Capítulo 3

Ámsterdam, abril de 1895.

Lady Lucille arribó a Ámsterdam con un aparente fastidio por verse precisada a viajar de improviso, aunque en su corazón albergaba un deseo inmenso de ver a su hija Elizabeth, de la que nunca se había separado tanto tiempo. Detrás de su pintoresca personalidad, se encontraba una anciana sensible que ocultaba la tristeza que le acompañaba desde la muerte del padre de Anne. Tan solo los más allegados conocían bien a la Duquesa de Portland, su nobleza e inteligencia y su carácter fuerte, utilizado como coraza para proteger su dulce espíritu.

La pérdida de su hijo fue una tragedia, y luego de un largo período de duelo, Lucille se volvió más extravagante y si se quiere, más excéntrica de lo que había sido hasta entonces. Viajaba por Europa como si tuviese veinte años menos, se codeaba de jóvenes arqueólogos y espeleólogos que la querían como a una madre; fue precursora de los viajes a Egipto y su colección de antigüedades era muy aclamada entre los anticuarios de Londres. Por si fuera poco, era una erudita de los antiguos dramaturgos griegos, sobre los cuáles había escrito varios libros y una decena de artículos bien recibidos por la crítica.

Estas ocupaciones poco ortodoxas para una dama algo entrada en años, contribuyeron a que su hija Elizabeth se ofreciese a cuidar a su amadísima sobrina Anne. La joven de veinte años supo de inmediato que Lucille estaba lejos de querer ser una madre para la pequeña, no porque no la quisiese, sino porque su personalidad pugnaba mucho con la de una abuela devota de la vida doméstica. Elizabeth no quería que Anne fuese criada por institutrices, sabía de la importancia del afecto fraterno, así que no vaciló en asumir su obligación. A fin de cuentas, ese hubiese sido el deseo de su desdichado hermano, por lo que renunció a cualquier idea seria sobre el matrimonio.

En aquellos años, Elizabeth no destacaba por ser una mujer hermosa, pero su rostro tampoco estaba privado de belleza. Su madre solía decir que era lo bastante agradable a la vista para casarse o para no hacerlo en lo absoluto, por lo que tanto si lo hacía como si renunciaba a la vida conyugal, no importaría demasiado.

Muchos años después, Elizabeth pensó que toda posibilidad de contraer matrimonio había pasado ya. Tenía casi cuarenta años y su mejor ocupación era acompañar a Anne a los ensayos del teatro. Su juventud había quedado en el pasado, eso era cierto, pero su rostro no había languidecido; Lucille consideraba incluso que su madurez le había otorgado una distinción de la cual había carecido por completo dos décadas atrás. Esa belleza tardía, esa serenidad y gracia que le acompañaban, fueron apreciadas por Pieter van Lehmann, una noche de concierto en el Opera House.

Van Lehmann era un británico de corazón, pero había nacido en Ámsterdam, hijo de madre inglesa y padre holandés. Se había educado en Londres y después de regresar a Ámsterdam se había casado con su primera esposa, a la que perdió muy pronto tras el parto de su único hijo. Desde entonces, ninguna otra mujer lo había deslumbrado lo suficiente como para considerar rehacer su vida.

Cuando otra tragedia similar afectó a su familia, fue que comprendió el valor del amor para comenzar de nuevo. Su hijo, joven viudo y con una pequeña hija de escasos tres años, se enamoró de la encantadora Prudence, hija de lord Jasper Hay, el Conde de Erroll. Más que los títulos y conexiones de su familia, Johannes van Lehmann había visto en ella una dulzura que lo conmovió, renovándole la esperanza de felicidad hogareña. Prudence no tardó en convertirse en una esposa maravillosa y en una madre amantísima para la pequeña María.

Durante años, la determinación de Johannes de reconstruir su hogar ante una suerte despiadada y adversa, había torturado un poco a su padre Pieter. No podía negar que se alegraba mucho por su hijo y por María, pero el asunto le hizo cuestionar su decisión de no volver a casarse. Pieter había vivido recluido en su casa, sumido en los negocios de transporte marítimo de mercancías y sin disposición para admirar a una mujer. Quizás por eso, cuando tiempo después quedó prendado de una elegantísima dama en el Opera House de Londres, no dejó escapar la oportunidad.

