había indicado elaborar algunos de los dulces típicos navideños holandeses. Anne se forzó a probar el applebeignets, una especie de manzana rebozada sobre una masa frita, con una pizca de canela.

Para después de la cena, Prudence tenía contratados a unos músicos para que tocaran en el salón principal. Se trataba de una reunión menos numerosa que la fiesta anterior. A pesar de ello, Anne no conocía a la mayoría de los invitados, aunque algunos le resultaban familiares por haberlos visto durante su presentación del aria de La Traviata. Por más que Prudence hubiese sido una buena anfitriona y presentado a los desconocidos, Anne no podía retener ningún nombre de las personas que allí se hallaban. Era una lástima que la señora Thorpe no hubiese podido asistir.

Los invitados, inspirados por el champán que no faltaba en la casa de los van Lehmann, se dispusieron a bailar. Al comienzo eran pocas parejas, pero después que Johannes tomara a su esposa de la cintura y la sacara a bailar dando el ejemplo, el resto no se hizo esperar.

Edward, por supuesto, se mantuvo sentado en una esquina, conversando con la duquesa, que parecía encantada a su lado en el diván, con una copa en las manos. Anne se abstuvo de interrumpir, buscó con la mirada a su tía Beth, pero imaginaba que ella y Pieter ya se hubiesen marchado. Había perdido la mejor oportunidad para huir de la Casa Norte, aunque tampoco era recomendable permitir que su abuela regresara sola en la berlina a altas horas de la noche, con el camino lleno de nieve.

Se sobresaltó cuando sintió una voz susurrándole al oído, se trataba de Gregory, que la miraba con una sonrisa en los labios.

—Anne, según recuerdo me debe un baile. ¿No es este el momento oportuno para saldar esa deuda?

Ella se rio a pesar de que estuvo a punto de negarse por lo que pudiese creer Edward al verla en sus brazos, pero era cierto que se lo debía, y Edward no había mostrado ningún interés por ella, a pesar de la gargantilla.

Le tendió las manos y Gregory la llevó hasta el centro del salón. Entre ellos existía una familiaridad casi fraterna que había dejado atrás cualquier recuerdo del pasado coqueteo de Gregory. El caballero la conducía con destreza entre las parejas, y por unos instantes, obvió que su hermano mayor los seguía con la mirada.

—Le confieso que hace mucho tiempo que deseaba bailar con usted —le repitió con una zalamería que ambos sabían que era exagerada—. Finalmente, ha sido en Ámsterdam.

—¿Qué pensaría la señorita Preston si lo viera? —se atrevió a preguntarle ella con una sonrisa.

Gregory no pudo reprimir una carcajada.

—Estaría en aprietos, sin duda, aunque ya está molesta conmigo por haberla abandonado en Londres hasta el Año Nuevo. De cualquier manera, esta noche me arriesgo a ser reprendido.

—¿Por qué lo dice? —Anne imaginaba la respuesta.

Gregory sonrió, mirando de reojo a su hermano, mientras seguían bailando.

—Me temo que Edward está próximo a interrumpirnos, a juzgar por la expresión que percibo.

Anne se ruborizó, pero se alegraba de lo que había escuchado. Quizás Gregory había despertado el genio vivo de Edward y su interés por ella al sacarla a bailar.

—Dudo que sea tan poco civilizado —respondió la joven.

Gregory volvió a reír.

—Anne, por su amor Edward ha peleado más en un año que en toda su vida, lo garantizo. En mi concepto, se ha convertido en el menos civilizado de los Hay.

Edward no interrumpió la pieza y permitió que concluyesen sin percances, pero no se quedó con los brazos cruzados. Cuando Anne iba a despedirse de su compañero de baile, notó que Edward estaba a su lado, aguardando por ella. No lo había sentido llegar. Su hermano, en cambio, estaba complacido con el resultado que había logrado: romper la fingida contención de Edward.

Los tres se alejaron unos pasos del centro del salón, permitiendo que el resto de las parejas continuaran danzando. Prudence, sin perder el paso, estaba pendiente de lo que sucedía.

—Anne —le susurró Edward, colocándose a su lado—, ¿podríamos hablar un momento?

Ella asintió, con las mejillas enrojecidas. Edward no supo si por la bebida, el baile o su cercanía.

—Es la cosa más sensata que has dicho en toda la noche —comentó Gregory divertido, a pesar de la expresión desaprobatoria de Edward—. Espero que no te haya molestado que le sacara a bailar, ¿verdad?

