Capítulo 18
A la mañana siguiente, Anne despertó luego de haber dormido plácidamente toda la noche; por primera vez en el último mes, no había tenido pesadillas ni sueños tormentosos y descansó como debía. Después que Blanche la ayudara a vestir, se encaminó hacia la habitación de su tía Beth, con un precioso vestido estampado. Encontró a Beth de perfecto ánimo y sin ningún malestar, lo cual le tranquilizó. Se veía más hermosa luego de su embarazo, quizás la felicidad de la noticia se reflejaba en su rostro. Anne la besó en la frente y se dirigió al comedor a desayunar. Una vez abajo, se reunió con su abuela, quien aguardaba por ella con la mesa puesta. Leía un diario y estaba ensimismada, tanto que no se percató de la presencia de Anne. La anciana tenía la capacidad de perder la noción del paso del tiempo mientras leía, pero al ver a su nieta renunció a su lectura y se dispusieron a desayunar.
Anne estaba abstraída también, pensando en el momento en el que enfrentaría a Edward. No había pensado aún en la respuesta que le daría, incluso estaba considerando no darle ninguna. Lo mejor para ambos era continuar como hasta al momento, sin negarse la oportunidad, ya que el futuro se mostraba como una hoja en blanco llena de posibilidades para los dos.
Lady Lucille comentó en par de ocasiones lo ajena que estaba Anne a todo, pero fue indulgente con ella pues lo achacó a lo sucedido dos días atrás con el duque. Le preocupaba que demorara en sobreponerse. Aunque el día anterior la había notado más animada, aquella mañana su expresión le resultaba preocupante. Renunció a sus acostumbradas tareas, no era momento de encerrarse en la biblioteca a trabajar y mucho menos dejar que Anne pasara el resto de la mañana sola, pensando en lo que pudo haber ocurrido. Fue entonces que le pidió que la acompañara a la terraza, el débil sol trasmitía un calor agradable y allí podrían charlar un poco.
—Hace unos días que quería comentarte algo, querida.
Lady Lucille arreglaba un centro de mesa mientras se disponía a introducir el tema de conversación.
—¿Qué sucede? —preguntó Anne.
—¿Has notado lo bien que está Beth últimamente? Ya no está indispuesta y el médico dice que no hay motivos para estar alarmados. Su embarazo es preocupante a su edad, es cierto, pero hasta ahora marcha según lo previsto.
—Lo sé —repuso la joven—, tía Beth está muy bien, incluso parece más joven. Me tranquiliza saber que no hay motivos para preocuparse de más. Pienso que nuestra presencia contribuye a su felicidad.
—También lo creo —convino lady Lucille—, y de eso mismo quería hablarte.
—No estará pensando en regresar a Inglaterra, ¿verdad? —Estaba preocupada de abandonar a Beth—. Tía Beth nos necesita, ahora más que nunca. No podemos dejarle…
—¡Por supuesto que no he considerado marcharme! —exclamó la anciana—. Pienso abusar de la hospitalidad de van Lehmann por bastante tiempo, pero reconozco que echaré de menos Essex. No obstante, deberías considerar regresar durante los meses de verano a Inglaterra y luego volver con nosotras en el otoño. Serían unas semanas de distracción. Puedo escribirle a los Watson, los primos de tu madre, para que pases esta temporada con ellos.
—Querida abuela —comenzó Anne, observándola tijera en mano, recortando el tallo de las rosas—, no quisiera marcharme del lado de tía Beth. Temo que si me voy…
—¡Tonterías! —la interrumpió lady Lucille, usando la tijera con agilidad—. Elizabeth se encuentra muy bien y en el otoño estarás de regreso, a tiempo para las últimas semanas del embarazo que es la etapa más tediosa, si mal no recuerdo. He hablado del asunto con Beth y está de acuerdo, dice que te aburrirías muchísimo en esta casa. Piensa que en un par de semanas los Hay regresarán a Londres y no tendrás mucha oportunidad de distraerte. María suele pasar el verano con su tío materno en París, y no creo que Prudence disponga tampoco de mucho tiempo libre.
La expresión de Anne no era muy feliz. Entendía las razones de su abuela, pero aun así no se sentía interesada en marcharse.
