Capítulo 19

Edward y su cuñado abandonaron la Casa Norte al alba; la excusa que habían dado no había sido puesta en duda por parte de Prudence, acostumbrada a que su marido soliera ocuparse de algunos embarques. Lo novedoso era la compañía de Edward, a quien poco le interesaban la vida del mar y el comercio, pero en ausencia de Gregory tal vez no resultara del todo insólito un poco de interés por los negocios de su cuñado, por lo que Prudence no hizo ningún comentario suspicaz.

Los caballeros subieron al carruaje en silencio, preocupados por lo que podría suceder aquel día. Edward tenía el corazón destrozado; por más que se sintiera nervioso por el duelo al que habría de enfrentarse, en su pensamiento estaba el recuerdo de su último encuentro con Anne y el dolor que sentía ante su rechazo. Ella lo había ofendido profundamente. Compararlo con el duque era más que un comentario desafortunado, había sido una frase intencionada para alejarlo de forma definitiva. Paradójicamente, ignoraba que el hombre con el cual lo había igualado, le había retado a duelo por defender su honor. Si lo supiera, tal vez algo de arrepentimiento le asaltara, pero Edward no deseaba eso.

Si en algún momento buscó ganarse su amor, no había sido intentando mostrarse como un héroe ante ella. Anne debió haberlo querido por él mismo, por su carácter, por el amor sincero que sentía por ella. Si eso no bastaba, no anhelaba que el sentido del deber o el agradecimiento la impulsaran a aceptarlo en contra de sus verdaderos deseos. Y aunque Edward la hubiese sentido estremecer en sus brazos, y estuviese seguro de que no lo quería comparar con el duque, la dama había sido muy clara al respecto: no podía albergar ninguna esperanza y él no pensaba insistir más.

Johannes, a su vez, estaba inmerso en sus propios pensamientos. En el día de ayer había tenido que ser audaz e imaginativo para tratar de buscar una salida al difícil momento que debía enfrentar su cuñado. A sus espaldas, luego de haber asumido todas las responsabilidades de un padrino: escoger el lugar y la hora del encuentro y revisar las armas, había hecho un par de visitas y puesto sobre aviso a dos caballeros que podrían echarle una mano. Era casi imposible que el duelo no se efectuara, el duque era un hombre que no iría jamás en contra de sus propios actos y no se desacreditaría de esa manera frente a su adversario; pero Johannes haría algo para que las condiciones fueran más ventajosas para Edward e incluso, para presionar al duque de no atentar contra su vida. Para ello, confiaba en que sus amigos fueran tan puntuales como los propios duelistas. Unos minutos de retraso y no podrían hacer nada, pues los duelos siempre comenzaban a la hora justa.

Edward desconocía los intentos de Johannes por ayudarlo, puesto que se hubiese rehusado de inmediato. Su cuñado sabía que no le gustaba demostrar ninguna señal de vulnerabilidad, y aceptar su ayuda equivaldría a admitir que no estaba preparado para un enfrentamiento de esa naturaleza. Johannes había hecho lo correcto. Edward se merecía todas las consideraciones ante un duelo ilegal que se asemejaba a una venganza bien planificada, y también lo hacía por su amada Prudence, que adoraba a su hermano y estaría destrozada si algo le sucediese.

En el trayecto, el carruaje de Johannes se detuvo ante una casa para recoger a un médico de confianza, un excelente cirujano que sería útil en caso de que algo no saliera bien. La presencia de los galenos en actos de ese tipo era bastante acostumbrada y aconsejable, así que Edward alabó en silencio la previsión de su cuñado, pendiente siempre de los más mínimos detalles. El médico que Johannes había procurado no era el mismo que atendía a su familia, había preferido optar por uno más joven y habilidoso, reconocido por salvar a más de un caballero de las garras de la muerte.

Media hora después, el cochero advirtió que ya habían arribado al lugar acordado; Johannes y Edward se apearon y dejaron al galeno en el carruaje, para no implicarlo en el hecho. En la distancia, se divisaban dos carruajes más que venían por el camino. Johannes rezó porque en uno de ellos llegara la ayuda que había precisado. Para su fortuna, el primero de los dos carruajes era el que estaba esperando. Edward se encontró muy sorprendido cuando vio bajar al Gran Duque Guillermo de Luxemburgo y al señor Thorpe.