Pieter rondaba los sesenta años, pero no se consideraba un viejo. La visión que tenía del palco vecino lo hacía sentir con mayor vitalidad. Aquel perfil que miraba distraído hacia el escenario lo había cautivado y no dudó en su propósito de descubrir el nombre de aquella mujer. Se trataba de la señorita Elizabeth Cavendish, una solterona de mediana edad llena de encanto, según pudo descubrir en los días sucesivos. Van Lehmann se hizo presentar y comenzó a concurrir los círculos que ella frecuentaba, así que al término de unas pocas semanas ya eran buenos amigos.

Enamorarla y descubrirle sus verdaderas intenciones para con ella fue más difícil. A Elizabeth Cavendish le costaba reconocer un galanteo; parecía tan convencida de su poco atractivo para el sexo opuesto, que las atenciones de van Lehmann las consideraba dignas de un amigo. El cariño de Elizabeth por su sobrina Anne, a la que había criado como a una hija, complejizaba aún más sus intenciones de casarse y marcharse con ella a Ámsterdam.

Tras unos meses de afecto constante e insistencia, Elizabeth —enamorada a la sazón de su pretendiente— accedió a su propuesta de matrimonio. Le era difícil abandonar su hogar, pero lady Lucille había insistido en que ella velaría por Anne, con la ayuda invaluable de la señorita Norris. La propia Anne se había mostrado muy conforme y feliz por su tía, que tanto había hecho por ella. Asimismo, no dudaba que su compromiso secreto con Charles pronto saliera a la luz y pudieran casarse, siguiendo así sus pasos hasta el altar.

Un tiempo después, Anne había llegado a Ámsterdam desconsolada. Hacía un esfuerzo por sonreír y mostrarse atenta frente a su abuela, cuando en su interior se sumía en la tristeza. Cuando se encontraron con Elizabeth en la casa, el recibimiento fue caluroso. Lady Lucille se mostró más cariñosa con su hija que de costumbre, lo que evidenció cuánto en realidad la había echado de menos. Con Anne, el abrazo fue más extenso y emotivo, y ambas no podían dejar de llorar... Lucille se alejó un poco de ellas, pues, —según había dicho—, tantos abrazos le provocaban escozor. La señorita Norris las había acompañado, pero su insulsa personalidad la colocó también fuera del espacio más íntimo.

Luego saludaron al resto de la familia: el primero en acercarse fue Pieter, un hombre alto, delgado y afable a quien lady Lucille encontró muy rejuvenecido. También estaba la hermosa Prudence, acompañada de María, una jovencita de trece años, larguirucha y un poco tímida. Johannes se encontraba en Rotterdam, pero regresaría a tiempo para el bautizo de su pequeño hijo. El mayor de la pareja, Christopher, era un muchachito de nueve años de cabello rojizo, que daba vueltas por la habitación bajo la atenta mirada de su institutriz y de su hermana María.

Lady Lucille y Anne se hallaban un poco cansadas del viaje, por lo que no demoraron en retirarse a sus aposentos, guiadas por Elizabeth. Prudence y los niños se marcharon también. El hogar de los van Lehmann ocupaba una amplia propiedad con dos casas entre las que se encontraba un precioso jardín—invernadero, con varias aves exóticas. En la casa mayor —la Casa Norte—, vivía Johannes con su esposa y sus hijos, en la otra —la Casa Sur—, residía su padre con Elizabeth. En esa morada acogerían a las Cavendish, para que Elizabeth pudiese tener muy cerca suyo a su madre y a su sobrina.

Luego que lady Lucille quedó instalada en sus habitaciones, Elizabeth logró estar a solas con Anne, como deseaba. Blanche se afanaba en desempacar, pero Elizabeth le recomendó que lo hiciese más tarde. La doncella entendió la sugerencia de inmediato, por lo que se marchó enseguida para no incomodar.

La habitación era grande, el balcón daba hacia una vista del jardín, desde el cual Anne pudo divisar a lo lejos unos hermosos guacamayos de tono escarlata que volaban hacia las ramas de un arbusto. Van Lehmann había construido una edificación de hierro y cristal de considerables dimensiones para albergar un jardín interior. A Elizabeth le encantaba, pues el diseño le recordaba un poco al Crystal Palace de Sydenham Hill; era probable que, a su madre, le gustara también. Anne no comentó nada de la preciosa vista, se encontraba demasiado ofuscada para dejarse maravillar por el invernadero, así que cerró la puerta y se acomodó encima de la cama. Estaba muy cansada, hacía días que le costaba trabajo conciliar el sueño, y cuando lo hacía no dormía bien.

