Capítulo 2

Lord Edward Hay, el distinguido Conde de Erroll, no tenía muchas dotes de anfitrión. Era un hombre reservado y demasiado tranquilo para sus treinta años, pero sus amigos más cercanos lo querían sinceramente y confiaban en que una reunión en su casa de Kensington deviniera en una tarde memorable.

Pocas veces se reunían allí, pues era la residencia campestre de los Hay la que acogía a su pequeño grupo de invitados durante los meses de verano. Dentro de ese selecto ambiente no podía faltar su mejor amigo, lord Holland, a quien conocía desde la niñez y su preciosa esposa Beatrix, a quien la maternidad no había privado de una envidiable silueta y de un rostro muy juvenil, que era la admiración de varios caballeros. También se encontraba el señor Brandon Percy, un pintor de gran reconocimiento, quien solía deleitar a los invitados con sus cuadros, algunos de ellos ambientados en la residencia de Hay. Más de una vez su paleta había servido para reproducir sobre el lienzo los colores de un crepúsculo en el jardín de la mansión o había captado con sin igual precisión, la mirada azul de alguna joven. Su última creación había sido un segundo retrato de Beatrix Holland el pasado verano, un cuadro que había suscitado grandes alabanzas y cosechado grandes éxitos, después de la polémica que suscitara el primero.

En el salón también estaban presentes los dos hermanos menores de Hay: Gregory, seis años más joven, un atractivo y afable caballero que había aprendido a utilizar muy bien su seducción entre las mujeres de alta sociedad y las artistas como principal ocupación y Georgiana, de diecinueve años, encantadora y hermosa, a quien Edward protegía como un padre.

En aquella ocasión, Beatrix y Georgiana se habían separado del grupo de caballeros que, instalados en la biblioteca, disfrutaban de una copa de brandy. Georgiana quería mucho a lady Holland, no sólo porque Edward la considerara como una hermana más, sino por las cualidades que poseía, que iban más a allá de su llamativa belleza. No era nada vanidosa, si bien tenía motivos para serlo, ya que era considerada por muchos la mujer más hermosa de su generación. En cambio, el atractivo mayor estaba en su carácter: jovial como pocas, generosa y sincera.

Georgiana veía en Beatrix un modelo a seguir, pues su única hermana mayor, Prudence, había marchado a Ámsterdam hacía diez años con su esposo y le echaba mucho de menos. Beatrix lo imaginaba, y no obstante la diferencia de edad, su cariño la hacía parecer todavía una mujer joven, capaz de servir de confidente y asumir el papel de mejor amiga, como lo había sido también de Prudence.

Los Hay tenían pocos parientes. Apenas unas semanas después de la boda de Prudence, el padre de los Hay -lord Jasper- murió, recayendo en Edward la jefatura de la familia. Sucederlo había sido bien difícil; su lábil madre, estuvo años deprimida hasta que su afección perturbó su mente de forma definitiva. Gregory y Georgiana eran aún muy jóvenes, dependientes del amor de su hermano mayor y de la atención de su tía materna, la señorita Julia.

Lord Edward tuvo que enfrentar un nuevo obstáculo que muy cerca estuvo de privarle de la vida, una vez asumido su papel de cabeza de familia. Una tarde del mes de noviembre, había salido a cabalgar haciendo caso omiso de lo resbaladizo del sendero, cubierto de una fina capa de nieve. Sumido en sus pensamientos, se vio despedido de su cabalgadura sintiéndose preso de un punzante dolor que atravesaba su pierna derecha. El caballo no tardó en recuperarse y retornar por el angosto camino, de vuelta a los establos, dejándolo tendido a merced del aire helado que comenzaba a soplar. Seis meses después del accidente, lord Edward volvió a caminar por primera vez, luego de sobrevivir a una pulmonía y a una rotura de tibia, que le legó como secuela permanente el uso de un bastón.

