Capítulo 37

Al día siguiente, Edward amaneció con el propósito de ir a ver a Anne. Hacía tres días que no tenía noticias de ella y se sentía culpable por no haber hablado con lady Lucille, como le había prometido antes que se marchara de Hay House. Por más confundido que pudo haberse sentido, sabía que la amaba y que ella también le había dado pruebas de ese amor. Pensar que Anne hubiese sido capaz de mentirle o de traicionarle, era una equivocación terrible y una suposición injusta.

Prudence y Johannes se alegraron mucho cuando supieron que Anne correspondía sus sentimientos y que se casarían. En medio de la tristeza que había dejado la muerte de su madre, pensar en el futuro que se abría para Edward era realmente alentador. Ella le daría hijos y serían felices, formando un hogar que hasta hacía muy poco tiempo constituía una quimera.

Desde que Bertha lo abandonó, Edward no había vuelto a confiar en otra mujer, no se había enamorado ni puesto sus ojos en nadie. Se dedicó en cuerpo y alma a su familia, al Parlamento, a los negocios y se había olvidado de vivir. Anne llegó a su corazón cuando más la necesitaba y había descubierto que ella también le deseaba. Al recordar las dos noches de amor que habían compartido, se disipaban las dudas. Anne lo amaba, él lo había sentido. No era cuestión de palabras o de frases vacías, él lo había advertido cuando se entregó a él. Esos instantes eran muy valiosos y le hacían ver sus intenciones con mayor claridad.

Si había sido capaz de llegar a ese grado de intimidad con ella, debían casarse pronto. No dejaría de cumplir con su deber, pero en este caso casarse con ella era más que eso, era un deseo profundo, una necesidad, un placer.

Una visita no esperada distrajo a Edward de sus pensamientos. Fue su tía Julie quien le avisó en el despacho, con una media sonrisa, que el Barón de Clifford necesitaba verlo. Él se sintió incómodo en el acto cuando escuchó ese nombre. Vino a su mente el encuentro con Anne en su propia casa y la carta que le había dejado, pensamientos que le enervaban pese a su habitual sentido de la diplomacia. Edward le pidió a su tía que lo hiciese pasar. Desconocía cuál era el motivo que había llevado al barón a volver en la misma semana, pero quizás la conversación sirviera para aclararle un par de cuestiones.

—Señor Clifford —comenzó el dueño de la casa cuando entró—, debo decir que me sorprende bastante su visita y que no me agrada que frecuente mi hogar.

El aludido mostró un falso asombro.

—¡Me ofende, lord Hay! —dijo llevándose una mano al pecho—. Siempre lo he tenido en una gran estima, y pensé que usted también me la profesaba.

—La última vez que estuvo en esta casa sostuvo una conversación bastante impertinente con mi prometida y le dio una carta, que ella debió devolverle sin abrir. Me temo que esa es una razón bastante poderosa para no desear ninguna visita suya.

El barón sonrió.

—A pesar de ello —puntualizó—, me ha recibido.

—Confieso que tengo curiosidad por saber lo que desea. Ya Anne no goza de mi hospitalidad, así que no puede molestarla con su presencia.

—Sé muy bien que Anne no se encuentra aquí… Es más, no se encuentra en Londres, algo que tal vez usted ni siquiera sepa.

La expresión de Edward denotó extrañeza.

—¡No es posible! Anne se halla en su casa de Mayfair, con su abuela la Duquesa de Portland.

—Veo que no está tan bien informado como creía —se regodeó el barón—. En cambio, yo supe de inmediato que partió ayer en la tarde para Essex con su abuela. No tengo ningún problema en decírselo.

Edward permaneció incrédulo.

—No pienso fiarme de sus palabras, señor barón. Anne me hubiese puesto al corriente del asunto y es algo que verificaré en cuanto usted se marche.

—Hágalo si así le place, lord Hay. Me juzga mal cuando cree que he venido a perjudicarle de alguna manera, cuando en realidad pretendo ponerlo sobre aviso respecto a Anne y sus verdaderos sentimientos.