Al Gran Duque lo había conocido el día del bautizo como padrino del pequeño John, sabía que era muy amigo de Johannes. En cambio, el señor Thorpe era amigo suyo y fungía como embajador de Inglaterra. Al verlos, supo de inmediato qué tramaba Johannes: había buscado apoyo en ellos para lograr que el duelo se resolviera de una manera más favorable para él. Por más que quisiera, no podía mostrarse ni molesto ni ofendido, sino que correspondía de corazón al cariño que su cuñado había demostrado tenerle.

Luego de saludarse con cordialidad, Edward les dijo a los caballeros:

—Su Alteza, señor Thorpe, les agradezco a ambos la gentileza que han tenido de venir a acompañarnos en un momento tan difícil como este.

—Los amigos estamos para ayudarnos, lord Hay —comentó Guillermo—. No estoy muy seguro del influjo que podré tener en su Alteza, pero nuestra presencia le hará pensar dos veces antes de cometer una barbaridad.

—Lord Hay —dijo esta vez el señor Thorpe—, usted es un ciudadano británico, un miembro del Parlamento, el Conde de Erroll y por consiguiente yo he venido a garantizar sus intereses. Su Alteza Guillermo y yo hemos convenido que tal vez con una conversación podamos arreglar esta situación sin necesidad de llegar al derramamiento de ninguna sangre.

—Señores —respondió Edward—, me muestro en contra de este acto medieval, cada vez más caduco ante el paso indetenible de la modernidad. Empero, puedo asegurarles que su Alteza no se ha comportado como el caballero que es, y ha sido muy claro al afirmar que no existe otra solución para nuestra disputa.

—Nuestros amigos están al corriente —intervino Johannes—, les he narrado cómo sucedieron los hechos y aunque su Alteza Guillermo no es amigo personal del duque, tal vez pueda hacerlo desistir. Asimismo, la presencia del señor Thorpe, como él bien ha dicho, le hará recordar que el Conde de Erroll tiene un gobierno que lo respalda.

Los hombres no comentaron nada más, a unos metros de distancia el carruaje se detuvo, bajando de él el Duque de Mecklemburgo—Schwerin, el señor van Houton y otro caballero que no reconocieron. Su Alteza el Gran Duque Guillermo y el señor Thorpe caminaron hacia ellos, dispuestos a iniciar una labor de negociación. Johannes prefirió aguardar al lado de Edward, que no podía negar su preocupación.

—Te has comportado como un verdadero amigo, Johannes —le dijo Edward con afecto y emoción—, con independencia del resultado de esto, te estoy muy agradecido por lo que has hecho. Mi hermana no pudo haber escogido mejor.

Johannes sonrió y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Es lo mínimo que puedo hacer. Hubiese querido hacer más, pero me temo que en este asunto tengo mis manos atadas.

—¿Crees que logren disuadirlo? —le preguntó.

—Sinceramente no lo sé —admitió él—. El duque es un hombre orgulloso, es difícil que sin más ceda a la presión. Pese a ello, su Alteza Guillermo sabrá recordarle que este asunto puede volverse en su contra y afectar los intereses que tiene en varias casas reales, incluyendo la holandesa. Esto no deja de ser un capricho suyo, una venganza que no tiene razón, y es probable que no sea tan tonto de perjudicarse por algo que puede deshacer.

Edward no dijo más, se limitó a observar en la distancia la conversación de los caballeros. Nada se podía advertir desde la posición en la que se encontraban. Cuando el Gran Duque y el señor Thorpe regresaron, fue que supieron el resultado de sus buenos oficios.

—El duque accede a no batirse esta mañana si lord Hay acuerda disculparse con él —dijo su Alteza Guillermo.

—¡En modo alguno! —exclamó Edward—. Me resisto a hacer tal cosa.

—Por favor, piénselo —aconsejó el señor Thorpe—. Los presentes conocemos de su valentía y honorabilidad, una disculpa no echará a menos la opinión que todos tenemos de su persona. Quizás con ello logre salvar la vida.

—Lo siento —respondió Edward—, el duque no es el agraviado en esta situación, por más que intente parecerlo. Su conducta con una dama fue bochornosa, y la disputa entre nosotros se debió al auxilio que debí prestarle a la dama en cuestión, que resultó agredida por el caballero —suspiró—. Les agradezco, su Alteza y señor Thorpe, pero me es imposible disculparme ante un ser tan ruin.