—En lo absoluto, ¿podemos retirarnos o hay algo más que desees decir?

Gregory levantó la vista, Anne y Edward estaban bajo el muérdago. La pareja también miró hacia arriba para comprender por qué Gregory sonreía.

—Prudence ha sido muy inconveniente con el muérdago, ¿no es cierto? ¿Qué dice la tradición que debe hacer una pareja debajo de él? —insinuó Gregory.

Edward sonrió por primera vez y miró a Anne, que seguía muy ruborizada. Sin preguntarle nada para evitar objeciones absurdas, se inclinó y le dio un brevísimo beso en los labios, mas no lo suficiente, ya que parte de la familia fue testigo de lo sucedido.

—Ahora hemos llamado demasiado la atención —aludió más serio—. Estaré en el despacho de van Lehmann aguardando por ti, ya que conocen que no soy amante de los bailes.

—En efecto —contestó Gregory—, bailar no es algo que se te dé bien.

Edward de repente estaba con demasiado buen humor para disgustarse por el comentario de su hermano. Por primera vez en cinco meses, tenía posibilidades reales de recuperar a Anne.

Ella aguardó unos minutos que le parecieron una eternidad. Escabullirse del salón no sería una cuestión fácil. Luego del beso que le había dado Edward, las miradas de la duquesa, Prudence y Georgiana estaban sobre ella, así como frecuentes sonrisas, preguntándose si el beso habría sido algo más que la simple magia que irradiaba el muérdago en Navidad.

Lo que había sucedido le había dado esperanzas. Había despejado algunos de sus temores, pero se vio presa de una emoción que no era capaz de controlar. Estaba en sus manos ir a ver a Edward y dejar atrás lo que había sucedido en el verano. Besarlo otra vez le hizo comprender cuán vivo seguía estando su amor, su pasión, su deseo acallado durante semanas de tristeza y de separación.

Tomó al fin el corredor que conducía al despacho de Johannes. Por el camino pensó que, si la nieve no hubiese sido tan espesa, Edward y ella se encontrarían en el invernadero, con las flores y plantas exóticas como testigos, como tantas veces. El despacho no estaba lejos, pero se detuvo frente a la puerta cerrada y suspiró, detrás de ella se encontraba la dicha y no debía demorarla más.

Tocó a la puerta, pero no esperó contestación, abrió y cerró tras de sí. El fuego repiqueteaba en la chimenea y fue lo que primero vio, para luego comprender que Edward la esperaba justo al lado de la puerta, tan anhelante como ella.

Se miraron en silencio, los ojos de Edward reflejaban la tempestuosa pasión que se había desatado en él desde que la vio con la gargantilla puesta. Después, un beso había sellado su destino y por más que se hubiera instado a sí mismo a ser cauteloso y a viajar con pocas expectativas, supo de inmediato que la noche le brindaría lo que estaba buscando.

Edward le tomó el rostro con una mano y le acarició la mejilla que seguía sonrojada, luego tocó con su dedo índice los brillantes que delineaban el contorno del cuello y sonrió:

—Esta joya me ha dicho hoy más que tú misma, apenas te he escuchado hablar esta noche. Para mi suerte, el mensaje de este collar me parece que es indubitable.

—No me salían las palabras —le confesó ella—. Estaba preocupada por la osadía que supone llevar esta gargantilla, cuestionándome qué pensarías al respecto.

—Ha sido impactante verte llevándola otra vez, y renovó mis expectativas sobre esta noche.

Anne lo miró a los ojos, consciente de que no podía seguir callando las palabras que se había prometido que le diría.

—Edward, lo siento mucho… Lamento mi actitud distante, las frases de amor que faltaron, la separación sin sentido que nos impuse durante tanto tiempo. Al comienzo estaba triste, desalentada por lo que había ocurrido, pero luego no fui lo bastante inteligente para comprender que te necesitaba a mi lado y escribirte para que vinieses.

Edward negó con la cabeza.

—Perdóname tú —le contestó él tomándole de ambas manos—, la culpa ha sido mía. Jamás me faltará otra vez la confianza en ti. Cerca estuve de perder la cabeza en estos meses y tomar un barco enseguida, pero me percaté de que necesitabas tiempo para sanar. Prometo que nunca más haré algo que nos dañe así. Te confiaría mi vida y te amo demasiado, Anne...

—Yo también te amo, Edward.

