Capítulo 24
Los días que antecedieron a la partida de Anne de Ámsterdam fueron agotadores. Lady Lucille consintió que su nieta aceptara la invitación de la señora Thorpe, incluso le recomendó que si veía a los Hay y ellos le renovaban su deseo de recibirla en Hay Park durante el verano, se sintiera libre de aceptar. Elizabeth también se mostró alegre ante la partida de su sobrina, le echaría de menos, pero Anne le mantendría al tanto por carta y a su regreso la distraería con muchas historias. Beth estaba ávida de cotilleos, pues no salía mucho de casa y el embarazo comenzaba a notarse más.
Prudence estaba sorprendida de que Anne accediera de repente a regresar a Londres. Cuando le preguntó si también estaba decidida a ir a Hay Park, la joven no fue concluyente. ¡Cada vez le seducía más la idea de pasar el verano con los Hay, pero todo dependería de la acogida que tuviese cuando viera a Edward! Prudence le pidió que llevara unas cartas para sus hermanos… Pudo haberlo hecho por correo, pero deseaba contribuir a que Edward y Anne se reencontrasen. Aprovecharía también para mandar un vestido de Georgiana que la modista no pudo terminar a tiempo y un libro de Edward que había dejado olvidado.
Anne no quiso escribirle a Georgie su decisión de viajar con la señora Thorpe. Por una parte, prefería darle la sorpresa, y evitaba así que Edward adelantara su partida a Hay Park, si estaba sobre aviso; por otra parte, la joven no había tenido mucho tiempo para preparar su presentación en el Palacio Real, dos días antes de su regreso a Londres. Los ensayos la ocuparon bastante. Para sorpresa suya, encontró en María una excelente compañía, pues la jovencita se las apañaba bastante bien al piano y era tan paciente como en su momento lo fue Georgiana. Anne había seleccionado Casta Diva, una de las piezas más difíciles y que mejor la hacían lucir de todo su repertorio. La tenía muy bien ensayada pues con ella había debutado en el Royal Opera House el año anterior.
Blanche, su doncella, se encargaba de preparar el equipaje que debía llevar consigo. Era un poco extraño para ella estar en Londres y no quedarse en su casa de Mayfair, pero teniendo en cuenta que su abuela no viajaría y que la señorita Norris también permanecería en Ámsterdam, no tenía más remedio que aceptar la hospitalidad de la señora Thorpe, que tan amable era con ella.
El día de la presentación, Anne estaba nerviosa, más aún desde que supo unos días atrás que lady Lucille había declinado la invitación. Según había dicho estaba indispuesta, aunque en realidad no tenía muchos deseos de asistir. La anciana duquesa cada vez se sentía más el peso de los años, aunque disfrutaba de una magnífica salud. Pese a su título, era una aristócrata tan poco ortodoxa que a veces rehuía la compañía de nobles y de eventos con demasiada formalidad. En los últimos tiempos, se había rodeado de intelectuales, y ese era el ambiente que más le agradaba.
Anne se había ataviado para su actuación con un elegante vestido de muselina azul oscuro, impecables guantes blancos y unas perlas de la duquesa. Según le había dicho Prudence, estaba muy hermosa para la ocasión. Iría una hora antes al Palacio Real para ejercitar la voz y ver a los músicos, para ello un carruaje con blasón de la Casa Real holandesa, acudiría a recogerla a ella y a su dama de compañía. El embajador y su esposa, así como Johannes y Prudence, llegarían más tarde, a la hora prevista.
La reina Guillermina había sucedido a su padre en 1890 cuando era una niña, por lo que fue necesaria la regencia de su madre, la reina consorte Emma. El fallecido Rey, Guillermo III era bastante mayor cuando contrajo matrimonio con la entonces princesa Emma de Waleck-Pyrmont. El matrimonio fue feliz, a pesar de las cuatro décadas de edad que mediaban entre el maduro Rey y su joven esposa, y los detractores que antes de su unión debieron superar.
Guillermina, la única hija del Rey que le sobrevivió, era una joven de casi quince años; tenía una exquisita educación y una gran cultura, como correspondía a su linaje y posición. La señora Thorpe había hablado con ella en algunas ocasiones, y había quedado impresionada con la joven monarca.
Una vez que llegaron al Palacio, Anne se maravilló con el salón central, el Burgerzaal, de grandes proporciones. Estaba revestido de mármol y bellas lámparas que realzaban su esplendor. El caballero que los recibió permitió que las damas lo exploraran por unos minutos, para que se embriagaran de su magnificencia. La señorita Norris estaba extasiada por la oportunidad que había tenido de acompañar a Anne; en esta ocasión no había expresado ningún inconveniente por asumir sus funciones. El hombre que estaba a su lado, le indicó que prestara atención a los dibujos del suelo, pues en el mármol estaban representados los dos hemisferios del mundo.