—Estás hablando desde la ira y la pasión, no desde la cordura —advirtió su cuñado—. Aquella noche le diste al duque su merecido, lo más conveniente para todos es que termines con este asunto de la manera que él pide, será una pequeña concesión. ¡Hay tanto que perder!

Edward permaneció reacio a hacer tal cosa. Sabía que no disculparse era una temeridad, pero hacerlo iba en contra de sus principios y de su honor.

—En tal caso —prosiguió el Gran Duque—, imaginando que se rehusaría a aceptar los términos de su Alteza, hemos acordado con él que el duelo se realice al menos a primer disparo y no a primera sangre, como fue convenido.

—Hemos aconsejado al duque que, por el bien de todos, efectúe un disparo que no comprometa su vida ni su integridad física —agregó el señor Thorpe—. Es muy probable entonces que el duque dispare al aire y no al blanco, por lo que le pedimos hacer lo mismo.

Edward asintió.

—No es mi intención matar o herir a nadie —afirmó.

—¿Podemos confiar en que el duque se ajuste a lo acordado? —preguntó Johannes preocupado.

—No podemos darle seguridad, lord Hay. Es por ello que le pido una vez más que valore la posibilidad de disculparse. Aunque hemos cambiado de manera ostensible las condiciones del duelo, no tenemos certeza de que cumpla. El buen sentido nos dice que debe responder de forma favorable a nuestras solicitudes, pero no podemos darle esa seguridad. —El señor Thorpe estaba nervioso.

—Les agradezco de corazón lo que han hecho por mí esta mañana, pero no tengo otra opción que aceptar el reto. Una disculpa atenta contra mi honor, y un honor es lo más importante que posee un caballero. —Fue inevitable pensar en Anne, si al menos la hubiese tenido a ella, quizás hubiese reconsiderado el arriesgarse.

Sin nada más que agregar, los hombres se encontraron en el centro para dar comienzo al duelo; los adversarios se saludaron, como indicaba la ética, los padrinos revisaron las armas y el Jefe de Campo —el tercer caballero que había llegado con el Duque de Mecklemburgo-Schwerin— se dispuso a dar las orientaciones. Los hombres debían alejarse veinticinco pasos y a la señal, hacer el disparo. El duelo terminaría luego de ese único disparo, sin otra oportunidad de hacer fuego.

Los caballeros se colocaron en sus puestos.

—Señores, ustedes conocen las condiciones pactadas, a las que han dado su aprobación, por lo que no deben faltar a ellas —comenzó el Jefe de Campo—. Les entregaré las pistolas y, en cuanto yo se los ordene, se colocarán en la guardia convenida. Cuando pregunte si están listos, deberán responderme afirmativamente. Acto seguido daré tres palmadas, acompañadas de las palabras: uno, dos y fuego. Con la primera palmada pondrán la pistola en posición y dispararán simultáneamente una vez que haya dicho “fuego”.

Dicho esto, procedió a entregar las pistolas. Edward y el duque se colocaron de espaldas, a la distancia prevista. No se escuchaba ni un murmullo, la tensión reinante era palpable y aunque Edward confiaba en lo pactado, seguía estando inquieto. Trató de serenarse, y estar muy atento a los comandos del Jefe de Campo. Cuando este preguntó si estaban listos, los dos caballeros respondieron de forma afirmativa. Acto seguido, repitió las palabras consabidas: uno, y se pusieron en guardia alzando las pistolas; dos, y permanecieron de espaldas aguardando la tercera palabra: “fuego”. Ambos se giraron a un tiempo y dispararon a la misma vez: Edward al aire, el duque al frente.

Un fuerte dolor le indicó a Edward que el duque no había hecho lo que le habían pedido, le había herido y cayó al suelo. El dolor en el hombro derecho le resultaba insoportable, y le impidió incorporarse. Johannes corrió hasta él y Edward pudo leer la angustia que se reflejaba en su rostro.

—¡Llamen al médico! —gritó—. ¡Está herido!

Johannes abrió las solapas del traje tras advertir el orificio en el hombro. La herida sangraba en abundancia y la camisa estaba ya bastante manchada. Edward no hablaba, aunque no había perdido el conocimiento.

