Capítulo 17
Anne regresó a la Casa Sur muy nerviosa; no podía creer lo que había sucedido entre ella y Edward. Cuando se despidió de él, tomaron caminos opuestos y no se detuvo a mirar atrás. Caminó muy aprisa, con temor a que él pudiera retenerla. Se sentía avergonzada de haber perdido el control de sí misma, y cedido a una pasión que la sobresaltó de forma avasalladora. ¡Le perturbaba tanto ser vulnerable ante él! Por otra parte, a ella la habían besado antes, la había besado Charles. Su primer beso fue tan puro como el amor inocente de dos jóvenes —casi niños— que descubren la magia que provoca la unión de sus labios, mas ninguno de los besos compartidos con él había sido como aquel: este beso había nacido de una declaración de amor inesperada y la había llevado de la ternura al estremecimiento en unos segundos.
Pese a esto, ella no amaba a Edward, ¡era absurdo! Casi no lo conocía, ¿cómo podrían bastar unas semanas para borrar lo que ella había sentido por Charles durante años? Si era justa, debía admitir que se había sentido seducida por Edward. Él la había conquistado aquella tarde con sus palabras, incluso mucho antes: quizás desde el íntimo encuentro en el museo y las conversaciones compartidas, tal vez incluso la noche pasada, cuando había defendido su honor y salvado su decoro. Estaba confundida acerca de sus sentimientos, aunque no hubiese dejado de querer a Charles. Luego pensó en él: en cómo le había robado sus sueños, cómo la había ignorado en su encuentro en Essex, cómo le había dicho sin piedad alguna que se casaría con otra, cómo la había tratado como a una extraña, sin reconocer ante ella que la amaba, ¿acaso sería cierto que había dejado de quererla? Podía ser incluso que Charles ya estuviera casado. Según le había dicho, anunciarían su compromiso en breve, y era muy probable que el Barón de Clifford garantizase que esa unión se produjese lo antes posible.
Anne se había mantenido al margen, había huido sin tener noticias del compromiso y de la boda, pero ello no significaba que Charles no fuese ya un amor perdido para siempre. El pensamiento dolía muchísimo, pero también se había dicho a sí misma que no podía negarse la oportunidad de ser feliz o de al menos intentarlo. ¿No le había confesado en una ocasión a Gregory que su más grande sueño seguía siendo casarse y formar una familia? Si encontraba ese futuro al lado de Edward, quizás no fuese tan disparatado abrirle su corazón. A fin de cuentas, no podía negar lo que sentía cuando estaba con él, quizás con un poco de tiempo el sentimiento innombrable que experimentaba en el presente, pudiese convertirse en amor, un amor más profundo que el que llegó a sentir por Charles.
Cuando entró a la Casa Sur, no se encontró con su abuela, lo cual agradeció. No se sentía con ánimo de responder a sus preguntas. La anciana hubiese dicho alguna cosa sobre la conversación tan prolongada que había sostenido con Edward. Subió por la escalera de roble en silencio, llegó a su alcoba y se sentó frente al espejo. Todavía tenía las mejillas sonrojadas y sentía en su boca la presión de los labios de él. Debía admitir que el recuerdo de aquel momento la llenaba más de dicha, que de recriminaciones. Abrió la cajita de marfil donde guardaba sus tesoros: de ella tomó la última carta de Charles y el pañuelo de Edward. No tuvo valor para volver a leer la carta, así que terminó dejándola en su sitio; el pañuelo, en cambio, lo sostuvo en su puño cerrado, mientras se recostaba en la cama. Sin darse cuenta, se quedó dormida.
Edward tampoco podía creer lo que había sucedido; pocas veces se había sentido tan revitalizado en los últimos tiempos, y con una alegría tan desbordante. Había sido capaz de decirle a Anne lo que sentía y para su sorpresa, ella no lo había rechazado. No pudo haber esperado una acogida más favorable, cierto que la dama no expresó sus sentimientos y que él no le dio oportunidad de hacerlo, pero el beso que habían compartido resultaba de lo más elocuente. No aspiraba a que Anne lo amara ya, era imposible que, en tan poco tiempo, el recuerdo del amor perdido se reemplazara por un nuevo sentimiento de semejante índole; el tiempo y la paciencia harían el resto: Anne le había mirado como siempre había esperado de una mujer; le había aceptado y correspondido por unos segundos que resultaron maravillosos.