—¡Es precioso! —exclamó Anne, mientras se detenía a observar los enormes círculos en el mármol.
—Observa la estatua de Atlas, querida —comentó la señorita Norris mientras le señalaba hacia uno de los costados del salón, donde en la parte superior se encontraba la hermosa figura esculpida del Dios griego.
—Abuela hubiese disfrutado mucho viéndola —dijo Anne con pesar—, resulta extraordinario ver a Atlas con el mundo a sus espaldas.
—Este no siempre fue el Palacio Real —explicó el caballero—, fue diseñado como edificio del Ayuntamiento de Ámsterdam. Con la invasión francesa y el dominio de Luis Napoleón décadas atrás, se hicieron las reformas pertinentes para convertirlo en lo que es hoy. Por supuesto, no es el único Palacio de la Casa Real.
Anne no dijo nada más, pues fueron conducidos sin más dilación a un salón más pequeño donde sería la presentación. En él aguardaban los músicos en sus puestos y el Director. El salón, pese a que era de menores dimensiones, resultaba espléndido, creando un ambiente íntimo pero elegante, para un grupo selecto de invitados que irían llegando a él dentro de un corto tiempo. Hermosas lámparas de cristal se encontraban suspendidas en el techo, así como candelabros de pie de engalanados diseños. Una serie de butacas de impecable terciopelo rojo aguardaban a que el auditorio las ocupase. Anne atravesó el salón junto a la señorita Norris y saludó al Director, un señor algo mayor, pero de expresión amable. Como acostumbraba a hacer antes de cualquier actuación, revisó con él la partitura e hicieron algunas acotaciones. Anne se sabía la pieza de memoria y las sutilezas que acostumbraba a solicitar de los músicos.
Luego, la señorita Norris y ella se dirigieron a una habitación contigua donde debía prepararse para su interpretación. Una doncella de Palacio le llevó un refrigerio que Anne no tocó, pues apenas podía probar bocado, por lo que se dedicó a practicar la vocalización. La señorita Norris estaba tan impaciente por conocer a la familia real que no cesaba de dar vueltas, al punto de desconcentrar a Anne varias veces. Cuando faltaba poco para el comienzo, la señorita Norris se asomó por una hendija de la puerta entreabierta y advirtió que el salón ya estaba bastante lleno. Anne lo imaginaba, pues la orquesta había comenzado a tocar un divertimento, para amenizar la espera. Por fortuna, ella ya había concluido su preparación, pero aún faltaba un cuarto de hora para que pudiese salir a cantar.
Anne le pidió a la señorita Norris que tomara su lugar junto a Johannes y Prudence en el salón, algo que la dama estaba deseando sin duda, pues no podía contenerse por más tiempo. Lamentaba mucho que su abuela no estuviera, hubiese sido una compañía más agradable para ella.
Cuando se quedó a solas, suspiró. Estaba nerviosa, pero el sentimiento que más le dominaba era la impaciencia, no por cantar, sino por llegar a Londres. Faltaban dos días para marcharse y nunca imaginó que estaría tan deseosa de viajar, ella que le tenía miedo al mar.
Se levantó del diván de oro y terciopelo donde estaba sentada y se encaminó hacia un espejo enorme sujeto a la pared. Se revisó el tocado, se retocó los labios y se miró a los ojos pensando en Edward. No había nada que deseara más que volver a encontrarse con él; temía que a su llegada a Londres le fuese difícil contactarlo o que él no deseara visitarla… A nadie podía confesar que viajaría con los Thorpe solo por la posibilidad de volver a verle. Incluso, cuando lo admitía ante sí misma, se sentía asustada. Por muy importante que fuese disculparse con él e incluso mostrarle su agradecimiento por el valor demostrado en el duelo, ¿eran únicamente estas las intenciones que albergaba?
Un ligero golpe en una de las puertas la hizo volverse y retornar a la realidad. Se trataba de la puerta por la cual había llegado la doncella con el refrigerio y no la que conducía al salón con los invitados. La figura del Duque de Mecklemburgo-Schwerin vestido de perfecta etiqueta, hizo su entrada con una sonrisa encantadora. Anne se sobresaltó al instante, aunque no sintió temor. Sabía que el caballero nada intentaría contra ella en el Palacio Real.
Su presencia le resultaba detestable, pues los recuerdos de aquella noche se le sucedían en la mente. El duque se acercó a ella, pero tuvo a bien guardar una distancia prudencial; era evidente que quería evitar cualquier escándalo.
—Mi estimada señorita Cavendish —dijo con marcada entonación—. No sabe cuánto me satisface venir a saludarle.
—Lamento no poder decir lo mismo —espetó ella—, aborrezco su presencia y le solicito que se marche de inmediato. Le confieso que no esperaba verle esta noche y me sorprende que su osadía haya sido tanta.