—¡Edward! —exclamó Johannes—. No es nada serio… —Quería tranquilizarlo, pero su tono de voz no transmitía calma—. Saldremos de esta.

Johannes van Lehmann rogó al cielo estar en lo cierto.

Después del desayuno, Anne y lady Lucille compartieron parte de la mañana con Elizabeth, quien estaba muy feliz, puesto que el médico le había indicado que cesara su reposo absoluto la semana siguiente. Según sus palabras, no había objeciones para que la señora van Lehmann no llevara una vida normal, con las limitaciones propias de su estado. Su esposo, Pieter, estaba más tranquilo desde que el médico había dicho esto, sus temores fueron disipándose, dejando espacio para la preocupación habitual que se tiene en estos casos.

Anne encontró a lady Lucille más serena que el día anterior, pero su carácter no era el de costumbre. Estaba algo triste, eso resultaba indudable, a pesar de que la anciana se esforzara por aparentar lo contrario. Incluso Beth lo había notado, por lo que su madre no tuvo más remedio que contarle lo que había sucedido con el Barón de Clifford. Su hija estaba muy sorprendida ante la noticia, pero su pensamiento se centró en Anne, que también le parecía abatida. Cuando la duquesa decidió marcharse para la biblioteca, Beth no dudó en aprovechar la intimidad para tener una seria conversación con Anne.

La joven no tenía reparos en hablar del tema con su tía Beth, pero no quería contarle la razón por la cual estaba tan demacrada. No había podido pegar un ojo en toda la noche, estaba angustiada por su conducta con Edward y tan confundida como antes de tomar una decisión. No consideraba que hubiese elegido mal, no podía darle una oportunidad a Edward sin agotar sus esfuerzos para recuperar a Charles, ahora que sabía que no se había casado. No obstante, el recuerdo de los besos de Edward, la tristeza y decepción que había visto en sus ojos, la habían torturado toda la noche. Aquel era un secreto que debía guardar de su tía Beth, pues sería muy difícil explicarle una situación tan contradictoria.

—Imagino que te hayas preocupado mucho por Charles luego de conocer la noticia de la muerte del barón. Te noto afligida y no me parece que se deba al aprecio que sentías por el difunto.

Lady Lucille no había contado las circunstancias de la muerte del barón, así que Anne le narró a Beth cómo sucedieron las cosas: la decisión de Charles de romper su compromiso para disgusto de su abuelo y el hecho cierto de no haberse casado. Su tía estaba muy extrañada.

—¿Entonces piensas que esa decisión fue tomada por tu causa? ¿Puede haber sido el compromiso que tenía contigo y el amor que decía profesarte, tan fuertes como para contrariar la voluntad de un abuelo tan querido y respetado?

—Pienso que sí —respondió Anne, pese al tono de incredulidad que pudo apreciar en la pregunta de Beth—. No hay otra explicación posible.

—Yo no estaría tan segura —replicó su tía—. ¿Acaso olvidas la manera tan fría en la que Charles se dirigió a ti la última vez que se vieron? Un hombre enamorado no haría jamás tal cosa, Anne. En su momento no te lo dije por temor a hacerte sufrir con mi criterio, pero ahora pienso que estás más preparada para escucharlo. Pues bien, luego de ese encuentro, permaneciste aún unos días en Essex y él no acudió a verte ni mostró culpabilidad alguna por la forma en la que te trató. ¿Qué pudo haberle hecho recapacitar de forma tan tardía?

—No lo sé —confesó—, tal vez la inminencia del enlace le hizo comprender su desafortunada elección.

—Puede ser —admitió la aludida—, pero aun así no tenemos indicios de que te haya buscado.

—Pudo haberlo hecho, tía Beth —contestó Anne—, y no haberme hallado en casa.

—Eso es cierto —concordó la tía—, es muy probable que desconozca tu paradero.

—No por mucho tiempo, pronto sabrá donde me hallo.

—¡No es posible! ¿Acaso le has escrito?

—¡Oh, tía Beth! —exclamó Anne con tristeza—. Cuando supe lo que había ocurrido no pude evitar enviarle una carta expresándole mi pesar y mis condolencias. Era lo único que podía hacer, dadas las circunstancias, pero mi misiva le indicará el lugar donde me encuentro.