Edward estaba impaciente.

—No estoy interesado en escucharle. Sé del compromiso que sostuvieron en el pasado y que usted mismo deshizo. Sobre los actuales sentimientos de Anne, no necesito que nadie me informe, nadie mejor que yo para saberlos. Señor Clifford, Anne y yo vamos a casarnos muy pronto, así que no insista más con sus intrigas.

Se levantó y con una mano instó al barón a marcharse, mas este no se movió de su asiento.

—Le pido que me conceda diez minutos para contarle un par de cuestiones que desconoce, lord Hay. Si al término de esta conversación considera que mis palabras carecen de fundamento o que no puede darles crédito, me marcharé con mi conciencia tranquila y no le molestaré más.

Edward volvió a sentarse, advirtiéndole que no le concedería más de los diez minutos que había solicitado.

—Conozco a Anne desde la infancia —le confesó el barón—. Es una criatura frágil, pero a la vez muy fuerte. Su mayor defecto puede ser, en ocasiones, la indecisión. Es voluble y su criterio puede cambiar según los factores que influyan en ella. Puede encontrar muchos ejemplos de ello en su comportamiento: en primer lugar, su repentina decisión de cantar en el teatro, destrozando nuestra relación por su obstinación de permanecer en él; luego, la rapidez con la que renunció a ese sueño que parecía ser tan importante para ella en nombre de su amor por mí… Por último, el corto tiempo que demoró en enamorarse de usted, luego de años de compromiso conmigo.

Edward lo escuchaba en silencio. Recordó aquellos encuentros en el invernadero, el primero en el que Anne se había rendido a sus besos y el segundo en el cual lo rechazó. Poco tiempo después, la sorpresa de encontrársela en Londres cuando pensaba que todo estaba perdido... Tenía que reconocer, para sí y a su pasar, que el barón tenía cierta razón en lo que decía.

—Insisto en contarle esto para demostrarle que el amor de Anne por usted puede extinguirse o no ser real.

—Nada de lo que pueda decirme me va a hacer dudar de Anne —contestó Edward con gravedad—, confío en ella.
El barón suspiró.

—Es justo —admitió—, nadie se beneficiaría más de casarse con ella que yo, pero estoy siéndole honesto precisamente por ese motivo.

—No lo entiendo.

—Anne jamás se casará conmigo si el compromiso que insiste en mantener con usted le reporta beneficios mayores que convertirse en mi esposa. Por otra parte, usted nunca romperá ese compromiso si sigue pensando que Anne le ama. Mi objetivo esta mañana es hacerle ver que está equivocado respecto a ella. Anne me ama a mí, siempre lo ha hecho, pero no está del todo convencida de arriesgarlo todo por mi causa.

—Suponiendo que lo que dice sea verdad, y que yo sea un estúpido, ¿cómo justifica que ella no haya accedido a casarse con usted? Tiene el dinero suficiente para sacarlo de la ruina económica en la cual se encuentra.

—Anne me reprocha aún que la haya abandonado por la señorita Acton y no me lo ha perdonado del todo, esa es una primera razón. Reconozco que no fue adecuado por mi parte intentar casarme con esa dama, pero estaba desesperado y mi matrimonio con Anne es muy difícil de concertar por varios motivos. Es cierto que ella posee dinero propio, pero su patrimonio no se compara a la fortuna de su abuela, lady Lucille. Si Anne se casara conmigo, es muy probable que perdiera la herencia de la duquesa y esa es otra de las razones de su negativa.

—Conozco a lady Lucille y sé que quiere a Anne, no sería capaz de desheredarla por una causa tan mezquina.