—Abuela, los Watson son excelentes personas, pero apenas los recuerdo. ¡No estoy decidida a pasar una temporada con ellos!
—Muy bien, esa es una opinión mucho más sensata —concordó lady Lucille, colocando las rosas en agua—, es por ello que proseguiré a comentarte la otra propuesta que debes considerar para la etapa estival y que quizás te resulte mucho más agradable.
—¿Qué propuesta? —Anne estaba sumamente intrigada, pero su sagacidad no estaba en su mejor momento—. ¿He recibido alguna invitación de la cual no estoy al corriente?
—Hace unos días lord Hay me comentó que deseaba invitarte a para pasar el verano en Hay Park con su familia. Yo le pedí que no te dijera nada todavía, era preciso que Beth continuara bien para poder tratar este asunto.
Anne recordó que Prudence había pronosticado esa invitación, aunque Edward tuviese un círculo bastante estrecho de amigos. No obstante, después de la confesión del día anterior, el hecho no debía tomarla tan desprevenida. ¿Si Edward la amaba no era lógico desear su cercanía durante el verano? Debía pensarlo con detenimiento, porque de su respuesta afirmativa podrían derivarse otras decisiones.
—Juzgo que es una muy buena oportunidad —prosiguió lady Lucille—, la familia Hay ha demostrado ser excelente y te une una sincera amistad con Georgiana, quien agradecerá mucho que compartan ese tiempo juntas. Pienso que es una opción que no deberías rechazar.
—Me siento halagada por la proposición, abuela, pero no puedo dar una respuesta de inmediato. Mi deseo más grande era permanecer junto a tía Beth todos estos meses, mas no puedo negar que pasar el verano con la familia Hay me agradaría.
—Muy bien, querida —repuso la dama con una sonrisa de satisfacción—, falta algún tiempo todavía, así que puedes meditarlo. Me parece que el resultado de esas reflexiones debería ser positivo.
Anne no dijo nada más; sus sentimientos por Edward eran aún tan confusos, que era incapaz de aceptar de antemano el ofrecimiento.
El mayordomo de la Casa Sur apareció con una bandeja con la correspondencia, que dejó sobre la mesa por indicación de lady Lucille. La duquesa fue mirando cada uno de los sobres hasta que se decantó por la lectura de una carta de su amiga, la señora Yeats.
—¡Vaya! —expresó con entusiasmo—. ¿Qué noticas tendremos de Essex? La correspondencia de la señora Yeats siempre es de lo más informativa, querida.
Anne se quedó intrigada y recordó a Charles. ¿Habría en la carta de la señora Yeats alguna referencia a los Clifford? Si bien se sabía que su abuela y el barón eran casi enemigos, no por ello sus amistades dejaban de informarle de las últimas noticias de su vecino. La señora Yeats le tenía un especial cariño a Charles, pues había sido amiga de su difunta madre.
La dama abrió la carta y comenzó a leerla para sí. No acostumbraba a hacerlo en voz alta ni delegaba en otra persona para que le leyera, aquel era un ejercicio que prefería hacer por sí misma. Por fortuna, todavía conservaba su visión, algo de lo cual se enorgullecía, aunque utilizaba unos lentes.
Anne estaba considerando dejar a su abuela a solas, cuando la expresión de la anciana la sobresaltó.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. No es posible…
Anne se paró de un salto y se acercó a su abuela con preocupación.
—¿Qué sucede, abuela? ¿Malas noticias?
La señora dejó caer el pliego de papel sobre sus piernas y miró a su nieta con tristeza.
—Es el Barón de Clifford —anunció—. ¡Ha muerto!
Lady Lucille pocas veces había mostrado un sentimiento por el barón distinto al desagrado. Únicamente cuando murió su hijo, la duquesa fue capaz de sentir pena por el barón; el otro momento que la había conmovido había sido este. Por más que dijera que lo despreciaba, por más que mostrara sin cortapisas su antipatía por él, no le deseaba algo así.
Anne se sintió también intranquila; no conocía al barón mucho y tampoco le simpatizaba. Era él quien se oponía a su compromiso con Charles, mas su amor por él era tan grande que le hacía sentir su pérdida como si fuese propia.
