Capítulo 21
Diez días habían transcurrido desde la partida de Edward y Georgiana. Johannes todavía no había regresado de Londres con las últimas noticias, pues había aprovechado la oportunidad para hacer un par de diligencias en la ciudad antes de volver. Las horas pasaban con suma lentitud para Anne, sin la alegría de Georgie o la ansiedad que le generaba un encuentro con su hermano mayor. Elizabeth continuaba con buena salud, el doctor acudía un par de veces a la semana a verla, mas no tenía ninguna recomendación adicional que hacer. El embarazo transcurría sin complicaciones hasta el momento, lo que propiciaba una atmósfera de paz que la familia agradecía.
Lady Lucille escondía lo más posible su aburrimiento; poco le quedaba por revisar en la biblioteca que ya no hubiese leído, y su último libro se encontraba en un punto muerto. Estar fuera de su hogar por tantas semanas sin visitar nuevos sitios, menguaba su creatividad o tal vez fuera la edad… No obstante, hizo un esfuerzo por mostrarse animada con Beth, pues no iba a consentir dejarla sola, de ninguna manera.
Anne había encontrado consuelo en la música; para su sorpresa, María había acudido a verla con la intención de aprender a cantar. La chica había dicho que carecía de talento, pero que quizás con una profesora como ella pudiese tener algún progreso. María era una niña todavía, pero tenía una alta estatura y una figura desgarbada. Anne sabía que los jóvenes podían ser desproporcionados a esas edades, algo que dejaban atrás con la madurez. No era bonita, pero descubrió de inmediato que era muy sensible y no dudó en acogerla como pupila durante un par de horas al día. Se trasladaba hasta la Casa Norte, y en el salón de música se sentaba al piano con María. El Broadwood de Prudence era un instrumento magnífico, muy útil para sus incursiones musicales. María, sin poseer una gran voz, era afinada; tocaba el piano y conocía parte del repertorio de Anne. Según le había dicho, luego de la presentación de la soprano, había dedicado algo de tiempo a estudiar algunas partituras que Georgie le había prestado, pero era consciente de que no podía afrontar el desafío de una formación musical por sí sola.
En un par de ocasiones, Prudence compartió parte de la tarde con ellas, pero Anne la notó más taciturna que de costumbre, quizás echaba de menos a sus hermanos y a su esposo, algo muy natural. Sin embargo, Prudence, que solía ser muy parlanchina, no había hablado mucho con ella, algo que a la joven le extrañó.
Las clases con María despertaron en Anne el deseo por la enseñanza. ¿No sería su vida menos estéril si dedicara parte de su tiempo a dar clases a los niños? Ella no era una verdadera profesora, pero había recibido suficientes clases como para instruirlos en lo elemental. Ya que había huido de las presentaciones en el teatro, tal vez pudiese hallar una compensación en educar la voz de las nuevas generaciones. Incluso empezar por ayudar a los niños en el coro de la parroquia, la idea le resultaba de lo más tentadora. Debía hablar con lady Lucille para iniciar este proyecto a su regreso a Essex.
Su tarea no resultaría fácil. Los niños pueden ser muy exigentes. María, por ejemplo, se enfurruñaba cuando no lograba llegar a las notas más altas. Con frecuencia Anne debía bajarle el tono a la pieza para que la jovencita se sintiera cómoda al cantar; estaba apenas comenzando y no poseía la técnica adecuada ni sabía colocar la voz.
Una de esas tardes en las que María estaba algo irritada, Anne se detuvo en el piano y lo cerró. Se levantó del asiento y se colocó junto a ella.
—Una cantante debe saber bien cuáles son sus limitaciones —le dijo—. La exigencia es buena, siempre y cuando se tengan metas perfectamente alcanzables.
María estaba con el ceño fruncido y no dijo nada más. Anne la tomó del brazo y la condujo al diván que se hallaba cerca de la ventana.