Le había prometido que volvería a verla a la tarde siguiente, pues no podía permanecer lejos de ella. En la próxima oportunidad le hablaría con más serenidad de sus intenciones, de su deseo de casarse. Por supuesto, no la presionaría en lo más mínimo, necesitaba de tiempo para que los sentimientos afloraran y le diesen la certeza de querer compartir el resto de su existencia con él.
Al llegar a la Casa Norte, se encontró con su cuñado en el jardín, en el camino hacia el invernadero. Por su expresión, era evidente que estaba muy preocupado, por lo que Edward apresuró el paso hasta llegar a él.
—¿Ha sucedido algo? ¿Prudence está bien? ¿Los niños? ¿Georgiana? —Las preguntas le brotaron con suma rapidez, casi sin darle oportunidad a Johannes de contestar.
Su cuñado negó con la cabeza.
—Todos en la casa están bien y Prudence sigue en la Casa Sur, pero yo iba hacia allá a buscarte de inmediato.
—¿Qué sucedió?
Por un momento, Edward temió que el barco en el que viajó Gregory hacia Inglaterra hubiese tenido algún percance.
—He recibido una visita. De hecho, todavía está aguardando por ti. Por la persona de la cual se trata, no auguro que sea algo bueno.
—¿Quién es? —preguntó Edward un poco alarmado.
—Bernhard van Houten, un amigo muy cercano de su Alteza el Duque de Mecklemburgo-Schwerin.
—¿Qué puede desear ese caballero conmigo? ¿Acaso su despreciable amigo no fue un cobarde al no querer recibirnos hoy en su residencia?
—Quizás no haya sido cobardía —comentó Johannes—, quizás estaba tramando algo. No quisiera que Prudence se percatara de la visita que aguarda por nosotros, así que sería conveniente que al entrar cerráramos muy bien la puerta del despacho, no sabemos qué pueda resultar de esta conversación.
Cuando Edward y su cuñado entraron al despacho, un hombre de mediana edad, pelirrojo y corpulento, se puso de pie. A Edward le molestó en cuanto lo vio, no en balde era amigo del Duque de Mecklemburgo-Schwerin, pues la prepotencia era palpable inclusive sin haber pronunciado palabra. Johannes cerró la puerta y los tres caballeros, después de intercambiar cortas palabras de salutación, se dispusieron a sentarse.
Para sorpresa de Edward, el señor van Houten hablaba con un tono de voz tan apacible que resultaba exasperante. En nada se correspondía su discurso pausado y poco emotivo con sus proporciones físicas. No sabía si la forma de hablar era premeditada o si el caballero realmente solía ser tan parsimonioso.
—Señores —dijo, sacando el reloj de su bolsillo y consultando la hora—, lamento que mi visita no sea precisamente de cortesía. Señor van Lehmnann, debe suponer quizás el motivo que me trae a su morada, puesto que cumplo con la especial misión que se me ha encomendado por parte de mi buen amigo, su Alteza el Duque de Mecklemburgo-Schwerin. En la noche de ayer, en esta propia casa, su Alteza fue agredido, de palabra y de obra, por el caballero aquí presente, lord Edward Hay.
Edward se levantó de un golpe.
—¡Eso no es cierto! —exclamó—. ¡Su Excelencia es un ser deplorable, capaz de maltratar a una dama! Acudí en defensa de ella, por temor a que el daño fuese irreparable.
Johannes murmuró, por lo bajo, algunas palabras para calmarlo.
—Lord Hay —repitió el señor van Houten con infinita paciencia—, le pido que tome asiento. Nada de lo que pueda objetar para justificarse va a cambiar el objetivo que me ha traído hasta aquí y no me marcharé hasta decir lo que se me ha solicitado.
Edward obedeció y se colocó junto a Johannes en un diván cerca de la ventana.
—Muy bien —prosiguió la visita, acomodándose en su asiento—. Su Alteza el duque, por los hechos acontecidos, considera mancillado su honor. Es por ello que se ha visto compelido a nombrarme su padrino para que, en su nombre, trasmita a su agresor su decisión de retarlo a duelo.
Edward estaba conmocionado. La ira le invadía, pero también el asombro: no esperaba que el duque tergiversara lo sucedido haciéndole parecer como el agresor y a él como la víctima.
