Capítulo 35

Al día siguiente, una inesperada visita en Hay House incomodó a Anne. La joven se hallaba en la terraza de la casa, disfrutando del buen tiempo. Tenía un libro sobre la mesa y aguardaba por Georgie, que le había prometido acompañarla un rato. Georgie se sentía tan triste que no había salido de su habitación. Edward también le había recomendado que evitase la reclusión y le había encomendado que paseara a Snow, el terrier blanco de su madre, que desde su partida gimoteaba lastimosamente.

Anne se cuestionaba si Georgie bajaría por fin, cuando una mano sobre su hombro la hizo sobresaltarse. Se levantó de inmediato cuando se percató de quién era, mas no se recuperó de la impresión hasta unos minutos después.

—¡Charles! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a darle mis condolencias a lord Hay —se explicó—. Supe la muerte de la señora Hay y me sentí en el deber de presentarle mis respetos a su hijo. Lamento que se hayan frustrado los planes que tenían para el verano.

Anne se sentía incómoda. En cierta forma, mientras Charles hablaba, recordó el grado de intimidad que había alcanzado con Edward, y aunque no se arrepentía en lo más mínimo, se preguntaba si podría ver a Charles de la misma manera o si él advertiría que había cambiado. ¡De saberlo se sentiría tan desdichado!

—¿Ya has visto a lord Hay? —preguntó.

—Sí, me ha recibido en su despacho. Ha sido una entrevista breve, pero en estos casos uno no tiene mucho que decirse, salvo lo que es costumbre.

La última vez que Edward la vio hablando con Charles discutieron, y no tenía intención de que eso volviese a suceder. Él no tenía motivos para seguir desconfiando de su amor, pero era preferible no dárselos ahora, más aún con la reciente muerte de su madre.

—En ese caso —le dijo con seriedad—, ya que has cumplido el objetivo de tu visita, deberías marcharte ya. No es conveniente que nadie te vea en la terraza en mi compañía.

—¡Oh, Anne! —expresó Charles tomándole de las manos—. ¡Sabes que no he venido por eso! Lo que más me ha impulsado a visitar esta casa, es la posibilidad remota de encontrarte en algún pasillo o salón. Me he atrevido a llegar hasta aquí cuando te he visto desde la distancia.

Anne retiró sus manos, aunque no con brusquedad.

—Lo siento —prosiguió ella—, no tengo nada más qué decirte.

—No es cierto —le insistió él—, sé que me amas todavía.

La joven se alejó dos pasos, evitando su contacto.

—No quería informarte ahora de esto, pero no me dejas alternativa. Lord Hay y yo estamos prometidos para casarnos. Te ruego que respetes mi decisión.

Charles se quedó atónito, aunque ya lo sabía. Escucharlo de sus labios fue un duro golpe para él.

—No puedo creerlo —respondió—, no has podido olvidar nuestro amor. Te miro y sé que…

—¡No sigas! —le pidió ella, alzando la voz—. No podemos hablar de este asunto ahora, menos aquí.

—Tienes razón —reconoció él—, no es ni el lugar ni el momento para hacerlo.

De su chaqueta extrajo una carta y se la entregó.

—Por favor, léela —le dijo con una mirada suplicante—. No renunciaré a ti. No me detendré hasta que te cases conmigo.

Antes que Anne pudiese responder o incluso devolverle la misiva, Charles ya había salido de la terraza y atravesaba el salón principal.

Ella permaneció unos segundos sin saber qué hacer, estaba nerviosa y las manos le temblaban, así que decidió retirarse a su habitación. Cuando salió, casi se tropieza con la señora Julia. Temía que hubiese estado escuchando a escondidas, por lo que se asustó tanto que la carta se le cayó de las manos y fue a parar al suelo. De inmediato, se agachó para recuperar la carta, pero la tía Julie se percató enseguida de lo turbada que estaba.

—¿Has recibido correspondencia?

Anne asintió.

—Es demasiado tarde para recibir correo —comentó a propósito.

—La recibí ayer, mas no había tenido tiempo ni de leerla ni de contestarla.

La dama no estaba complacida. Sabía que Anne mentía, pero el que lo hiciese le prevenía de la clase de mujer que era.

