Capítulo 40
Londres, finales de julio de 1895.
Edward tenía el corazón destrozado, le dolía más que los golpes que había recibido. En Hay House, la familia intuía que algo había sucedido, puesto que Gregory apareció para tranquilizarles y decir que Edward se hallaba en su casa de Westminster, pero que no deseaba visitas. De esta forma evitaría las preguntas de sus hermanas y que lo vieran adolorido a causa de la pelea con el barón. Al menos en Westminster nada le recordaba a Anne y podría descansar un poco. Aunque lo intentó, no había podido conciliar el sueño. Bebió bastante durante la noche y consiguió dormirse en la madrugada. Cuando despertó, le dolía la cabeza y la luz le molestaba sobremanera.
Permaneció el resto del día en la cama y comió bastante poco. En la tarde recibió la visita de Gregory, preocupado por él. Se encontró a Edward con la ropa del día anterior y en un estado bastante deplorable; apeló a su consciencia y a su amor propio, logrando que se diera un baño y se arreglara. Cuando bajó, lo obligó a comer, mientras trataba de distraerlo con su conversación.
—En casa me han preguntado por ti, pero les he asegurado que te encuentras bien, así que me he afanado en que al menos lo parezcas —le comentó—. Henry insiste en venir a verte, piensa que algo te ha sucedido pues Prudence alertó a Beatrix y a ellas dos cuando se les mete algo en la cabeza…
—¡Santo Dios! —exclamó Edward tomando un bocado—. No soportaría los cuestionamientos de ninguna de las dos, no tengo paciencia para eso. Ni tan siquiera para Henry, tantos años al lado de Beatrix lo han vuelto parecido a ella.
Gregory rio por el comentario, al menos su hermano volvía a recuperar su lengua afilada. Se hallaban en la habitación de Edward, este comía en una pequeña mesa cercana al balcón de la residencia. Tenía mejor cara que cuando lo había visto unas horas atrás.
—Creo que tendré que mudarme para acá —le dijo Gregory.
—¡Por supuesto que no! ¿Acaso crees que soy un niño para que te ocupes de mí?
—Por suerte no —afirmó su hermano—, pues no tengo ninguna paciencia con los niños, y sé que te puedes valer por ti mismo, aunque haya tenido que intervenir hoy. De cualquier manera, no lo decía por eso, sino porque mi querida Nathalie me ha echado de casa y en la mía me aburro demasiado.
—¿La señorita Preston te ha echado de la casa que le compraste? —le preguntó incrédulo.
Gregory asintió, un tanto divertido y preocupado a la vez.
—Está convencida de que la otra noche me la pasé en casa de una mujer —añadió riendo—. Por más que le he dicho que estaba contigo, no se lo cree y ya no sé cómo justificarme. Hemos reñido bastante y Nathalie tiene un carácter terrible.
—No entiendo por qué no te cree —repuso Edward—. ¿Resulta tan poco verosímil que hayas pasado la noche conmigo?
Gregory estalló en carcajadas.
—¡Nathalie opina que por nada en el mundo estaría por tanto tiempo a tu lado! Sabe que yo no me rodeo de gente estirada y aburrida, y debo reconocer que tú eres ese tipo de compañía.
Edward no tuvo más remedio que sonreír. Gregory no se lo dijo, pero al verlo sintió que había logrado su cometido.
—En fin —concluyó, sorbiendo un poco de té—, ya tendré tiempo de convencerla.
Anne le pidió a su abuela que no la acompañara a Hay House. Ella debía hablar con Edward a solas y confiaba en que su conversación fuese suficiente para solucionar aquel malentendido de una vez. La duquesa estaba un poco cansada y concordó con ella, puesto que quizás fuese una pelea de enamorados. No obstante, Anne tenía la encomienda de decirle a Edward que acudiera a ver a su abuela de inmediato, de esa forma podría pedir la mano de la joven en matrimonio y ponerle punto final a cualquier dificultad que hubiese habido en el camino.