—¡Lo siento mucho! —confesó.
Lady Lucille se quedó absorta, pensando en alguna cosa que no quiso compartir en voz alta. Anne tampoco dijo nada más, volvió a pensar en Charles y se preguntaba si ya se habría casado y cumplido de esa manera el deseo de su abuelo.
—¿Menciona algo la señora Yeats de su nieto? —preguntó—. Según escuché decir, estaba prometido para casarse y la boda no debía demorar en celebrarse.
—¡No he terminado de leer! —respondió su abuela—. Ni siquiera sabía que el joven Clifford iba a casarse pronto. Ahora debemos referirnos a él como el nuevo barón. —Su sonrisa era amarga.
Luego de dichas estas palabras, tomó la carta de sus piernas y prosiguió la lectura hasta el final, sin pronunciar palabra. Al terminar, dobló la misiva y la introdujo en su sobre, esa sería la primera carta que respondería y era su deber mandar las condolencias al señor Clifford. Anne se levantó, dispuesta a dejar a su abuela en silencio, tenía la impresión de que no deseaba ser molestada. Era probable que la muerte del barón le recordase lo anciana que era; resultaba muy difícil recibir noticias de esa clase, por más que el difunto no fuese una persona cercana.
—Anne —la voz de lady Lucille la detuvo justo antes de abandonar la terraza—, sobre lo que me preguntabas, la señora Yeats comenta un par de cosas. Parece ser que el joven Charles deshizo el compromiso poco antes de casarse… Según se comenta en Essex, el disgusto que le dio al barón fue la causa directa de su muerte, que fue un ataque al corazón.
Anne permaneció lívida, presa de las emociones más contradictorias: por una parte, debió ser devastador para Charles haberle ocasionado a su abuelo el disgusto que acabó con su vida, por otra, en su mente martillaba una frase: “no se casó”. La exaltación que experimentaba le resultaba muy arduo disimularla, y se sentía mortificada de sentir felicidad en un momento que era muy triste. Y aunque se apenaba de la muerte del Barón de Clifford y de las circunstancias de esta, no dejaba de pensar que Charles había roto su compromiso y que no se había casado. Resultaba muy difícil no creer que fuera ella la causa de tal decisión. ¡Tenía que serlo! Charles no había dejado de amarla y creía que aún podía tener un futuro a su lado.
Anne subió a su alcoba y trató de poner en orden sus pensamientos; sacó una hoja del escritorio donde estaba sentada y comenzó a escribirle una carta a Charles. Cuando concluyó, le echó un vistazo. Era una composición sobria, sin las palabras de amor que se habían dedicado en otras ocasiones; la joven se había limitado a darle el pésame y agregó que se encontraba de visita en Ámsterdam —pese a que resultaría evidente por el matasellos—, explicándole que pasaría unas cuantas semanas más allí junto a su tía Elizabeth.
Colocó la carta en un sobre y aguardó el momento oportuno para dársela a Blanche. Su doncella se encargaría —como en muchas otras ocasiones—, de que fuese llevada al correo. No se sintió ansiosa como de costumbre, estaba preocupada y a la vez triste. Pensó en Edward y en cómo hacerle frente luego de lo sucedido. Él no estaba al tanto de lo que acontecía en su corazón, y se angustió al comprender cómo habían variado sus pensamientos tras conocer de la muerte del Barón de Clifford. Por primera vez, después del beso, había encontrado un poco de claridad en tantas confusiones. No podía alentar a Edward, hacerlo sería cruel por su parte, y ella tampoco estaba en condiciones de explorar sus sentimientos con completa libertad. Si no hubiese sabido de Charles, quizás no se hubiese cerrado a la posibilidad de conocer más a un hombre que le turbaba sinceramente; sin embargo, el destino había querido que le llegara la noticia a tiempo: Charles no se había casado, había roto su compromiso, y ella no podía olvidar el amor que lo había unido a él por muchos años. Se negaba a renunciar sin más, a un futuro que había deseado con gran intensidad.