—¿Por qué te esfuerzas tanto? Este ejercicio debería bastar para educar tu voz, mejorar tus conocimientos musicales y hacerte cantar lo que desees de la mejor manera posible según tus capacidades.
—Lo siento —dijo ella—, es que quiero ser una gran cantante.
—¿Por qué? —preguntó Anne preocupada, pues sabía que, por mucho que María se esforzara, jamás llegaría a hacer una cantante profesional.
—¡Pues porque quiero ser como usted! —exclamó María.
Anne se entristeció; el comentario no halagaba su vanidad, quizás evidenciara algún problema más hondo que María no se atreviese a expresar.
—María, en ese caso debo rehusarme a continuar con las clases. Tu objetivo no puede ser tratar de seguir mis pasos, porque ninguna persona es igual a otra. Quizás yo tenga una buena voz, es cierto, pero carezco de otros talentos que posees tú. Tratar de igualar tus habilidades sería un ejercicio infructuoso para mí.
—¡Yo no tengo ningún talento y soy muy fea! —profirió sollozando y escondiendo su rostro entre las manos.
—Eso no es cierto —respondió Anne dándole un abrazo—. Prudence me ha dicho que escribes muy bien, con mucha inspiración. Siempre que ella o tu padre deben hacer una carta importante, precisan de tu ayuda, ¿no es cierto?
María se alejó un poco de Anne y se limpió el rostro.
—Es que mamá —así la llamaba—, no escribe del todo bien en nuestro idioma.
—No es por eso, querida. Sé que en algún lugar muy escondido tienes muchas historias interesantes que tú misma has escrito. ¿Quién sabe si en un futuro seas una conocida escritora? ¿Sabías que mi abuela tiene muchos libros publicados? Ella podría darte algún consejo.
María asintió.
—¡Pero yo quisiera poseer una gran voz! Que todos me admiraran como sucede con usted.
—María —dijo Anne con dulzura—, eres entonada y tu voz es muy agradable, pero sería un error albergar un sueño como ese. Me ofrezco a seguir enseñándote, mas tu objetivo no puede ser volverte una cantante, porque me temo que fracasarías. Todos nacemos con habilidades especiales, y la tuya es escribir, como la de Georgie es el piano o la mía cantar. Si te esfuerzas en alcanzar sueños en correspondencia con tu verdadero talento, tendrás muchísimo éxito en la vida, más del que he tenido yo, te lo aseguro.
—Pero su voz la hace parecer más bella. ¿Cómo puedo aspirar a ser hermosa si no resalto en nada?
—¿Cómo puedes decir que eres fea? Aún eres muy joven, en un par de años serás mucho más bonita, tu figura se convertirá en la de una mujer y tu rostro gozará de la lozanía que otorga la juventud. Son nuestros sentimientos y acciones los que nos vuelven personas hermosas. No aspires a que alguien te ame por lo que ve únicamente en tu exterior, debe conocer tus pensamientos, tus sueños, la forma en la que concibes al mundo, solo así podrás aspirar a que sea un amor genuino. Estoy convencida de que resaltarás como escritora si tú te lo propones, pero es algo que debes hacer por ti misma.
—¿Por qué dejó de cantar, señorita Anne? —preguntó María.
—Porque deseaba casarme y formar una familia —confesó—. Verás, llegó un momento en el que estar en un escenario no fue suficiente para mí. Deseo un hogar, ese es mi verdadero sueño. Hasta entonces, puedo cantar en los círculos más pequeños de amigos y familiares. —Anne se detuvo—. ¿Te cuento un secreto? —María asintió—. Estos días me han demostrado la satisfacción que se experimenta enseñando. Me estoy pensando dar clases a niños cuando regrese a casa.
—Será una gran profesora, señorita Cavendish —respondió María con cariño—. ¡Me ha enseñado mucho y espero que continúe haciéndolo!