La duquesa, aunque había accedido a su petición, tenía miedo de que Anne sufriera una decepción, pero no le correspondía impedirle hablar con Lord Hay, si era lo que deseaba hacer. La propia lady Lucille no había tenido esa oportunidad con el Barón de Clifford, y durante más de cincuenta años se preguntó qué lo había llevado a actuar de la manera en que lo hizo.
Anne llegó a Hay House muy nerviosa, consciente de que tendría una conversación difícil por delante. Cuál no fue su sorpresa cuando Georgie le explicó que su hermano se hallaba en su casa de Westminster. No le negó que algo había ocurrido: que Gregory y Edward habían salido dos tardes atrás y que no habían vuelto hasta el mediodía de ayer. A Edward ni siquiera lo habían visto, pero Gregory insistía en que se encontraba bien.
—Estamos un poco preocupados por él —finalizó Georgie—, puesto que Prudence encontró a Gregory bastante extraño y no existe una explicación lógica para que Edward haya desaparecido. A pesar de ello, no hay motivos para desconfiar de lo dicho y esperamos que pronto pueda estar de vuelta.
Anne tomó a Georgie de las manos, aprovechando que nadie más estaba presente.
—Georgie, ¿podrías hacerme un favor? —Su voz era suplicante—. Necesito hablar con Edward cuanto antes, ¿podrías indicarme como llegar a la casa de Westminster? El coche me está aguardando fuera.
Georgie trató de no alarmarse ante la petición y le entregó la dirección. Quizás en las manos de su amiga se hallase la solución al problema que tenía Edward, cualquiera que este fuese, y ella no era quién para posponerla.
Cuando Anne llegó a la casa de Westminster, ya Gregory se había marchado. Quizás hubiese sido favorable que mediara en la conversación, por más íntima que fuese, pues Edward no se hallaba en condiciones de recibirle. Bajó las escaleras en cuanto le comunicaron que había una visita, pensó en alguna de sus hermanas o incluso en Beatrix, ya que le dijeron que era una dama, pero jamás imaginó que se tratara de Anne. La joven no había dicho su nombre a propósito, temía que Edward no la recibiera.
Una vez en el salón, se quedó inmóvil en cuanto advirtió que era ella. Estaba tan sorprendido que no supo qué decirle. Se alegró de que su hermano lo hubiese obligado a tomar un baño, pues tenía mejor aspecto que unas horas atrás. No deseaba darle la impresión de estar destrozado, por lo que intentaría conservar la calma.
Anne se dio cuenta desde el primer momento que algo sucedía. Edward estaba distante, no se le había acercado y no se veía feliz con su presencia. Tal vez había ido demasiado lejos al presentarse en Westminster sin anunciarse, cuando resultaba notorio que él deseaba estar a solas. Ella sentía la necesidad de hablarle, de decirle cuánto lo amaba y lo necesitaba… No se veían desde su salida de Hay House varios días atrás, cuando el compromiso aún existía y la promesa de formalizarlo estaba presente. ¿Habrían cambiado demasiado las cosas sin que ella lo supiera?
Fue Anne la que caminó hacia él y advirtió su turbación y un moretón en su rostro. Le dolió verlo en ese estado, así que alzó su mano para intentar acariciarle la mejilla, pero Edward la esquivó con brusquedad, avanzó unos pasos y se volteó hacia ella para espetarle:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Tragó en seco en cuanto escuchó su voz fría, cortante y se estremeció.
—Regresé a Londres hoy y he ido a buscarte a Hay House de inmediato, fue Georgie quien me dio la dirección de esta casa para poder verte, pues comprendió mi desesperación por encontrarte. He estado muy preocupada por ti, Edward. Llevo días sin tener noticias de cómo te hallabas… Mi abuela y yo quedamos consternadas cuando supimos lo que sucedió con el barón ayer, pero no sabemos qué lo motivó.
—No tienes que seguir fingiendo preocupación, Anne —le contestó él—, sé perfectamente qué clase de mujer eres. En cuanto al barón, no me extraña su naturaleza mezquina, pero confieso que de ti nunca lo esperé… Puedes decir que fui un estúpido y estarías en lo cierto, pero ya me quité la venda de los ojos.