El duque sonrió. Le encantaba ese carácter de la joven, le hacía recordar los breves minutos en los que estuvo en sus brazos y no tuvo más remedio que someterse a él.
—Es injusta conmigo —le reprendió—, me he asegurado de recomendarle a la Reina que la invitara a Palacio. Si va a disfrutar de la oportunidad de cantarle a un auditorio tan selecto, es en gran medida, debido a mi sugerencia. ¿Cómo espera entonces que no esté aquí esta noche? Verla hoy siempre fue mi propósito, así que nadie merece más esta entrevista a solas que yo.
Anne no se esperaba tales palabras. La invitación había sido muy bien planeada por el duque para, entre otras cosas, poder disfrutar de ese momento con ella. Resultaba claro que el señor Thorpe estaba ajeno a ello, pues no hubiese accedido a seguir las indicaciones del caballero que se batió con su amigo, lord Edward Hay.
—Desconocía su intervención, mas no se le agradezco. Nada que provenga de su persona es desinteresado o de buena voluntad.
—Tiene razón —confesó el duque—, es mi intención que esta sea la primera de varias presentaciones suyas, en las cuales yo disfrutaré del privilegio de escucharla. La familia real quedará prendada de su voz y será invitada con asiduidad.
Anne no pudo reprimir su franco disgusto.
—Lamento mucho contrariar sus planes, Alteza —respondió—, pero me marcho muy pronto de regreso a Inglaterra. Esta oportunidad de cantar para la familia real será única.
El duque no contaba con esa noticia.
—Señorita Cavendish —añadió más serio—, ¿por qué no olvida lo que sucedió esa noche? Le aseguro que cuando nos conozcamos mejor, cambiará esa desafortunada primera impresión que tuvo de mí. Me gustaría acercarme a usted y demostrarle que está equivocada.
—Lo siento —contestó Anne—, nunca podré perdonarle, no solo por lo que me hizo a mí, sino también por la fría venganza que orquestó contra lord Hay después. Ambos hechos demuestran su vileza y su falta de carácter. ¡No! —exclamó—. ¡No puedo perdonarle! ¡Lo detesto!
El duque se alejó un paso, irritado.
—¿Acaso entre las acciones que me objeta está la de batirme contra un hombre que me agredió? Me sorprende, señorita Cavendish, que conozca tan poco sobre el honor de un caballero y cuáles son las vías para reparar una ofensa.
Anne se sintió iracunda.
—No pretenda que le enumere por qué su comportamiento fue la antítesis de la honorabilidad, su Alteza. Lord Hay simplemente me defendió de su celada. Él es el verdadero caballero, no usted que intentó matarle. No puedo sentir más que desprecio por alguien capaz de hacer algo así.
El duque volvió a mostrarse cínico, pues se rio frente a ella.
—¡Esto no lo esperaba! —prorrumpió aún con la sonrisa en los labios—. Jamás hubiese imaginado que estuviera enamorada de lord Hay, señorita Cavendish. Estaba preparado para sus recriminaciones sobre mi comportamiento esa noche, algo que incluso es comprensible y que puede solucionarse, pero su apasionado discurso en defensa de ese hombre, me deja atónito.
Anne se quedó callada, no se sentía en condiciones de admitirlo, desvió la mirada para ver la hora en el reloj que se encontraba junto al espejo.
—La presentación está por comenzar, su Alteza, no es conveniente que lo encuentren en este salón conmigo o que la Reina se pregunte a qué se debe mi expresión de disgusto. Imagino que no se encuentre en condiciones de dar ninguna de esas explicaciones.
Él sonrió.
—Tiene razón —contestó—, ya me marcho, pero le advierto algo, señorita Cavendish: si piensa que lord Hay por defenderla de mí, posee unos deseos distintos a los míos, está siendo muy ingenua.
Las mejillas de Anne se encendieron.
—Dudo mucho —prosiguió el joven mientras llegaba a la puerta—, que Lord Hay vaya a proponerle matrimonio. Él y yo no somos caballeros que se contenten con casarse con una cantante. No creo que llegue a convertirse jamás en la Condesa de Erroll.
Dicho esto, cerró la puerta tras de sí y dejó a Anne con los nervios destrozados. Volvió a mirar el reloj, le quedaba muy poco tiempo para salir a cantar. Trató de relajarse y olvidar el encuentro con el duque, aunque se preguntaba si sería cierto lo último que le había dicho. “No, no era verdad” —se dijo para tranquilizarse—, aún podía escuchar en su cabeza las palabras de Edward en su último encuentro, cuando le prometió en el invernadero que su interés por ella era el más serio.