—Georgiana me ha pedido que le diga que se siente indispuesta y que no podrá bajar como habían acordado.

—Gracias, siento escuchar eso. Con permiso.

La joven subió aprisa la escalera, mientras la señora Julia permanecía observándola. Había escuchado la conversación de aquel joven —el Barón de Clifford si mal no recordaba— con la señorita Cavendish. Era evidente que sostenían una relación y que el barón estaba loco por ella. Ahora tenía algo en contra de Anne y no dudaría en utilizarlo. No iba a permitir que su sobrino se casara con ella, una mujer que no le convenía.

La tía Julia fue entonces al despacho de Edward. Se lo encontró sentado en una butaca con la mente en otra parte, sin prestar atención al diario que tenía doblado sobre sus piernas. Cuando la vio llegar, sabía que nada bueno se traía. Había tenido que sobrellevar en los últimos años el temperamento de tía Julie. A diferencia de su madre que en sus buenos tiempos era bondadosa y cercana, ella era bastante fría, aunque no con Georgie.

Vivía con ellos con el doble propósito de velar por su madre y de cuidar a Georgie. A su joven hermana le hacía falta una orientación femenina y el apoyo de una figura materna. En cierta forma, cumplió su cometido y Georgie la quería mucho, pero con la edad se fue tornando cada vez más amargada, sobre todo cuando constató que la muchacha, como una Hay más, tenía un carácter férreo escondido bajo su aparente fragilidad y timidez.

La tía Julie no había podido casar a Georgie con un par de pretendientes que había sugerido Edward, y aquella negativa de su sobrina se había vuelto la primera de muchas desobediencias. No animaba la amistad de la joven con Beatrix, mas reconocía que era una dama respetable; le temía al influjo de Prudence sobre ella, pues a su entender, ella no había hecho el mejor matrimonio. Ahora bien, permitir que la amiga íntima de Georgiana fuese una artista, era otra cosa.

Ella se sentía en el deber de serle útil a su familia, y su utilidad en aquellos momentos era hacerle ver a Edward el error que cometería al casarse con la señorita Anne. Conocía que la joven era nieta de la Duquesa de Portland, pero el linaje de su familia no justificaba que se hubiese perdido por el camino. Cuando la conoció, tuvo sus razones para no quererla en su casa, luego, cuando vio a Edward saliendo de su habitación o cuando presenció su encuentro con el barón, se convenció de que debía alejarla de sus sobrinos.

Edward le indicó con un ademán que tomara asiento frente a él, pero la dama prefirió mantenerse de pie. La conversación no sería fácil, así que era mejor no sentarse.

—Has recibido la visita de un amigo —comenzó la tía.

—He recibido a un simple conocido —contestó Edward—. El Barón de Clifford.

—Ha sido mucha la desfachatez del amante de la señorita Cavendish al presentarse en esta casa para verte, y para verla a ella…

Edward se levantó de un salto.

—¿Qué ha dicho? —gritó—. Retire esas palabras de inmediato.

—No lo haré —replicó su tía—, y te pido que bajes el tono, pues jamás me has irrespetado de esa forma. Lo que he dicho es cierto. El barón mantiene una relación con la señorita Anne de la cual he sido testigo hace unos momentos.

Edward permaneció en silencio. Estaba molesto, ofuscado, pero las palabras de su tía le afectaron bastante.

—Se han visto —continuó—, y presencié cuando le dijo a ella que la amaba. El barón le ha entregado una carta y, si vas a verla, hallarás la prueba de cuanto he dicho.

Él suspiró.

—Confío en Anne. El barón puede haber dicho lo que quisiese, fue el prometido de Anne hace algún tiempo, pero ella ya no le corresponde.

La tía se quedó atónita al escuchar lo que Edward le respondió.

—¡Qué ciego has sido! Esa relación no ha concluido, ¿cómo puedes confiar que así ha sido?

A Edward le vino a la mente el recuerdo de su primera noche con Anne, estaba seguro de que había sido su primera vez. El amor de ella había sido puro, ¿cómo desconfiar?

—Tengo motivos para saber que me ama.