Elizabeth se sentó a su lado en una silla y le cogió una mano como cuando era pequeña. No sabía cómo abordar el asunto, así que decidió decir algo menos directo.

—Me alegra muchísimo que hayas venido, querida. ¡No sabes cuánto te he echado de menos en estos meses!

Anne asintió. También la distancia le había golpeado con bastante fuerza, tanto que todavía no se acostumbraba a la ausencia de su tía Beth. No se lo reprochaba, por supuesto, pero después de su ruptura con Charles le había sido muy difícil sobrellevar tantas pérdidas.

—Yo también me alegro mucho de estar aquí, tía Beth.

—Por cierto, la familia de Prudence se halla hospedada en su casa por estos días. Creo que podrías hacer amistad con la hermana menor; Georgiana y tú tienen casi la misma edad…

Anne había escuchado hablar de los Hay en algunas ocasiones; había conocido a Prudence en la boda de Elizabeth que se celebró en Essex, pero al ser una ceremonia pequeña y estrictamente familiar, el resto de los Hay no había acudido. Elizabeth los mencionaba por carta alguna vez, pero tampoco los había conocido hasta unos días atrás.

—Me encantaría. La señorita Hay debe ser una compañía muy agradable —contestó Anne, aunque Elizabeth intuyó que se trataba de una mera respuesta cortés.

Anne no se mostró muy entusiasmada, quizás por eso Elizabeth desistió de hablarle de Gregory Hay, el joven hermano de Prudence, en quien cifraba sus esperanzas. Charles Clifford no merecía a Anne, y pese a que nunca se había opuesto a aquella relación, estaba convencida de que ella necesitaba un nuevo amor. Imaginaba que no sería fácil, ellos se querían desde niños y un afecto así era muy difícil de arrancar del todo; pero si él la había abandonado, si él se había comportado de aquella manera tan odiosa, a Anne no le quedaría otro camino que olvidarlo. Gregory Hay, por otra parte, le parecía un caballero muy amable y un excelente partido.

—Esta noche Prudence nos ha invitado a cenar, y espero que nos acompañes —insistió Elizabeth—. Sé que estás muy triste todavía, mi pequeña, pero la soledad es mala compañía en épocas de abatimiento. Lo mejor que puedes hacer por nosotros y por ti misma es tratar de no pensar más en ese asunto. Tanto si Charles recapacita de su torpeza como si no lo hace, tendrás que seguir adelante.

Anne ahogó un sollozo.

—Prometo que tendré mejor ánimo en la noche —aseguró—. Estoy muy feliz de verte, tía Beth, eso es motivo suficiente para disfrutar de estos días a tu lado…

Elizabeth quedó un poco más tranquila con aquella respuesta. La buena compañía y el divertimento harían maravillas en Anne, pero necesitaba de un poco de tiempo. Aunque hablaron más sobre Charles, el resto de la tarde Elizabeth logró derivar la conversación hacia temas menos dolorosos e inclusive logró arrancarle un par de sonrisas. Cuando al fin la dejó dormida en su cama, supo que habían dado ya el primer paso hacia su recuperación. En definitiva, ella seguía siendo su pequeña hija, y como madre haría hasta lo imposible por verla feliz otra vez.

Un rato antes de la cena, Prudence hizo las presentaciones pertinentes. Edward, tan imponente como solía ser, saludó con el mínimo que demandaba la buena educación. Se sentía algo incómodo cuando se encontraba fuera de su círculo de amigos más cercanos, lo cual resultaba absurdo tratándose de un caballero dedicado a la política. Gregory, en cambio, se deshizo en elogios cuando descubrió que la hermosa joven, ataviada con un traje azul que enaltecía sus ojos oscuros y su abundante cabello negro, era la señorita Cavendish… Anne trató de eludir todas las preguntas sobre el teatro y no habló mucho, salvo para agradecer los agasajos del muchacho. Georgiana, más tímida, supo contener su admiración y se dirigió a Anne con más naturalidad. Las jóvenes congeniaron desde el primer momento, Elizabeth no se había equivocado.

Lady Lucille también fue presentada; vestía un elegante traje negro que le sentaba como un guante y un collar tan sui generis en su factura como su propia personalidad —la prenda de oro y piedras semipreciosas la había comprado en Susa, en una expedición arqueológica algunos años atrás—.