Charles se había equivocado, había puesto en riesgo su amor, había destruido el compromiso secreto que los unía, pero había reaccionado a tiempo. Anne tenía que darle la oportunidad de redimirse. ¿Cómo renunciar a él por el inesperado sentir de un caballero que apenas conocía y que hasta hacía muy poco la había despreciado? Cada vez tenía más seguridad de cuál era el camino que debía tomar, y ese camino, indiscutiblemente la alejaba de lord Hay.
Edward había pasado una mañana en solitario. Johannes se había marchado a ultimar los detalles del duelo y él no había querido compartir su tiempo ni con Prudence ni con Georgiana, por temor a que se percataran de que algo le sucedía. Su cuñado había sido previsor al decirles que él lo acompañaría al puerto al amanecer, a controlar el envío de una mercancía; no resultaba algo habitual, pero era lo mejor que podía ingeniar para no levantar las sospechas de Prudence cuando lo viese irse antes que saliera el sol.
Edward estaba nervioso; era un hombre valiente, confiaba en que todo saldría bien en el temerario encuentro y sabía que era improbable que perdiera la vida. De cualquier manera, las dudas de un combate ante una persona tan poco honorable, le asustaban. Johannes le aconsejó que se alejara en la mañana a practicar su puntería, y le dejó unas pistolas que solía utilizar, pero Edward desistió. Su intención no era matar al duque, quería darle su merecido, pero no lo halagaba acabar con la vida de alguien por muy ruin que esta persona fuera. Por el contrario, no podía juzgar los pensamientos de su adversario, quizás sí quisiera verlo muerto después de todo.
El único pensamiento que lo hacía relajarse y olvidar un poco sus temores era Anne, aunque por otra parte le aterraba perderla. Regresar con vida para estar a su lado era quizás lo que más le animaba a sobreponerse a sus circunstancias. Aquella tarde iría a la Casa Sur a encontrarse con ella, a mirarse en sus ojos oscuros y a robarle un beso. Aquel momento que avizoraba sería lo mejor de su día y le brindaría la energía suficiente para el duelo de la mañana siguiente.
A la hora del té, llegó a la Casa Sur, como si acudiese a una invitación por parte de las damas, aunque siempre era bien recibido. Una vez en el salón, se encontró con Anne y con la señorita Norris. Ella no se sorprendió con su visita, lo esperaba, mas la certeza de su llegada no disminuía la impresión que sentía al verlo nuevamente; lo mismo le sucedía a Edward, que estaba emocionado tan solo de mirarla. Sin darse cuenta, pensó que quizás estuviese viendo a Anne por última vez… Pretendía no dejarse amilanar por el difícil trance frente al duque, pero lo cierto era que estaba muy preocupado por las consecuencias de su osadía.
Edward se acercó a las damas y preguntó por lady Lucille. Fue la señorita Norris quien respondió, al comprobar que a Anne no le salían las palabras.
—Lady Lucille se siente indispuesta esta tarde, lord Hay. Es una pena, pero no podrá acompañarnos, pero es bienvenido a tomar el té con nosotras, si así le place.
—Espero que no sea nada serio y que su Excelencia se recupere pronto. —Dicho esto ocuparon su sitio en la mesa—. Será un placer para mí aceptar su invitación.
Mientras tomaban el té acompañado de pastas, la señorita Norris llevó la iniciativa. Ni Edward ni Anne eran muy conscientes de lo que estaba comentado, pues cada uno se encontraba perdido en sus pensamientos: Edward, preguntándose lo que le depararía la providencia al día siguiente; Anne, temerosa de rechazarlo. La voz nasal de la señorita Norris continuó dominando la charla, recordando con muy poco tacto la fiesta pasada y las personas que había conocido durante la misma. Los nombres que mencionaba nada les decían a los jóvenes, pues no estaban familiarizados con los invitados de Prudence y poco podían aportar, aunque quisiesen.
Una vez que el té concluyó, Edward se levantó para despedirse. Las damas lo imitaron, y la señorita Norris comentó que subiría a comprobar si lady Lucille se encontraba mejor. Él se arriesgó a preguntar si la señorita Cavendish estaría dispuesta a dar un corto paseo y agradeció cuando la joven no rechazó su proposición. Edward interpretó como favorable que deseara pasar tiempo en su compañía, de lo contrario hubiese tenido oportunidad de huir de su presencia con disímiles pretextos. Muy por el contrario, Anne se había mostrado de acuerdo y su dama de compañía fue incapaz de objetar alguna cosa.