Los Holland y Brandon Percy, sus amigos más cercanos, acompañaron los meses más difíciles de Hay. Únicamente ellos y sus hermanos podían dar fe del cambio sufrido en su carácter, en lo adelante más taciturno y huraño. Volver a asumir su responsabilidad ante el hogar y su puesto en la Cámara de los Lores, lo retornarían a su vida social, aunque nunca con los mismos ánimos ni de la misma manera.

—¿En qué piensas, querida Beatrix? —le preguntó Georgiana al sorprender a su amiga con la mirada perdida ante la puerta entreabierta de la biblioteca.

Georgiana estaba revisando algunas partituras con el fin de seleccionar alguna para tocar aquella tarde, pero su curiosidad interrumpió su ocupación. Beatrix se encogió de hombros y por unos segundos no formuló respuesta alguna, hasta que al fin le dijo:

—Cosas del pasado, querida —luego de una pausa agregó: pensaba en el accidente de tu hermano, pues venir a esta casa siempre me hace pensar en ello y en todos los meses de reposo que pasó en su alcoba. Tú eras una niña...

—Pero lo recuerdo bien —repuso Georgiana—, tenía nueve años, los suficientes como para recordar las dos tragedias que conmovieron a la familia: la muerte de nuestro padre y el accidente de Edward. También sé que después de ese fatídico día no ha vuelto a ser el mismo, aunque confieso que a veces he pensado que existe otra razón que ha influenciado de alguna manera en su carácter.

—¿En serio lo dices? —preguntó Beatrix, con un fingido desinterés que su interlocutora no percibió.

—Sí, eso creo, pero no imagino qué pueda ser. Quizás sus responsabilidades pesen demasiado sobre él, aunque no estoy segura. Lo que no concibo es a mi hermano sintiéndose infeliz por usar un bastón... Pienso que debe sentirse agradecido de haber salido con vida de ese incidente.

—¿Crees que es infeliz? —Beatrix no se había hecho esa pregunta antes, pero dadas las circunstancias era lógico planteársela—. Piensa que ha tenido éxito, tanto en la política como en los negocios, algo que a tu padre lo hubiese enorgullecido. Edward es un digno Conde de Erroll, distinguido e inteligente, una combinación que no posee cualquier aristócrata.

Georgiana colocó las partituras en su sitio, resuelta a posponer su concierto, dado el cariz de su conversación.

—Mamá, cuando estaba bien, siempre le reprochó el no haberse casado... —acotó, mientras se colocaba al lado de Beatrix en un diván—. No obstante, tratándose de la aversión de los hermanos Hay al matrimonio, tampoco parece del todo extraño.

—¡Tonterías! —protestó Beatrix—. Vuestra hermana Prudence hizo un buen matrimonio y nada obsta para que Edward y Gregory sigan sus pasos en un futuro cercano. ¿Acaso Edward te parece demasiado viejo? Mi Georgie, tu hermano mayor es todavía un hombre joven y muy cautivador en el mercado matrimonial. He conocido a más de una dama que aspira a convertirse en la Condesa de Erroll, por el título y porque le consideran un hombre atractivo. Por supuesto, Edward no cede a esas ambiciones y no se fía de ninguna de ellas.

Georgiana se ruborizó. No veía a Edward de esa manera, pero debía reconocer que más de una joven le había comentado que su hermano era bastante apuesto.

—Yo no pretendo casarme nunca —confesó—. No he aceptado ninguna de las propuestas que he tenido hasta el momento y pienso continuar así.

—¿Puede saberse por qué?

—No tengo vocación para el matrimonio —declaró—, mi mayor deseo sería viajar por el mundo... Temo que un esposo entorpezca esos planes.

Beatrix la miró indulgente.

—Eso lo dices porque el amor no ha tocado a tu puerta, querida. Cuando conozcas a esa persona, estar a su lado se convertirá en el mejor viaje de tu vida. Y si decides recorrer partes del mundo, no estarás satisfecha de hacerlo en soledad, te lo aseguro.