La presencia de Prudence en el umbral de la puerta interrumpió la conversación. María se despidió de su profesora y se fue junto a su institutriz. Prudence, en vez de marcharse también, como solía hacer, se acercó a Anne. Su rostro se veía un poco preocupado.
—No pude evitar escuchar parte de la conversación, Anne, y te agradezco las sabias palabras que le has dedicado a mi hija. María está atravesando por un momento difícil, los jóvenes a su edad muchas veces se muestran inconformes e irritados con la vida.
—María encontrará pronto el camino adecuado para encauzar su sensibilidad, aunque no entiendo ese afán de parecerse a mí…
Prudence se tomó un par de segundos para contestar.
—María está dejando de ser una niña. No puedo estar segura, y decir esto me avergüenza un poco, pero creo que se ha enamorado de mi hermano Gregory.
—¡Cómo! —exclamó Anne alarmada.
—No te preocupes, es un amor ingenuo e incipiente, que muchas veces ni siquiera es verdadero amor. Es por ello que comienza a enjuiciarse a sí misma, se considera fea, se exige más de lo que debiera…
—¿Pero por qué querer ser cantante? —preguntó Anne.
—Porque María, como todos en esta casa, fuimos testigos de la gran admiración que sintió Gregory por ti. —Prudence hablaba de manera muy seria—. Es probable que deseara ser mirada de la misma forma. Para ello, pensó que el camino adecuado era educar su voz para tratar de imitarte.
—Lo siento —dijo Anne apenada—, supongo que malinterpretó las cosas, por esa inocencia de la que me hablabas hace un momento.
—¡Sin duda! —exclamó Prudence de manera enigmática—. Si María poseyera la mitad de la sagacidad que se tiene a mi edad, se hubiese percatado de que la admiración que te profesaba Gregory era pueril, en cambio la de Edward era en extremo profunda. Ese es el sentimiento al que María debe aspirar cuando crezca, pero para entenderlo se necesita de una madurez de la que ahora carece.
Anne se quedó sorprendida de que Prudence abordara de manera tan indirecta ese asunto. Tal vez esa era la causa de su distanciamiento. ¿Sería posible que estuviera enterada del amor de Edward por ella?
—Tanto lord Hay como su hermano me honraron con su admiración, mucho mayor de la que debí haber merecido de ellos.
Prudence no dijo nada más, había sido bastante osada en su comentario. Para intentar aligerar la atmósfera de tensión que se había creado entre ellas, invitó a Anne a tomar el té. La joven no lo rechazó y ambas se esforzaron porque la conversación fuese agradable y amena.
Una mañana en su recámara de la Casa Sur, Anne se dispuso a escribirle una carta a Georgiana en respuesta a una que había recibido de ella. Según le relató en su misiva, Edward ya se hallaba restablecido por completo y permanecía muy poco en el hogar, dedicando su tiempo a Westminster. Gregory, como era habitual, poseía una agenda social bastante extensa, mientras que Georgie se quedaba en casa la mayor parte del tiempo con su madre y la tía Julie, salvo cuando lady Beatrix la llevaba a cenas y bailes, como una buena hermana mayor. Georgie, además, le preguntaba con interés si había decidido regresar a Inglaterra, pero en su contestación Anne sería firme en su decisión de no hacerlo.
Poco había avanzado en la redacción de la epístola cuando un toque en la puerta y la morena cabeza de su doncella Blanche, la interrumpieron en su labor. Blanche tenía una expresión de júbilo que Anne no pudo interpretar, hasta que la vio aparecer con una carta en las manos.
—¡Ha llegado correspondencia de Essex! —exclamó—. He logrado separar esta carta suya antes que la señorita Norris se percatara de ella.
—Muchas gracias, Blanche —respondió la aludida tomando la carta en sus manos.
La doncella aguardó unos instantes, como si deseara participar de la lectura de la correspondencia ajena, pero tuvo a bien marcharse de la habitación y dejarla a solas.