Unos minutos después, caminaba del brazo de Edward hasta el invernadero. El trayecto lo hicieron en silencio, no muy seguros de qué debían decirse. Él no podía alejar de su mente el temor que le suscitaba batirse en un duelo a primera sangre y el hecho de mantenerlo en secreto no le permitía aligerar la carga con nadie. No obstante, no se arrepentía de su decisión; él era un caballero y las circunstancias lo habían conminado a aceptar el reto. Lo más adecuado era que nadie lo supiese, ¿cómo decirle que iba a batirse con su agresor? Ella se sentiría culpable y él no deseaba hacerla sufrir bajo ningún concepto.
Al entrar al invernadero, no sabían qué rumbo tomar; Edward pensó por un instante dirigirse al banco rodeado de rosas amarillas donde compartieron tan bellos momentos la tarde anterior, pero no quería que el lugar incomodase a Anne o le hiciesen dudar de sus intenciones. Instintivamente, la joven tomó la dirección contraria, hacia un banco que se encontraba rodeado de arbustos y Edward se dejó guiar. El sitio escogido era bastante privado, por lo que tuvo que controlar sus deseos de atraerla hacia él. Notaba que estaba más preocupada que de costumbre, y que casi no lo miraba. Por un momento pensó que tal vez se sintiera avergonzada ante él, ahora que se encontraban a solas como la víspera, pero su intuición le alertaba de que se trataba de algo más.
Anne también se había percatado de que Edward había perdido su alegría, sus ojos no brillaban como antes y no se veía contento. Quizás él también hubiese meditado sobre el asunto y reconociera que actuó con precipitación. Esta teoría se desmoronó en cuanto lo escuchó hablar otra vez, con esa voz profunda que tanto le había impresionado de él.
—Anne —comenzó con dulzura—, no imaginas cuánto anhelaba verte; las horas transcurridas desde nuestro último encuentro me han parecido eternas. Deseaba tanto estos minutos que me has regalado en tu compañía…
Ella no contestó, era incapaz de mirarlo a los ojos. Se sentó en el banco y él la imitó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó nervioso—. Te hallo un poco triste y sé que lady Lucille se encuentra indispuesta. ¿Ha sucedido algo?
El sentimiento que Anne experimentaba no era exactamente tristeza, pero Edward temía nombrarlo de otra manera.
—Mi abuela recibió una carta de Essex de una amiga muy cercana, donde le informaba de la muerte de un conocido. Parece ser que la noticia la ha afectado bastante, porque desde esta mañana no sale de su recámara y no ha permitido que nadie la perturbe.
Edward suspiró aliviado. La explicación justificaba un poco que Anne no estuviera tan contenta, pero no debía interpretarlo como un tácito rechazo hacia él.
—Lo siento mucho. Debió haber sido una noticia dolorosa para ella. ¿Era un amigo cercano de lady Lucille?
—El Barón de Clifford no era precisamente amigo de mi abuela —comentó Anne—. En realidad, rivalizaban bastante entre ellos. Quizás la causa de la enemistad carezca de importancia y mi abuela lamente no haberse reconciliado a tiempo con él. Su propiedad colinda con la nuestra en Essex —agregó.
Edward se quedó pensativo. Por alguna razón, el nombre Clifford le resultaba familiar, pero no recordaba de dónde. No se atrevió a comentarlo en voz alta, quizás no fuese algo relevante ya que no creía haber conocido al difunto.
Anne había dicho más de lo que debía sobre el barón, pero Edward no tenía manera de saber que se trataba del abuelo de Charles. Jamás le había revelado el nombre de su prometido, por lo que no había posibilidad alguna de que supiera de quién le hablaba.
Edward se propuso dejar atrás el tema y se volteó hacia Anne, colocando su mano sobre la de ella. Anne lo miró a los ojos por primera vez, sin encontrar aún las palabras que debía decirle.