Luego, el grupo se dividió de manera espontánea: Edward, Gregory y Pieter se sentaron a conversar junto a la ventana mientras tomaban una copa. Elizabeth, la señorita Norris, lady Lucille y Prudence se acomodaron en un diván. Anne y Georgiana se quedaron más rezagadas. Georgie, aún con poca desenvoltura, invitó a Anne al piano, así que ambas recorrieron el salón, hasta colocarse al costado del instrumento.

—Señorita Cavendish, si le acompañara al piano, ¿cantaría usted para nosotros? —La pregunta demostraba un interés tan sincero y una humildad tan grande, que Anne sonrió.

—Llámame Anne —le pidió—, pero lamento declinar tan amable ofrecimiento, estoy reposando la voz en estos días y tampoco tengo mucho ánimo para cantar. Espero que puedas disculparme, me hubiese gustado mucho complacerte de veras.

Georgiana no pudo disimular su decepción.

—Nunca te he escuchado, pero he leído mucho sobre ti… Mi hermano Gregory dice que cantas como un ángel.

Anne se ruborizó.

—Les agradezco a ambos por el cumplido, pero tuve una carrera corta, de menos de un año. Yo misma preferí retirarme de los escenarios en cuanto el contrato me lo permitió. Quizás por eso me resista a cantar ahora, para no rememorar ese tiempo en el teatro, satisfactorio pero muy agotador. Por el momento deseo descansar hasta de los recuerdos.

Era una frase bastante enigmática, pero Georgiana no indagó más. Quería preguntarle acerca de su carrera, del repertorio, de sus experiencias, mas intuyó que Anne no deseaba hablar de aquello.

—Hagamos algo —le propuso Anne—, si en estos días preciso de algún ensayo privado, te busco para que me acompañes al piano… —profirió para suavizar su negativa.

Georgiana sonrió agradecida.

—¡Me encantaría! Nunca he conocido a una soprano ni he tocado para nadie importante, tan solo en las reuniones familiares.

—Yo no soy nadie importante, disfruto mucho de la tranquilidad de mi hogar, tal vez eso haya motivado que me retirara tan pronto y también que mi abuela no tenga mucha paciencia con mi carrera.

—¿La desaprueba? —preguntó con interés Georgiana.

—No —repuso Anne mirando de soslayo a la figura vestida de negro que se encontraba al fondo del salón—. Lady Lucille es una mujer muy… —le costó trabajo encontrar el adjetivo apropiado—, liberal. Ha viajado mucho y supongo que le desagrade un poco ocuparse de mi carrera para desatender sus propios intereses artísticos.

—¿Canta también?

—¡Qué va! Es la persona más desafinada que conozco, pero sabe apreciar la buena música. Mi tía Elizabeth comenta a menudo que la voz la heredé de mi madre, a quien no conocí. Mi tía fue quien veló por mí durante buena parte de mi formación como soprano, un motivo más para no continuar cantando, si ella está lejos de mí.

Luego de una pausa, Anne agregó:

—No hablemos más de mi carrera. Tú también eres una artista, ¿cierto? Confieso que toco el piano, pero no con la destreza que quisiera. Mi tía Elizabeth me dijo que eras una virtuosa y me encantaría escucharte.

Georgiana sonrió ante el halago, muy poco acostumbrada a recibirlos de alguien a quien consideraba muy avezada en música.

—Me gusta mucho tocar, es verdad, mas no me siento cómoda haciéndolo para un gran público. Cuando estoy entre personas de confianza sí logro un desempeño a la altura de mis propias exigencias, que son muy altas, te lo aseguro.

—Tener miedo es algo habitual, a mí también me sucedía siempre que cantaba. Al principio pensaba que no me saldría la voz, hasta que con práctica logré hacerlo mejor. ¿No sueles tocar en casa para los amigos?

Georgiana negó con la cabeza.

—No recibimos mucho —declaró—, lo cual sé que resulta un tanto extraño. Mi hermano Edward en Londres sí acoge con regularidad a varios políticos en su casa de Westminster, pero por lo demás somos bastante reservados. Mi padre murió hace diez años y desde entonces no recuerdo que se haya hecho ninguna fiesta en casa… Mi madre enfermó poco después de eso y no se ha recuperado —añadió con tristeza—, por lo que en Hay House, nuestra casa de Kensington, recibimos poco.