—¿Por qué piensa que Anne y yo mantuvimos nuestro compromiso en secreto por tanto tiempo? —Edward permaneció en silencio, era una buena pregunta—. Pues bien, se lo diré sin más dilación. Tanto mi abuelo como lady Lucille se odiaban y no hubiesen permitido nuestra relación, aunque esta fuese ventajosa para los dos, por esa animadversión que les consumía. Mi abuelo, el difunto Barón de Clifford, cortejó hace muchos años a Lady Lucille en su juventud. El compromiso se malogró y el barón se casó con mi abuela tiempo después. Desde entonces, el odio de la dama abandonada no se aplacó con los años. Yo siempre supe que lady Lucille no aceptaría que Anne se casara con un Clifford, sería muy doloroso para ella, así que mantuvimos oculto nuestro vínculo a ojos de todos, en especial de ella.

Edward estaba sorprendido por la confesión, pero se limitó a agregar:

—Si es así, y su matrimonio con Anne es imposible, ¿qué espera de mí?

—Yo estoy dispuesto a aguardar el tiempo necesario hasta que la duquesa muera, Anne la herede y podamos casarnos sin ningún impedimento. Sin embargo, ella ya no está de acuerdo con nuestro plan original. Ahora insiste en casarse con usted, puesto que aspira a convertirse en la Condesa de Erroll, un título y una fortuna más convenientes de los que puede obtener casándose conmigo. Si lady Lucille muere y Anne se ha convertido ya en su esposa, yo jamás podré lograr mi propósito de desposarla.

—Hasta ahora no me ha dicho nada de peso que pueda hacerme dudar de Anne. Sus palabras son simples artimañas. Tengo motivos para estar seguro de su amor por mí…

Charles sonrió.

—Sé cuáles son esos motivos —le confesó—. Entre Anne y yo no existen secretos, lord Hay. No voy a negarle que me dolió en lo más profundo de mi ser conocer que se había entregado a usted en Hay Park, pero sé que fue por despecho a causa de la señorita Acton y pude perdonarla. Dos noches atrás, en casa de la duquesa, se entregó a mí por primera vez y me aseguró que era a mí a quien realmente amaba.

Edward se levantó de un salto y lo levantó del asiento.

—¿Qué dice? —exclamó—. ¡Infame!

—Digo la verdad —contestó el barón, sereno—, de lo contrario, ¿cómo podría yo saber lo que sucedió entre ustedes? Anne me lo confesó, justo antes de nuestra apasionada noche.

Charles se liberó de los brazos de Edward y se alejó unos pasos.

—Anne me ama, lord Hay. Reconozco que su amor por mí puede ser un poco retorcido, pero me ha dado pruebas de ello, y esta es una de ellas —continuó, sacando unos documentos y poniéndolos encima de la mesa.

Edward, todavía ofuscado, los tomó en sus manos y los examinó.

—¡Son las escrituras de venta de Clifford Manor!

—Así es y, como verá, la compradora es la Duquesa de Portland. Anne convenció a su abuela de que adquirir la casa sería una inversión acertada y la duquesa, movida también por su odio hacia los Clifford, accedió a hacerlo, y no tardará en poner la mansión a nombre de su nieta. De esta manera, Anne garantiza que me beneficie con un buen dinero para hacerles frente a mis acreedores e invertir en mis negocios, sin perder en la práctica a Clifford Manor. Como aspiro a convertirla en mi esposa, la casa retornará a mis manos en algún momento.

Edward lo miró con desconfianza.

—Pero Anne no quiere casarse con usted. Aún no me ha probado nada, tan solo la compra de una residencia que debió ser un buen negocio para la duquesa, máxime si odiaba al anterior propietario.

Charles suspiró con condescendencia.

—Anne no quiere casarse conmigo en estos momentos por temor a perder la herencia de la duquesa, ya se lo he dicho; y también porque ansía su dinero y su título. En cambio, está dispuesta a otorgarme el puesto de amante, pero concordará conmigo en que eso me resultaría muy desfavorable y que tampoco sería justo con usted.

—¿Quiere hacerme ver que me está haciendo un favor? —La voz de Edward se alzó como un trueno en una noche de verano.