La tía Julie imaginó a qué se refería. Lo había visto salir de su cuarto y era mujer; aunque no se hubiese casado nunca, conocía de sobra las pruebas de amor de las que se fía un hombre.

—Estás demasiado seguro —le advirtió—, y una mujer habilidosa puede fingir muchas cosas… Nada obsta para que la señorita Cavendish continúe encontrándose con ese caballero, para que siga amándolo. Escuché cuando le dijo que no podían hablar de ellos aquí, pero le aceptó la carta que le entregó. Una mujer firme en sus sentimientos no claudica al aceptar algo que pueda comprometerla frente al hombre que ama. Si no me crees, puedes comprobar por ti mismo que tiene esa carta en su poder. Se le cayó de las manos cuando nos cruzamos en el salón y me ocultó el verdadero origen de la misiva. Aseguró haberla recibido el día anterior cuando yo atestigüé que la obtuvo del barón.

—Confío en Anne —repitió Edward—, y sé que tendrá una explicación para este asunto. Ahora le pido, tía, que me deje a solas.

La dama se marchó sin añadir nada más; no había tenido el éxito esperado, pero al menos había dejado a su sobrino pensativo. Lo conocía muy bien y sabía que era un hombre reflexivo, que no se apasionaba sin meditar muy bien los hechos que tenía frente a sí. Esperaba que, con el tiempo, pudiese darle valor a cada palabra que le había dicho y comenzara a desconfiar de Anne.

En la noche, Edward acudió a la habitación de ella. No estaba de buen humor, tras la visita del barón y la conversación que sostuvo con su tía Julie después. Cuando tocó a la puerta, se encontró que la doncella, Blanche, todavía se hallaba allí. La situación era un tanto incómoda, él no tenía ninguna razón para estar allí, pero Blanche fue discreta y se marchó enseguida.

Anne estaba ataviada con su ropa de dormir, y él la encontró tan hermosa como la primera vez que estuvieron juntos. Ahora, en cambio, se sentía con un ánimo distinto y sabía que la noche no les traería las hermosas consecuencias de aquella. Ella no se mostró ni sorprendida ni molesta por recibirlo sin previo acuerdo. Tenía el cabello suelto, que le caía sobre la espalda y lo miró con sus ojos oscuros esperando a que le dijese lo que deseaba. Supuso que no se trataba de una visita de placer, sino que hablaría con ella de algo escabroso.

—Buenas noches, Anne —comenzó con solemnidad.

Ella le devolvió el saludo y le indicó que se sentara. Él lo hizo frente a ella, donde podía mirarla con detenimiento.

—He venido hasta aquí para conversar contigo.

Ella asintió.

—No sé si imagines el motivo, pero tanto si lo supones como si lo desconoces, trataré de ir directo al asunto.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, mas temió desde el comienzo que se refiriera al barón.

—Hoy recibí al Barón de Clifford, vino a darme su pésame y me preguntaba si lo habías visto.

Anne entendió todo, pero las palabras de Edward le molestaron. Se levantó de su asiento y dio un paso hacia él.

—Si has venido hasta aquí, es porque estás enterado de que lo he visto. No pretendas hacerme preguntas sobre algo de lo cual pareces muy bien informado. Jamás te he mentido, así que no es necesario que intentes descubrir si soy deshonesta.

Edward también se levantó cuando la escuchó hablar de esa manera. No era su objetivo insinuar que mintiese, pero había abordado el tema de la manera que le pareció más conveniente.

—¡No he osado tenderte una trampa, si a eso te refieres! —le contestó airado—. Únicamente deseo saber el contenido de la charla que sostuviste con el barón. Mi tía Julie alude que fue bastante íntima, y que el barón te reiteró sus intenciones.

Las mejillas de Anne le ardían de indignación.

—¡No puedo creer que continúes desconfiando de mí! —exclamó—. Sí, es cierto que el barón me sorprendió en la terraza mientras aguardaba por Georgiana… Fue un encuentro fortuito, no planificado ni deseado por mi parte. La tía Julia debió haberte dicho que fui diáfana con él y que le confesé nuestro compromiso, como forma de desalentarlo para siempre.