—Lo siento mucho. Mis padres murieron cuando yo era muy pequeña y mi abuela tampoco ha dado fiestas en casa. Eso sí, tiene un club literario en el verano, juega al bridge con sus amigos y la visitan escritores, profesores y mecenas en nuestro hogar de Essex. ¡Posee una envidiable colección de arte antiguo, así que es habitual recibir a algún visitante interesado en sus piezas!

—¡Lady Lucille es una dama extraordinaria! —exclamó Georgiana, muy poco acostumbrada a encontrar ese tipo de fortalezas en el carácter de una mujer. Su propia madre distaba mucho de comportarse como lady Lucille—. Me gustaría mucho ver algún día la colección de la duquesa, imagino sea magnífica. En algún momento me gustaría viajar también…

Anne volvió a echarle un vistazo a su abuela, que seguía en animada charla con la tía Elizabeth. La composición había cambiado un poco: Prudence se había marchado con sus hermanos y Pieter se había ido a sentar con su esposa y la madre de esta. Anne advirtió que los Hay la miraban con cierto interés: Prudence, con el semblante serio, le decía algo a Edward que tal vez no fuese agradable. Gregory, en cambio, mostraba una expresión más relajada y al cruzarse su mirada con la de Anne, no dudó en echar a andar hacia ella.

—Señoritas —dijo cuando llegó—, permítanme hacerles compañía antes de la cena. Con ustedes me sentiré más a gusto que escuchando la aburrida conversación entre mis hermanos mayores.

Anne no dijo nada, se limitó a asentir. Se sentía un poco incómoda en su presencia, aunque Gregory era muy cortés.

—Querida hermana —prosiguió él—, ¿por qué no tocas algo para nosotros? Le aseguro, señorita Cavendish, que Georgiana tiene un gran talento para la música, y ya que se resiste a deleitarnos con su voz, según me ha dicho la señora van Lehmann, al menos podremos disfrutar de algún concierto.

—Ya me han hablado del talento de la señorita Hay al piano —respondió Anne—. Le comenté hace un instante que sería un placer para mí escucharla…

Georgiana no replicó, estaba acostumbrada a tocar para sus hermanos. Edward era muy aficionado a la música y con frecuencia la hacía tocar en casa para ellos. El auditorio de aquella noche era un poco más numeroso que de costumbre, pero no lo suficiente para sentirse intimidada. La señorita Cavendish había demostrado ser una joven muy agradable. Juntas escogieron un concierto para piano de Liszt y cuando Georgiana colocó la partitura en el atril, advirtió que Edward la observaba muy atento.

El concierto, ejecutado a la perfección, brindó el marco propicio para que Gregory dedicara sus atenciones a Anne. Georgiana al principio estuvo al corriente de la conversación, pero debía estarlo más de la partitura, para no dejarlo a su memoria.

Anne se hallaba de pie junto a Gregory, cercanos a una ventana. Desde su posición pudo percatarse también de la fija mirada de Edward Hay sobre ellos. Desde la primera vez que lo vio le había parecido antipático, ahora la contemplaba con una expresión que podía calificarse de intimidante.

Lord Hay no era el único que observaba a la pareja, pues la tía Elizabeth les había dedicado alguna sonrisa. Anne se sintió cada vez más incómoda, sin saber qué hacer. Por más que hubiese cantado en el Opera House, jamás había aprendido a lidiar bien con los agasajos masculinos. Siempre trató de mantenerse alejada de cualquier lisonja, gracias a la presencia de Elizabeth como después por la de la señorita Norris.

—Señorita Cavendish, la fortuna tiene caminos tortuosos, sin duda.

—¿En serio? —preguntó ella, volteándose hacia Gregory—. No comprendo a qué se refiere, señor Hay.

—Antes de salir de Londres me quejaba con mis amigos de haberla perdido tan pronto, sin haberla admirado media docena de veces en escena. Cuál no sería mi dicha cuando descubro que compartiré con usted en estos próximos días…

—Le agradezco, señor Hay, pero quizás se decepcione.

—¿Por qué lo dice? —La expresión de Gregory era tan significativa que por un momento Anne temió que sus palabras hubiesen sido malinterpretadas—. ¿Por qué tendría que decepcionarme?

—Me refiero a que la señorita Cavendish es mucho más sencilla que la soprano que muchos admiran desde el palco. Y he renunciado a ser aquella para volver a ser tan solo yo. La fama no me satisface tanto, se lo aseguro, como el placer de pasar inadvertida.

—Jamás pasaría inadvertida, señorita Cavendish, aunque se presente a nosotros con su nombre y no con el atavío de Norma.