—Anne, sé que es probable que te halles sorprendida por lo que te confesé ayer en la tarde, pero me siento aliviado de habértelo dicho. Hoy suscribo cada frase que pronuncié y quisiera decirte que mis intenciones son las más serias. En modo alguno desearía que pensaras que…
—Lord Hay —le interrumpió, levantándose de su sitio—, le pido que no continúe.
Edward se levantó también, preocupado por lo que ella pudiese decirle.
—Lamento si he ido demasiado aprisa, pero comprendo hoy más que nunca el valor de mi confesión de ayer. —Anne no entendió a qué se refería, pero tampoco preguntó—. No pretendía asustarte, tan solo reiterarte la seriedad de mi afecto y las aspiraciones que tengo para el futuro.
Caminó hacia ella y le acarició la mejilla con delicadeza.
—Sé que debo ser paciente; el tiempo será nuestro mejor aliado y la constancia de mi amor hará crecer el tuyo. Tengo la certeza de que no te soy indiferente —agregó mientras volvía a colocar su mano en el rostro de Anne—, y eso lo supe cuando miré la exaltación de tus ojos y probé en tus labios la dulzura que se atrevieron a conquistar los míos.
Anne se estremeció, mas no se dejó seducir por sus palabras y dio un paso atrás, consciente de que hacía lo correcto.
—Lord Hay —era incapaz de volver a llamarle Edward—, le agradezco cuanto ha dicho y la seriedad de sus sentimientos, sé que es un hombre honorable, pero lo que sucedió ayer fue un terrible error. Reconozco que fui débil, me mostré vulnerable ante usted mientras escuchaba sus declaraciones y le di la impresión de que podría corresponderle, pero lo cierto es que no debe albergar ninguna esperanza…
Edward se sintió tan sorprendido por sus palabras, que le costó un tiempo asimilarlas. Aspiraba a conquistarla poco a poco, pero no a que lo rechazara de aquella forma que parecía definitiva.
—Perdóneme —continuó ella al comprender el daño que le hacía—, no era mi intención ofenderle o causarle algún tipo de pesar, pero sería indigno de mí que no le alertara lo antes posible.
—Anne —contestó él al fin—, sé que no estás siendo sincera contigo misma. El recuerdo de lo sucedido ayer es tan fuerte que no se ha desvanecido de mi mente; nada de lo me digas hará que cambie mi parecer sobre nuestro encuentro. Algo sucedió entre nosotros, algo muy hermoso que te niegas a admitir hoy, quizás por miedo, quizás porque ha ocurrido muy deprisa. No lo sé…
Anne no respondió. No podía negar que cuando estaba frente a Edward experimentaba una poderosa conexión con él.
Él volvió a acercarse, la miró a los ojos y comprendió la indecisión que se reflejaba en ellos; por más que quisiera parecer resuelta, para él era obvio que se debatía entre la intención de rechazarlo y el deseo de continuar a su lado.
—Mírame —le pidió—, dime que estoy equivocado, dime que es una amistad lo que nos une y que ningún sentimiento de exaltación te invade cuando acaricio tu rostro, cuando te hablo de futuro…
Ella era incapaz de contestar, estaba sumida en una especie de ensoñación; algo intenso sentía cuando sus manos acariciaban su piel y su mirada azul la seducía.
—Desistiría si no hubiese comprobado ayer cuánto me ansías, pero necesito aliviar la indecisión que te consume, el temor absurdo que te asalta… ¿Acaso no comprendiste ayer cuanto te amo? —Su mano continuaba sobre su mejilla sonrojada—. Si es preciso, volveré a repetirte cada palabra dicha, si es preciso apelaré a la sensatez de tus labios, mucho más seguros y decididos que este corazón dudoso que hoy pretende decidir por los dos.
Edward no lo pensó dos veces y la besó apasionadamente, como si fuese la última vez que pudiera besarla y, para su pesar, tal vez lo fuese. Su principal deseo era despejar sus temores, arrancarle una promesa, desalojar de sus ojos esa expresión de duda que tanto le aterraba. Lo demás quedaría en sus manos: sobreponerse al duelo, asegurarse de vivir, para vivir por ella…
Este deseo lo impulsó a perderse en su boca, a reclamarla para sí, porque sus besos no podrían tener mejor destinataria; quizás de esta manera eliminaría cualquier temor, cualquier posibilidad de perderla. Anne se dejó llevar por unos instantes, lo recibió con sorpresa, pero no lo rechazó de inicio, pues deseaba sentir sus labios sobre los suyos. Algo mágico tenían los besos de Edward que la estremecían con una fuerza insospechada.