—¡Esto es absurdo! —prorrumpió con voz atronadora—. ¿Un duelo?
—Los duelos están prohibidos, señor van Houten. —Salió Johannes a favor de su cuñado—. No creo conveniente que su representado pretenda acudir a una reparación que se considera ilegal para los hombres y es condenada por la Iglesia.
—Conoce muy bien, señor van Lehmann que, en el terreno del honor, este tipo de hecho suele solucionarse de esta manera. No será el primer lance ni el último en nuestra sociedad, siempre que sea llevado con suma discreción, por supuesto.
—Los diarios sabrán de inmediato la clase de persona que es su Alteza si continúa adelante con esta farsa —amenazó Johannes—, todos en la ciudad conocerán lo que fue capaz de hacer esa noche en nuestro hogar. No sé si está enterado de que lord Hay, Conde de Erroll, es miembro de la Cámara de los Lores y un prestigioso político británico. A su Excelencia no le resultaría conveniente retar a mi cuñado a ese absurdo duelo.
—Caballero —apuntó el padrino del duque—, esa es una amenaza muy poco meditada. Mi representado está al tanto de la persona a la que reta, de no considerarlo digno de batirse por su rango social, no se hubiese decidido nunca a proponer este enfrentamiento. Lord Hay, Conde de Erroll, es un caballero y su Alteza opina que este es el único camino para resolver lo sucedido entre dos personas tan ilustres. Deben tener en cuenta que, ante una negativa, el honor de la dama estaría en entredicho, y que su Alteza se vería obligado a dar su versión de los hechos. Hasta ahora, aspira a que este asunto se resuelva sin que exista ninguna clase de escándalo. No considero que ninguno de los señores aspire a que el nombre de la señorita se desacredite de esta manera.
—¡Jamás! —expresó Edward, volviendo a levantarse de su asiento y dando una vuelta por la habitación—. Si este es el precio que debo pagar para evitar el escándalo, lo pagaré.
—Debe haber una mejor solución para terminar este asunto —trató de razonar Johannes, comprendiendo que las amenazas no parecían funcionar con el adversario—, el duque concordará en que un duelo es una medida extrema, excesiva…
—¡En lo absoluto! —contestó van Houten con tranquilidad—. El honor de su Alteza se ha visto mancillado. Fue agraviado de la manera más horrenda por lord Hay. No hay otra salida para terminar con esta situación, salvo que lord Hay no se sienta en condiciones morales de afrontar las consecuencias de sus actos.
—¡No soy un cobarde! —profirió Edward—. Si el duque desea que nos batamos a duelo, no tengo la menor objeción en hacerlo. El honor del duque no se ha visto mancillado en lo más mínimo, el honor de la dama es el que debe defenderse, y si para ello no hay otra opción que batirse, no seré yo quien desista de este enfrentamiento.
—¡Edward! —Johannes se colocó a su lado de un salto—. ¿Qué estás diciendo? ¡No puedes hacer tal cosa!
—El señor van Houton ha dicho que no existe otra salida —respondió.
—En efecto —dijo el aludido con una sonrisa—. No la hay.
—Señor van Houton —prosiguió Edward—, si el señor van Lehmann acepta, será mi padrino. En lo adelante, deberá dirigirse a él.
—¡Esto no tiene ningún sentido! —Johannes estaba abrumado, mucho más que Edward, pues estaba consciente del desenlace que podría conllevar—. Lord Hay, por su condición física, le es imposible asumir las exigencias de un combate como ese.
Edward se sintió iracundo, esta vez con Johannes. No iba a permitir que utilizara su dificultad para caminar para tratar de librarlo de un duelo. Si poco honorable era no aceptarlo, más aún buscar justificaciones de esa clase.
—¡No es cierto! ¡Soy perfectamente capaz de enfrentarme al duque! Lo hice anoche una vez y podré hacerlo de nuevo.
—Si me disculpan —interrumpió el señor van Houton—, es cierto que mi representado es el agraviado, y que, por las normas del Código de Duelo, le corresponde al ofendido seleccionar el arma con la cual batirse. Empero, su Alteza ha tomado en cuenta que la cojera de lord Hay lo imposibilita para hacerlo con sable o espada. En tal caso, su Alteza no tiene objeción alguna en que el duelo se realice con pistolas.