Anne no pudo evitar sonreír. Casta Diva fue el aria con la cual debutó en el Opera House. Hay en verdad había seguido su corta carrera.

—Gracias —le contestó—, me trae buenos recuerdos esa ópera.

—De pensar que no volveré a escucharla cantada por usted, me lleno de verdadero pesar… —insistió él, meloso—. Su lugar es insustituible…

A Anne le exasperaba un poco aquel tono de Gregory y sus palabras exageradas.

—Existen excelentes sopranos que asumirán mi puesto —le aseguró—. La próxima temporada en el Opera House ya está planificada y le garantizo que sabrá apreciarla.

—Me temo que no siento predilección alguna por la señorita Preston, si es la sustituta a la que se refiere —le dijo Gregory inconforme—. Mi aplauso siempre era para usted.

La señorita Preston tampoco le agradaba a Anne, no por su voz sino por su conducta. Rivalizaba con ella y se comportaba de manera inadecuada. Era el tipo de mujer que no dudaría en rendirse a los encantos y atenciones de un caballero como Gregory Hay.

Estuvieron charlando un poco más sobre el teatro, mientras los ágiles dedos de Georgiana avanzaban en su interpretación de Liszt.

—Tocas con maestría —le alabó Anne con sinceridad—. Creo que pasaremos mucho tiempo juntas en el salón de música. ¡Adoraría escucharte tocar por horas enteras!

Cuando volvió la vista al frente, advirtió que Edward Hay se encaminaba hacia ellos. Su alta figura era impresionante, así como sus ojos azul oscuros… Gregory era luminosidad, empatía, amabilidad; Edward era sombrío, taciturno e inquietante. Solamente el cabello castaño develaba el vínculo fraterno entre ambos, pues a Anne le parecía que en esencia eran bastante opuestos. Tampoco había reparado hasta ese momento en que Edward utilizaba un bastón para caminar, lo que le dotaba de una mayor sobriedad. Su cojera no era grande, pero requería de la apoyatura para andar.

—Señorita Cavendish —dijo colocándose a su lado—, espero que no le incomode mi interrupción.

—En lo absoluto, lord Hay. Disfrutábamos del talento de la señorita Georgiana al piano, un verdadero deleite para nosotros.

Georgiana se levantó entonces luego de haber concluido con los últimos acordes de la pieza.

—Le agradezco, señorita Cavendish —continuó lord Hay—. Yo mismo he supervisado su formación, soy muy amante de la música. No obstante, mi querida hermana es una aficionada, creo entender que la verdadera artista en esta sala es usted.

Aquellas palabras no le parecieron elogiosas; inclusive la sonrisa dibujada en el rostro de lord Hay era altanera.

—Lord Hay, el artista no se hace en los escenarios, es una cualidad con la que se nace o de la que se carece por completo —enfatizó Anne—. La formación es esencial pero no definitoria en el arte, por eso pienso que no existen verdaderas diferencias entre su hermana y yo. La señorita Hay es una artista en todo el sentido de la palabra, se lo aseguro.

Gregory la miró sonriente, ante la evidente incomodidad de su hermano mayor que prefirió guardar silencio.

—¡He recibido demasiados elogios hoy! —contestó Georgiana avergonzada, consciente también de la tensión que se había creado entre la joven y su hermano mayor.

—Querida señorita Cavendish —le dijo Gregory—, ¡han sido sabias sus palabras! Yo también considero a Georgie nuestra pequeña artista. Mi hermano alaba mucho sus cualidades. En realidad, tiene muy buen criterio para todas las manifestaciones artísticas, casi tan bueno como yo —añadió riendo—. ¡Pienso que los Hay somos grandes apreciadores del buen arte! Pero volviendo a Georgiana, hay que reconocer cuánto la ha incentivado mi hermano en sus estudios, pues el propio Edward solía ser también un excelente ejecutante en el piano.

Aquella última frase, dicha al descuido, ensombreció más el rostro de lord Hay, según pudo percatarse Anne. Le hubiese demostrado interés por aquella información reveladora, pero prefirió ser cauta. Le costaba trabajo imaginarlo al piano, pues su carácter distaba mucho de la sensibilidad que debía poseer un buen músico.