—No creo que hayas obrado mal, querida, pero pienso que no debes crearte expectativas muy altas sobre este asunto. Los rumores que circulan muchas veces no son fidedignos y mi intuición me dice que es muy poco probable que Charles le haya provocado un ataque de esa clase a su abuelo, ¿no te confesó que era su intención complacerlo con ese matrimonio antes que partiera de este mundo?

Anne recordó aquella conversación y asintió. Su tía tenía razón, Charles se había mostrado bastante decidido a complacer los deseos de su abuelo, opuesto como estaba a un enlace con una Cavendish.

—No obstante, tía Beth, lo que sí parece incuestionable es que no contrajo matrimonio.

—Es verdad, cariño. Para serte honesta, te noto más preocupada que esperanzada. Para tener tanta confianza en el amor de Charles por ti, no noto que las posibilidades de retomar el compromiso te alegren demasiado.

Anne se quedó en silencio. Su tía había sido bastante aguda con su observación. Al comienzo sus esperanzas eran muy grandes y la habían animado, mas luego de la última conversación con Edward su corazón se encontraba oprimido.

—No lo sé —reconoció—, supongo que tengo miedo de que todo resulte. En estas semanas me había habituado a la idea de renunciar a Charles para siempre. La posibilidad de un retorno suyo me provoca sentimientos encontrados: lo quiero, tía Beth, pero por otra parte no me reconforta lo suficiente recuperarlo. Quizás me encuentro así porque, como bien dijiste hace unos instantes, su amor por mí distó mucho de lo que yo esperaba que este fuera.

La conversación con su tía Beth había dejado a Anne con más dudas que certezas. No tenía otra alternativa que aguardar a que Charles le respondiese su carta, si consideraba oportuno hacerlo. Por los términos de esta constatación sabría si cabía la posibilidad de un futuro juntos. Nuevamente el recuerdo de Edward la dañaba, por lo que no quiso demorar más el momento de ofrecerle sus disculpas. Era consciente de que debía ser firme, no podía ilusionarle ni demostrar arrepentimiento ante la decisión de no aceptar su amor, pero una disculpa sí la merecía.

El trayecto hasta la Casa Norte le resultó tedioso, más al emprenderlo sola. El invernadero le traía demasiados recuerdos y era incapaz de hacerles frente, algunos eran dulces y tiernos; otros, los últimos, le hacían comprender lo dura que había sido con alguien que la amaba. Al pensar en cómo Edward la había defendido del duque esa noche, en cómo su llegada la había salvado de arruinar su reputación y su vida, se sentía aun peor. ¿Cómo había sido capaz de equipararlos?

Edward se había disgustado con ella con razón, y no tenía seguridad de que pudiese perdonarla luego de tanta decepción. ¿Sería capaz de seguir queriéndola a pesar de su desprecio y de sus palabras hirientes? De alguna forma, el hecho de salir del corazón de él la ponía un poco triste y la hacía incluso cuestionarse la decisión que había tomado. Tal vez ella estuviese renunciando al único hombre que comenzaba a amarla de verdad.

Alejó este pensamiento de inmediato; Charles le había dicho muchísimas veces que la amaba, habían mantenido una correspondencia secreta durante años y un compromiso. ¡Esa historia merecía defenderla por encima de cualquier futuro incierto! Inclusive, si no tenían una nueva oportunidad, ella se sentiría tranquila de haber hecho lo correcto.

Al llegar a la Casa Norte, encontró la puerta abierta y nadie la recibió, lo cual era extraño. Se acercó a la escalera principal que daba acceso a las recámaras, donde se topó con Georgiana, que lloraba de forma desconsolada. Cuando la joven la vio se acercó a ella y la abrazó al instante, estaba tan afligida que no podía articular palabra.

—¡Oh, Georgie! —exclamó Anne—, ¿qué es lo que ha sucedido?

Georgiana se alejó un poco de ella y le dijo entre sollozos:

—¡Es Edward! ¡Le han disparado y ha perdido mucha sangre!

Anne estaba conmocionada, no sabía qué decir. Temía por su vida tanto como Georgiana, aunque hiciese un esfuerzo por mantenerse serena. Se sujetó de la baranda para recuperarse de la fuerte impresión y le dio la mano libre a Georgie.

—¿Cómo ha sido? —preguntó alarmada, temía que el hecho estuviese relacionado con el duque—. ¿Quién le disparó?