En efecto, su tía no había contado esa parte.

—Eso no me lo dijo —admitió él, un poco más calmado—, pero sí sé que te entregó una carta. ¿Qué intención perseguía? ¿Por qué aceptaste esa masiva?

Anne se giró y buscó en su caja de marfil la carta y se la entregó.

—Me tomó de sorpresa que me la diera y no atiné a devolverla ante la rapidez de su retirada, eso es lo único que puedes reprocharme. Si deseas saber el propósito de la misma, puedes leerla, no sería la primera vez que te sientes con el derecho de leer mi correspondencia.

Edward la miró disgustado, pero no dijo nada hasta que tomó la carta en sus manos.

—¡No está abierta! —advirtió mientras la examinaba con detenimiento.

—Por supuesto que no —replicó ella, evidenciando su decepción—. Iba a devolverla mañana sin abrir, como muestra del poco interés que le atribuyo a lo escrito en ella.

Edward se quedó en silencio, y luego trató de tomarla de la mano, pero ella se alejó.

—Lo siento —le dijo él—, mi tía Julia me atormentó con muchas suposiciones y el asunto de la carta me enfureció. Yo mismo iré a devolvérsela.

—¡No! —exclamó ella—. Por favor, no hagas eso, no soportaría saber de otro enfrentamiento en el que puedas verte envuelto por mi causa.

Anne le abrazó. Edward accedió a dejar la carta encima de la cama, le daría al barón una oportunidad de alejarse; confiaría en ella.

—Está bien —murmuró—, haré lo que me pides, pero devuelve esa carta mañana mismo.

—Eso haré —le prometió—. Era lo que iba a hacer de todas maneras, aunque no hubieses venido.

Él le dio un beso rápido en los labios y se dirigió a la puerta.

—¿Te marchas? —le preguntó Anne, desconcertada.

—Sí —le contestó, obviando la desilusión que se advertía en la voz de ella—, mi tía Julie me descubrió saliendo de esta habitación ayer. Parte de lo que ha intentado hacer hoy en contra nuestra se debe a mi desafortunada decisión de descansar a tu lado, sin medir las consecuencias. Intento hacer lo correcto, Anne, y preservar así tu buen nombre dentro de esta casa.

Ella asintió comprensiva, y a la vez avergonzada.

Edward se marchó de la recámara, con sentimientos encontrados. La amaba, había entendido sus razones, pero la tía Julie había logrado su propósito de sembrar la duda y la desazón en su corazón, algo que no resultaba muy difícil teniendo en cuenta sus pasados disgustos respecto al barón. Era cierto que se marchaba para no darle más motivos de qué hablar a su tía Julie esa noche, pero en parte se sentía aliviado de mantenerse lejos de Anne.

El día siguiente había comenzado de forma bastante apacible, Edward compartió su mañana junto a Anne y Georgiana. El asunto de la carta no volvió a tratarse, pero entre ambos flotaba una cierta incomodidad después de lo que había sucedido.

Recibieron un nuevo telegrama de Prudence, preocupada por su madre y explicando que la fiebre de John, por fortuna, no había sido escarlatina. Edward no tuvo más remedio que comunicarle en otro telegrama la muerte de su madre, tranquilizándola lo más posible en pocas palabras. Estaba seguro de que, a pesar de ello, Prudence viajaría de todas formas.

En la noche, las damas se retiraron temprano. Edward dudó si dirigirse a la habitación de Anne, cercana a la de Georgie, pero desistió.

Los aposentos de la tía Julie se encontraban en la otra ala de la casa, destinada a las dependencias de su hermana cuando vivía; ella se encargaba de velar su sueño, a veces inquieto, por lo que su habitación se hallaba justo al lado, con una puerta que las comunicaba. Esa noche, la mujer estaba más alerta que de costumbre, aunque la verdad era que tenía el sueño liviano. No había osado dormirse, por varias razones. La primera de ellas, era que había visto a la doncella de Anne salir en la tarde y luego percibió cómo le daba un recado de manera muy sigilosa antes de la hora del té. En realidad, Blanche había ido a devolver la carta de Charles sin abrir, por órdenes de la propia Anne, pero la tía Julie, que las vigilaba, malinterpretó aquella misteriosa salida. El otro motivo que le preocupaba lo bastante como para mantenerla despierta, era que su sobrino visitara todas las noches la recámara de Anne. En la víspera lo había visto retirarse, pero ¿tendría siempre la misma contención?

