Capítulo 43
Dos días antes del regreso a Ámsterdam, el señor Percy cumplió con la invitación que le había hecho a la duquesa. En su casa en Mayfair se darían cita sus amigos más cercanos, a los que recibía con cierta frecuencia. Percy era un hombre solitario, sus padres habían muerto, no tenía hermanos, por lo que había tenido la libertad de consagrar su residencia al buen arte. Diseñó él mismo algunos salones para exponer sus pinturas, aquellas que se negaba a vender o que simulaba eran compradas por otra persona que actuaba a su nombre. El pintor se encaprichaba con algunos de sus retratos y pinturas, pero también se había visto obligado a vender buena parte, puesto que su reconocimiento dependía de las obras suyas que se hallaban en distintas partes de Europa.
La duquesa se sentía muy honrada por la gentileza del artista al invitarla y esperó el día con gran ilusión. Había transcurrido casi una semana desde la noche en la que desenmascararon al Barón de Clifford y Anne y Edward no habían vuelto a verse. Lady Lucille no agobió a su nieta con ese tema, habían tenido una sencilla conversación en la que mostró su disgusto por el comportamiento del barón y trató de disculpar a Edward por su falta de confianza, mas no se detuvo demasiado en ello. Anne le abriría su corazón de nuevo cuando estuviera preparada y hasta entonces, lord Hay no debía insistir ni ella tampoco.
Anne no deseaba asistir a casa del señor Percy, puesto que era una gran oportunidad para encontrarse con Edward. No obstante, lady Lucille fue implacable en ese aspecto y le pidió que le acompañara. La señorita Norris iría también, lo cual Anne agradeció. Si la dama cumplía bien su función esta vez, no se le despegaría durante la velada, y dadas las circunstancias, era lo que Anne más deseaba. Sin embargo, la señorita Norris no era una buena dama de compañía, Anne conocía su debilidad por los chismorreos y por no estar pendiente de ella, así que una vez que llegaron a casa de Percy, se le fue el alma al suelo en cuanto se marchó de su lado buscando una conversación más entretenida que la suya.
No se había equivocado, Edward se encontraba allí, así como el resto de su familia. Parecía que eran los últimos en llegar, ya que los Holland también se hallaban en el salón, así como Oliver Borthwick. Los Hay aún estaban de luto, no había pasado mucho tiempo desde la muerte de la señora Hay, pero al tratarse de una cena íntima entre amigos muy cercanos, que serviría de despedida, habían aceptado la invitación. La tía Julie la consideró de lo más inapropiada, por lo que prefirió quedarse en casa, aludiendo que su opinión rara vez era tenida en cuenta.
Edward se había disculpado con la tía Julie, que le había dicho la verdad, aunque se hubiese dejado engañar por la visión de Blanche y el barón en el jardín de la casa. La dama se quedó sobrecogida con lo que Edward le narró. Si bien su criterio sobre Anne fue más favorable a raíz de esto, todavía consideraba que no sería una esposa adecuada para su sobrino mayor, el Conde de Erroll.
Para sorpresa de Anne, Edward no la procuró durante la velada. La miraba con frecuencia, deseaba hablarle, pero esperaría a que fuera ella quien diera muestras de querer sostener una conversación con él. Seguía de esta manera los consejos de la duquesa y respetaba el dolor de Anne, por más que quisiera aliviarlo. La joven también lo observó en algún momento, se veía sereno y no hablaba mucho con nadie.
La duquesa simpatizó enseguida con los amigos de lord Hay, en especial con los Holland a los que no había conocido hasta ese momento. Beatrix era una dama muy hermosa y distinguida que distrajo mucho a lady Lucille, alabando la obra de Percy. Nadie mejor que ella para dar fe de su talento. La señorita Norris se unió a las damas, intentando seguir el hilo de la conversación e interrumpiendo con sus comentarios poco oportunos.
Después de la cena, el señor Percy, como buen anfitrión, condujo al grupo a un enorme salón que tenía en el piso superior de su casa, donde se encontraban colgados sus cuadros más queridos. Para la duquesa y para Anne, el salón era una novedad, no así para el resto de los invitados que, siendo cercanos amigos del artista, frecuentaban su casa.
El señor Borthwick había mostrado interés por publicar, más adelante, un extenso artículo sobre el museo de la duquesa. De esta manera, The Morning Post se llevaría la primicia y la dama tendría la publicidad que deseaba, para llevar a cabo tan loable fin.
En el amplio salón, las pinturas cautivaron a lady Lucille desde el primer momento. Georgie seguía a Percy con admiración también, mientras disfrutaban de su arte. Brandon había concebido la serie de cuadros teniendo en cuenta su temática: primero estaban los paisajes y marinas, luego algunos retratos; por último, una variedad de ellos con distintas representaciones humanas, en las más disímiles tareas. Lady Lucille se prendó de las clásicas pinturas con motivos mitológicos, un par de ellas se verían perfectas en Clifford Manor, aunque se había quedado maravillada, en general, por cuanta obra producía el pincel del señor Percy.