A pesar de ello, su pasión la abrumó y sin darse cuenta volvió a pensar en Charles y en la carta que le había enviado aquella misma tarde, recordó sus pasadas reflexiones, los motivos que tenía para resistirse, para alejarse de él, y eso hizo. Lo separó cuanto pudo, con un movimiento tan brusco que lo asustó.
—¡No tenía derecho a hacer eso! —exclamó disgustada.
—No pienso disculparme, Anne —le respondió, con una desfachatez poco habitual—, hasta hace un momento tus pasados temores se borraron, dejando espacio para lo que sientes por mí, algo que es tan incipiente como verdadero. ¿Acaso vas a negarlo? ¿Puedes seguir diciendo que no sucede nada entre nosotros?
Anne estaba molesta, Edward la estaba confrontando y le impedía pensar con claridad para llevar a cabo su decisión. Se sentía presionada y no podía tolerarlo.
—No existe nada entre nosotros, lord Hay —le dijo altanera—. Usted se ha comportado de manera inadecuada, y me ha forzado a una situación que no deseaba volver a repetir.
Edward se quedó azorado.
—¡Jamás he forzado a una dama en mi vida! —profirió—. ¿Cómo puedes enmascarar tus sentimientos y ser tan evasiva? ¿Cómo puedes insinuar que te he forzado u obligado a alguna cosa? ¿Acaso puedes compararme con el despreciable Duque de Mecklemburgo-Schwerin?
Anne sabía que no podía hacerlo, pero estaba tan exasperada que no meditó lo que le respondía.
—¡Por un momento su ímpetu me recordó a él! —le espetó.
La expresión de Edward fue terrible, no por iracundo o molesto, sino por la decepción que sufrió al escucharle decir palabras tan injustas. Anne se arrepintió en el acto, pero no pudo disculparse; estaba tan alterada que le era imposible hablar y Edward tampoco le dio oportunidad de hacerlo.
—Si eso es lo que piensa de mí, entonces no tenemos nada más que hablar, señorita Cavendish. —Tenía el corazón destrozado, y Anne no podía imaginarse cuánto—. Me disculpo por mi incomprensión y por mi ímpetu. Buenas tardes.
Edward hizo una pequeña reverencia y se marchó por uno de los caminos principales del invernadero; Anne se quedó lívida, con una angustia que le producía un dolor prácticamente físico. Pensó en ir tras él, pero se arrepintió, ¿qué podría ofrecerle? Debía ser consecuente con sus sentimientos por Charles; por muy difícil que hubiese sido la conversación, por muy hirientes que pudieron haber sido sus palabras, el resultado era el esperado. Renunció a Edward, a un futuro a su lado. En algún momento buscaría el marco propicio para disculparse, era lo único que le debía.
A pesar de creer que hacía lo correcto, no se sentía feliz ni tranquila. Por alguna extraña razón, la idea de recuperar a Charles, de saberlo soltero y libre, ya no le mejoraban su ánimo en lo más mínimo. Solo podía pensar en Edward, en lo injusta que había sido con él, en cómo había escondido, detrás de sus duras palabras, las sensaciones que había sentido. ¡Le había mentido! Se había regodeado en su disgusto sin haberse permitido admitir que había sucumbido una vez más a sus besos. Estaba avergonzada de su conducta, pero ¿cómo explicar que, a pesar de todas las emociones que él le causaba, ella se negaba a darle una oportunidad?
Quizás debió haber sido sincera y haberle hablado de Charles, de sus esperanzas de recuperarlo. Sin duda hubiese sido más justo y él hubiese entendido mejor algo así. En cambio, había optado por herirlo de la manera más horrible: lo había comparado con un hombre ruin, desleal, violento, un hombre del cual la había defendido. Debía disculparse con Edward, mas no se sentía en condiciones de hacerlo en ese momento: podría alentar sus sentimientos por ella, y Anne estaba decidida a renunciar a él.
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