Estos eran los pensamientos que la embargaban cuando, dispuesta a satisfacer su curiosidad, tomó hacia el ala donde se hallaban las otras habitaciones. Se dirigió a la de Anne, en la cual reinaba un absoluto silencio, luego fue a la de Edward y se atrevió incluso a abrir con cuidado la puerta: no estaba en su cama, lo cual más que tranquilizarla le alarmó. Fue entonces que bajó por las escaleras y percibió que las luces del despacho se encontraban encendidas. Cuando tocó, temió que su sobrino estuviese con la joven, pero cuando la mandó a pasar percibió que estaba leyendo a solas.

—¿Se encuentra bien, tía?

La dama asintió.

—No he podido dormirme aún, pienso todo el tiempo que tu madre se encuentra en la habitación contigua y que puede necesitarme. ¡No me acostumbro a su ausencia!

—Trate de descansar —le recomendó Edward—, puedo prepararle una taza de té.

—No es necesario —repuso ella desde el umbral de la puerta—, yo misma me prepararé una y si lo deseas, te traeré a ti también. Intuyo que tampoco puedes dormir.

—Se lo agradecería —dijo él, sorprendido por su amabilidad.

Cuando la tía Julie cerró la puerta de la habitación, vio en la distancia una sombra que, al adentrarse en un corredor, salió súbitamente de su ángulo de visión. Se dio tal susto, que a punto estuvo de dejar caer la bujía que tenía en las manos. Pensó en llamar a Edward, pero no lo hizo. Deseaba averiguar qué sucedía primero, ya que no estaba del todo segura de lo que había visto.

Se encaminó despacio por el corredor, hasta que llegó a una puerta de cristal que conducía al jardín. A través de la puerta, divisó la figura de un hombre y, de espaldas a él, reconoció a la señorita Cavendish. La muchacha estaba ataviada con un vestido azul que la tía Julie le había observado en alguna ocasión, rompiendo de esta forma el luto que mantenía la familia. El cabello oscuro le caía hasta la mitad de la espalda y rodeaba con los brazos al caballero; parecía que lo besaba. La tía Julie suspendió la bujía más alto para obtener más luz, pero el hombre levantó la vista y se percató enseguida de que los observaban, tomó del brazo a la joven con rapidez y se esfumaron frente a los ojos de la dama.

La tía Julie quedó espantada; había reconocido al Barón de Clifford cuando levantó el rostro hacia ella y había huido con Anne. Corrió al despacho en busca de Edward, estaba tan agitada que su sobrino temió por un momento que se sintiera mal y fuera a desmayarse.

—¡Ahora mismo! —exclamó, hablando con dificultad—. ¡He visto a la señorita Cavendish con su amante! ¡El Barón de Clifford estaba en nuestro jardín! ¡Han huido juntos cuando les descubrí!

—¡No puede ser!

Edward se levantó de un salto de su escritorio y caminó lo más rápido que le permitió su pierna. No sabía si le dolía más el ejercicio violento al que se estaba sometido al caminar tan aprisa o el corazón oprimido ante la posibilidad de que Anne lo engañara de verdad. Cuando salió al exterior, con una bujía en la mano, no halló rastros de la pareja.

—No los vas a encontrar —dijo la dama—. ¡Han huido! ¡Debes creerme, han huido juntos!

—No es posible —contestó Edward pasándose una mano por el cabello y con la respiración entrecortada—. ¡Eso no es posible!

—¿A dónde vas? —preguntó la tía cuando vio que regresaba a toda velocidad a la casa.

—¡Voy a ver a Anne!

La señora sabía que no iba a hallarla, era imposible que después de haberla sorprendido en el jardín huyendo con su amante, estuviese dormida en su habitación como una joven de bien. La tía Julie alcanzó a Edward en las escaleras, pues le costaba cierta dificultad subir, mientras ella, a pesar de su edad, era una mujer ágil. Una vez en la segunda planta, se encaminaron con prontitud a la recámara que ocupaba Anne.