Anne miró el sobre, no había ninguna duda: se trataba de una carta de Charles Clifford. Era su caligrafía, ¡tantos años escribiéndose le hacían reconocer esa letra entre millones! A pesar de eso, no sintió una verdadera emoción, ni la abrió como si su futuro se decidiese en aquel pliego de papel. Por increíble que pudiera parecer, en las últimas dos semanas ya no creía que una carta favorable de Charles fuese definitoria para su felicidad. Por más que le doliese admitirlo, era en Edward en quien pensaba todos los días. Se justificaba aduciendo que le pesaba no haberse disculpado con él antes de su partida, pero lo cierto era que se cuestionaba si había actuado bien cuando le rechazó. La joven rompió el sobre con cuidado y se dispuso a leer la carta enseguida:
Clifford Manor, 13 de junio de 1895
“Estimada Señorita Cavendish:
En medio de la tristeza y el desasosiego que me rondan en estos días, recibir su carta fue muy reconfortante. Le agradezco cada palabra de afecto que me dedica, aun sabiendo que no las merezco.
La muerte de mi abuelo ha sido muy triste para mí, como bien debe imaginar. A partir de ahora, me encuentro solo en la vida, pero espero poder, en lo adelante, honrar su memoria.
Me satisface que haya ido a Ámsterdam y que la visita le sea grata. Le envío mis saludos a la señora van Lehmann, deseando que se encuentre bien. He recibido también una carta de la duquesa, la cual me dispongo a responder de inmediato, reciprocando su amabilidad al escribirme. A usted le agradezco una vez más por su gentileza y generosidad.
Se despide de usted muy cordialmente,
Charles Clifford”
Anne suspiró después de leer la carta. Su contenido no la había decepcionado, de hecho, no le inspiraba ningún sentimiento claro. Apenas decía nada, pero tampoco esperaba que en una carta Charles le reanudara su amor. Se había hecho esperanzas cuando supo de la ruptura de su compromiso, pero estas fueron menguando en los últimos días de soledad y llegó a considerar que quizás la historia de la señora Yeats no fuera del todo verídica. Haber supuesto que Charles todavía la amaba había sido una apuesta arriesgada y eso lo confirmaba el lenguaje formal de la carta que había recibido. En realidad, la redacción no era tan insulsa como parecía ser: estaba escrita en un tono más cortés que la anterior, pero no dejaba entrever posibilidad alguna de reconciliación.
Anne lo conocía demasiado como para advertir que ciertas frases reafirmaban más su alejamiento. Volvió a abrir la hoja y releyó algunas de ellas: “Le agradezco cada palabra de afecto que me dedica, aun sabiendo que no las merezco”. Aquello podía interpretarse de dos maneras: o bien se sentía arrepentido por su anterior conducta o bien reafirmaba así que no deseaba recibir de ella muestras de cariño. Otra fase sobre su abuelo la hizo reflexionar: “A partir de ahora, me encuentro solo en la vida, pero espero poder, en lo adelante, honrar su memoria”. Si estaba solo en la vida, era porque no se había casado ni tenía expectativas de formar pronto una familia, esto también la excluía a ella. El honrar la memoria de su abuelo, podía significar mantenerse firme en la decisión de no casarse con la mujer que este rechazó como su esposa.
Las anteriores eran puras conjeturas. Fuera como fuese, Anne no se sentía ni dolida ni triste, quizás un poco desconcertada. Tal vez Charles hubiese roto su compromiso por ella, pero la muerte de su abuelo a causa de este disgusto, le impedía moralmente reanudar un compromiso que tanto disgustó al barón.
Estas eran sus reflexiones cuando un nuevo toque a la puerta la hizo esconder a toda prisa la carta que continuaba en sus manos. Por un momento pensó que fuese Blanche, ansiosa porque Anne le confiara alguna noticia, pero se equivocó. La alta figura de lady Lucille hizo su entrada y se sentó junto a su nieta. Anne al verla se imaginó que algo se traía, pero la dama no demoró mucho en revelar el propósito de su visita.