—En parte sí —reconoció Charles—, le estoy haciendo un favor. Yo evito que se case con una mujer que lo engaña y se interesa únicamente en usted por su posición social y sus rentas y, por otra parte, yo consigo casarme con mi amante cuando muera la Duquesa de Portland, recuperando de este modo Clifford Manor. ¡Negocio completo! —añadió con una sonrisa.

Edward lo golpeó en el rostro y lo lanzó al suelo. El puñetazo fue tan inesperado que Charles no tuvo oportunidad de defenderse. Cuando se levantó, tenía la misma sonrisa en los labios.

—¡Granuja! —exclamó Edward—. ¿Cómo puede ser tan deshonesto, tan ruin? ¿Cómo puede insinuar que Anne es su amante?

El barón se rio y sacó de su bolsillo una gargantilla de brillantes. Edward la reconoció enseguida, era la joya que le había obsequiado a Anne por su compromiso.

—¡Cómo es posible que…!

El barón lo interrumpió con una carcajada.

—Iba a ser honorable y a devolvérsela esta mañana, pero después del golpe que me ha propinado, pienso que me quedaré con ella. A fin de cuentas, Anne me la entregó para que la vendiera y utilizara el dinero en mi beneficio.

Dicho esto, volvió a guardársela en el bolsillo. Edward avanzó hacia él, lleno de ira, pero el barón lo esquivó.

—Si todavía tiene alguna duda, lord Hay, puede preguntarle a su señora tía si me vio o no en compañía de Anne unas noches atrás, cuando nos reconciliamos… Sé que fue arriesgado pedirle que me encontrara en el jardín de su casa, pero la carta que se vio obligada a devolverme, me hizo hallar una manera más eficaz de hablar con ella. ¡Pensé que nos habían descubierto cuando vi la figura vestida de oscuro de su tía observándonos, pero Anne fue muy habilidosa al retornar a su habitación sin que la descubrieran! —Edward permaneció paralizado—. Si necesita más pruebas y quiere verlo con sus propios ojos, esta tarde partiré para Essex, pues debo recoger algunas de mis pertenencias en Clifford Manor. Aprovecharé la oportunidad para encontrarme con Anne en la noche, ella estará aguardando por mí en su casa. No me será difícil escalar a su balcón por la enredadera de flores. ¡Tantas veces lo hice para robarle un beso! Esta noche, me temo que será más que eso…

Cuando el Barón de Clifford se marchó, Edward se quedó desplomado en una silla, con la cabeza hecha un hervidero. Esta vez, tenía más razones para desconfiar de Anne, para estar seguro de que le había traicionado. Cuando evocaba su sonrisa, sus ojos, cuando recordaba aquellas noches con ella estremeciéndose en sus brazos, se decía a sí mismo que era un gran engaño de Charles Clifford.

Gregory entró al despacho de inmediato, había escuchado las voces exaltadas y cuando halló a Edward, se quedó muy preocupado al ver su expresión.

—¿A dónde vas? —le preguntó cuando vio que su hermano se levantaba de un salto y echaba mano de su sombrero.

—Voy a comprobar algo. Necesito saber si Anne está en Londres o si viajó a Essex.

Gregory se cuestionó la importancia de ese detalle, pero decidió acompañarlo.

—Por más que insistas en ir solo, me parece que puedo serte útil en estos momentos. Quizás en el camino te aventures a decirme con sinceridad qué fue lo que sucedió.

Edward no le contestó, pero agradeció su apoyo. Ese día se decidirían muchas cosas y él finalmente sabría la verdad. Deseaba estar equivocado, necesitaba que sus recelos fueran infundados y que las palabras del barón no fueran ciertas, sino parte de una estrategia para separarlo de Anne.

Cuando acudió a la residencia de la duquesa y preguntó por ella, la señorita Norris le explicó que se habían marchado para Essex la tarde anterior. Aquella noticia lo sumió en la desesperación, imaginando que el resto de la historia del barón era real. Con el poco aplomo que le quedaba, se informó con la señorita Norris de cómo hacer para llegar al hogar de la Duquesa de Portland.

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