—No está ahí —apuntó la tía con el dedo, cuando llegaron a su puerta—. ¡Es inútil!

Edward llamó. El corazón se le heló cuando no obtuvo respuesta. Incapaz de seguir aguardando y temiendo que lo dicho por su tía fuese cierto, abrió de una vez la puerta y entró, escoltado por su tía Julie.

El alivio que sintió al encontrarse a Anne durmiendo, era casi tan grande como la profunda sorpresa que experimentó la tía Julie cuando la miró con su ropa de dormir, sumida en un sueño tranquilo.

—¡Imposible! —profirió.

Las voces despertaron a Anne, que se incorporó en la cama, un poco desorientada.

—¿Qué sucede? —inquirió asustada, cuando se percató de la inesperada visita.

—¡Qué astuta es! —gritó la tía Julie indignada—. ¡Es una gran actriz! Aprovechó cuando fui a avisarte al despacho y el tiempo que invertimos en el jardín, para regresar a su habitación y desvestirse. ¡Tienes que creer en mí! —espetó con alteración—. ¡Esta mujerzuela se hallaba en el jardín con su amante!

Edward se cegó y tomó a la tía Julie por los hombros.

—¡Cállese! ¡Cállese o le juro que no respondo de mí!

Anne estaba atónita, sin entender ninguna palabra.

—¡Dios mío! ¿Qué está pasando?

—¿Acaso vas a negarlo? —continuó gritando la tía Julie, liberándose de los brazos de Edward—. ¡Estabas en el jardín de esta casa besando al Barón de Clifford!

Anne se levantó de la cama, muy ofendida.

—¡Eso no es cierto! ¡Eso no es cierto! —se defendió.

—¡Eres una mujerzuela!

La tía Julie iba a darle una bofetada, pero Edward le sujetó a tiempo. A Anne se le llenaron los ojos de lágrimas ante la vejación de la cual era víctima.

—¡Por favor, Edward! —expresó llorando—. ¡Eso no es cierto!

—Lo sé —le dijo él—. Lo sé, Anne. ¡Perdóname!

—¿Cómo puedes creerle a ella y no confiar en mi palabra? —le reprochó su tía—. ¿Me crees capaz de mentirte? ¿Piensas que sería tan desleal de inventar una historia como esa?

Edward no pudo contestar, pues Georgie apareció en el umbral de la puerta muy asustada.

—¿Qué gritos son esos? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

La tía Julie fue la primera en reaccionar, tan sobreprotectora que era con Georgie, por lo que se alejó de la pareja y fue a su encuentro. No iba a permitir que Georgie siguiera sufriendo y mucho menos por un asunto como ese.

—Nada, no sucede nada, cariño. —La tomó del brazo y la instó a regresar a su habitación—. No tienes de qué preocuparte.

—¡No es verdad! —le discutió Georgiana—. ¡Alzaron la voz!

La tía Julie no sabía qué responderle. Fue Anne la que se atrevió a darle una explicación plausible.

—Vuestra tía no ve con buenos ojos mi compromiso con Edward —respondió—, por los mismos motivos por los que él no me consideró una buena compañía para ti en el pasado.

—¡Eso es absurdo! —alegó Georgie—. No puedes decir tal cosa, tía.

—Tengo mis razones, Georgiana —contestó con seriedad—. Y ya veo que Edward también tenía sus reservas en un inicio. Ahora, en cambio, ha perdido la cabeza.

—El criterio de la tía Julie no afecta mis planes, Georgiana —intervino Edward, tratando de zanjar el asunto—, así que mi matrimonio con Anne será un hecho dentro de poco tiempo, sin importar lo que opine nuestra tía. Ya que todo el mundo ha dicho lo que deseaba, les pido que dejemos a Anne descansar en paz.

Georgie se marchó, con más interrogantes que respuestas. Anne le había dado una excusa, pero no explicó cómo se produjo la escena que había interrumpido. La tía Julie abandonó la habitación también, pero permaneció fuera aguardando por Edward. Este se quedó unos instantes con Anne, para tranquilizarla. La abrazó y le dio un beso en la frente.