—He recibido carta de Essex —anunció—. Dos cartas, para ser precisa. La primera que leí, era proveniente del nuevo Barón de Clifford, agradeciéndome por el pésame, en términos muy cordiales, debo agregar.
Charles había cumplido entonces con lo que le había dicho.
—¿Y la otra? —interrumpió Anne—. Ha dicho, querida abuela, que eran dos cartas.
—En efecto, la segunda carta es de la señora Yeats.
—¿Tiene la señora Yeats algo nuevo que añadir? —preguntó Anne, que recordaba muy bien cada una de las palabras de la vecina respecto a Charles.
—La señora Yeats rara vez se equivoca en las informaciones que brinda, pero la muerte del barón estuvo sumida en una nebulosa de suposiciones; en esta oportunidad, la señora Yeats erró en lo que me refirió en su carta anterior.
Anne se quedó sorprendida, no imaginaba en qué se había equivocado.
—¿Acaso el señor Clifford ha contraído matrimonio? —inquirió, pues esto era lo que más le interesaba.
—No, en eso la señora Yeats tuvo parte de razón.
—No le entiendo, abuela —insistió Anne—. ¿En qué se ha equivocado la señora Yeats?
—El Barón de Clifford ha muerto bastante endeudado, el asunto se escondió lo más posible, pero Charles Clifford ha tenido que enfrentar a los acreedores y vender varias de las propiedades del barón. No fue él quien rompió su compromiso, por demás bastante ventajoso para satisfacer estas deudas, sino la familia de la joven, la cual, al conocer la verdadera situación financiera del barón, desistió del enlace. El barón no murió exactamente de un disgusto, y, en todo caso, no fue culpa de Charles. Lo cierto es que su salud ya estaba bastante resquebrajada.
Anne estaba muy sorprendida. Por una parte, ya no tenía dudas de lo que había sucedido con su compromiso. Charles tampoco hubiese sido capaz de contrariar los deseos de su abuelo, para casarse con ella en contra de su voluntad.
—¿Y por qué no se supo el asunto como realmente era? —indagó la joven.
—Al comienzo, como el barón aún no había muerto, decir que el matrimonio no se concertó a causa de las deudas era denigrante para el enfermo, y también alertaría a los acreedores sobre la situación financiera de la familia. Luego, cuando falleció, no se pudo seguir escondiendo la verdad, conociéndose entonces por qué no se había casado Charles.
Anne no salía de su estupor. Él debía sentirse abatido y derrotado, ello quizás justificara los términos en los que se había expresado. Asimismo, le maravillaba que en una situación tan penosa no se hubiese sentido seducido por la idea de obtener una salida fácil. Anne poseía una fortuna propia, gracias a la herencia de sus padres. Le hubiese bastado con renovar su amor por ella para haber salido de la penuria. Por supuesto, Anne no hubiese consentido que la buscara por ese motivo y Charles era muy orgulloso para utilizarla a su favor de aquella manera.
Si él la hubiese amado de verdad, si el amor de ella no se hubiese desvanecido con la pena y el desengaño que Charles le causó, a ella no le hubiera importado compartir con él todo lo que poseía —que no era poco—, pero ya no eran los mismos y para su sorpresa, tuvo que admitir que de aquel amor hermoso que había sentido por él alguna vez, quedaban un sincero afecto y un recuerdo agridulce.
Anne hubiese llegado antes a esta conclusión de no haber sido por la primera carta de la señora Yeats. Imaginar que Charles no se había casado por su causa, suponer que había roto su compromiso por ella e incluso airado a su querido abuelo por honrar su promesa, le habían impedido reconocer a tiempo que su amor por él se había extinguido. Aquel sacrificio por parte de Charles —de renunciar a todo por su amor— merecía de ella un sacrificio de igual proporción. Fue así que comprendió que los incipientes pero sinceros sentimientos que albergaba por Edward los había desechado en nombre de una historia y una pasión del pasado que resultaban inútiles de salvar. Su sacrificio había sido en vano y en su afán de hacer lo correcto, había dañado tanto a Edward como a sí misma.