—¡No sé detalles! Edward salió temprano con Johannes al puerto. Según parece, trataron de asaltarlos y…

Georgiana volvió a llorar y Anne la abrazó por segunda vez, tratando de calmarla. Quizás el hecho fuese una desdichada casualidad y no estuviese vinculado a nada más.

—Ahora está en manos del médico. Johannes y Prudence están con él. A mí no me permitieron entrar a la alcoba. Ha sido una bendición tenerte a mi lado.

—Esperemos arriba, ¿te parece? —Georgie asintió—. Así estaremos cerca para cuando el médico de noticias.

Las dos jóvenes subieron al piso superior y aguardaron en un pequeño salón cercano a la habitación de Edward, que hacía las veces de despacho para responder cartas o leer. Georgiana continuaba muy nerviosa y Anne también, mucho más de lo que hubiese imaginado. Sufría, además, por haberle causado tanto dolor la víspera.

Si le sucedía algo no sería capaz de perdonarse el haber actuado de esa forma. Edward debía vivir, y ella tendría la oportunidad de arreglar las cosas. Se preguntó qué suponía aquello exactamente, y no obtuvo respuesta de su corazón. Experimentaba una preocupación tan fuerte, que por momentos se arrepentía de no haber aceptado su amor. “No estás siendo razonable” —se decía—. No podía permitir que la situación tomara las riendas de sus sentimientos, debía evitar sentirse culpable, debía ser consecuente consigo misma, debía pensar en Charles… A pesar de ello, tan solo pensaba en Edward, en lo vital que había estado unas horas atrás cuando había vuelto a besarla, en los sueños que tenía para el futuro y que ella no había sabido aquilatar. ¿Estaría haciendo lo correcto?

Las jóvenes sintieron abrir la puerta y vieron caminar a Prudence por el corredor; la voz de Georgiana la hizo retroceder y entrar al salón.

—¡Anne! —expresó—. Qué bueno que estás aquí junto a Georgie, que necesita mucho de tu compañía, ¡ha sido terrible lo que ha sucedido!

—¿Cómo está lord Hay? —preguntó Anne.

—Prudence —exclamó ansiosa Georgie—, ¿qué ha dicho el doctor?

Su hermana, agotada por la tensión, se dejó caer en una butaca color ocre y suspiró:

—La herida en sí parece no ser de gran gravedad, pero ha perdido mucha sangre. El médico logró extraer la bala del hombro, curar y poner un vendaje. Estará fuera de peligro cuando constatemos que no halla ninguna infección… El doctor es optimista.

—¡Se recuperará! —auguró Georgiana—. Edward se ha repuesto de cosas peores.

—Así es —contestó Prudence levantándose y dándole un beso a su hermana—, tengamos fe en que se recupere pronto sin ninguna secuela.

—¿Puedo verlo? —preguntó Georgiana.

A punto estuvo Anne de pedir lo mismo, pero sabía que no le correspondía hacerlo. Una solicitud como esa hubiese generado muchos comentarios indiscretos.

—Aún está con el doctor —respondió Prudence—, luego que se marche podrás entrar un momento a verle. Edward no ha perdido la conciencia en ningún momento, lo cual es muy favorable. Luego deberás dejarlo descansar, Georgie —le advirtió—. Yo misma me quedaré con él hasta más tarde.

Anne deseaba preguntar más detalles sobre lo sucedido, pero no se atrevió a hacerlo, resultaba muy desconsiderado de su parte hacer eso, y Prudence no debía saber mucho más. Unos momentos después, Prudence se unió a su esposo que acompañaba al médico afuera. La dama escuchaba las últimas consideraciones sobre el tratamiento y lo cuidados que debían tener con el paciente. El doctor regresaría en la tarde para comprobar la evolución y precisar si había algún indicio de fiebre.

Georgiana aguardaba por su hermana para entrar a la habitación de Edward, y Anne se despidió de su amiga, consciente de que prolongar su presencia entorpecería más que ayudar. Prometió retornar al atardecer para saber del estado de lord Hay y así distraerla un poco más. Antes de marcharse la tomó de las manos.

—Georgie, amiga querida, ¿podrías hacerme un favor? —El tono era suplicante.

La aludida la miró sorprendida, sin saber a qué se refería Anne.