—¡Oh, Edward! —exclamó, tratando de acercársele, pero él la rechazó una vez más—. ¿Qué está pasando?
—Te pido que no mientas más y respetes la distancia. No soportaré tus tentativas de acariciarme para que confíe en ti.
Anne dio dos pasos hacia atrás. Nunca lo había visto tan molesto y estaba asustada.
—No sé qué te sucede —le dijo casi sollozando—. He hablado con mi abuela y le he informado de nuestro compromiso.
Edward se rio con amargura.
—¿De qué compromiso hablas, Anne? ¿Cómo puedo casarme con una mujer que me ha engañado y que es la amante del Barón de Clifford?
—¿Pero qué estás diciendo? —expresó indignada—. No te he dado motivos para que me ofendas. Esa es una calumnia muy grande, jamás me he entregado a otro hombre que no seas tú. ¿Ha dicho el barón semejante falsedad? —Anne no cabía en su asombro.
—Lo ha dicho, sí, y yo lo he comprobado con mis propios ojos.
—¡No es posible! —Ella estaba lívida.
—Hace dos noches fui testigo de la visita del barón a tu alcoba de la casa de Essex, y te vi recibiéndolo en el balcón. Es inútil que sigas mintiendo, porque lo sé todo.
Edward esperaba que, ante semejante prueba, Anne se marchara humillada, pero no fue así. Su rostro era la expresión de la más perfecta confusión y perplejidad.
—¡No es cierto! —profirió llorando—. ¡Eso no es cierto! No sé cómo puedes decir algo así, nunca he recibido al barón en mi habitación.
—Tengo testigos, Anne —expuso Edward calmado—. Mi hermano me acompañó y sabe tan bien como yo lo que sucedió.
—Hay un error en todo esto, Edward —le contestó Anne todavía con lágrimas en los ojos—. El barón ha logrado la manera de hacer que le creas, pero no era yo esa persona que viste. Tienes que creer en mí. ¿Acaso piensas que soy capaz de hacer algo así? ¿No te demostré en Hay Park cuánto te quería?
Edward se conmovió al escucharla y al ver sus ojos llenos de lágrimas. ¡Cuánto le hubiese gustado creerle! Estuvo cerca de sucumbir, de tomarla en sus brazos y de olvidarse de lo demás, mas tenía evidencias suficientes para saber que ella mentía y no podía rebajarse de esa manera. Le invadió la ira al comprobar la facilidad con la que Anne le engañaba y lo tonto que era, al punto de casi flaquear ante sus ojos anegados en lágrimas.
—¡No insistas! —le dijo alzando la voz—. Hay muchas cosas que te condenan, Anne. No obstante, yo quería creer en ti, pensé que el barón estaba equivocado y traté de no darle crédito a sus palabras. De cualquier manera, me dio demasiadas evidencias que no pude ignorar y me decidí a ir a Essex para comprobar de una vez si me engañabas, si eras la mujerzuela que siempre pensé que eras.
Anne estaba horrorizada. Se llevó las manos al rostro, nunca pensó que Edward pudiese ofenderla de esa manera.
—¡Eres horrible! —exclamó—. ¿Cómo puedes creer más en el barón que en mí? ¿Cómo puedes insultarme así?
Edward, cansado de escucharla, dio un golpe con el puño sobre la mesa que tenía al lado. Era una mesa pequeña con una frágil figura de porcelana que se tambaleó y el adorno se precipitó contra el suelo, haciéndose añicos.
—¿Cómo puedo creer en el barón? —le repitió con voz de trueno—. El barón me confirmó que lo dicho por mi tía Julie era cierto: ¡tú estabas con tu amante en el jardín de mi propia casa esa noche!
—¡Eso no es verdad! —prorrumpió Anne, llorando todavía—. ¡Estaba dormida! ¡Lo comprobaste!