—Mi tía ha tenido un delirio, Anne, impulsada por el deseo de vernos separados. Siento mucho que te hayas despertado de esa manera, pero era la única forma de hacerle ver que te hallabas en tu habitación y no en el jardín con otro hombre, como ella quería hacerme ver.

Anne asintió.

—¡No he salido de la habitación desde que nos despedimos! ¡Estaba dormida!

Mientras decía esto, se guardó para sí la resolución que había tomado unos segundos atrás de regresar lo antes posible a Ámsterdam, con Prudence. No quería alarmar a Edward, pero no podía permanecer por más tiempo en esa casa.

Él volvió a darle un beso, esta vez en los labios y desapareció. Estaba deshecho por la tensión y un amargo sabor de discordia le rondaba. En el pasillo, se topó con su tía que tenía una expresión adusta.

—Puedo tener mis defectos —reconoció—, pero jamás me has conocido por una persona deshonesta. No tengo dudas de lo que vi, y a ti cabe darle el crédito que merecen mis palabras. Sé que en el fondo de tu alma me consideras incapaz de urdir una historia tan macabra. Notaste mi genuina angustia cuando fui a buscarte a tu despacho y presenciaste la indignación que experimenté al saber que la señorita Cavendish no era merecedora de tu afecto ni de nuestra hospitalidad. No sé cómo logró en tan breve tiempo retornar a la casa, quizás lo hizo sabiendo que confiarías más en ella que en mí, pero debes creer en mi palabra. He dicho la verdad.

Edward la escuchó en silencio, respetó cada frase dicha, pero no le contestó. Bajó la escalera despacio y ofuscado. Confiaba en Anne, pero debía ser justo y admitir que su tía jamás le había mentido. ¿Cómo tendría ella la sangre fría de concebir un plan como ese para separarlos? Por otra parte, ¿cómo pensar realmente que Anne se hallaba en el jardín, traicionándole con el barón? Él la había visto en su lecho dormida y aquella imagen le había valido para sosegarse. Sin embargo, ¿lo dicho por su tía tendría algún basamento? ¿Podría darle el beneficio de la duda? Admitir eso sería casi como agujerear la confianza que debía tenerle a Anne.

Sin una verdadera razón, se encaminó de regreso por el corredor hasta llegar a la puerta que conducía al jardín. Descorrió los cerrojos y bajó al escenario donde su tía decía haberla visto con su amante.

Caminó por segunda vez por el césped en varias direcciones, sin hallar en él señales de huellas o de barro. Cuando ya había desistido por considerar un sinsentido lo que hacía, encontró una pequeña prenda blanca tendida a un costado del sendero que llevaba de vuelta a la casa. La levantó del suelo y se percató de que era un pañuelo de mujer. Lo iluminó con la bujía y pudo advertir las letras A y C engarzadas. No tenía dudas, era un pañuelo de Anne y olía a rosas, el perfume que ella utilizaba.

Aquel descubrimiento lo llevó una vez más a la desazón. ¿Era esa la prueba material que buscaba para inculparla? No, no podía ser cierto. Un pañuelo no era suficiente para que él desconfiara de ella, una mujer que le había dado pruebas de su amor. Tenía miles de motivos para creer en su palabra. ¿No podía haber planeado su tía todo aquello? ¿No podía haber coronado su teatralidad con una prueba que lo llevase a considerar como verídica su historia?

Había sido una suerte que la hubiese hallado, pero tampoco el pañuelo se encontraba demasiado oculto. La primera vez estaba muy alterado para haberlo advertido, pero en esa segunda ocasión fue lo bastante cuidadoso para buscar algún indicio. Ahora lo tenía en sus manos y continuaba sin saber qué creer. ¿Anne había estado en el jardín con el barón? ¡Se negaba a admitir aquello! Prefería considerar que lo había olvidado en la tarde en la terraza y que el viento lo había llevado al césped o incluso que había sido un ardid de su tía. No obstante, no podía negar que el descubrimiento más que despejar sus dudas, las había vuelto cada vez más fuertes.

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