Edward se quedó sorprendido. ¡El duque le había tendido una venganza muy bien planificada! No obstante, él también se arriesgaba a perder la vida. Debía estar muy seguro para querer un duelo así.
—Muy bien —asintió—, con pistolas. Debe confiar mucho en su puntería, aunque adviértale, por su propio bien, que jamás fallo en el blanco.
El señor van Houton sonrió con condescendencia.
—Pactemos entonces un duelo a primer disparo —añadió Johannes, consciente de que quizás un disparo, errado o al aire, diera por concluido el trance.
—A primera sangre —persistió el señor van Houton con paciencia—. Su Alteza insiste en que sea un duelo a primera sangre.
—¡Imposible! —exclamó Johannes— ¡Esto es inadmisible!
Edward trató de serenarlo, pese a que reconocía que estaba atemorizado. Nunca creyó que podría encontrarse en una posición como aquella, pero sabía que no tenía otra opción.
—Convenido —dijo—. A primera sangre. ¿Cuándo? —preguntó, con todo el autocontrol que pudo.
Johannes estaba tan alarmado que no pudo reaccionar, Edward había seguido adelante y no podía hacer otra cosa que asumir su papel de padrino. Al menos, quería ganar algo de tiempo para intentar salvarle la vida.
—Pasado mañana —propuso Johannes—. Mañana se podrán adquirir las armas y ser revisadas por los padrinos.
—Me parece justo —accedió van Houton—. Pasado mañana al amanecer, señor van Lehmann. Me pondré en contacto con usted para revisar las armas y acordar el lugar del duelo, así como el procedimiento.
Johannes asintió.
El señor van Houton se levantó de su asiento; hasta entonces había permanecido en su silla, sin perder la calma. Sin mucho más que decir, se despidió de los caballeros y desapareció. Edward se sentó en cuanto van Houton se marchó, y colocó su rostro entre las manos. No podía negar que tenía miedo, pero sobre todo estaba furioso. ¡El duque era un hombre despreciable!
—Te ha tendido una trampa —comentó Johannes, más preocupado que molesto—, y no sé cómo vamos a salir de esta.
—No hay otra forma de hacerlo —respondió Edward incorporándose—, que no sea aceptar sus condiciones.
—¿Tanto te importa defender tu honor o el de Anne? —preguntó Johannes mientras se sentaba junto a él, de vuelta al diván—. A veces es preferible quedar como un cobarde que perder la vida. Pienso que no deberías ir, seguirle el juego puede ser muy peligroso. Te aconsejo que regreses a Inglaterra lo antes posible. Puedo hacer las coordinaciones para que mañana mismo partas en un barco.
—Es muy probable que, si el duque no obtiene su venganza, se concentre en hacerlo de otra manera, incluso una que involucre a Anne. Aquella noche aseguró que nos arrepentiríamos los dos de lo sucedido y temo que, si no acudo a ese maldito duelo, ella pueda pagar las consecuencias.
—¡Nada puede hacerle! —aseguró Johannes—. Si es preciso, convenceré a lady Lucille para que haga que su nieta regrese a Inglaterra con ustedes.
—Tanto en Inglaterra como en Ámsterdam el poder del duque puede perseguirnos, y yo no soy un cobarde, Johannes. ¡Nunca lo he sido! —exclamó Edward—. ¿Acaso no lo escuchaste con atención? Una historia tergiversada en un diario bastaría para echar por tierra la reputación de Anne. ¡Yo no puedo permitir que eso suceda!
—¡Pero puedes permitirte arriesgar tu vida! No estás siendo razonable… Prudence no me perdonaría si dejo que te maten.
—No tengo otra opción —repitió Edward resignado—, y no va a sucederme nada. Han disminuido las muertes en los duelos y el duque no es tan tonto como para arriesgarse a cargar con un asesinato. ¡Tiene mucho que perder! Te pido que no digas ni una sola palabra a nadie, ni siquiera tu padre debe saberlo y mucho menos mis hermanas. ¡Tampoco Anne! No quisiera hacerle pasar por una preocupación de esta clase.
—¿Tanto la amas? —preguntó Johannes, mientras lo miraba a los ojos.
Edward no pudo negarlo y se limitó a asentir.
—Más que a mi propia vida —contestó.
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