El duque estaba muy equivocado. Por mucho que tratara de decir que lord Hay y él eran parecidos, Anne sabía que no era cierto. De los labios de Edward habían salido las más hermosas frases de amor, evidenciando una sensibilidad de la cual su Alteza carecía; Edward había sido apasionado, pero también dulce, paciente, conmovedor…
El Duque de Mecklemburgo-Schwerin, en cambio, había acertado en una cosa: Anne se había enamorado de Edward… Si para el duque podía ser tan obvio, ¿cómo ella no se había percatado antes de eso? Trató de pensar en qué momento se había enamorado de él, pero no encontró respuesta. ¡Qué tonta había sido al no comprender antes sus sentimientos! Si al menos cuando volviera a verlo él todavía la amara… La incertidumbre era mucha y sus deseos de regresar a Londres la impacientaban.
Un ligero golpe en la puerta le indicó que ya era la hora de cantar. La joven se llenó de valor y salió a enfrentarse al público. Las luces de las lámparas la deslumbraron un momento, así como el dorado de los adornos del techo y del mobiliario. La opulencia del salón se notaba al extremo por sus dimensiones más pequeñas. Según le habían asegurado, poseía una magnífica acústica.
Anne realizó una pequeña reverencia a la Reina Guillermina y a su madre, después habría tiempo para las presentaciones. Sus Altezas estaban acompañadas en las primeras dos filas por otros miembros de la nobleza holandesa que Anne no había visto nunca. Sí reconoció, por supuesto, al Gran Duque de Luxemburgo que aún no había terminado su visita en Ámsterdam y al Duque de Mecklemburgo—Schwerin que había tomado su lugar. Más atrás, divisó a los señores Thorpe acompañados por Prudence, Johannes y la señorita Norris.
No tuvo más tiempo para escudriñar la composición del auditorio, pues los primeros acordes de Casta Diva comenzaban a sonar y la joven se concentró lo más que pudo en su interpretación de Norma y su invocación a la luna. El aria de Bellini requería de un esfuerzo vocal y de una técnica impecables, las que Anne poseía. Sus reseñas de la ópera Norma habían sido siempre excelentes, y en aquella ocasión no sería para menos. Anne estaba tan inmersa en lo que cantaba que no pudo percatarse del efecto que iba provocando en su exigente público. Las últimas frases de la cabaletta de Casta Diva se elevaron en una atmósfera cautivadora y emotiva:
“Ah! Bello a me ritorna,
Del raggiotuo sereno;
E vita neltuo seno,
E patria e cielo avró.
Ah, riedi ancora qualeriallora,
Quandoilcor ti diedriallora,
Ah, riedi a me”. /
“¡Ah! Bello a mí retorna,
Del rayo tuyo sereno,
Y vida en tu seno
Y patria y cielo habré
¡Ah! Regresa de nuevo cual eras entonces,
Cuando el corazón te di.
Ah, regresa a mí”.
Al concluir de cantar, Anne recibió los aplausos merecidos y la felicitación de los concurrentes. Estaba muy emocionada, pues la frase “regresa a mí” se le quedó grabada en el corazón con un sentido que antes no le había atribuido. ¡Si Edward la hubiese escuchado cantar, tal vez se hubiese percatado de cuánto del sentimiento vertido en esa pieza iba dirigido a él! Con el primer beso le entregó su corazón, pero no había sabido ser tan intuitiva para advertirlo. Únicamente el sacrificio de Edward por ella le había arrancado de una vez, la venda que le impedía ver su amor por él.
La reina Guillermina, hermosa y joven, la felicitó en un correcto inglés, pero se notaba que era muy tímida; su madre, la reina regente Emma, también le agradeció con afecto por la interpretación. Anne se hallaba un poco abrumada por la agitación de las presentaciones y el deber de mostrarse amable con el resto de los nobles allí presentes. El Gran Duque de Luxemburgo también fue uno de las primeras personas en acercarse para saludarle, así como el Duque de Mecklemburgo—Schwerin, que fingió verla esa noche por primera vez.
Unos minutos más tarde, la comitiva encabezada por sus Altezas reales, se dirigió hacia el comedor donde efectuarían la cena; Anne temblaba de lo emocionada que estaba. La señora Thorpe la felicitó encantada, así como Prudence que no perdió la ocasión para presentarle a algunas de las damas. Johannes, muy sagaz, le ofreció el brazo en cuanto pudo y la condujo al pasillo, al percatarse de que la muchacha continuaba un poco aturdida.
—¿Se encuentra bien? —interrogó con marcada preocupación.
Anne comprendió que se refería a la presencia del Duque de Mecklemburgo-Schwerin, algo con lo cual él tampoco contaba. La joven no quiso hablar de la entrevista que sostuvo con él, así que se limitó a tranquilizar a Johannes. El duque ya no podría hacerle ningún daño, lo peor ya había sucedido y cada vez se encontraba más próxima a regresar a Inglaterra.
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