—Quizás lo juzgues improcedente y entenderé si no es el momento oportuno para trasmitirle a lord Hay mi sentir, pero me gustaría que le dijeras, de ser posible, que lo llevo en mi pensamiento y que le deseo una pronta recuperación.

Su amiga asintió, conmovida por la sincera preocupación de Anne. Quizás fuera cierto que entre ella y su hermano había surgido un sentimiento hermoso, como le escuchó decir una vez a la soñadora de Prudence.

—Descuida, Anne, se lo diré en cuanto pueda —le aseguró.

Prudence regresó a buscar a su hermana y las jóvenes se despidieron una vez más, tomando caminos distintos. Anne hubiese preferido acompañarlas y trasmitirle a Edward por sí misma todo lo que sentía, en cambio, bajó por las escaleras hasta el salón principal y halló a Johannes cercano a la puerta, tras haber despedido al doctor.

Él la vio llegar y aguardó para saludarle. Hizo un enorme esfuerzo para controlar los deseos que experimentó de decirle la verdad. Edward merecía que Anne supiera el sacrificio que fue capaz de hacer por ella. Hasta el último momento había defendido su honor, incluso cuando pudo haber rehuido la contienda. No obstante, le había prometido varias veces que no le diría nada y no acostumbraba a quebrar sus promesas.

—Anne, supongo que ya esté enterada de lo sucedido. Por fortuna, la vida de Edward parece fuera peligro, aunque debemos ser bastante cuidadosos —le comentó una vez que la tuvo a su lado—. Una herida de bala siempre es peligrosa.

—Me siento muy angustiada por lo sucedido. Probablemente usted sea la única persona a quien pueda hablarle de mi inquietud, sabiendo que podrá comprenderme.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Me siento avergonzada de sacar a colación este tema, pero la situación en la que se encuentra lord Hay no me deja alternativa a la hora de hacerle partícipe de mis temores, infundados o no. Sé que está al corriente de lo que sucedió hace tres días en la fiesta, y cómo lord Hay me defendió de la horrible agresión del Duque de Mecklemburgo-Schwerin.

Johannes asintió.

—Esa noche el duque anunció que se vengaría —continuó ella—, y desde que supe del ataque que sufrió lord Hay, no dejo de preguntarme si cumplió su amenaza. No deseo levantar falso testimonio en contra de su Alteza, pero a juzgar por su conducta de la pasada noche y por su advertencia, me temo que es capaz de actos de suma vileza, como este.

Johannes se quedó sorprendido ante su brillante análisis, pero debía permanecer fiel a su promesa, así que no claudicó y repitió la versión que había dicho una vez que llegaron a la casa.

—Anne —comenzó—, me conmueve su gran preocupación por Edward y juzgo atinadas las reflexiones que me ha hecho, pero no debe sentirse angustiada: su Alteza no ha estado inmiscuido en este asunto. Mi cuñado fue víctima de un asalto, los dos lo fuimos. La bala que recibió pudo haber sido para mí, pero el azar quiso que resultara ileso y que fuera Edward, en cambio, quien la recibiera. El responsable del asalto es un conocido ratero que acecha por el puerto que pudo ser detenido por las autoridades y será juzgado.

A Johannes no le agradaba mentir, mas no le quedaba más remedio que urdir una buena historia, pues Anne había sido más perspicaz de lo que él había imaginado, evidenciando una gran intuición. Incluso Prudence no tardaría en interrogarlo a fondo sobre los hechos, por lo que debía estar preparado para hacerle frente a sus preguntas.

Anne no se atrevió a nada más, confiaba en van Lehmann. ¿Acaso tenía razones para no hacerlo?

—Le agradezco su paciencia. Espero me perdone por haberlo importunado con mis sospechas, pero juzgué oportuno compartirlas con usted.

—No tengo nada que perdonarle, Anne —respondió él con una ligera sonrisa de comprensión—. Su razonamiento no es descabellado, se lo aseguro. Quizás, si las circunstancias hubiesen sido otras, yo mismo hubiese sospechado de su Alteza. Ha sido una terrible coincidencia, solo eso. —Luego se detuvo y agregó: Imagino que se haya sentido muy impresionada por lo sucedido a Edward y cuánto le debe haber afectado, pero confiemos en su pronto restablecimiento.

Anne asintió. Tal vez Johannes conociese del amor de Edward y se arriesgaba incluso a suponer que ella le correspondía.

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