—Hace mucho que no toco, lo reconozco —respondió el aludido—, mas no he perdido el placer por escuchar buenos conciertos. Incentivo mucho a Georgiana a practicar y a mejorar todo el tiempo, pues en el futuro sus esfuerzos se verán recompensados con una técnica exquisita. —Luego volvió a mirar a Anne con detenimiento—. Lamento no haberla escuchado cantar nunca, señorita Cavendish. A diferencia de mi hermano, que parece ser muy conocedor de su talento, no tuve la oportunidad de verla en el teatro.

—¡Una gran pena sin duda! —aseguró Gregory—. Es difícil que puedas formarte un criterio propio con mis apreciaciones, pero debes confiar en que la señorita Cavendish es una soprano magnífica.

—Lo imagino —dijo Hay—. Lo que nunca supuse fue que contaríamos con su presencia estos días. ¡Ha sido toda una sorpresa! —Su expresión no era amable—. Supongo que todos nos sentimos obnubilados por la novedad que supone tenerla entre nosotros.

Anne volvió a sentir que no estaba siendo sincero. A diferencia de su hermano que con tanta amabilidad le había hablado, Edward dejaba entrever un desagrado velado tras palabras, en apariencia corteses.

—El teatro ha quedado atrás, lord Hay. He marchado de Londres con la intención de descansar del reconocimiento y de la fama, que tan efímeros suelen ser. Le he dicho a su hermano hace poco que me place más la tranquilidad de mi hogar que el aplauso del público. Más que ser reconocida como soprano, prefiero ser yo misma. No me suponga vanidosa, pero la música la llevo siempre conmigo sin necesidad de un escenario o de un auditorio que me escuche. En cuanto a nuestro encuentro, para mí también ha sido una sorpresa, tan satisfactoria como debe haberlo sido para usted.

Si Edward Hay quedó atónito o molesto por la ironía subyacente en la respuesta de la señorita Cavendish, no lo demostró. Gregory entendió muy bien, pues otra sonrisa apareció en su rostro y Georgiana se mostró tensa, lo cual apenó a Anne que no deseaba disgustarla.

La conversación no continuó, pues Prudence llamó al comedor, un poco ajena al difícil trance en el que se vio inmersa la invitada. Prudence sabía que Edward podía resultar antipático y que la señorita Cavendish no le agradaba, pero confiaba en que la educación y el buen corazón de su hermano mayor se impusieran a cualquier impresión inicial. Lo que nunca imaginó la anfitriona fue que, en el corto tiempo que había conversado con ella, se había reafirmado la mala opinión de Edward sobre Anne.

Edward estaba al tanto de las aventuras de Gregory con artistas como Anne, no en vano era tan aficionado al teatro. Aquellas historias lo incomodaban mucho, sobre todo porque su hermano no era discreto ni se preocupaba en lo más mínimo por su carrera política o por la reputación de la familia. ¡Tristemente, ni siquiera su madre se hallaba en condiciones de reprenderlo!

Si la señorita Cavendish tenía más refinamiento que otras artistas, a Edward no le importaba en lo absoluto; en su consideración todas las sopranos eran iguales y aquella, por su alta cuna, incluso era más peligrosa que las otras. No podía entender cómo su abuela lady Lucille había consentido que cantara en el teatro, pero luego de observarla con detenimiento en el salón aquella noche pudo comprender que la anciana era tan liberal y descabellada como jamás hubiese esperado de una duquesa. Únicamente la señora Elizabeth van Lehmann parecía ser una mujer sensata, pero estaba muy lejos de la señorita Cavendish como para ejercer una influencia positiva.

Durante la cena, Anne se vio ubicada en la mesa entre su tía Elizabeth y Gregory, y al frente tenía, para su disgusto, a Edward con su mirada escrutadora. Se sentía incómoda ante él. Aunque su tía Beth trataba de conducir la conversación, Anne no dejaba de pensar en las razones que motivaban su comportamiento y eso la volvió un tanto abstraída.

Edward se notaba bastante pendiente de Anne y de Gregory, pese a que ella se mostraba tan indiferente con él que no había nada interesante que observar. Anne creía que lord Hay valoraba muy poco a los artistas; quizás incluso la considerase indigna de compartir su mesa y su pensamiento no podía estar más acertado.

La voz de Prudence la sacó de su ensoñación:

—Señorita Cavendish, no sé si sabe que en un par de semanas celebraremos una fiesta con motivo de nuestro décimo aniversario de bodas —dijo con una sonrisa—. Le confieso que la celebración nos tiene muy ilusionados. Espero que Johannes llegue pronto de Rotterdam para comentarle los últimos detalles.