Ella se alzó sobre las puntas de los pies, como muchos meses atrás en el jardín de la señora Thorpe y lo besó. Edward lo esperaba y la besó también, con la misma intensidad de las llamas de la chimenea. No había olvidado el sabor de los labios de Anne, ni su suave perfume, ni la sensación que le asaltaba cuando la ceñía por la cintura y la atraía hasta su cuerpo. No podía contener los deseos de estar con ella, cerró sus brazos sobre los de Anne y la sujetó aún más cerca de su corazón. Ella tenía la respiración entrecortada, exigía de él, le mostraba cuánto lo había anhelado en los últimos meses, cuánto deseaba de ese momento a solas con él.

Después de entregarse a su beso apasionado, Anne se separó un poco para recuperar el aliento. Tenía apoyadas sus manos en los hombros de Edward mientras él la sostenía por el talle, acariciando el suave terciopelo de su vestido burdeos que en modo alguno podía compararse con su sedosa piel. Ninguno de los dos había dejado de sonreír.

Edward tomó a Anne de la mano hasta un diván cercano a la chimenea, los destellos del fuego se reflejaban en los ojos oscuros de ella, haciéndole olvidar los límites que no debían transgredir. Edward la abrazó contra su pecho y le dio un ligero beso en la mejilla, que resultó más sensual de lo que había supuesto. Ella volteó su rostro hacia él, para besarle apropiadamente. Aún no se había saciado de sus besos, le necesitaba...

Anne se echó hacia atrás en el diván sobre unos almohadones, adoptando una postura que permitió que él se colocara encima de ella, mientras continuaba devorando sus labios. Las manos de Edward comenzaron a descender de la mejilla a su pecho, preguntándose si sería adecuado acariciarle de la manera íntima que deseaba. Anhelaba perderse en su figura, olvidarse del mundo y detener el tiempo unido a su estrechez.

Ambos se detuvieron en cierto punto, sabiendo que no podían entregarse a su amor en el despacho de Johannes, obviando de forma indecorosa a la familia que festejaba fuera. Debían esperar a la noche de bodas, pero Edward se preguntaba si contaría con esa paciencia luego de la añoranza que albergaba de Anne desde las cálidas noches de Hay Park.

La joven se abrazó a él y colocó su cabeza en su hombro, tan suya, que Edward se sintió satisfecho.

—Mi abuela me ha dicho que la has ayudado mucho en los preparativos de la inauguración del museo —expresó Anne, mirándolo a los ojos—. Te agradezco por cuanto has hecho.

Edward le colocó su dedo índice en los labios.

—Es importante para ella y también lo es para ti, así que no ha constituido un gran trabajo estar pendiente de los progresos de Clifford Manor. Deseo que cumplas los sueños que te propongas, te prometí que no impediría ninguno de ellos, inclusive si deseas volver a cantar en el teatro. Tu esposo se encargará de aplaudirte desde el palco, orgulloso.

Anne no podía creer lo que escuchaba, así que le dio un beso.

—¿Se vería bien que lord Hay tuviese una esposa que cantara? —le preguntó riendo.

Él se rio también.

—No me preocupa mucho eso —contestó—. Imagino que el nuevo siglo traiga más de un cambio a la vida, tal cual la concebimos ahora. Que tú cantes, es solo una expresión de la modernidad, inevitable y transgresora, a la que me he ido habituando lentamente. Además, eres la nieta de la Duquesa de Portland, y es sabido que ella te ha dado una libérrima educación.

Los dos soltaron una carcajada por el comentario. Lady Lucille estaba acostumbrada a sorprender a la sociedad en la que se desenvolvía. En cierta forma, Anne había resultado ser más tradicional.

—Imagino que mi abuela te haya alentado a viajar a Ámsterdam —insinuó ella después, tomando sus manos entre las suyas—. ¿Por qué no lo hiciste antes?

Él se encogió de hombros.

—Supongo que tenía miedo de que me rechazaras o de acudir en un momento inoportuno. Luego mantuve ese intercambio epistolar con lady Lucille, y en cada una de sus cartas me insistía en que regresara. Las fiestas me dieron la oportunidad adecuada para hacerlo, sin develar mis verdaderos propósitos.

—Yo te esperaba —le reveló ella—. Iba a escribirte para pedirte que vinieras, cuando supe que te habías decidido al fin.

—¿Qué te hizo volver a quererme a tu lado? —preguntó él—. Confieso que vine preparado para ser muy convincente. Elaboré varios discursos, contundentes en su romanticismo, pero no tuve necesidad de acudir a ninguno de ellos para recuperarte.