—¡Este salón es magnífico! —dijo la anciana con una sonrisa—. No puedo esperar a abrir mis salas de exposiciones en Clifford Manor. Sus pinturas serán un rotundo éxito, señor Percy.
—Le agradezco mucho, Excelencia —contestó el aludido satisfecho—, pero deberá esperar por las que tengo empezadas ya y que me he propuesto concluir este verano. Quizás encuentre alguna que le parezca adecuada para su propósito. Si tuviéramos más tiempo, la llevaría a mi estudio, el lugar donde acostumbro a pintar y donde me transcurren días enteros, pero me temo que no se halla en condiciones de ser visitado. ¡Este artista no se caracteriza por el orden y me pongo de muy mal humor cuando el servicio osa organizar sin consultarme!
La duquesa pensó que el señor Percy era un maniático y excéntrico, algo habitual entre los artistas, pero por supuesto se reservó su opinión.
—¿Cuándo piensa inaugurar su museo, lady Lucille? —le preguntó Prudence con interés—. ¡Me encantaría poder asistir!
—No lo sé —admitió la dama un poco desalentada—. Nuestro regreso a Ámsterdam dificulta un poco que pueda encargarme de ello. Los señores Carlson están instruidos por mí para supervisar la puesta en marcha y conclusión de las obras de la casa a cargo de mi arquitecto, el señor Burton, pero a ellos no puedo pedirles que monten la exposición. ¡No suelo permitir que manos ajenas a las mías toquen piezas tan valiosas!
—Sabio criterio —asintió Beatrix, que estaba atenta a la conversación—. Es preferible que se retrase un poco, a hallar un desastre a su regreso. Por experiencia sé que no todo el mundo es cuidadoso con las obras de arte.
Lady Holland había tenido un par de incidentes lamentables en su casa.
—Una vez en Inglaterra, podré hacerme cargo de los preparativos para la inauguración —confirmó la duquesa—. Anne sabe que le corresponde ofrecer un concierto la noche de la apertura.
La aludida se ruborizó. Habían hablado acerca del concierto ya, pero prefería que ese proyecto no trascendiera los márgenes de una conversación privada con su abuela.
—En ese caso —añadió Oliver Borthwick—, la nota que haga nuestro diario deberá incluir una mención especial a la presentación de la señorita Cavendish y a la exposición del señor Percy, dos atractivos adicionales que llamarán la atención de nuestra sociedad sobre el excepcional museo de la Duquesa de Portland.
Dicho esto, el grupo fue bajando de regreso al salón. Algunos permanecieron observando las pinturas, como era el caso de Georgie y de Prudence, que disfrutaban de las explicaciones que el propio artista les estaba brindando. Anne sintió la necesidad de dirigirle la palabra a Edward, que estaba al fondo del salón. Desde que se saludaron cortésmente frente a todos, él se había mantenido distante y Anne sabía que, si quería conversar con él, debía tomar la iniciativa.
La duquesa, del brazo de lord Holland, ya había bajado al salón principal, así como Johannes, Beatrix y Borthwick. La velada estaba próxima a concluir y quizás no tuvieran otra oportunidad de hablar. Edward no tuvo más remedio que encaminarse hacia la puerta, donde se hallaba Anne admirando un paisaje con un antiguo castillo medieval al fondo; según había escuchado, era una obra reciente que Brandon Percy había hecho en su viaje por el centro del continente. Edward recordó aquella mañana en el museo, cuando Anne se encontraba frente a la Carta de Amor. Habían cambiado muchas cosas desde entonces y se preguntaba si la joven podría perdonarle algún día. Anne se volteó hacia él cuando sintió sus pasos.
—Supongo que debemos despedirnos. —La voz de ella era casi un murmullo.
Edward se sorprendió un poco, puesto que había pensado despedirse en casa de la duquesa, en un ambiente más propicio tal vez.
—Me ha dicho Georgie que no puedes ir a despedirles a Harwich —prosiguió—, así que aprovecho esta oportunidad para hacerlo, ya que no creo volvamos a vernos en algún tiempo.
—En efecto, el mismo día de la partida tengo un compromiso ineludible. Se trata de una cita con el Marqués de Salisbury —se explicó Edward—, pero Gregory irá con ustedes hasta Harwich.
—No ha venido esta noche —comentó Anne.
—Me temo que tiene otros intereses que atender.
Anne de inmediato supo que se refería a la señorita Preston. Edward ni siquiera se molestaba ya por ella. Al menos Gregory era feliz y eso era lo más importante.
—Entonces es una despedida —le recalcó.
Anne asintió, aunque en realidad no sabía qué responder.
—El resto del verano será bien distinto a como lo había imaginado —continuó él, recordando Hay Park—, pero te deseo que tengas una agradable estancia en Ámsterdam, Anne.
—Tía Beth está muy feliz con mi regreso.
—Y yo muy triste con tu partida —le confesó con sencillez.
Ella se puso nerviosa en cuanto lo escuchó.