—¿En qué piensas, Anne? —le interrogó su abuela, extrañada de verla tan absorta.
Ella despertó de sus pensamientos, presta a hacerle una pregunta que, por respeto, jamás le había hecho.
—Querida abuela —comenzó—, puede juzgarme inoportuna y sé que mi pregunta es probable que lo sea. No obstante, ahora que el Barón de Clifford ha muerto y que este acontecimiento le ha traído más pesar del que yo hubiese supuesto, no veo inconvenientes para saber la causa de vuestra pasada enemistad.
Lady Lucille no respondió de inmediato, se mantuvo ausente en sus cavilaciones, como quien entiende la curiosidad de su nieta, pero aún no se decide a satisfacerla. Finalmente, la anciana habló:
—El Barón de Clifford fue el primer hombre al que amé en mi vida —confesó, y en su mirada se advertía un gran pesar—. Éramos muy jóvenes, y yo lo amaba a él con esa ingenuidad propia de la primera ilusión y creía que él también me amaba a mí, al punto que nos comprometimos en secreto hasta que él regresara de un viaje a Londres y hablara con mi padre sobre sus intenciones. —Los años transcurridos no disminuían en lo más mínimo el dolor de estos recuerdos—. El viaje demoró más de lo que hubiese imaginado, sus cartas dejaron de llegar y yo temí lo peor, hasta que su padre le confesó al mío que su hijo se había comprometido en Londres con la hija de un Marqués y que la fecha de la boda ya estaba fijada. ¡Cuál no sería mi desilusión al conocer este asunto! Lo peor era que nadie podía saber de mi tristeza, la que soporté en completa soledad. Cuando volví a encontrarme con él, varios meses después, ya era un hombre casado. ¡Nunca pude perdonarle el daño que me había hecho ni su cobardía!
Anne sufrió al escuchar aquellas palabras como si hubiese sido su propia historia, faltó poco para que le revelara a su abuela cuánto se parecía lo dicho a lo vivido por ella unos meses atrás, pero prefirió no amargarla con ello.
—Nunca hubiese imaginado que esa historia tan triste se escondía detrás de dos vecinos sin ninguna relación.
—Así es —prosiguió lady Lucille—. Un año después de estos sucesos conocí a tu abuelo, que quedó prendado de mí en cuanto me conoció. —Esta vez su sonrisa era más tierna—. Confieso que le fue difícil que yo le correspondiera, pero llegó un momento en que no pude negar que me había conquistado y que lo amaba. Me siento agradecida de haberlo tenido en mi vida —sentenció—, la persona que soy hoy se lo debo sobre todo a él.
Anne conocía aquella parte de la vida de su abuela, pero se quedó meditando en el valor de una mujer que ama de nuevo, luego de tamaña decepción. Quizás ella pudiese hacer lo mismo y, al planteárselo, su pensamiento voló hasta Edward.
—¿No volvieron a hablar el barón y usted de lo sucedido? —preguntó.
La dama negó con la cabeza.
—Jamás tocamos el asunto, nunca me ofreció una disculpa o una explicación —declaró con tristeza—. Nos volvimos rivales de nuestros hijos, hasta que la muerte nos arrebató a ambos: primero al mío, luego al de él. También nos sobrevino la viudez a los dos. Pasar por semejantes circunstancias nos volvió más tolerantes, aunque en realidad éramos ya viejos. Su muerte me entristeció, no lo niego, pero al cabo de más de cincuenta años, poco quedaba en él del joven al que amé.
Abuela y nieta quedaron en silencio, reflexionando sobre el pasado y en el caso de Anne, haciéndose algunas interrogantes también acerca de su futuro.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top