—Nunca dejé de quererte a mi lado, Edward, así que no precisaba de un verdadero convencimiento. Como te dije antes, estaba ofuscada, dolida por lo que había sucedido, pero estaba segura de que te amaba. Cuando comprendí que había sido demasiado severa con ambos, me descubrí a mí misma en una especie de letargo que me impedía actuar en consecuencia con mis sentimientos. Necesitaba algo que me sacara de mi inacción.

—¿Y qué fue eso? —Edward estaba intrigado—. No volví a escribirte ni a insistir…

—No —reconoció ella—, pero hubo dos cosas que me hicieron recapacitar de inmediato. La primera, ya te la he dicho: mi abuela me confesó lo que habías hecho por nosotras y Clifford Manor, por lo que comprendí que no habías dejado de amarme y que respetabas las esperanzas que he cifrado en ese proyecto.

—Así es —contestó él besándole las manos—. Tus sueños son los míos. ¿Y cuál fue la segunda cuestión?

Anne bajó el rostro, un poco preocupada de que Edward malinterpretara sus palabras. Él le levantó la cabeza despacio, por el mentón y le obligó a mirarlo.

—¿Qué sucede, cariño mío? ¿Qué es eso que no quieres decirme?

—No es nada importante, pero no deseo que pienses que el barón sigue estando, de alguna manera, entre los dos, pues la segunda cuestión está relacionada con él.

—Jamás pensaría que él sigue entre los dos, Anne. Hace tiempo que comprendí que nunca lo estuvo en realidad, siempre nos hemos pertenecido, incluso en aquellos primeros días cuando no éramos conscientes de lo que nos sucedía. No debes temer decirme nada, aunque sea algo relativo al barón. ¿Acaso estás enterada de su matrimonio con la hija de lord Acton? Henry me lo comentó poco antes de partir.

Anne asintió.

—Sí, es eso. La señora Thorpe me lo contó unas semanas atrás, muy apenada, a pesar de que no conoce al barón como nosotros. Lo cierto es que, cuando escuché que él había logrado algunos de sus objetivos: casarse con la hija de lord Acton y sobreponerse a su suerte, supe que no podía continuar lejos de ti. El barón había logrado separarnos y yo continuaba permitiéndole su éxito. ¿No nos merecíamos ser dichosos también?

—Por supuesto —respondió Edward—, pero no creo que él llegue a ser dichoso sin ti. Esa es una fortuna que solo yo poseo.

Edward volvió a estrecharle en sus brazos.

Anne le permitió que el breve espacio que les separaba se borrara del todo, uniéndose en un beso largo, apasionado, que les privó del aliento. Edward vibraba al comprobar la necesidad de Anne, el amor que se expresaba en la presión de su boca sobre la suya, en los suspiros que se escapaban a cada instante, en el calor que les recorría el cuerpo. Miles de besos y sensaciones se apoderaron de ellos, hasta que se alejaron, en contra de su voluntad, para recuperarse.

—Debemos salir pronto —le advirtió Anne divertida—. Mi abuela aparecerá buscándome dentro de poco, por más que te tenga en una alta consideración. Creo que nos hemos retrasado más de lo recomendable.

—Antes es posible que interrumpa Prudence con su habitual impaciencia —señaló Edward—, me imagino que querrá saber qué ha sucedido.

—¿Y qué les diremos, lord Hay? —preguntó ella con formalidad.

Él se encogió de hombros.

—Lo que ya saben, querida mía: que he reconquistado a la futura lady Hay, mi hermosa Condesa de Erroll, después de tanto tiempo necesitándola. ¿Quién hubiese previsto que volvería a mí, en Ámsterdam, el lugar donde nos conocimos? Los detalles, me temo que son solo de los dos…

Él le dio otro beso en los labios, hasta que la tomó del brazo y salieron del despacho en dirección al salón, a tiempo para escuchar los primeros acordes de un hermoso villancico de moda, que inundaba el ambiente con su suave cadencia. De repente, la voz de Anne se sumó a la melodía, rompiendo el silencio entre los dos; era un dulce susurro que llegaba hasta el mismo corazón de Edward: esta vez ella solo cantaba para él…

Stille Nacht! Heilige Nacht! /
Noche de paz, noche de amor…

Aquella sería, probablemente, la Navidad más feliz de sus vidas.

FIN

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