—No sabía nada —repuso Anne—. ¡Le doy mi enhorabuena!

—Además del bautizo del pequeño John, esta celebración será un gran acontecimiento, se los aseguro —continuó Pieter—. Hemos recibido confirmación de la participación de varias familias tradicionales e inclusive de miembros de la Casa Real.

—Yo tampoco sabía de esa celebración, querida hermana —señaló Edward—. Pensé que atenderíamos tan solo al bautizo, mas constato que este viaje ha estado plagado de sorpresas.

Prudence se encogió de hombros, incapaz de elaborar una buena excusa sobre la omisión consciente que había hecho, ni podía comentar nada de la otra sorpresa que había contrariado de forma visible a su hermano mayor.

—Sé que no eres amante de las fiestas, querido Edward —agregó con una sonrisa—, pero el acontecimiento más importante sigue siendo el bautizo de vuestro sobrino más pequeño. De todas formas, la presencia de ustedes en nuestra celebración de aniversario es muy esperada y querida por Johannes y por mí.

—¡Me parece una idea espléndida! —exclamó Gregory—. Yo que pensé que me aburriría demasiado en estos días... ¡Al menos habrá algo que pueda sacarme del tedio!

—Anne, Prudence ha tenido una idea muy buena que quería consultarte, yo me adelanté en asegurarle que estarías de acuerdo —prosiguió Elizabeth—. A las dos nos haría mucha ilusión que dijeses que sí.

Anne permaneció en silencio, temiendo cuál pudiese ser la petición.

—Señorita Cavendish —comenzó Prudence haciendo caso omiso a la expresión de desaprobación de Edward—, para nosotros sería un honor que cantase una pieza en la fiesta, nunca hemos tenido el placer de escucharla y sería el suceso del mes en Ámsterdam. Si acepta, pondremos a su disposición la orquesta y podrá escoger con libertad qué interpretar. Su colaboración sería inestimable para nosotros y yo le estaría muy agradecida.

—Me ha tomado desprevenida —confesó Anne—. Cuando partí de Londres anuncié que me había retirado para siempre y no tenía intenciones de volver a cantar en público. —Sus tentativas de dar una excusa cortés estaban siendo infructuosas.

—Insisto en que debes hacerlo, querida —dijo lady Lucille que había estado en silencio todo el tiempo—. Te retiraste en Londres y este puede ser un buen momento para hacerlo también en Ámsterdam, en el marco de una celebración familiar. No veo motivos para negarse.

Edward estuvo a punto de decir que lady Lucille y la señorita Cavendish no eran parte de la familia, pero prefirió continuar callado, era lo menos que podía hacer por educación y respeto a Pieter y a Elizabeth.

—Por cierto —continuó diciendo la duquesa—, presiento que esa decisión de renunciar a cantar de forma definitiva no durará. Quizás no te decidas a atarte a un contrato por una temporada, reconozco que puede ser agotador, pero en tu corazón, hallarás alguna solución para no abandonar algo que amas con tanta fuerza.

Anne se quedó en silencio, reflexionando, era cierto que le gustaba mucho cantar.

Georgiana se dirigió a Anne con entusiasmo, apoyando la idea de Prudence:

—¡Podríamos ensayar primero al piano! Así cumpliría su promesa de permitir que la acompañase…

Anne asintió con una sonrisa. Georgie le había agradado sin grandes esfuerzos.

—¡Si es así, empezaremos cuanto antes! —respondió—. ¿De cuántos días dispongo para prepararme? —preguntó.

—Unas dos semanas, señorita Cavendish —contestó Prudence—. ¡No sabe cuánto le agradezco! En la Casa Sur dispone de un magnífico piano, pero insisto en que usen nuestro Broadwood. ¡Georgiana estaba tocando tan maravillosamente a Liszt esta noche, que me parece que es el instrumento perfecto para las dos!

Gregory, lleno de entusiasmo, levantó su copa, ante las perspectivas que se avecinaban. Su soprano favorita volvería a cantar y él estaría muy cerca de ella.

—Querida hermana, esto merece un brindis, ¿no les parece?

Cuando Prudence convino, todos en la mesa alzaron sus copas, incluyendo a un malhumorado Edward, que no pudo substraerse.

—¡Por la señorita Cavendish! —exclamó—. ¡Porque su voz de ángel descorra las cortinas del alma!

Nunca imaginó Gregory Hay cuán ciertas serían sus palabras.

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