Hablaba la voz de la experiencia. El matrimonio de los Holland fue concertado por amor, un amor que no se había desvanecido con el paso de los años. Georgiana no pudo decir nada más, pues de la biblioteca salieron, de uno en uno, los caballeros.

El primero fue precisamente Henry Holland, un hombre alto y corpulento de pelo muy rubio, escoltado por un espigado y melancólico Brandon Percy. El tercero en salir fue lord Hay, casi tan alto como sus camaradas, pero menos corpulento que Holland y menos debilucho que Percy; su pelo era castaño y rizado y sus ojos de un azul tan oscuro que en ocasiones parecían negros. El rostro de Hay era adusto, sereno y Beatrix sonrió al pensar lo intimidante que le parecía a aquellos que le conocían poco.

—¿Cuándo marchan para Ámsterdam? —preguntó Holland a lord Hay.

Beatrix desconocía aquellos planes, así que se mostró muy interesada. Hacía diez años de la boda de Prudence con Johannes van Lehmann, un comerciante viudo de Ámsterdam. Su esposo la adoraba, y Prudence con esa unión había adquirido a una bella criatura hija del primer matrimonio de su esposo. La pareja seguía muy unida y ya había sumado dos retoños a su descendencia.

—La semana próxima partimos todos —respondió el aludido.

El joven Gregory salió de la biblioteca, era el único caballero que faltaba por unirse al grupo.

—Yo hubiese preferido permanecer en Londres, por mucho que quiera a nuestra hermana Prudence, sé que ella tendrá bastante con Edward y con Georgie, sin necesidad de apañárselas también conmigo. Si no fuera porque no se me dio elección —recalcó—, hubiese hecho mis propios planes.

Una mirada cargada de indignación le dedicó Gregory a su hermano mayor, a guisa de protesta por no haberle permitido permanecer en la ciudad. Su estatura, su pelo color avellana y sus profundos ojos verdes, le habían garantizado un éxito abrumador entre las mujeres casadas, una afición un tanto peligrosa a la que Edward se oponía.

—Prudence ha tenido un hijo al que no conocemos todavía y precisa de nuestra presencia para el bautizo. Nada puede ser más importante para ti, Gregory.

—¿Qué tal la temporada de Rigoletto en el Royal Ópera House? —expuso con cinismo.

Edward trató de controlar su exasperación, pero su respuesta no llegó a darla ante el comentario conciliador de Percy:

—Prometo contarte mis impresiones a tu regreso, aunque mucho me temo que nadie podrá llenar el vacío que sentimos todos ante la ausencia de la señorita Cavendish. Tendremos que conformarnos con la señorita Preston, que es bastante talentosa también, pero no puede comparársele ni en voz ni belleza.

Lord Hay no sabía a quiénes se referían, pero intuyó que se trataba de dos sopranos, a las que Gregory admiraba.

—Así es, amigo Percy, la señorita Cavendish fue una estrella fugaz por los escenarios y su retiro nos ha sumido a todos en la tristeza... —Su tono no dejaba de ser exagerado—. ¡La echaremos tanto de menos!

Brandon Percy se quedó pensativo, recordaba haber visto retratos de la señorita Cavendish en los diarios, por lo que sintió el súbito deseo de pintarla. Si al menos pudiese captar la exacta tonalidad de sus cabellos oscuros... A veces la inspiración llegaba en los momentos más inadecuados, cuando no podía contar con un lienzo y un pincel para expresar sus ideas creativas y plasmar con fidelidad esos ojos llamativos que había contemplado desde el palco del Royal Opera House. Se quedó un tiempo más pensando en cómo debía pintar la mirada de la joven en su obra imaginaria; recordaba la forma y el tamaño de los ojos, pero le era difícil precisar el color en la distancia...

Tras un rato más de amena charla, los amigos se separaron con la promesa de reencontrarse al regreso de Ámsterdam. Edward sentía muchos deseos de viajar y ver a su hermana Prudence; estaba agotado, pero arropar al nuevo sobrino que había venido al mundo, sería la mejor forma de renovar los ánimos.

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