—Te las ingeniaste para subir y retornar a tu habitación —le espetó—. De lo contrario, ¿cómo podría el barón saberlo? ¿Cómo conocer de esa situación tan privada y doméstica, cuando supuestamente fue una invención de mi tía? ¡En efecto, estabas en ese jardín! —La voz de Edward retumbaba en la estancia, y Anne se alejó de él, continuaba asustada—. ¿Sabes que esa noche regresé al jardín y hallé un pañuelo tuyo, con tus iniciales bordadas? ¡Fui tan estúpido que pensé que todo había sido obra del ingenio de mi tía! Ahora ya sé que ella tenía razón. El barón es tu amante, tu amante al punto de conocer que te entregaste a mí en Hay Park.
Las mejillas de Anne ardían por la vergüenza.
—¡Nadie sabe de esa noche, Edward! Nadie, salvo nosotros…
—Y tú se lo contaste a tu amante —reiteró Edward sin contemplaciones, hecho una furia— y por amor a él convenciste a la duquesa de adquirir Clifford Manor. Tanto lo amas que fuiste capaz de entregarle la joya que te obsequié por nuestro compromiso y que el barón tuvo la desfachatez de mostrarme que estaba en su poder. ¡No me vuelvas a decir que es mentira, porque te juro que no respondo de mí!
Anne se limpió el rostro con las mangas de su vestido.
—¡Dios mío! ¡Qué injusto estás siendo conmigo!
Sin darle la posibilidad de ofenderla otra vez, salió corriendo de la habitación. En el pasillo estaba aguardando el mayordomo, atento a los gritos de su patrón, por lo que no demoró en abrirle la puerta a la dama. Anne agilizó el paso hasta su coche y este se puso en marcha. Una vez a solas, se echó a llorar desconsoladamente.
Después que Anne se hubo marchado, Edward se desplomó en el sillón, la sangre la hervía y se sentía furioso. Hubiera esperado que en esta última conversación se mostrara sincera, sabiendo que había perdido ya cualquier posibilidad con él. En cambio, había sido obstinada y no había reconocido nada. ¿Cómo podía ser tan falsa?
Sintió un nudo en la garganta cuando le alzó la voz y se mostró tan duro con ella. Cuando miraba sus lágrimas y la escuchaba decir que le amaba, no se hallaba en condiciones de continuar. En cambio, había sido firme, le había dicho cuanto merecía, era lo mínimo ya que Anne invadió su casa sin ser llamada y se mostró con él de manera tan cínica. Si al menos hubiera reconocido lo que se le decía, Edward se hubiera sentido mejor.
Un par de horas después, el mayordomo fue a verle a su recámara y le entregó un paquete. Edward estaba inmerso en sus pensamientos, recordando cada una de las palabras dichas. No había encontrado paz alguna.
—Han traído esto para usted, lord Hay —dijo el señor West dejándolo encima de la mesa.
—¿Sabes quién lo envía? —preguntó Edward con el paquete en las manos.
—Lo ha traído un mensajero, señor.
—Gracias —le contestó mientras el señor West se retiraba.
Rompió el envoltorio y para su sorpresa extrajo una caja de terciopelo negro, larga y estrecha, que muy bien conocía. En cuanto la abrió, halló en ella la gargantilla de brillantes que le había obsequiado a Anne. Dentro del sobre venía una sencilla nota:
“Si no puedo probar mi inocencia sobre todo lo que se me ha inculpado esta tarde, al menos que esta joya sirva para desmentir parte. No podría conservarla después de la ofensa tan grande que he recibido” AC.
Edward se quedó impactado al ver la joya, no esperaba que se encontrara en poder de Anne. Como ella bien había dicho, se trataba de una parte de sus culpas y no podía dejarse engañar otra vez. Bien pudo habérsela pedido de vuelta al barón cuando se encontraron esa noche en Essex, por temor a que él la echara en falta. Por más que quisiera creer en ella, la verdad hablaba más alto. Edward dejó sobre la mesa la gargantilla de brillantes y lloró como jamás lo había hecho en su vida.
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