—Si al menos me perdonaras, sabría que puedo albergar la esperanza de regresar a Ámsterdam, en algún momento.
Edward había abandonado la idea de acompañar a sus hermanas. No quería incomodar a Anne, pero una palabra suya bastaría para tomar un barco hacia allá.
—Siempre podrás regresar a Ámsterdam, Edward —le contestó ella sosteniéndole la mirada—. Siempre…
Edward no supo qué significaba esa respuesta y tampoco tuvo oportunidad de preguntar. Percy y sus hermanas llegaron junto a la pareja. Prudence se percató enseguida de que habían interrumpido una conversación importante, pero ya el daño estaba hecho. Anne bajó con ellos y poco después la duquesa anunció a los presentes que se marchaban, pues estaba cansada y debía recuperarse para el viaje, no sin antes agradecerle al anfitrión por la inolvidable noche. Percy le prometió que en el verano pintaría pensando en su cercana exposición en Clifford Manor.
En efecto, Gregory escoltó a sus hermanas y cuñado hasta Harwich dos días después; a esa comitiva se les había sumado lady Lucille, la señorita Norris, Anne y los Holland. El ánimo de los presentes no era el mejor, cada uno tenía un motivo para sentir nostalgia por marcharse, incluyendo a Georgie y a Prudence que no sentían satisfacción por dejar a Edward atrás. Georgie viajaría con el perro de su madre, Snow, al que le había tomado gran cariño y que llevaba en brazos.
Antes de abordar el barco, Anne se acercó a Gregory, que estaba de pie cerca del muelle; la suave brisa de verano tenía olor a mar y la despeinaba con frecuencia.
—Anne —le dijo él cuando la joven llegó a su lado—, lamento no haber tenido tiempo para hablar más con usted, espero que en algún momento pueda saldar esa deuda.
—Jamás estará en deuda conmigo —repuso ella—. En todo caso yo lo estoy con usted.
Gregory se rio.
—Es verdad, me sigue debiendo un baile —le recordó.
Anne sonrió, a pesar de que ambos sabían que esa no era la deuda a la que Anne se refería.
—Me gustaría que le trasmitiera mi agradecimiento a la señorita Preston —le comentó ella más seria—. Estoy al corriente del gran servicio que me prestó, pero no lo había visto antes para poder decírselo.
Gregory asintió, también con seriedad. Anne había tocado un tema delicado para todos y asumía sin reservas, la relación de él con la señorita Preston. No debería sentirse incómodo por ello, pero no podía negar que lo estaba.
—Se lo diré. La señorita Preston tiene un alto sentido de la honestidad, que reconozco me dejó maravillado. Sé que ustedes no fueron muy amigas —se atrevió a decir.
—No lo fuimos —afirmó Anne sin inmutarse—, es por eso que su gesto fue más valioso para mí.
Gregory dudó por un momento si hablar, pero no quiso dejar de hacerlo.
—En cuanto a Edward —comenzó a decir—, pienso que se merece una oportunidad. Estuve a su lado esa noche y sé que el error que cometió no era previsible, ni su juicio precipitado. Viajamos a Essex imaginando una explicación razonable para lo que había sucedido hasta entonces, y nos atrevimos a pensar incluso que la tía Julie se había aliado al barón para separarla de Edward. Él prefería creer eso de nuestra tía, a suponer ciertas las acusaciones del barón sobre usted.
—No obstante, me consideró culpable.
—El teatro que ideó el barón para nosotros estuvo muy bien planeado, Anne. Reconozco que ambos nos equivocamos al interpretar lo que acontecía delante de nuestros ojos, pero tal vez Edward esté pagando demasiado caro su equivocación.
La joven permaneció en silencio. No era momento de hablar con Gregory sobre sus sentimientos. No había olvidado las duras palabras de Edward y su falta de confianza en varias ocasiones, ¿se comportaría él como un esposo celoso que duda constantemente de su mujer? ¡No podría soportarlo! Edward debía demostrarle que, más allá de la fuerte pasión que sentía por ella, también la amaba por lo que era, sin que su pasado o presente le hiciesen albergar duda alguna.
¡En cuantas ocasiones la había ofendido! La creyó una mujerzuela desde que la conoció, indigna por su condición de artista. La juzgó inadecuada para ser amiga de Georgie y tal vez incluso para ser su esposa. En más de una ocasión experimentó celos de Charles, cuando no tenía motivos para hacerlo, y fue esa desconfianza la que aprovechó el barón para urdir su plan. Si Edward hubiese confiado en ella, nada de aquello hubiese ocurrido: habría hablado de inmediato con la duquesa sobre sus intenciones y fijado la fecha de la boda. En cambio, Anne había vivido los momentos más angustiantes de su existencia y había sido humillada por el hombre al que amaba. Por más que quisiera, no podía aceptar a ese Edward que tan poco se parecía al hombre valiente y tierno que había descubierto alguna vez.
Para alivio de Anne, Prudence, Georgie y Beatrix se acercaron a ellos y la conversación con Gregory no volvió a ser la misma.
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